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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Camellos! ¡Camellos!

Así que cogí los prismáticos, luego Jim hizo lo mismo, y echó un vistazo, pero me sentí desilusionado, y dije:

—¡Camellos, tu abuelita! Son arañas.

—¿Arañas en el desierto, so merluzo? ¿Arañas caminando en procesión? Nunca reflexionas, Huck, y no creo que tengas nada con qué reflexionar. ¿No te das cuenta de que estamos a más de un kilómetro del suelo, y que esa cinta que se arrastra está a más de tres kilómetros de distancia? ¡Demonios! Arañas. ¿Arañas del tamaño de una vaca? Tal vez quieras bajarte y ordeñar alguna. Son camellos, seguro. ¡Es una caravana! Eso es lo que es. Y mide más de un kilómetro y medio de largo.

—Bueno, pues entonces bajemos y echémosle un vistazo. No creo que sea eso, y no lo creeré hasta que no lo vea y lo conozca.

—Muy bien —dijo él, dando la orden—: ¡Todo abajo!

Conforme fuimos bajando y adentrándonos en un clima más caluroso, pudimos ver que eran camellos, sin lugar a dudas. Caminaban pesadamente, una fila interminable de ellos, con fardos sujetos por correas, y cientos de hombres, vestidos con túnicas largas y blancas, y una cosa que parecía un chal envolviéndoles la cabeza. También llevaban colgantes con flecos y borlas; algunos de ellos tenían escopetas y otros no, algunos iban montados y otros caminando. Y el clima…, bueno, era para achicharrarse. ¡Y qué despacio se arrastraban! De repente bajamos, y nos mantuvimos a poca distancia de ellos.

Cuando nos vieron, todos los hombres comenzaron a chillar, algunos se tumbaron sobre sus estómagos, otros comenzaron a dispararnos y el resto salió de estampía en todas direcciones, lo mismo que los camellos.

Uno podía darse cuenta de que estábamos causándoles problemas, así que nos subimos otra vez hasta donde el clima estaba más fresco, y los observamos desde allá arriba. Les llevó cerca de una hora poder juntarse todos de nuevo y formar la caravana; reanudaron entonces su lenta marcha, pero pudimos ver a través de los prismáticos que no prestaban demasiada atención a nada que no fuéramos nosotros. Avanzábamos a paso de tortuga, observándolos con los prismáticos, cuando, al cabo de un breve espacio de tiempo, vimos un cúmulo de arena, y algo parecido a personas se encontraban del otro lado. Había también algo semejante a un hombre, tumbado en lo alto de la montaña de arena, que levantaba la cabeza de vez en cuando, y que parecía estar observando la caravana, o tal vez a nosotros, eso no lo sabíamos con certeza. Cuando la caravana estuvo más cerca, se arrastró sigilosamente hacia el otro lado, y arengó a los demás hombres y caballos (finalmente, eran eso), y los vimos montar apresuradamente; luego vinieron galopando como si tuviesen la casa ardiendo, provistos de lanzas y escopetas, todos chillando lo mejor posible.

Cayeron sobre la caravana, y al instante chocaron ambos bandos, y se formó gran revoltijo, seguido de un estallido de escopetas tal que no podríais imaginároslo. El aire estaba tan lleno de humo que sólo se podían ver pequeños atisbos de lo que estaba sucediendo. Habría unos seiscientos hombres en aquella batalla, y era un espectáculo terrible. Se dividieron entonces en bandas y grupos, y peleaban con uñas y dientes, correteando y dispersándose de acá para allá, arrojándose unos sobre otros; y cuando el humo se disipó un poquito, podían verse personas heridas, muertos, y camellos desparramados por toda la región, y más camellos huyendo en todas direcciones.

