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100 Clásicos de la Literatura

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Parte I

  El Gran Gatsby by Francis Scott Fitzgerald

  Frankenstein; o El Moderno Prometeo by Mary Shelley

  El Mago de Oz by Lyman Frank Baum

  Los Muchachos de Jo by Louisa May Alcott

  El Convivio by Dante Alighieri

  Persuasión by Jane Austen

  Mansfield Park by Jane Austen

  El Diccionario del Diablo by Ambrose Bierce

  Cumbres Borrascosas by Emily Brontë

  Piratas en Venus by Edgar Rice Burroughs

  Alicia en el País de Las Maravillas by Lewis Carroll

  La Piedra Lunar by Wilkie Collins

  Meditaciones by René Descartes

  Canción de Navidad by Charles Dickens

  Poemas a la Muerte by Emily Dickinson

  El Viento Comenzó a Mecer la Hierba by Emily Dickinson

  El Vizconde de Bragelonne by Alexandre Dumas

  Suave es la Noche. Libro I by Francis Scott Fitzgerald

  Suave Es la Noche. Libro II by Francis Scott Fitzgerald

  Suave Es la Noche. Libro III by Francis Scott Fitzgerald

  La Educación Sentimental by Gustave Flaubert

  Cádiz by Benito Pérez Galdós

  Los Padecimientos del Joven Werther by Johann Wolfgang von Goethe

  Jude El Oscuro by Thomas Hardy

  El Cascanueces y el Rey de los Ratones by E. T. A. Hoffmann

  Rip Van Winkle by Washington Irving

  Cuentos de la Alhambra by Washington Irving

  Retrato de una Dama by Henry James

  Dublineses by James Joyce

  El Proceso by Franz Kafka

  El Misterio del Cuarto Amarillo by Gaston Leroux

  El Fantasma de la Ópera by Gaston Leroux

  La Casa de Bernarda Alba by Federico García Lorca

  Poemas en Prosa by Federico García Lorca

  El Que Susurraba en la Oscuridad by H. P. Lovecraft

  La Eneida by Publio Virgilio Marón

  Ana de las Tejas Verdes by Lucy Maud Montgomery

  El Vampiro by John William Polidori

  Libro de las Maravillas del Mundo by Marco Polo

  La Ciudadela by Antoine De Saint-Exupéry

  El Desquite de Sandokan by Emilio Salgari

  Ivanhoe by Walter Scott

  Las Aventuras de Tom Sawyer by Mark Twain

  Juana de Arco by Mark Twain

  Miguel Strogoff by Jules Verne

  Aventuras de Tres Rusos y Tres Ingleses en el África Austral by Julio Verne

  El Hombre Invisible by H. G. Wells

  La Isla del Doctor Moreau by H. G. Wells

  La Casa de la Alegría by Edith Wharton

  La Edad de la Inocencia by Edith Wharton

  María by Mary Wollstonecraft

  Viaje al Pasado by Stefan Zweig

El Gran Gatsby

Por

Francis Scott Fitzgerald

1

Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».

Eso fue todo, pero, dentro de nuestra reserva, siempre nos hemos entendido de un modo poco común, y comprendí que sus palabras significaban mucho más. En consecuencia, suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles. La mente anómala detecta y aprovecha enseguida esa cualidad cuando la percibe en una persona corriente, y se dio el caso de que en la universidad me acusaran injustamente de intrigante, por estar al tanto de los pesares secretos de algunos individuos inaccesibles y difíciles. La mayoría de las confidencias no las buscaba yo: muchas veces he fingido dormir, o estar sumido en mis preocupaciones, o he demostrado una frivolidad hostil al primer signo inconfundible de que una revelación íntima se insinuaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en que las hacen, por regla general son plagios y adolecen de omisiones obvias. No juzgar es motivo de esperanza infinita. Todavía creo que perdería algo si olvidara que, como sugería mi padre con cierto esnobismo, y como con cierto esnobismo repito ahora, el más elemental sentido de la decencia se reparte desigualmente al nacer.

