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100 Clásicos de la Literatura

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Rosa prestó toda su atención a lo que iba a decirle el prisionero, y ello más por la importancia que le concedía el desgraciado tulipanero que por la que le concedía ella misma.

—Así es —repitió Cornelius—cómo he calculado nuestra común cooperación en este gran asunto.

—Escucho —dijo Rosa.

—Vos ¿tendréis en esta fortaleza un pequeño jardín, a falta de jardín un patio cualquiera y a falta de patio una terraza?

—Tenemos un bonito jardín —explicó Rosa—. Se extiende a lo largo del Waal y está lleno de añosos árboles.

—¿Podéis, querida Rosa, traerme un poco de la tierra de ese jardín, a fin de que la examine?

—Mañana mismo.

—La cogeréis de la sombra y del sol para que la juzgue en sus dos cualidades, bajo las dos condiciones de sequedad y de humedad.

—Estad tranquilo.

—Una vez escogida la tierra por mí y modificada si es preciso, haremos tres partes de nuestros tres bulbos, tomaréis uno que plantaréis el día que os diga; florecerá ciertamente si lo cuidáis según mis indicaciones.

—No me alejaré de él ni un segundo.

—Me daréis otro que intentaré criar aquí en mi habitación, lo que me ayudará a pasar estas largas horas durante las cuales no os veo. Apenas tengo esperanzas de conseguirlo, os lo confieso, y por adelantado, considero a ese desgraciado como sacrificado a mi egoísmo. Sin embargo, el sol me visita alguna que otra vez. Sacaré artificialmente partido de todo, incluso del calor y de la ceniza de mi pipa. Por último tendremos, o más bien tendréis en reserva el tercer bulbo, nuestro último recurso en el caso de que nuestras dos primeras experiencias fracasen. De esta manera, mi querida Rosa, es imposible que no lleguemos a ganar los cien mil florines de vuestra dote y procurarnos la suprema dicha de ver el éxito de nuestra obra.

—He comprendido —dijo Rosa—. Mañana os traeré la tierra, vos escogeréis la mía y la vuestra. En cuanto a la vuestra, necesitaré vanos viajes, porque no podré traeros más que un poco cada vez.

—¡Oh! No tenemos prisa, querida Rosa; nuestros tulipanes no deben ser enterrados antes de un mes. Así pues, ya veis que disponemos de mucho tiempo; sólo que, para plantar vuestro bulbo, seguiréis todas mis instrucciones, ¿no?

—Os lo prometo.

—Y una vez plantado, me participaréis todas las circunstancias que pueden interesar a nuestro discípulo, tales como los cambios atmosféricos, rastros en los senderos, señales en las platabandas. Escucharéis si por la noche, nuestro jardín es frecuentado por los gatos. Dos de estos animales me destrozaron en Dordrecht dos platabandas.

—Escucharé.

—Los días de luna… ¿La habéis visto sobre el jardín, querida niña?

—La ventana de mi dormitorio da allí.

—Bueno. Los días de luna miraréis si de los agujeros del muro salen ratas. Las ratas son roedores muy de temer, y yo he visto a desgraciados tulipaneros reprochar amargamente a Noé el haber metido un par de ratas en el arca.

—Miraré, y si hay gatos o ratas…

—¡Pues bien! Tendréis que avisarme. Después —continuó Van Baerle, suspicaz desde que se hallaba en prisión—, ¡hay un animal mucho más de temer todavía que el gato y la rata!

—¿Cuál es?

—¡El hombre! ¿Comprendéis, querida Rosa? Se roba un florín, y se arriesga el penal por semejante miseria; con mucha mayor razón se puede robar un bulbo de tulipán que vale cien mil florines.

—Nadie más que yo entrará en el jardín.

—¿Me lo prometéis?

—¡Os lo juro!

—¡Bien! ¡Gracias, querida Rosa! ¡Oh! ¡Toda la alegría me va a provenir, pues, de vos!

Y, como los labios de Van Baerle se acercaron al enrejado con el mismo ardor de la víspera, y como por otra parte, la hora de la retirada había llegado ya, Rosa alejó la cabeza y alargó la mano.

En esta linda mano, en la que la coqueta joven tenía un cuidado particular, estaba el bulbo.

Cornelius besó apasionadamente la punta de los dedos de esa mano. ¿Fue porque contenía uno de los bulbos del gran tulipán negro? ¿Fue por ser la mano de Rosa? Esto es lo que dejamos para que lo adivinen otros más sagaces que nosotros.