Por fin, los ladrones se dieron cuenta de que no podían ganar, así que su jefe emitió una señal, y todo lo que había quedado de ellos se batió en retirada y salió correteando por toda la llanura. El último hombre en huir arrebató a un niño y lo subió a lomos de su caballo, una mujer salió gritando y suplicando, y siguió al hombre durante un largo trecho, hasta que estuvo muy lejos de su gente; pero fue inútil, tuvo que darse por vencida, y la vimos desplomarse en la arena, cubriéndose el rostro con las manos. Entonces Tom se hizo con el timón, y salió zumbando a perseguir a aquel patán. Descendimos un poco y realizamos un giro hasta arrojarle del caballo, con niño y todo. El hombre quedó considerablemente aturdido, sin embargo el niño no sufrió daño alguno, pero se quedó allí, moviendo los brazos y las piernas en el aire, como si fuese un escarabajo volatinero que, si yace sobre el lomo, no puede darse la vuelta. El hombre salió tambaleándose a recuperar su caballo, sin saber qué era lo que le había golpeado, pues para entonces nosotros ya estábamos elevándonos de nuevo.

Creímos que la mujer iría a recoger al niño, pero no lo hizo. Pudimos ver, mediante los prismáticos, que permanecía sentada allí en la arena, con la cabeza metida entre las rodillas; de manera que supusimos que no había visto nuestra hazaña, y pensaba que el hombre habría desaparecido llevándose al niño. Se encontraba a unos ochocientos metros de su gente, así que pensamos bajar a recoger al niño, que se hallaba a unos cuatrocientos metros por delante de ella, y dejárselo sigilosamente antes de que la gente de la caravana pudiese hacernos algún daño. Igualmente pensamos que ellos tendrían bastante trabajo entre manos, atendiendo a los heridos. Acordamos que aquélla era nuestra oportunidad, y descendimos y nos detuvimos para que Jim arrojase la escala y cogiera al crío, el cual era una cosita regordeta, con muy buen humor también, si se tiene en cuenta el hecho de que acababa de dejar atrás una batalla y había sido tumbado de un caballo. Luego fuimos a buscar a su madre, y nos detuvimos detrás de ella, a una distancia prudencial; entonces Jim descendió del globo y avanzó sigilosamente, y cuando ya se encontraba cerca de ella, el niño dijo «gu-gu», como hacen los niños. Cuando la mujer le oyó, giró rápidamente y dio un alarido de alegría, dio un salto para coger y abrazar al chavalito, luego lo dejó en el suelo y le dio un abrazo a Jim, luego se quitó una cadena de oro y se la puso alrededor del cuello, lo abrazó de nuevo, y levantó al niño apretándolo contra su pecho, sollozando y bendiciendo todo el tiempo. Entonces Jim volvió al globo enseguida, y remontamos el vuelo, y la mujer se quedó mirándonos fijamente, con el pequeñín sentado sobre sus hombros y sus bracitos alrededor de su cuello. Y allí permaneció de pie, hasta que nosotros desaparecimos en el cielo.

Capítulo 7

Tom respeta a la pulga

—¡Mediodía! —gritó Tom.

Y así era. Su sombra era tan sólo una mancha alrededor de sus pies. Echamos un vistazo al reloj de Greenwich, y comprobamos que la diferencia que aún faltaba para que fueran las doce exactamente apenas era significativa. Así que Tom dijo que Londres se encontraba exactamente al norte de nosotros, o bien al sur. En uno de los dos sitios, y también le parecía que, por el clima, la arena y los camellos, Londres se encontraba al Norte; y a bastantes kilómetros incluso; tantos, creía él, como los que había desde la ciudad de Nueva York hasta México.

A Jim le parecía que un globo era la cosa más rápida del mundo, a excepción tal vez de algunas especies de pájaros…, un palomo salvaje, o quizá el tren.

Pero Tom dijo que él había leído acerca de ferrocarriles en Inglaterra que rozaban los ciento sesenta kilómetros por hora como poco, y que no había un solo pájaro capaz de hacer lo mismo…, excepto uno, y ése era la pulga.

—¿Una pulga? ¡Vaya, amo Tom! En primé lugá, eso no ej un pájaro, estrictamente hablando…

—¿Así que no es un pájaro? Bueno, entonces ¿qué es?

