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100 Clásicos de la Literatura

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—Ruby, no deberías hablar de la señora Lynde —dijo Ana severamente—. Eso echa a perder el efecto, porque esto pasa cientos de años antes de nacer esa señora. Jane, encárgate de esto. Es una barbaridad que Elaine hable mientras está muerta.

Jane se puso a tono con la ocasión. No había telas doradas para la mortaja, pero un viejo cubrepiano de crepé japonés amarillo fue excelente sustituto. Tampoco pudieron obtener un lirio blanco, pero el efecto fue más que suficiente.

—Bueno, ahora está lista —dijo Jane—. Debemos besarle la frente, y tú, Diana, decir: «Hermana, adiós para siempre», y Ruby agregar: «Adiós, dulce hermana»; ambas tan tristes como podáis. Ana, por amor de Dios, sonríe un poco. Ya sabes que Elaine «yacía como sonriendo». Así está mejor. Ahora, empujad la barca.

Y la barca fue empujada, rozando un sumergido pilón durante el proceso. Diana, Jane y Ruby sólo esperaron lo suficiente como para verla en la corriente, camino del puente, antes de cruzar los bosques y el camino a la carrera, hasta el promontorio inferior, donde, como Lancelot, Ginebra y el Rey, debían esperar a la doncella de los lirios.

Durante unos pocos instantes Ana, derivando lentamente corriente abajo, gozó plenamente de lo romántico de la situación. Entonces ocurrió algo no muy romántico. La barca comenzó a hacer agua. Al poco rato Elaine tuvo que levantarse, apartar la mortaja de oro y las colgaduras de negro color y mirar tontamente una gran grieta que cruzaba el fondo de la barca por la que el agua entraba tumultuosa. El agudo pilón del embarcadero había descompuesto la quilla de la barca. Ana no lo sabía, pero le llevó bien poco comprender que se hallaba en un momento peligroso. A ese ritmo, la barca se hundiría antes de llegar al promontorio. ¿Dónde estaban los remos? ¡Se habían quedado en el embarcadero!

Ana lanzó un grito que nadie escuchó; estaba terriblemente pálida, pero no perdió el ánimo. Había una sola esperanza; sólo una.

—Estaba horriblemente asustada —le contó a la señora Alian al día siguiente—, y parecían años lo que tardaba la barca en llegar al puente, mientras el agua subía. Recé, señora Alian, con todas mis fuerzas, pero no cerré los ojos para rezar, pues sabía que la única manera en que Dios podía salvarme era dejando flotar la barca lo suficientemente cerca de uno de los pilares del puente como para que me subiera a él. Ya sabe que los pilares son viejos troncos llenos de nudos. Lo correcto era rezar, pero debía hacer mi parte observando y bien lo sabía. Dije: «Dios amado, por favor lleva la barca cerca del pilar y yo haré el resto». En tales circunstancias no se puede pensar en hacer una plegaria muy florida. Pero la mía halló eco, pues la barca dio contra un pilar, quedando allí un momento, y yo, echándome al hombro el cubrepiano y el chal, me agarré a un providencial nudo, y allí quedé, señora Alian, aferrada al resbaladizo pilar, sin forma de subir o de bajar. Era una posición poco romántica, pero no pensé en ello en aquel momento. Uno no se pone a pensar en romanticismos cuando acaba de escapar de una tumba acuática. De inmediato dije una plegaria de agradecimiento, y luego dediqué toda mi atención a sostenerme con todas mis fuerzas, pues sabía que dependería probablemente de ayuda humana para volver a tierra firme.

La barca pasó el puente y, de pronto, se hundió en medio de la corriente. Ruby, Jane y Diana, que ya esperaban en el promontorio, la vieron desaparecer ante sus ojos y no tuvieron duda de que Ana se había hundido con ella. Durante un momento quedaron inmóviles, heladas por el terror ante la tragedia; entonces, chillando con todas las fuerzas de sus pulmones, corrieron por el bosque, sin cesar de gritar mientras cruzaban el camino real. Ana, aferrada desesperadamente a su precario apoyo, vio sus siluetas y escuchó sus gritos. Pronto llegaría ayuda, pero en el ínterin su posición era muy poco cómoda.