Rosa se retiró, pues, con los otros dos bulbos, apretándolos contra su pecho.

¿Los apretaba contra su pecho porque eran los bulbos del gran tulipán negro, o porque los bulbos provenían de Cornelius van Baerle? Creemos que este punto sería más fácil de precisar que el otro.

Fuera lo que fuese, a partir de aquel momento, la vida se hizo dulce y llena para el prisionero.

Rosa, como hemos visto, le había entregado uno de los bulbos.

Cada noche le traía puñado a puñado la tierra de la porción de jardín que había hallado ser la mejor y que, en efecto, era excelente.

Una ancha vasija que Cornelius había roto hábilmente le proporcionó un fondo propicio, lo llenó hasta la mitad y mezcló la tierra traída por Rosa con un poco de lodo del río que dejó secar, con lo cual se proveyó de un excelente terreno.

Decir todo lo que Cornelius desplegó en cuidados, en habilidad y en añagazas para escamotear a la vigilancia de Gryphus la alegría de sus trabajos, no lo conseguiríamos. Media hora es un siglo de sensaciones y de pensamientos para un prisionero filósofo.

No pasaba día sin que Rosa viniera a charlar con Cornelius.

Los tulipanes, de los que la joven realizaba un curso completo, constituían el fondo de la conversación; mas, por interesante que este tema sea, no se puede hablar siempre de tulipanes.

Entonces se hablaba de otra cosa, y para su mayor asombro el tulipanero percibía la inmensa extensión que podía tomar el círculo de la conversación.

Sólo que Rosa había adquirido una costumbre: mantenía su bello rostro invariablemente a veinte centímetros del postigo, porque la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde que había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un prisionero el corazón de una joven.

Había una cosa que inquietaba en aquel momento al tulipanero casi tanto como sus bulbos y sobre la cual volvía sin cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su padre.

Así, la vida de Van Baerle —el doctor sabio, el pintor pintoresco, el hombre superior—de Van

Baerle que era el primero que había descubierto, según toda probabilidad, esa obra de arte de la creación que se llamaría, como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloensis, la vida, mucho más que la vida, la felicidad de este hombre dependía del más simple capricho de otro hombre, y este hombre era un ser de un espíritu inferior, de una casta ínfima; era un carcelero, algo menos inteligente que la cerradura que manipulaba, más duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tempestad, un paso entre el hombre y el bruto.

¡Pues bien! La felicidad de Cornelius dependía de ese hombre; ese hombre podía una hermosa mañana aburrirse de Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era buena, y abandonar la fortaleza, y llevarse a su hija… y una vez más, Cornelius y Rosa se verían separados. Dios, que se cansa de hacer mucho por sus criaturas, acabaría tal vez entonces por no reunirlos más.

—Y entonces, ¡para qué los palomos viaje—ros!—decía Cornelius a la joven—. Ya que, querida Rosa, vos no sabríais ni leer lo que yo os escribiera, ni escribirme lo que hubierais pensado.

—Pensad —respondía Rosa, que en el fondo de su corazón temía la separación tanto como Cornelius que disponemos de una hora todas las noches; empleémosla bien.

—Me parece —replicó Cornelius—que no la empleamos muy mal.

—Empleémosla mejor todavía —insistió Rosa sonriendo—. Enseñadme a leer y a escribir; aprovecharé vuestras lecciones, creedme; y de esta forma no estaremos ya nunca separados más que por nuestra propia voluntad.

—¡Oh! —exclamó Cornelius—. Con eso tendremos la eternidad ante nosotros.

Rosa sonrió y se encogió levemente de hombros.

—¿Es que vais a permanecer siempre en prisión? —respondió—. ¿Es que después de haberos concedido la vida, Su Alteza no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros bienes? ¿Es que ya no seréis rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caballo o en carroza, a la pequeña Rosa, una hija de carcelero, casi una hija de verdugo?

Cornelius quiso protestar, y ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la sinceridad de un alma llena de amor, si la joven no hubiera preguntado, sonriendo:

—¿Cómo va vuestro tulipán?

Hablar a Cornelius de su tulipán, era un medio para que Cornelius lo olvidara todo, incluso a Rosa.

—Bastante bien —dijo—. La piel se ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los nervios del bulbo se calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir las primeras protuberancias de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa?

—¡Oh! Yo he hecho las cosas en grande y según vuestras indicaciones.