Y, después de presumir así de mi tolerancia, me veo obligado a admitir que tiene un límite. Me da lo mismo, superado cierto punto, que la conducta se funde sobre piedra o sobre terreno pantanoso. Cuando volví del Este el otoño pasado, era consciente de que deseaba un mundo en uniforme militar, en una especie de vigilancia moral permanente; no deseaba más excursiones desenfrenadas y con derecho a privilegiados atisbos del corazón humano. La única excepción fue Gatsby, el hombre que da título a este libro: Gatsby, que representaba todo aquello por lo que siento auténtico desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había en Gatsby algo magnífico, una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida, como si estuviera conectado a una de esas máquinas complejísimas que registran terremotos a quince mil kilómetros de distancia. Tal sensibilidad no tiene nada que ver con esa sensiblería fofa a la que dignificamos con el nombre de «temperamento creativo»: era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he conocido en nadie y como probablemente no volveré a encontrar. No: Gatsby, al final, resultó ser como es debido. Fue lo que lo devoraba, el polvo viciado que dejaban sus sueños, lo que por un tiempo acabó con mi interés por los pesares inútiles y los entusiasmos insignificantes de los seres humanos.

Mi familia ha gozado, desde hace tres generaciones, de influencia y bienestar en esta ciudad del Medio Oeste. Los Carraway son como un clan, y existe entre nosotros la tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el verdadero fundador de nuestra rama familiar fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851, pagó por que otro fuera en su lugar a la Guerra Civil, y fundó la empresa de ferretería al por mayor de la que hoy día se ocupa mi padre.

 

No llegué a conocer a mi tío abuelo, pero dicen que me parezco a él, especialmente al adusto retrato que mi padre tiene colgado en su despacho. Terminé los estudios en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después que mi padre, y poco más tarde participé en esa abortada migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté de tal modo la contraofensiva que volví lleno de desasosiego. El Medio Oeste ya no me parecía el centro candente del mundo, sino el último y miserable confín del universo, y decidí irme al Este y aprender los secretos de la compraventa de bonos. Todos mis conocidos se dedicaban a los bonos, así que pensé que el negocio podría mantener a uno más. Mis tías y mis tíos debatieron el asunto como si me estuvieran buscando colegio, y por fin dijeron: «Bien, bien…, sí», muy serios, con expresión de duda. Mi padre aceptó financiarme durante un año y, después de varios aplazamientos, me fui al Este en la primavera de 1922, para siempre, o eso creía.

Lo práctico era buscar alojamiento en la ciudad, pero hacía mucho calor, y yo llegaba de un país generoso en césped y árboles hospitalarios, de modo que cuando un compañero de oficina me sugirió alquilar juntos una casa en un pueblo de los alrededores, me pareció una gran idea. Él encontró la casa, un bungalow de cartón maltratado por los elementos, a ochenta dólares al mes, pero a última hora la empresa lo mandó a Washington, y me fui solo al campo. Tenía un perro, o por lo menos lo tuve unos días, hasta que se escapó, un Dodge viejo y una señora finlandesa, que me hacía la cama y el desayuno, y murmuraba refranes finlandeses junto a la cocina eléctrica.

Me sentí solo durante un día, más o menos, hasta que una mañana alguien que había llegado después que yo me paró en la carretera.

—¿Cómo se va a West Egg? —me preguntó, despistado.

Se lo dije. Y, cuando proseguí mi camino, ya no me sentía solo. Yo era un guía, un explorador, uno de los primeros colonos. Aquel hombre me había conferido el honor de ser ciudadano del lugar.

Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano.

¡Había tanto que leer, por una parte, y tanta salud que aspirar del aire nuevo y vivificador! Compré un montón de libros sobre la banca, el crédito y el mercado de valores, que, de pie en la estantería, encuadernados en rojo y oro, como dinero recién salido de la fábrica, prometían revelarme los radiantes secretos que sólo Midas, Morgan y Mecenas conocían. Y tenía además el elevado propósito de leer muchos otros libros. En la universidad había sentido ciertas inclinaciones literarias —un año escribí para el Yale News una serie de artículos de fondo llenos de tópicos y de solemnidad— y ahora iba a revivir aquello hasta volver a convertirme en el más limitado de todos los especialistas, «el hombre completo». Esto no es sólo un epigrama, porque, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana.