Los minutos parecían horas a la infortunada dama de los lirios. ¿Por qué no llegaba alguien? ¿Dónde habían ido las chicas? ¡Quizá se habían desmayado! ¿Y si no venía nadie? ¡Quizá comenzara a cansarse y no pudiera sostenerse más! Ana contempló las horribles profundidades, con sombras cambiantes, y tembló. Su imaginación comenzó a sugerir toda clase de horribles posibilidades.

¡Entonces, exactamente cuando sus manos no podían sostenerla más, Gilbert Blythe pasó remando bajo el puente!

Gilbert alzó los ojos y, ante su sorpresa, contempló una carita blanca y colérica mirándole con ojos temerosos y furiosos al mismo tiempo.

—¡Ana Shirley! ¿Cómo has podido llegar ahí?

Sin esperar respuesta, se acercó al pilar y extendió su mano. No se podía hacer otra cosa; Ana tomó la mano de Gilbert, saltó al bote, donde se sentó, furiosa, envuelta por el chal goteante. ¡Por cierto que era muy difícil conservar la dignidad en tales circunstancias!

—¿Qué ocurrió, Ana? —preguntó Gilbert cogiendo los remos.

—Estábamos jugando a «Elaine» —explicó fríamente Ana, sin mirar siquiera a su salvador— y debía ir hasta Camelot en la balsa, quiero decir en la barca. Ésta comenzó a hacer agua y yo me subí al pilar. Las chicas han ido a buscar ayuda. ¿Será usted tan gentil como para llevarme hasta el embarcadero?

Gilbert la llevó gentilmente hasta allí, y Ana, despreciando la ayuda, saltó limpiamente a la costa.

—Le estoy muy agradecida —dijo secamente mientras se retiraba. Pero Gilbert también saltó del bote y la detuvo.

—Ana —dijo rápidamente—, mira. ¿No podemos ser buenos amigos? Siento muchísimo haberme reído de tus cabellos aquella vez. No quería ofenderte. Además, ¡ha pasado ya tanto tiempo! Me parece que ahora tus cabellos son muy lindos; de verdad. Seamos amigos.

Ana dudó un instante. Tenía la extraña sensación bajo su airada dignidad de que la expresión mitad tímida, mitad ansiosa de los ojos de Gilbert era algo digno de contemplar. Su corazón empezó a latir extrañamente. Pero la amargura de su vieja afrenta espantó la duda. Aquel momento de dos años atrás cruzó su mente tan vivamente como si hubiera ocurrido el día anterior. Gilbert la había llamado «zanahoria» frente a todo el colegio y aquello la había vejado. Su resentimiento, que para otras gentes parecería tan ridículo, no había palidecido con el tiempo. ¡Odiaba a Gilbert Blythe! ¡Nunca le podría perdonar!

—No —dijo secamente—. Nunca seré amiga suya, Gilbert Blythe. ¡No quiero serlo!

—¡Está bien! —Gilbert saltó al esquife con la ira en el rostro—. ¡Nunca le volveré a pedir que hagamos las paces, Ana Shirley! ¡Ni me importa, tampoco!

Se alejó rápidamente y Ana se fue por el camino abrupto bajo los abetos. Llevaba alta la cabeza, pero tenía una extraña sensación de tristeza. Casi deseaba haber contestado a Gilbert de otro modo. Desde luego, él la había insultado terriblemente, pero aun así… En resumen, Ana pensaba que sería un alivio sentarse y llorar. Se sentía insegura; empezaba a sentir la reacción del miedo.

A mitad de camino encontró a Jane y Diana que volvían a la laguna completamente fuera de sí. No habían encontrado a nadie en «La Cuesta del Huerto», pues el señor Barry y su señora habían salido. Ruby Gillis tuvo un ataque de histeria y la habían dejado que se recobrara como pudiera, mientras cruzaban el Bosque Embrujado a la carrera hacia «Tejas Verdes». Allí tampoco encontraron a nadie, pues Marilla estaba en Carmody y Matthew recogiendo heno en el campo.

—Oh, Ana —tartamudeó Diana, abrazándose a su cuello y llorando de alivio y alegría—. Oh, Ana… pensamos… que estabas… ahogada… y nos sentimos asesinas… porque te obligamos… a ser Elaine. Ruby está histérica. Oh, Ana, ¿cómo escapaste?

—Subí a uno de los pilares —explicó Ana tristemente—, y Gilbert Blythe llegó en un bote y me llevó a tierra.