—No lo sé mú bien, amo Tom. Pero sospecho que es sólo un animal. No, creo que eso tampoco vale, tampoco, no es lo suficientemente grande como para ser un animal. Debe ser un bicho. Sí, señó, eso é lo que é, ej un bicho.

—Yo apostaría a que no. Pero dejémoslo ahí. ¿Y en segundo lugar?

—Bueno, en segundo lugar, los pájaros son criaturas que recorren grandes distancias. Una pulga, no.

—Así que no, ¿eh? Venga ya, ¿qué es una gran distancia, si puede saberse?

—Pues… son kilómetros, y miles de ellos…, cualquiera puede saber eso.

—¿Puede un hombre caminar kilómetros?

—Sí, señó, sí puede.

—¿Tantos como un tren?

—Sí, señó, si le das tiempo.

—¿Y una pulga podría?

—Bueno…, supongo que sí…, si se le concede muchísimo tiempo.

—Entonces te das cuenta de que la distancia no cuenta en absoluto, ¿verdad? Es el tiempo que te lleva recorrerla lo más importante, ¿no es cierto?

—Bueno, eso parece, aunque yo no lo hubiese creído, amo Tom.

—Es cuestión de proporciones, eso es; y si empiezas a medir la velocidad de una cosa por su tamaño, ¿dónde quedaría el pájaro, el hombre y el tren comparados con una pulga? El hombre más rápido no puede correr más de dieciocho kilómetros en una hora…, no más de diez mil veces su propia longitud; pero todos los libros dicen que cualquier pulga común de tercera clase puede saltar ciento cincuenta veces su propia longitud; sí, y también puede dar cinco saltos por segundo…, setecientas cincuenta veces su propio tamaño en un pequeño segundo…, y además, no pierden tiempo deteniéndose para volver a empezar, sino que hacen ambas cosas al mismo tiempo, continuamente: intenta poner tu dedo sobre ella y verás; ahora bien, habíamos dicho que se trataba del andar de una pulga común, de tercera clase; pero si coges una italiana, de primera clase, que haya sido la mascota de la nobleza durante toda su vida, sin haber sabido nunca lo que era la necesidad, la enfermedad o el desamparo, puede saltar trescientas veces su propio tamaño, y mantenerse así todo el día sin parar, saltando cinco veces por segundo, lo cual es mil quinientas veces su longitud. Muy bien, supongamos ahora que un hombre tuviese que recorrer mil quinientas veces su propia longitud en un segundo, pongámosle… ¿unos dos kilómetros y medio? Ésos son unos ciento cuarenta y cinco por minuto; eso es considerablemente más que unos ochocientos kilómetros por hora. ¿Qué me dices ahora del hombre? Sí, ¿y también de tu pájaro, el tren o el globo? ¡Recórcholis! No valen un pimiento si los comparamos con la pulga. Una pulga es un cometa endemoniadamente pequeño.

 

Jim estaba atónito, y yo también; entonces dijo:

—¿Eso número son asolutamente sierto, o son sólo una broma, amo Tom? ¿No son mentira?

—Son ciertos; es la pura verdad.

—Bueno, puej entonce, vamo a respetá a la pulga. Antes, no me inspiraban ningún respeto, sólo un poco. Pero ya no le vamo a dá má vuelta, se lo meresen, eso é sierto.

—Bueno, apuesto a que sí. Tienen mucho más sentido común, cerebro y talento, en proporción a su tamaño, que cualquier otra criatura en el mundo. Una persona puede aprender casi todo; ellas lo aprenden más rápido que cualquier otra criatura también. Han aprendido a tirar de pequeños carritos, utilizando pequeños arneses, y los llevan para un sitio o para otro, según se lo ordenen. Sí, y además aprenden a marchar y a hacer ejercicio, como cualquier soldado. Han aprendido toda clase de cosas problemáticas y difíciles. Supongamos que pudieseis criar a una pulga hasta que alcanzara el tamaño de un hombre, y que mantuviera esta inteligencia natural creciendo y creciendo, hasta hacerse cada vez más mayor y más grande, y más y más aguda, en la misma proporción…, ¿qué crees que pasaría con la raza humana? La pulga sería el presidente de los Estados Unidos, y nada podrías hacer para evitarlo, como tampoco se pueden evitar los relámpagos.