Fue una casualidad que alquilara una casa en una de las comunidades más extrañas de América del Norte. Estaba en esa isla estrecha y bulliciosa que se extiende al este de Nueva York y donde se forman, entre otras curiosidades naturales, dos raras masas de tierra. A unos treinta kilómetros de la ciudad dos huevos enormes, de idéntico perfil y separados únicamente por una pequeña bahía, destacan en el volumen de agua salada más domesticado del hemisferio occidental, el estrecho de Long Island, gran corral de humedad. No son perfectamente ovales —como el huevo de Colón, los dos están aplastados por la parte en la que se apoyan—, pero su parecido físico debe de ser fuente de perpetua maravilla para las gaviotas que los sobrevuelan. Para las criaturas sin alas resulta un fenómeno más interesante su disimilitud en cualquier detalle que no sea la forma y el tamaño.

Yo vivía en West Egg, el…, bueno, el menos elegante de los dos huevos, aunque ésta sea la fórmula más superficial para expresar el raro contraste entre ambos, bastante siniestro. Mi casa estaba en el extremo del huevo a unos cincuenta metros del estrecho, comprimida entre dos imponentes mansiones que se alquilaban a doce o quince mil dólares por temporada. La que se alzaba a mi derecha era colosal sin discusión, copia fiel de algún Hôtel de Ville de Normandía, con una torre en uno de los laterales, extraordinariamente nueva bajo una barba rala de hiedra joven, una piscina de mármol, y veinte hectáreas de jardines y césped. Era la mansión de Gatsby. O, con mayor precisión, puesto que yo no conocía a mister Gatsby, era la mansión de un caballero que se llamaba así. Mi casa era un horror, pero un horror insignificante, en el que nadie había reparado, así que contaba con vistas al mar y a una parte del césped de mi vecino, además de con la reconfortante proximidad de los millonarios, y todo por ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la pequeña bahía los palacios blancos del elegante East Egg rutilaban en el agua, y la historia de aquel verano empieza precisamente la noche en que fui a cenar a casa de Tom Buchanan. Daisy era prima lejana mía, y a Tom lo conocía de la universidad. Y, recién acabada la guerra, pasé con ellos en Chicago un par de días.

El marido de Daisy, entre otros logros físicos, había sido uno de los extremos con más potencia que jamás jugó al fútbol en New Haven: una figura nacional, podría decirse, uno de esos hombres que a los veintiún años alcanzan en algún tipo determinado de actividad tal grado de excelencia, que todo lo que viene después sabe a decepción. Su familia era desmedidamente rica —hasta el punto de que en la universidad su liberalidad con el dinero era motivo de censura—, pero ahora se había trasladado de Chicago al Este, con un estilo de vida que cortaba la respiración; por ejemplo, se había traído una cuadra de ponis de polo de Lake Forest. Era difícil entender que un miembro de mi generación fuese lo suficientemente rico para permitirse una cosa así.

No sé por qué se vinieron al Este. Habían pasado un año en Francia sin ningún motivo concreto, y luego habían ido de un sitio a otro, sin sosiego, a donde se jugara al polo o se reunieran los ricos. Ahora se habían mudado para siempre, me dijo Daisy por teléfono, pero no lo creí: no podía ver el corazón de Daisy, pero sabía que Tom seguiría buscando ansiosa y eternamente la turbulencia dramática de algún irrecuperable partido de fútbol.

Y entonces, una tarde de viento y calor, fui a East Egg para ver a dos viejos amigos a los que apenas conocía. Su casa era incluso más exquisita de lo que me esperaba, una alegre mansión colonial roja y blanca, de estilo georgiano, con vistas a la bahía. El césped nacía en la playa y se extendía a lo largo de medio kilómetro hasta la puerta principal, salvando relojes de sol, senderos de terracota y jardines encendidos, para, por fin, al llegar a la casa, como aprovechando el impulso de la carrera, escalar la pared transformado en enredaderas saludables. Rompía la fachada una sucesión de puertas de cristales, que refulgían con reflejos de oro y se abrían de par en par al viento y al calor de la tarde, Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie en el porche, con las piernas abiertas.