—¡Ana, qué espléndido de su parte! ¡Es tan romántico! —dijo Jane encontrando por fin aire para hablar—. Claro que después de esto le hablarás.

—Claro que no —contestó Ana, con un retorno momentáneo a su antiguo espíritu—. Y no quiero volver a escuchar jamás la palabra romántico, Jane Andrews. Siento terriblemente que os asustarais. Todo ha sido culpa mía. Estoy segura de haber nacido bajo una estrella maléfica. Todo cuanto hago me pone a mí o pone a mis amigas más queridas en aprietos. Hemos perdido la barca de tu padre, Diana, y tengo el presentimiento de que no nos dejarán remar más en la laguna.

El presentimiento de Ana resultó ser más certero que de costumbre. Grande fue la consternación en los hogares de los Cuthbert y los Barry ante los acontecimientos de la tarde.

—¿Tendrás cordura alguna vez, Ana? —gruñó Marilla.

—Oh, sí, así lo creo, Marilla —respondió Ana, optimista. Un buen llanto en la grata soledad de la buhardilla había aliviado sus nervios y restaurado su maravillosa alegría—. Creo que mis perspectivas de ser sensata son más brillantes que nunca.

—No veo cómo.

—Bueno —explicó Ana—, hoy he aprendido una valiosa lección. Desde que llegué a «Tejas Verdes» he cometido errores y cada uno me ha ayudado a curarme de un gran defecto. El episodio del broche de amatista me curó de tocar las cosas que no me pertenecen. El error del Bosque Embrujado me curó de una excesiva imaginación. El pastel con linimento, de cocinar descuidadamente. El teñirme el cabello, de vanidad. Ahora no pienso en mi nariz ni en mis cabellos; por lo menos no muy a menudo. Y el error de hoy me curará de ser demasiado romántica. He llegado a la conclusión de que no sirve de nada ser romántica en Avonlea. Estaba muy bien en el amurallado Camelot, cientos de años atrás, pero ahora no se aprecia lo romántico. Estoy segura de que verá en mí un gran adelanto a ese respecto, Marilla.

Pero Matthew, que estuviera sentado en silencio en su rincón, puso su mano sobre el hombro de Ana cuando Marilla hubo salido.

 

—No abandones tu romanticismo, Ana —murmuró tímidamente—, un poquito es bueno; demasiado, no, desde luego. Pero guarda un poco, Ana, guarda un poco.

CAPÍTULO VEINTINUEVE

Una época en la vida de Ana

Ana arreaba las vacas por el Sendero de los Amantes. Era un atardecer de septiembre y el bosque estaba impregnado por la rojiza luz del atardecer. El sendero, bordeado de pinos y abetos, estaba salpicado de luces y sombras. El viento ululaba entre las ramas de los árboles, y ya se sabe que en el mundo no hay música más dulce que la del viento sonando en las copas de los pinos al atardecer.

Las vacas bajaban plácidamente por el sendero y Ana tras ellas, soñando, repitiendo en voz alta el canto guerrero de Marmion que les había enseñado la señorita Stacy en clase de inglés, transportada por los versos y lo plástico del relato. Cuando llegó a la estrofa:

Los lanceros inquebrantables

formaban un bosque impenetrable

se detuvo extasiada, cerrando los ojos para verse formando parte del heroico círculo. Cuando los volvió a abrir, vio a Diana cruzando el portón que daba al campo de los Barry, con un aspecto tan importante que comprendió inmediatamente que traía noticias trascendentales. Pero no quiso mostrar su curiosidad.

—¿No es esta tarde como un sueño, Diana? Estoy tan contenta de vivir. Por las mañanas, me parece que lo mejor son las mañanas; pero cuando llega el atardecer, me parece que éste es todavía más hermoso.

—Es un atardecer muy hermoso —dijo Diana—, pero tengo grandes noticias, Ana. Adivina. Te doy tres oportunidades.

—Charlotte Gillis se casará en la iglesia después de todo y la señora Alian quiere que la decoremos.

—No. El novio de Charlotte no está conforme, porque nadie se ha casado nunca en la iglesia y cree que se parecería a un funeral. Es una tontería ya que podría ser algo muy bonito. Prueba otra vez.

—¿La madre de Jane la dejará hacer una fiesta de cumpleaños?

Diana negó con un movimiento de cabeza, mientras los ojos le brillaban de alegría.