—Veamos, Rosa, ¿qué habéis hecho? —preguntó Cornelius, con los ojos casi tan ardientes, el aliento casi tan jadeante como la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento el corazón de Rosa.

—Yo he hecho las cosas en grande —repitió la joven sonriendo, porque en el fondo de su corazón no podía impedir el considerar ese doble amor del prisionero por ella y por el tulipán negro—. Me he preparado un cuadrado desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una tierra ligeramente arenosa, más bien húmeda que seca, sin un grano de piedra, sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como vos me habéis descrito.

—Bien, bien, Rosa.

—El terreno está preparado de suerte que no espera más que vuestro aviso. Al primer día bueno en que me digáis que plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a vos, ya que yo dispongo de todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de abundancia de jugos terrestres.

 

—Es verdad, es verdad —exclamó Cornelius, golpeándose con alegría las manos—, y sois una buena alumna, Rosa, y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines.

—No olvidéis —dijo riendo Rosa—que vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene todavía que aprender otra cosa que el cultivo de los tulipanes.

—Sí, sí, y estoy tan interesado como vos, bella Rosa, en que sepáis leer.

—¿Cuándo comenzaremos?

—Enseguida.

—No, mañana.

—¿Por qué mañana?

—Porque hoy ya ha pasado nuestra hora, y es preciso que os deje.

—¡Ya! Pero ¿en qué leeremos?

—¡Oh! —dijo Rosa—. Tengo un libro, un libro que, espero, nos traiga felicidad.

—¿Hasta mañana, pues?

—Hasta mañana.

Al día siguiente, Rosa acudió con la Biblia de Corneille de Witt.

XVII

EL PRIMER BULBO

Al día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia de Corneille de Witt.

Entonces comenzó entre el maestro y la alumna una de aquellas encantadoras escenas que son la alegría del novelista cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la pluma.

El postigo, única abertura que servía de comunicación a los dos amantes, era demasiado elevado para que, los que hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro todo lo que tenían que decirse, pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había traído.

En consecuencia, la joven tuvo que apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada, el libro a la altura de la luz que sostenía con la mano derecha y que, para descansarla un poco, Cornelius ideó fijarla con un pañuelo a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo seguir con sus dedos sobre el libro las letras y las silabas que le hacía deletrear Cornelius, el cual, provisto de una paja, a guisa de puntero, señalaba esas letras por el agujero del postigo a su atenta alumna.

La luz de aquella lámpara iluminaba los ricos colores de Rosa, sus azules y profundos ojos, sus rubias trenzas bajo el casco de oro bruñido que, como hemos dicho, sirve de tocado a las frisonas; sus dedos levantados en el aire y de los que la sangre descendía, tomaban ese tono pálido y rosado que resplandece a las luces y que indica la vida misteriosa que se ve circular bajo la carne.

La inteligencia de Rosa se desarrollaba rápidamente bajo el contacto vivificante del espíritu de Cornelius y, cuando la dificultad parecía demasiado ardua, aquellos ojos que se sumergían el uno en el otro, aquellas pestañas que se rozaban, aquellos cabellos que se mezclaban, despedían chispas relampagueantes capaces de alumbrar las mismas tinieblas del idiotismo.

Y Rosa, al descender a su cuarto, repasaba sola en su mente las lecciones de lectura, y al mismo tiempo en su alma las lecciones no confesadas del amor.

Una noche llegó media hora más tarde que de costumbre.

Esta media hora de retraso constituía un suceso muy grave para que Cornelius no se informara antes que nada sobre la causa del mismo.

—¡Oh! No me regañéis —imploró la joven—, no ha sido por mi culpa. Mi padre ha renovado conocimiento en Loevestein con un buen hombre que iba frecuentemente a visitarlo en La Haya. Es un pobre diablo, amigo de la botella, y que cuenta divertidas historias, además de ser un gran pagador que no retrocede ante una invitación.

—¿No le conocíais de antes? —preguntó Cornelius asombrado.

—No —respondió la joven—. Fue al cabo de unos quince días cuando mi padre se apasionó por ese recién llegado, tan asiduo en sus visitas.

—¡Oh! —exclamó Cornelius moviendo la cabeza con inquietud, porque todo nuevo suceso presagiaba para él una catástrofe—. Tal vez se trate de algún espía del tipo de los que envían a las fortalezas para vigilar conjuntamente a los prisioneros y a los guardianes.