—¡Diablos, amo Tom! Nunca hubiese pensado que estaban tan serca de la perfesión. No, señó, no tenía nidea deso, é verdá.

—Son muy superiores, con diferencia, a cualquier otra criatura, hombre o bestia, en proporción a su tamaño. Es la más interesante de todas. La gente habla mucho de la fuerza de las hormigas, del elefante o de una locomotora. ¡Bah! Todo eso no puede compararse con la pulga. Pueden levantar doscientas o trescientas veces su propio peso. Nadie puede superarla ni por asomo. Más aún: tiene sus propias y particulares opiniones y no puedes engañarlas; su instinto, o criterio, o como se llame, es perfectamente claro y sensato, nunca cometen un error. La gente piensa que a las pulgas les gustan todos los humanos, pero esto no es verdad. Hay tipos a los cuales ni se les acercan, tengan o no hambre, y yo soy uno de ellos. Nunca he tenido una encima en toda mi vida.

—¡Amo Tom!

—Es verdad, no estoy de broma.

—Bueno, vaya, nunca antej había oído nada igual.

Jim no podía creerlo, y yo tampoco; de manera que tuvimos que bajar a la arena, coger un poco y comprobar si eso era verdad. Tom tenía razón. Acudieron a millares a picarnos a mí y a Jim, pero ninguna se posó sobre Tom. No había explicación para lo ocurrido, pero era así, no había que darle más vueltas. Tom dijo que siempre le había sucedido lo mismo, y que ya podía estar en medio de un millón de ellas, que nunca le tocaban o le molestaban.

Subimos a donde hacía un tiempo más frío para refrescarnos, y permanecimos allí durante un ratito; luego descendimos hasta encontrar un clima más agradable, y volamos perezosamente, a unos treinta o cuarenta kilómetros por hora, tal como habíamos estado haciendo durante las últimas horas. La razón era que, cuanto más permanecíamos en aquel pacífico y solemne Desierto, la prisa y la agitación parecían tranquilizarse en nosotros, entonces nos sentíamos más felices y contentos, satisfechos con aquella sensación. Y cuanto más nos gustaba el Desierto, más nos encariñábamos con él. De manera que, como iba diciendo, bajamos la velocidad y nos dedicamos a pasar el tiempo holgazaneando noblemente, algunas veces mirábamos a través del catalejo, otras nos estirábamos en nuestras literas, o echábamos una siestecita.

Todo parecía distinto a cuando estuvimos ansiosos por ver tierra y bajar. Pero teníamos que sobreponernos a ese sentimiento… sin lugar a dudas. Ya nos habíamos acostumbrado al globo, no teníamos ningún temor, y tampoco deseábamos estar en ninguna otra parte. Parecía que nos encontrábamos en casa, como si hubiésemos nacido y nos hubiésemos criado en él, Jim y Tom decían lo mismo. Siempre había tenido gente odiosa a mi alrededor, gruñéndome, molestándome y rezongando. Algunos me encontraban faltas, armaban jaleo y me incomodaban, me daban de palos y la tenían tomada conmigo, obligándome a hacer esto o aquello, siempre eligiendo las cosas que yo no deseaba hacer, y luego me sacudían de lo lindo cuando haraganeaba o se me ocurría hacer otra cosa. Le amargaban la vida a uno todo el tiempo; pero aquí arriba en el cielo todo estaba tan tranquilo, encantador y lleno de sol, había mucho para comer, y mucho por dormir, extrañas cosas para ver, ninguna buena gente que nos gruñera ni molestara, estábamos todo el tiempo de vacaciones. ¡Cielos! No tenía ningún prisa por bajar y volver a la civilización de nuevo. Ahora bien, una de las peores cosas de la civilización es que cualquiera que recibe una carta con malas noticias viene y te cuenta todo sobre el asunto y te hace sentir mal. Los periódicos cuentan los problemas de todo el mundo, y hace que te sientas descorazonado y lúgubre la mayor parte del tiempo; es una carga muy pesada para una persona. Detesto los periódicos; odio las cartas; y si estuviera en mis manos, no dejaría que nadie cargase con sus problemas de ese modo a alguien que no tiene nada que ver en el asunto y que encima vive al otro lado del planeta. Bueno, aquí arriba, en el globo, no hay nada de eso, y es el lugar más delicioso que existe.