—No puedo pensar qué puede ser —dijo Ana—, a menos que sea que Moody te acompañó a casa anoche después de las oraciones.

—Desde luego que no —exclamó Diana, indignada—. No presumiría de semejante cosa. ¡Es una criatura horrible! Sabía que no serías capaz de adivinarlo. Mamá ha recibido carta de tía Josephine; quiere que tú y yo vayamos a la ciudad el martes próximo y nos quedemos para la exposición. ¡Ahí tienes!

—Oh, Diana —murmuró Ana, apoyándose en un arce—, ¿es verdad lo que dices? Pero seguro que Marilla no me dejará ir. Dirá que no puede alentar el callejeo. Eso fue lo que dijo la semana pasada cuando Jane me invitó a acompañarlos en el coche al festival del hotel de White Sands. Yo deseaba ir, pero Marilla dijo que mejor estaría en casa estudiando mis lecciones y que Jane también. Me sentí amargamente desilusionada, Diana, y con el corazón tan destrozado que esa noche no recé antes de acostarme. Pero me arrepentí y me levanté a hacerlo a medianoche.

—Conseguiremos que mamá se lo pida. Es probable que así te deje; y si lo hace, pasaremos unos momentos inolvidables, Ana. Nunca he estado en una exposición y es muy doloroso escuchar a otras niñas contar sus viajes. Jane y Ruby han estado dos veces y vuelven este año.

—No voy a pensarlo hasta saber si iré o no —dijo Ana, resuelta—. Si lo hiciera y luego me desilusionara, no lo podría resistir. Pero si voy, me gustaría tener listo el abrigo nuevo. Marilla no creía que yo necesitara uno nuevo. Decía que el viejo puede servir otro invierno y que me debo conformar con tener un vestido nuevo. El vestido es muy bonito, Diana, azul marino y muy a la moda. Marilla me hace ahora todos los vestidos a la moda, pues no quiere que Matthew vaya a la señora Lynde para que los cosa. Estoy muy contenta. Es muchísimo más fácil ser buena cuando las ropas están a la moda. Por lo menos, es más fácil para mí. Supongo que esa diferencia no existe para las gentes naturalmente buenas. Pero Matthew dijo que yo debía tener un abrigo nuevo, de manera que Marilla compró un hermoso corte de paño fino azul y me lo está cosiendo una verdadera modista de Carmody. Estará listo para el sábado por la noche y trato de no imaginarme caminando por el atrio de la iglesia con mi nuevo vestido y mi gorro, porque temo que no esté bien imaginar esas cosas; pero se me deslizan en la mente a pesar mío. Mi gorro también es muy bonito. Matthew me lo compró el día que fuimos a Carmody. Es uno de esos de terciopelo azul que hacen furor, con cordones dorados y borlas. Tu nuevo sombrero es muy elegante, Diana, y te queda muy bien. Cuando te vi entrar en la iglesia el domingo pasado, me sentí muy orgullosa de que fueras mi amiga. ¿Crees que está mal esto de pensar tanto en nuestras ropas? Marilla dice que es pecaminoso. Pero es un tema tan interesante, ¿no es así?

Marilla consintió en que Ana fuera a la ciudad y acordaron que el señor Barry las llevaría el martes siguiente. Como Charlottetown quedaba a cuarenta y cinco kilómetros y el señor Barry deseaba ir y volver en el día, fue necesario salir muy temprano. Pero para Ana fue una diversión; antes de que amaneciera ya estaba en pie. Una mirada por la ventana le aseguró que el día sería hermoso, pues el cielo oriental tras los pinos del Bosque Embrujado estaba plateado y sin nubes. Por entre los árboles se veía brillar una luz en la buhardilla de «La Cuesta del Huerto», señal de que Diana también se había levantado.

Ana ya estaba vestida cuando Matthew hubo encendido el fuego y, aunque tenía el desayuno servido cuando bajó, estaba demasiado excitada como para comer. Después del desayuno, con el elegante abrigo y el gorro nuevo puestos, Ana cruzó apresurada el arroyo hacia «La Cuesta del Huerto». El señor Barry y Diana la esperaban y pronto estuvieron en camino.