—No lo creo —contestó Rosa sonriendo—. Si ese hombre espía a alguien, no es a mi padre.

—¿A quién, entonces?

—A mí, por ejemplo.

—¿A vos?

—¿Por qué no? —dijo riendo Rosa.

—¡Ah! Es verdad —suspiró Cornelius—. Vos no tendréis pretendientes siempre en vano, Rosa, y ese hombre puede convertirse en vuestro marido.

—No digo que no.

—¿Y en qué fundáis esta ventura?

—Decid este temor, señor Cornelius.

—Gracias, Rosa, porque tenéis razón; este temor…

—Lo fundo en…

—Escucho, decid —apremió Cornelius.

—Este hombre había venido ya varias veces a la Buytenhoff, en La Haya; mirad, justo en el momento en que vos fuisteis encerrado allí. Salida yo, salió él a su vez; venida yo aquí, él viene. En La Haya tomaba como pretexto que quería veros.

—¿Verme, a mí?

—¡Oh! Un pretexto, seguramente, porque hoy que todavía podía hacer valer la misma razón, ya que vos os habéis convertido en el prisionero de mi padre, o más bien, mi padre se ha convertido en vuestro carcelero, no se acuerda ya de vos, sino al contrario. Le oí decir ayer a mi padre que no os conocía.

—Continuad, Rosa, os lo ruego, que intento adivinar quién es ese hombre y qué quiere.

—¿Estáis seguro, señor Cornelius, que ninguno de vuestros amigos puede interesarse por vos?

—Yo no tengo amigos, Rosa, no tenía más que a mi nodriza, vos la conocéis y ella os conoce. ¡Ay! Esa pobre Zug vendría por sí misma y sin fingimientos diría llorando a vuestro padre o a vos misma: «Querido señor, o querida señorita, mi niño está aquí, ved cuán desesperada estoy, dejádmelo ver una hora solamente y rogaré a Dios toda mi vida por vos.» ¡Oh, no! —continuó Cornelius—. ¡Oh, no! Aparte de mi buena Zug, no, no tengo amigos.

—Vuelvo, pues, a lo que pensaba, tanto más cuanto ayer, al ponerse el sol, cuando arreglaba la platabanda donde debo plantar vuestro bulbo, vi una sombra que, por la puerta entreabierta, se deslizaba tras los saúcos y los álamos. No tuve que mirarlo, era nuestro hombre. Se ocultó, me vio remover la tierra y, en verdad, era realmente a mí a quien había seguido; era realmente a mí a quien espiaba. Me daba yo un golpe con el rastrillo, no tocaba un átomo de tierra, que él no se diera cuenta.

—¡Oh, sí, sí! Es un enamorado —dijo Cornelius—. ¿Es joven, es guapo?

Y miró ávidamente a Rosa, esperando impaciente su respuesta.

—¡Joven, guapo…! —exclamó Rosa estallando de risa—. Tiene un rostro horrible, el cuerpo encorvado; se acerca a los cincuenta años, y no se atreve a mirarme de frente ni a hablar alto.

—¿Y se llama?

—Jacob Gisels.

—No le conozco.

—Ya veis, entonces, que no es por vos por quien viene.

—En todo caso, si él os ama, Rosa, lo que es muy probable, porque veros es amaros, ¿vos no le amáis?

—¡Oh! ¡No por cierto!

—¿Queréis que me tranquilice, no es eso?

—Os lo prometo.

—¡Pues bien! Ahora que comenzáis a saber leer,

Rosa, ¿leeréis todo lo que os escriba, verdad, sobre los tormentos de los celos y los de la ausencia?

—Lo leeré si escribís con letra bien grande.

Luego, como el giro que tomaba la conversación comenzara a inquietar a Rosa, dijo:

—A propósito, ¿cómo se porta vuestro tulipán?

Juzgad mi alegría, Rosa. Esta mañana lo miraba al sol, después de haber separado cuidadosamente la capa de tierra que cubre al bulbo, y he visto asomar la punta del primer brote; ¡ah, Rosa! Mi corazón se ha fundido de alegría. Esa imperceptible yema blancuzca, que un ala de mosca destrozaría al rozarla, esa sospecha de existencia que se revela por un incomprensible testimonio, me ha emocionado más que la lectura de aquella orden de Su Alteza que me devolvía la vida deteniendo la espada del verdugo, sobre el patíbulo de la Buytenhoff.

—Entonces ¿esperáis? —dijo Rosa sonriente.