Cenamos, y la noche era una de las más hermosas que yo haya visto nunca. La luz de la luna hacía que pareciese de día, sólo que era muchísimo más suave. Entonces vimos aparecer un león, de pie allí solo, como si estuviese completamente solo en la tierra, y su sombra yacía sobre la arena, como un charco de tinta. Así era la luz de luna que teníamos.

Nos tumbamos sobre la espalda y charlábamos principalmente, no queríamos ir a dormir. Tom decía que en aquel momento estábamos en medio de Las mil y una noches. Dijo que había sido justo allí en donde sucedió una de las cosas más hermosas del cuento; así que miramos hacia abajo y estuvimos observando el sitio, mientras Tom nos hablaba de él, pues no hay nada tan interesante como mirar un lugar que está en un libro y sobre el cual has oído hablar. Era un cuento sobre un camellero que había perdido su camello, y se puso a buscarlo por el desierto, hasta toparse con otro hombre, al que preguntó:

—¿Se ha topado usted con algún camello hoy?

Y el hombre le contestó:

—¿Estaba ciego del ojo izquierdo?

—Sí.

—¿Le faltaba un diente en la mandíbula superior?

—Sí.

—¿Estaba cojo de la pata trasera izquierda?

—Sí.

—¿Iba cargado con un saco de semillas de mijo por un lado, y miel por el otro?

—Sí, pero no creo que necesitemos entrar más en detalles… Es ese mismo, y tengo prisa. ¿Dónde lo ha visto?

—No lo he visto en absoluto —respondió el hombre.

—¿Que no le ha visto? ¿Entonces cómo puede describirlo con tanta exactitud?

—Porque, cuando una persona sabe utilizar sus ojos, cualquier cosa tiene un significado para él; pero a la mayoría de la gente los ojos no le sirven para nada. He sabido que por aquí había pasado un camello, porque he visto sus huellas. Supe que estaba cojo de la pata izquierda, porque intentaba aliviar esa pezuña apoyándola suavemente y sus huellas así lo demostraban. Supe que estaba ciego del ojo izquierdo, porque sólo mordisqueaba la hierba del lado derecho del camino. Supe que había perdido el diente de arriba porque las huellas de los mordiscos sobre el césped lo delataban. Las semillas de mijo caían por un lado, me lo decían las hormigas; la miel se derramaba por el otro, eso lo revelaron las moscas. Ya ve que lo sé todo acerca de su camello, pero no me he cruzado con él.

Jim dijo:

—Sigue, amo Tom, ej una historia buenísima, y muy interesante.

—Eso es todo —dijo Tom.

—¿Todo? —exclamó Jim perplejo—. ¿Qué pasó con el camello?

—No lo sé.

—Amo Tom, ¿no lo dice el cuento?

—No.

Jim seguía sorprendido, luego preguntó:

—¡Bueno! Ése es el cuento más raro con el que m’encontrao. En el momento en que llega al punto máj interesante, se acaba. ¡Vaya, amo Tom! No tiene sentío que un cuento se comporte así. ¿No tienej idea si el hombre recobró o no su camello?

—No.

Yo mismo pensé que la historia no tenía sentido, acabar así de golpe, sin convertirse en nada, pero no iba a decirlo, porque me daba cuenta de que Tom se estaba disgustando mucho sobre la manera como surgió la historia y el modo que había tenido Jim de dar en su punto débil. No creo que sea justo para nadie exagerar con alguien cuando se encuentra en baja forma. Pero Tom se giró hacia mí y me preguntó:

—¿Qué es lo que tú piensas de la historia?