Era un largo viaje, pero las dos niñas disfrutaron de cada minuto. Era delicioso marchar por los húmedos caminos bajo la temprana y rojiza luz solar que cruzaba los campos. El aire era fresco y cortante y ligeras nieblas azuladas se elevaban de los valles y flotaban sobre las colinas. Algunas veces, el camino cruzaba bosques donde los arces comenzaban a lucir banderas escarlatas; otras cruzaba ríos sobre puentes que hacían estremecerse a Ana con el viejo y delicioso temor; o seguía la costa de un puerto, pasaba junto a un grupo de casitas de pescadores para subir otra vez a las colinas, desde donde se veían las tierras ascendentes y el cielo azul; pero doquiera que fuera, había mucho interesante que comentar. Era casi mediodía cuando llegaron al pueblo y se dirigieron a Beechwood. Era una vieja mansión señorial, oculta de la calle por un cerco de verdes olmos y coposas hayas. La señorita Barry las esperó en la puerta con los ojos centelleantes.

—De manera que por fin has venido a verme, Ana —dijo—. ¡Por Dios, cómo has crecido! Eres más alta que yo. Y tienes muchísimo mejor aspecto que antes, también. Pero me atrevo a decir que eso lo sabías sin que te lo dijeran.

—De verdad que no —dijo Ana, radiante—. Sé que no soy tan pecosa como antes, cosa que agradezco mucho, pero realmente no me había atrevido a tener esperanzas de otros cambios. De manera que me alegra que los haya, señorita Barry.

La casa de la señorita Barry estaba amueblada con «gran magnificencia», según dijo Ana a Marilla después. Las dos pequeñas campesinas quedaron bastante confusas por el esplendor del salón donde las dejó la señorita Barry cuando fue a vigilar la cena.

—¿No es un palacio? —susurró Diana—. Nunca había estado antes en casa de tía Josephine y no tenía ni idea de que fuese tan grande. Me gustaría que Julia Bell pudiera verla; se da tantos aires con la sala de su madre…

—¡Alfombra de terciopelo —suspiró Ana—, y cortinajes de seda! He soñado con cosas así, Diana. Pero sabrás que no me sentiría muy cómoda con ellas, después de todo. Hay tantas cosas en esta habitación y son tan maravillosas, que no queda campo para la imaginación. Ése es un consuelo cuando se es pobre; hay muchísimas cosas que se pueden imaginar.

Su estancia en la ciudad fue algo que Ana y Diana recordaron durante años. Fue maravilloso desde el principio hasta el fin.

El miércoles, la señorita Barry las llevó a la exhibición donde pasaron todo el día.

—Era espléndido —contó más tarde Ana a Marilla—. Nunca había imaginado nada tan interesante. En realidad, no sé qué departamento era el mejor. Creo que me quedaría con el de los caballos, el de las flores y el de trabajos varios. Josie Pye ganó el primer premio en encaje. Me alegro de veras. Y también me alegro por haberme alegrado, pues demuestra que estoy mejorando, ya que me regocijó el éxito de Josie. El señor Harmon se llevó el segundo premio por las manzanas Gravenstein, y el señor Bell, el primer premio con un cerdo. Diana dijo que le parecía ridículo que el director de la Escuela Dominical ganara un premio por los cerdos, pero yo no veo el porqué. ¿A usted qué le parece? Dice que cada vez que le viera rezar solemnemente, lo recordaría. Clara Louise MacPherson ganó el premio para queso y manteca caseros. De manera que Avonlea estuvo bastante bien representada. La señora Lynde estuvo aquel día y nunca supe cuánto la apreciaba hasta que vi su cara familiar entre tantos extraños. Había miles de personas allí, Marilla. Eso me hizo sentir horriblemente insignificante. Y la señorita Barry nos llevó al gran pabellón a ver las carreras de caballos. La señora Lynde no quiso ir; decía que las carreras de caballos eran abominables y que siendo religiosa, consideraba un deber sagrado mantenerse apartada. Pero había tanta gente que no creo que se notara la ausencia de la señora Lynde. Sin embargo, creo que no debería ir a menudo a las carreras de caballos porque son fascinantes. Diana se excitó tanto que quiso apostar diez centavos, pero me negué a apostar, porque quería contarle todo a la señora Alian y me pareció que contarle eso no sería bueno. Está mal hacer algo que no se puede contar a la esposa de un pastor. Es casi poseer una conciencia adicional el tener por amiga a una persona así. Y me alegré de no haber apostado, pues el caballo rojo ganó, de manera que hubiera perdido mis diez centavos. Así es como se recompensa a la virtud. Vimos subir a un hombre en un globo. Me gustaría subir en globo, Marilla, sería simplemente estremecedor. Y vimos a un hombre que vendía buenaventuras; le pagaban diez centavos y un pajarito elegía la suerte. La señorita Barry nos dio a Diana y a mí diez centavos para que nos dijeran la buenaventura. La mía fue que me casaría con un hombre moreno, muy rico, y que iría a vivir al otro lado del mar. Después de eso, miré cuidadosamente a cuanto hombre moreno vi, pero no me preocupé mucho por ellos, porque supongo que es demasiado pronto para buscarlo. Oh, Marilla, fue un día inolvidable. Estaba tan cansada que no pude dormir por la noche. La señorita Barry nos puso en el cuarto de huéspedes como nos había prometido. Era una habitación elegante, Marilla, pero, sin embargo, dormir en una habitación así no fue como pensé. Ése es el inconveniente de crecer y empiezo a comprenderlo. Las cosas que se desean cuando se es niña no son ni la mitad de hermosas cuando se crece.