Había cambiado desde los tiempos de New Haven. Ahora era un hombre de treinta años, fuerte, rubio como la paja, con un rictus de dureza en la boca y aires de suficiencia. Los ojos, brillantes de arrogancia, dominaban su cara y le daban aspecto de estar echado agresivamente hacia delante, siempre. Ni siquiera la elegancia ostentosa y afeminada del traje de montar lograba ocultar el enorme vigor de ese cuerpo: parecía llenar aquellas botas relucientes hasta tensar los cordones que las remataban, y era perceptible la reacción de la imponente masa muscular cuando el hombro se movía bajo la chaqueta ligera. Era un cuerpo capaz de desarrollar una fuerza enorme: un cuerpo cruel.

Cuando hablaba, su voz de tenor, ronca y bronca, aumentaba la impresión de displicencia que transmitía. Aquella voz tenía un dejo de desprecio paternal, incluso hacia la gente que le caía simpática. Había hombres en New Haven que lo detestaban.

«Bueno, no vayas a pensar que mi opinión es definitiva», parecía decir, «sólo porque sea más fuerte y más hombre que tú». Pertenecíamos a la misma asociación de estudiantes, y aunque nunca fuimos amigos íntimos, siempre tuve la impresión de caerle bien, de que necesitaba mi estima con aquel ansia triste, dura y desafiante, tan suya.

Hablamos unos minutos en el porche, al sol.

—Está bien este sitio —dijo, mirando a todas partes con ojos inquietos.

Hizo que me volviera, cogiéndome del brazo, y fue señalando con la mano grande y abierta el panorama que se extendía ante nosotros, incluyendo en su recorrido un jardín a la italiana, dos mil metros cuadrados de rosales de penetrante e intenso olor, y una lancha motora, chata de proa, a la que zarandeaba la marea a poca distancia de la costa.

—Era de Demaine, el del petróleo —otra vez me obligó a volverme, brusco y cortés—. Entremos.

Atravesamos un vestíbulo de techo muy alto hasta un espacio rosa y luminoso, que se unía frágilmente a la casa por dos puertas de cristales. Las cristaleras estaban entreabiertas y brillaban, blancas, en contraste con la hierba fresca del exterior, que casi parecía entrar dentro de la casa. En la habitación soplaba una brisa ligera: agitaba las cortinas como banderas pálidas y divididas entre el interior y el exterior, las retorcía hacia el techo, una especie de tarta de boda, y rizaba el tapiz de color vino, oscureciéndolo, como el viento oscurece el mar.

El único objeto que permanecía absolutamente inmóvil en la habitación era un enorme sofá en el que dos jóvenes flotaban como sobre un globo sujeto a tierra. Las dos iban de blanco y sus vestidos ondeaban y aleteaban como recién llegados de un vuelo fugaz alrededor de la casa. Tuve que permanecer de pie un rato, escuchando los latigazos de las cortinas y el chirriar de un cuadro en la pared. Entonces se oyó una explosión: Tom Buchanan había cerrado las ventanas traseras, y cesó el viento atrapado en la habitación, y las cortinas, los tapices y los vestidos de las dos mujeres volvieron a posarse lentamente en el suelo.

No conocía a la más joven. Se había tendido en la parte que ocupaba en el sofá, completamente quieta, con el mentón un poco levantado, como si mantuviera en equilibrio algo que estaba a punto de derrumbarse. Si me había visto de reojo, no lo demostró, y casi me sorprendí murmurando una disculpa por haberla molestado al entrar en la habitación.

La otra chica, Daisy, hizo ademán de levantarse —se inclinó hacia delante con expresión decidida—, y entonces se rio, con una risilla absurda y encantadora, y yo también me reí y me acerqué.

—Estoy pa… paralizada de felicidad.

Volvió a reírse, como si hubiera dicho algo muy ingenioso, y retuvo mi mano un instante, mirándome a los ojos, prometiendo que no había nadie en el mundo a quien deseara ver más. Así era ella. Me dijo en un susurro que el apellido de la joven equilibrista era Baker. (He oído decir que el único fin del susurro de Daisy era que la gente se inclinara hacia ella: una crítica irrelevante que no disminuía su encanto.)