Claro, entonces tuve que ir y confesar que compartía la opinión de Jim: si un cuento acababa en plena mitad, sin llegar a nada, realmente no merecía la pena contarlo.

Tom dejó caer la barbilla sobre su pecho, y en lugar de ponerse furioso, como creí que estaría al escuchar cómo me burlaba de su cuento, parecía estar solo triste; y entonces dijo:

—Algunos pueden ver, otros no… Es exactamente lo que aquel hombre había dicho. Dejemos en paz al camello: si hubiese pasado un ciclón, vosotros, cernícalos, no habríais notado sus huellas siquiera.

No sé qué quiso decir con eso, y él ya no lo explicó; era tan sólo una más de sus salidas, supongo: estaba lleno de ellas y las decía algunas veces, cuando no tenía escapatoria, pero no me importó. Habíamos descubierto muy hábilmente el punto débil de la historia, y él no podía escapar a ese pequeño hecho. Aquello le molestó muchísimo, supongo, por más que intentase disimularlo.

Capítulo 8

El lago invisible

Desayunamos muy temprano por la mañana, y nos sentamos a contemplar el Desierto. El clima nunca había estado tan fresco y encantador, y eso que no volábamos muy alto. Había que descender cada vez más abajo después de la puesta del sol, porque en el Desierto refresca muy rápido; así que, cuando empezaba a atardecer, íbamos rozando el suelo, sólo un poquito nada más, por encima de la arena.

Estábamos observando la sombra del globo deslizándose en el suelo, y de vez en cuando nuestros ojos iban recorriendo el Desierto, para descubrir cualquier cosa que pudiera moverse; luego volvíamos a mirar la sombra; de repente, justo debajo de nosotros, vimos un montón de hombres y camellos esparcidos en torno, completamente inmóviles, como si estuvieran dormidos.

Desconectamos la energía del globo, volamos un poco hacia atrás y nos situamos encima de ellos. Entonces pudimos comprobar que estaban todos muertos. Aquello nos dio escalofríos; nos hizo bajar el tono de voz y comenzamos a susurrar, como suele hacer la gente en los funerales. Por fin, nos dejamos caer suavemente, y detuvimos el globo. Tom y yo descendimos por la escala, y nos colocamos entre ellos: allí había hombres, mujeres y niños. Estaban resecos por el sol, oscuros, marchitos y duros como la suela de un zapato, como las figuras de momias que se ven en los libros. Sin embargo, tenían una apariencia tan increíblemente humana, que parecían estar sólo dormidos. Algunos estaban tumbados de espaldas, con los brazos extendidos sobre la arena; otros estaban de lado; unos más, boca abajo, de forma muy natural, aunque también era cierto que mostraban los dientes más de lo habitual. Dos o tres estaban sentados. Una era una mujer, con la cabeza echada hacia atrás y un niño tendido en su regazo. Un hombre, también sentado, con los brazos rodeando sus rodillas, miraba fijamente con sus ojos sin vida a una jovencita que estaba completamente extendida delante de él. Tenía un aspecto tan lúgubre que daba lástima verle. Nunca habréis contemplado un lugar tan inanimado como éste. Al hombre le caía un mechón de pelo negro sobre las mejillas, y, cuando la más leve brisa lo agitaba, a mí me daban escalofríos porque parecía que estaba moviendo la cabeza.

Algunas personas y animales estaban parcialmente cubiertos por la arena, pero la gran mayoría no, pues allí era poco profunda, y debajo había una capa de grava dura. La mayor parte de las ropas estaban hechas trizas y se habían volado, dejando los cuerpos parcialmente desnudos; y cuando yo tocaba un harapo, se rompía sólo con el roce más leve, como si se tratase de una tela de araña. A Tom le parecía que aquella gente había estado tumbada allí durante años.