El jueves las niñas pasearon en coche por el parque y, por la noche, la señorita Barry las llevó a un concierto en la Academia de Música, donde cantaba una notable prima donna. Esa noche Ana tuvo una visión del paraíso.

—Oh, Marilla, era algo indescriptible. Estaba tan excitada que ni siquiera pude hablar, de manera que podrá imaginárselo. Me senté en un arrebatado silencio. Madame Selitsky era la belleza personificada y llevaba un vestido de raso blanco y diamantes. Pero en cuanto comenzó a cantar, no pude pensar en otra cosa. Oh, no puedo decirle cómo me sentía. Pero me parecía que ya nunca me sería difícil ser buena. Tenía la misma sensación que cuando miro las estrellas. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero, ¡oh!, eran lágrimas de felicidad. Sentí tanto que terminara, que dije a la señorita Barry que no sabía cómo podría volver a la vida normal. Ella dijo que creía que cruzar la calle hasta el restaurante y tomar un sorbete ayudaría mucho. Sonaba a prosaico pero para mi sorpresa hallé que era verdad. El sorbete estaba buenísimo, Marilla, y era muy agradable estar sentada allí tomándolo a las once de la noche. Diana dijo que se creía nacida para la vida ciudadana. La señorita Barry me preguntó cuál era mi opinión pero le dije que debía pensarlo seriamente antes de darle respuesta. De manera que lo pensé después de acostarme. Ése es el mejor momento para hacerlo. Y llegué a la conclusión, Marilla, de que yo no había nacido para la vida ciudadana, y me alegraba. Está muy bien comer sorbetes en restaurantes brillantes a las once de la noche de vez en cuando; pero para todos los días creo que es mejor estar en mi buhardilla a las once, profundamente dormida, pero sabiendo aun en sueños que las estrellas brillan fuera y que el viento sopla entre los pinos a través del arroyo. Se lo dije a la señorita Barry a la mañana siguiente a la hora del desayuno, y se rio. Se reía por regla general de todo cuanto decía, aun de las cosas más solemnes. No me gustaba mucho, pues no trataba de ser graciosa. Pero es una dama muy hospitalaria y nos trató regiamente.

 

El viernes marcó el momento del regreso y el señor Barry fue a buscarlas.

—Bueno, espero que os hayáis divertido —dijo la señorita Barry al despedirla.

—De verdad que sí —afirmó Diana.

—¿Y tú, Ana?

—He disfrutado cada minuto —dijo Ana, echándole impulsivamente los brazos al cuello y besándole las arrugadas mejillas. Diana nunca se hubiera atrevido a hacer tal cosa y se sintió horrorizada ante el hecho. Pero a la señorita Barry le gustó y se quedó en el balcón hasta que desapareció el carricoche. Luego retornó a su casona con un suspiro. Parecía muy solitaria sin aquellas jóvenes. La señorita Barry era una anciana algo egoísta, a decir verdad, y nunca se había preocupado por nadie, excepto por ella misma. Valoraba a las gentes según le fueran útiles o la divirtieran. Ana la había divertido y, consecuentemente, gozaba de su estima. Pero la señorita Barry se encontró pensando menos en los curiosos discursos de Ana y más en su juvenil entusiasmo, sus cándidas emociones, sus modos y sus dulces labios y ojos.