Pero los labios de miss Baker se movieron, se inclinó casi imperceptiblemente para saludarme, e inmediatamente volvió a erguirse: el objeto que mantenía en equilibrio se había tambaleado y le había dado un susto. Otra vez me vino a los labios una especie de disculpa. Ante las demostraciones de suficiencia absoluta casi siempre me rindo, anonadado.

Miré de nuevo a mi prima, que empezó a hacerme preguntas con voz grave, perturbadora. Era una de esas voces que el oído sigue en sus descensos y subidas, como si cada frase fuera una sucesión de notas que jamás volverán a sonar juntas. Tenía una cara triste y deliciosa, con detalles luminosos —los ojos luminosos y la luz apasionada de la boca— y había en su voz una emoción que los hombres que la habían querido no podían olvidar: una vehemencia cantarina, un «óyeme» susurrado, la promesa de que acababa de vivir momentos felices y vibrantes y que momentos felices y vibrantes esperaban en la próxima hora.

Le conté que había pasado un día en Chicago, camino del Este, y que todo el mundo me había dado besos para ella.

—¿Me echan de menos? —exclamó extasiada.

—La ciudad entera está desolada. Todos los coches llevan la rueda izquierda trasera pintada de negro en señal de luto y, de noche, nunca se acaba el llanto en la orilla septentrional del lago.

 

—¡Es maravilloso! ¡Tenernos que volver, Tom! ¡Mañana! —e incoherentemente añadió—. Tienes que ver a la niña.

—Me encantaría.

—Está durmiendo. Tiene tres años. ¿No la has visto nunca?

—Nunca.

—Bueno, tienes que verla. Es…

Tom Buchanan, que no había parado de rondar por la habitación, se detuvo y me apoyó una mano en el hombro.

—¿A qué te dedicas, Nick?

—Vendo bonos.

—¿Con quiénes?

Se lo dije.

—Es la primera vez que oigo esos nombres —señaló tajantemente.

Me molestó.

—Los oirás —lo corté—. Los oirás si te quedas en el Este.

—Me quedaré en el Este, sí, no te preocupes —dijo, mirando a Daisy y luego otra vez a mí, como si esperara que añadiéramos algo—. Sería un imbécil de mierda si viviera en cualquier otra parte.

Entonces miss Baker soltó un «¡Por supuesto!» tan inesperado que me sobresalté: eran las primeras palabras que pronunciaba desde que yo había entrado en la habitación. Aquello la sorprendió tanto como a mí, evidentemente, porque bostezó y con una serie de movimientos ágiles y rápidos se puso de pie.

—No puedo moverme —se quejó—. Llevo tumbada en ese sofá desde que tengo uso de razón.

—A mí no me mires —replicó Daisy—. Llevo toda la tarde intentando llevarte a Nueva York.

—No, gracias —dijo miss Baker, a la vista de los cuatro cócteles que llegaban de la cocina en aquel preciso instante—. Estoy en pleno periodo de entrenamientos.

Su anfitrión la miró incrédulo.

—¡Entrenamientos! —Tom se bebió el cóctel como si fuera una gota en el fondo de un vaso—. No entiendo cómo consigues lo que consigues.

Miré a miss Baker, preguntándome qué sería lo que conseguía. Disfrutaba mirándola. Era una chica delgada, de pechos pequeños, que andaba muy derecha, algo que acentuaba echando los hombros hacia atrás como un cadete. Los ojos, grises, irritados por el sol, me correspondieron con igual curiosidad desde una cara triste, simpática, insatisfecha. Entonces me di cuenta de que la había visto antes en alguna parte, en persona o en una foto.

—Usted vive en West Egg —sentenció con desprecio—. Conozco a uno de allí.

—Yo no conozco a una sola…

—Tiene que conocer a Gatsby.

—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?

Antes de que pudiera contestarle que era mi vecino, fue anunciada la cena; entrelazando fuerte y perentoriamente su brazo con el mío, Tom Buchanan me arrastró fuera de la habitación como si moviera una pieza en un tablero de ajedrez.

Delgadas y lánguidas, con las manos posadas sin peso en las caderas, las dos jóvenes nos precedieron en el porche rosa, abierto a la puesta de sol, donde, sobre la mesa, un viento apacible hacía temblar la luz de cuatro velas.