 

Algunos hombres tenían pistolas oxidadas a los lados, otros tenían espadas y también chales enrollados en la cintura y largas escopetas con adornos de plata sujetos en ellos. Todos los camellos conservaban aún sus cargas, pero los bultos habían estallado y podrido, y sus contenidos estaban derramados por el suelo. No nos parecía que las espadas fueran ya de ninguna utilidad para los muertos, así que cogimos una para cada uno, y también algunas pistolas. También nos llevamos una pequeña caja, porque era muy bonita y tenía hermosas incrustaciones; entonces quisimos enterrarlos, pero no había modo de hacerlo y tampoco se nos ocurría con qué realizarlo como no fuese con arena, la cual, por supuesto, no tardaría en volarse. En un primer momento, empezamos a cubrir primero a la pobre muchachita con unos chales que había en un fardo roto; pero, cuando estábamos a punto de hacerlo, el mechón negro del hombre se agitó de nuevo y nos dio un susto de muerte.

Así que nos detuvimos, pues parecía estar diciéndonos que no quería que cubriésemos a la niña, ya que así no podría verla nunca más. Creo que la quería mucho, y de haberlo hecho se hubiese sentido muy solo.

Luego volvimos a remontarnos y muy pronto salimos volando; la mancha negra de la caravana sobre la arena quedó fuera del alcance de nuestra vista, y ya nunca más volvimos a ver a aquella pobre gente. Nos preguntábamos, razonábamos e intentábamos adivinar cómo llegaron allí y qué les habría sucedido, pero no pudimos descubrirlo. En un primer momento pensamos que tal vez se habían perdido y que habían estado vagando por allí hasta que se les acabaron las provisiones y el agua, y entonces comenzaron a morirse de hambre; pero Tom dijo que no había animales salvajes ni buitres que hubiesen ido a toquetear los cadáveres, por lo que creía que no había sido eso. Así que, al final, nos dimos por vencidos, y decidimos no volver a pensar en ellos, pues nos ponía tristes.

Entonces abrimos la cajita, y vimos que contenía gemas y joyas, y algunos pequeños velos como los que tenían las mujeres muertas. Los bordes estaban adornados con curiosas monedas de oro que no conocíamos. Nos preguntábamos si sería mejor volver a buscarlos y devolverles el tesoro, pero Tom se lo pensó bien y dijo que no, que aquél era un país lleno de ladrones, que podrían venir a robarlo, y que sería un pecado volver a poner la tentación en su camino. Así que seguimos nuestro viaje; pero yo pensaba que ojalá hubiéramos vuelto a llevarnos todo lo que tenían, y así no les dejábamos ninguna tentación en absoluto.

Habíamos estado durante dos horas con un calor abrasador allá abajo, y cuando subimos a bordo estábamos terriblemente sedientos. Nos fuimos derecho a tomar agua, pero la encontramos sucia y amarga, y además estaba tan caliente, que podía escaldarse uno la lengua. No podíamos beberla. Era agua del río Misisipi, la mejor del mundo; entonces la agitamos con un poco de lodo, para ver si eso ayudaba, pero no, el lodo no estaba nada mejor que el agua.

Bueno, no habíamos estado tan, pero tan sedientos antes, cuando estábamos interesándonos por la gente perdida, pero ahora sí, y en cuanto comprendimos que no podíamos beber, nos sentimos treinta y cinco veces más sedientos que en el minuto anterior. Al poco tiempo, teníamos la boca abierta y jadeábamos como perros.

Tom dijo que nos mantuviéramos vigilando bien alertas por los alrededores, en todas partes, pues teníamos que encontrar un oasis, o de lo contrario, no sabía lo que podría pasar. De manera que así lo hicimos. Estuvimos mirando por todas partes con los prismáticos, hasta que nuestros brazos se cansaron, y ya casi no podíamos sostenerlos más. Dos horas…, tres horas…, venga mirar y mirar, y no veíamos más que arena y arena. Se podía ver el resplandor del calor agitándose sobre ella. ¡Qué horror, qué horror! Uno no sabe lo que es la miseria real hasta que no está completamente sediento y tiene la certeza de que no va a encontrar agua nunca más. Por fin, ya no pude soportar más el hecho de estar mirando por los alrededores y ver tan sólo llanuras ardientes, y me tumbé en mi litera, dándome por vencido.