—¡Oh! ¡Sí, espero!

—¿Y a mí, cuándo me llegará el turno de plantar mi bulbo—?

—Os avisaré cuando llegue el primer día favorable; pero, sobre todo, no vayáis a haceros ayudar por nadie, no confiéis vuestro secreto a nadie; un aficionado, ¿comprendéis?, sería capaz, con sólo inspeccionar ese bulbo, de reconocer su valor; y sobre todo, sobre todo, mi querida Rosa, guardad cuidadosamente la tercera cebolla que os queda.

—Todavía está en el mismo papel donde vos la pusisteis y tal como me la disteis, señor Cornelius, escondida en el fondo de mi armario y baj mis encaa'es que la conservan en seco sin alteraciones. Pero, adiós, pobre prisionero.

—¿Cómo, ya?

—Es preciso.

—¡Venir tan tarde y marchar tan pronto!

—Mi padre podría impacientarse al no verme regresar; el enamorado podría imaginarse que hay un rival.

Y escuchó, inquieta.

—¿Qué os ocurre? —preguntó Van Baerle.

—Me ha parecido oír…

—¿Qué?

—Algo como un paso que crujía en la escalera.

—En efecto —dijo el prisionero—, no puede ser otro que Gryphus. Se le oye de lejos.

—No, no es mi padre, estoy segura, pero…

—Pero…

—Podría ser el señor Jacob.

Rosa se lanzó hacia la escalera, y se oyó, en efecto, una puerta que se cerraba rápidamente antes de que la joven hubiera descendido los diez primeros escalones.

Cornelius se quedó muy quieto, pero esto no era para él más que un preludio.

Cuando la fatalidad comienza a realizar una mala obra, es raro que no prevenga caritativamente a su víctima, como un espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en guardia.

Casi siempre, estos avisos emanan del instinto del hombre o de la complicidad de los objetos inanimados, a menudo menos inanimados de to que generalmente se cree; casi siempre, decimos nosotros, estos avisos se desatienden. El golpe ha silbado en el aire y cae sobre una cabeza a la que ese silbido hubiera debido de advertir, y que, advertida, habría tenido que precaverse.

El día siguiente transcurrió sin que nada notable se señalara. Gryphus hizo sus tres visitas. No descubrió nada. Cuando oía venir a su carcelero —con la esperanza de sorprender los secretos de su prisionero, Gryphus no acudía nunca a las mismas horas—, Van Baerle, con la ayuda de un mecanismo que había inventado, y que se parecía a aquéllos con ayuda de los cuales se suben y descienden los sacos de trigo en las granjas, hacía descender su vasija por debajo de la cornisa de tejas primero, y luego de las piedras que había por debajo de su ventana. En cuanto a los hilos, con ayuda de los cuales realizaba el movimiento, nuestro mecánico había hallado el modo de ocultarlos entre los musgos que vegetaban en las tejas y en los huecos de las piedras.

Gryphus no veía ni podía sospechar nada.

Este manejo tuvo éxito durante ocho días.

Pero una mañana que Cornelius, absorto en la contemplación de su bulbo, en donde aparecía ya un punto de vegetación, no había oído subir al viejo Gryphus —hacía mucho viento aquel día y todo crujía en el torreón—, la puerta se abrió de repente, y Cornelius fue sorprendido con su vasija entre las rodillas.

Gryphus, viendo un objeto desconocido, y por consecuencia prohibido en manos de su prisionero, se lanzó sobre el objeto con más rapidez que el halcón sobre su presa.

El azar o aquella habilidad fatal que el espíritu del mal concede a veces a los seres maléficos, hizo que su gruesa mano callosa se posara desde el principio en medio de la vasija, sobre la porción de tierra depositaria de la preciosa cebolla, aquella mano rota por encima de la muñeca y que Cornelius van Baerle le había arreglado tan bien.

—¿Qué tenéis ahí? —gritó.

Y hundió su mano en la tierra.

—¿Yo? ¡Nada, nada! —exclamó Cornelius muy tembloroso.

—¡Ah! ¡Una vasija! ¡Tierra! ¡Hay algún secreto oculto aquí!.

—¡Cuidado, señor Gryphus! —suplicó Van Baer—le, inquieto como la perdiz a la que el segador acaba de quitarle su pollada.

Y es que Gryphus comenzaba a escarbar en la tierra con sus ganchudos dedos.

—¡Señor, señor! ¡Tened cuidado! —imploró Cornelius palideciendo.