—¿Por qué velas? —protestó Daisy, frunciendo las cejas. Las apagó con los dedos—. El día más largo del año será dentro de dos semanas —nos miró radiante—. ¿No os pasáis el año esperando la llegada del día más largo y luego, cuando llega, ni os dais cuenta? Yo me paso el año esperando la llegada del día más largo y cuando llega ni me doy cuenta.

—Tenemos que planear algo —bostezó miss Baker, sentándose a la mesa como si se metiera en la cama.

—Estupendo —dijo Daisy—. ¿Qué podemos planear? —se volvió hacia mí, insegura—. ¿Qué planea la gente?

Antes de que pudiera contestarle, se quedó mirándose el dedo meñique con expresión de espanto.

—¡Mira! —se quejó—. Me he hecho daño.

Todos miramos. Tenía un cardenal en el nudillo.

—Has sido tú, Tom —dijo, acusando a su marido—. Sé que ha sido sin querer, pero has sido tú. Eso me pasa por haberme casado con un bruto, con una mole, con un grandísimo, inconmensurable ejemplar de…

—No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.

—Una mole —insistió Daisy.

A veces miss Baker y ella hablaban a la vez, sin levantar la voz, con una incoherencia bromista que jamás caía en el simple parloteo, tan imperturbable como sus vestidos blancos, como sus ojos impersonales y libres de todo deseo. Allí estaban las dos, y nos aceptaban a Tom y a mí, esforzándose si acaso, por educación y amabilidad, en entretenernos o entretenerse. Sabían que pronto acabaría la cena, como también acabaría la velada, que sería olvidada sin mayor importancia. Era muy distinto en el Oeste, donde una velada se precipitaba de fase en fase hacia su final en una sucesión de expectativas siempre defraudadas o en la pura angustia del momento.

—Haces que me sienta un ser incivilizado, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete con ligero sabor a corcho, pero impresionante—. ¿No puedes hablar de cosechas o algo por el estilo?

No quería decir nada en especial con mi observación, pero fue recibida de un modo inesperado.

—La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de un tal Goddard?

—La verdad es que no —respondí sorprendido por su tono.

—Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.

—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que…?

—Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.

—Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol ardiente.

—Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Tom la interrumpió, agitándose pesadamente en su silla.

—La idea es que somos nórdicos. Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Daisy agachando ligeramente la cabeza, y Daisy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?

Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Daisy aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacia mí.

—Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?

—Para eso he venido esta noche.

—Bueno, no ha sido siempre mayordomo: solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz…

—Las cosas fueron de mal en peor —sugirió miss Baker.

—Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.

Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente: su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.

El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.

—Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?

No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.

Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.

—Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.

—Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.

—¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.

—¿Está diciéndome que no lo sabe? —dijo miss Baker, sorprendida de verdad—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.

—Yo no.

—Ah… —dijo, dubitativa—. Tom tiene una mujer, en Nueva York.

—¿Una mujer? —repetí sin comprender.

Miss Baker asintió.

—Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?

Casi antes de que captara el sentido de sus palabras, nos llegó el frufrú de un vestido y el crujir de unas botas de cuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta a la mesa.

—¡Era inevitable! —exclamó Daisy con una alegría forzada.

Se sentó, miró escrutadoramente a miss Baker y luego a mí, y continuó:

—Me he asomado un momento al jardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaro en el césped que debe de ser un ruiseñor llegado en un transatlántico de la compañía Cunard o de la White Star Line. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

—Muy romántico —respondió Tom antes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de la cena, me gustaría llevarte a las cuadras.

El teléfono sonó dentro de la casa como una alarma y, mientras Daisy negaba rotundamente con la cabeza mirando a Tom, la idea de las cuadras, y todas las ideas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que habían vuelto a encender las velas, quién sabe para qué, y que tenía conciencia de querer mirar a fondo a todos, y que, sin embargo, evitaba mirar a nadie. Era incapaz de adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, pero tampoco estaba seguro de que miss Baker, que parecía en posesión de un escepticismo inquebrantable, pudiera obviar la perentoriedad estridente y metálica de la quinta comensal. Para ciertos temperamentos la situación quizá resultara sugestiva. Mi instinto me pedía llamar inmediatamente a la policía.