Sin embargo, al poco tiempo, Tom pegó un grito, y ¡allí estaba! Un lago, amplio y enorme, con palmeras recostándose adormiladas sobre él: sus sombras sobre el agua eran tan suaves y delicadas, como nunca habréis visto otras. Yo tampoco había contemplado nada igual. Teníamos que recorrer un largo camino para llegar hasta allí, pero eso no nos importaba; pusimos el globo a una velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora, y calculamos estar allí al cabo de siete minutos; pero el oasis permanecía todo el tiempo a la misma distancia, no veíamos que pudiéramos alcanzarlo; así era, lejano y brillante como un sueño y sin que pudiésemos acercarnos, hasta que, por fin, de repente ¡desapareció!

Los ojos de Tom se abrieron como platos, y exclamó:

—Muchachos, ¡era un espejismo!

Lo dijo como si estuviera contento. Yo no veía motivo alguno para alegrarse, y le dije:

—Tal vez. No me importa cómo se llama, lo que quiero saber es ¿qué ha sido de él?

Jim estaba temblando, tan asustado que no podía hablar, pero hubiese querido formular él mismo esa pregunta de haber podido. Tom dijo:

—¿Qué ha sido de él? Pues ya podéis comprobarlo por vosotros mismos: se ha ido.

—Sí, eso ya lo sé. ¿Pero adónde se ha ido?

Entonces me examinó diciéndome:

—Vamos a ver, Huck Finn, ¿dónde podría haber ido? ¿Es que no sabes lo que es un espejismo?

—No, no lo sé. ¿Qué es?

—No es nada más que imaginación. No existe.

Me enfadó un poco oírle hablar así, y le contesté:

—¿De qué sirve hablar de ese tipo de cosas, Tom Sawyer? ¿Es que no he visto el lago?

—Sí… Crees que lo has visto.

—Yo no creo nada, yo lo he visto.

—Y yo te digo que tampoco lo has visto… porque no había nada que ver.

A Jim le dejó perplejo oírle hablar de ese modo, y entonces intervino diciendo, en tono suplicante y afligido:

—Amo Tom, po favó, no siga disiendo esa cosa en tiempo tan difísile como éstos. No solamente te estáj arriesgando tú mimo, sino que noj arriesgaj a nosotro también…, del mismo modo que Ananía y Safira. El lago estaba allí…, y eso lo he visto tan claramente, como tú está viendo a Huck en este mimo istante.

Yo dije:

—¡Vaya! ¡Él también lo ha visto! Tom, tú has sido el primero en verlo. ¿Y ahora qué dices?

—Sí, amo Tom, así é…, no puede negarlo. Todo lo hemo visto, y eso prueba que estaba ahí.

—¡Que eso lo prueba! ¿Cómo puede probarlo?

—Igual que en la corte de todo el mundo, amo Tom. Una persona pué estar borracha o dormida o cualquier cosa, y hasta pué estar equivocada, pué que eso le pase incluso a do persona, tal ves; pero yo te digo, sabe, que cuando tré persona ven lo mismo, borracha o sobria, ej eso. No hay ninguna duda, y tú lo sabej, amo Tom.

—No sé yo nada parecido. Hay cuarenta mil millones de personas que ven al sol moverse de un sitio para otro en el cielo todos los días. ¿Acaso prueba eso que el sol lo haga?

—Claro que sí. Y aparte deso, no hay ocasión de comprobarlo. Cualquier tipo que teng’algo de sentido común no va a poner en duda algo así. Allí está ahora… navegando por el sielo, como siempre lo ha hecho.

Tom se dio la vuelta, y dirigiéndose hacia mí, dijo:

—¿Tú qué opinas? ¿El sol se está quieto?

—Tom Sawyer, ¿qué sentido tiene hacer semejante pregunta de borrico? Cualquiera que no sea ciego puede ver que el sol no está quieto.