—Pensé que Marilla Cuthbert era una vieja tonta cuando supe que había adoptado una huérfana del asilo —se dijo—, pero sospecho que no cometió ningún error después de todo. Si tuviera en la casa una niña como Ana, sería una mujer más feliz y mejor.

Ana y Diana encontraron el paseo de vuelta a casa tan placentero como el de ida; quizá más, ya que tenían la deliciosa conciencia del hogar esperándolas al final. Era de noche cuando pasaron por White Sands y entraron en el camino de la costa. A lo lejos, las colinas de Avonlea se destacaban contra el cielo color azafrán. Tras ellas salía la luna del mar, que se transfiguraba a su luz. Cada caleta junto al sinuoso camino era una maravilla de danzarinas olas que rompían con un suave chasquido en las rocas y el sabor del mar se sentía en el aire, fresco y fuerte.

—¡Oh, qué bello es vivir y estar de regreso en casa! —suspiró Ana.

Cuando cruzó el puente de troncos sobre el arroyo, la luz de «Tejas Verdes» parpadeó una bienvenida y a través de la puerta abierta brilló el fuego del hogar, enviando su cálido fulgor en la fría noche otoñal. Ana entró corriendo en la cocina, donde la esperaba la comida caliente.

—¿De manera que ya has vuelto? —dijo Marilla doblando su labor.

—Sí, y es tan bonito estar de regreso en casa —respondió Ana alegremente—. Sería capaz de besarlo todo, hasta el reloj. ¡Marilla, pollo a la parrilla! ¡Quiere decir que lo ha preparado especialmente para mí!

—Sí —dijo Marilla—, pensé que estarías hambrienta después del viaje y que necesitarías algo reconfortante. Apresúrate y cámbiate de ropa; cenaremos tan pronto regrese Matthew. Estoy contenta de que hayas vuelto. Todo esto está horriblemente solitario sin ti; nunca pasé cuatro días tan largos.

Después de cenar, Ana se sentó ante el fuego entre Marilla y Matthew y les hizo un relato completo de su visita.

—Han sido unos días fantásticos —concluyó, feliz—, y siento que eso marca una época de mi vida. Pero lo mejor de todo fue el regreso a casa.

CAPÍTULO TREINTA

La fundación del Club de la Academia de la Reina

Marilla dejó caer el tejido sobre la falda y se arrellanó en su silla. Tenía los ojos cansados y pensó vagamente que debía hacer cambiar sus lentes la próxima vez que fuera al pueblo, pues se le cansaban mucho de un tiempo a esta parte.

Era casi de noche, pues el opaco crepúsculo de noviembre ya había caído en «Tejas Verdes» y la única luz en la cocina venía de las danzarinas llamas del hogar.

Ana, sentada a la turca frente a la chimenea, contemplaba el alegre resplandor de las astillas de arce de las que goteaba el sol de cien veranos. Había estado leyendo, pero su libro se encontraba ahora en el suelo, y soñaba, con una sonrisa en los labios entreabiertos. Rutilantes castillos en el aire tomaban forma entre la niebla de su fantasía; aventuras maravillosas ocurrían en su región de ensueño, aventuras que siempre acababan triunfalmente y que nunca la llevaban a situaciones tan embarazosas como las de la vida real.

Marilla la contemplaba con una ternura que sólo a la suave luz del hogar se atrevía a aflorar. Expresar el amor abiertamente era una lección que Marilla jamás aprendería. Lo que sí había aprendido era a querer a esta delgada muchacha de ojos grises con un afecto tan profundo como no demostrado. Su amor la hacía temer ser excesivamente blanda. Tenía la incómoda sensación de que era algo pecaminoso dar el corazón con tanta intensidad a una criatura humana y quizá hacía una especie de penitencia inconsciente al ser más estricta con aquella niña que si la hubiera querido menos. Ni siquiera Ana tenía idea de cuánto la quería Marilla. Algunas veces creía que era muy difícil de complacer y que carecía de simpatía y comprensión. Pero siempre desechaba el pensamiento recordando cuánto debía a Marilla.

—Ana —dijo Marilla de improviso—, la señorita Stacy ha venido esta tarde mientras estabas con Diana.

La muchacha volvió del más allá con un salto y un suspiro.

—¿Sí? ¡Oh, cuánto siento no haber estado! ¿Por qué no me ha llamado? Diana y yo estábamos en el Bosque Embrujado. Los bosques están hermosos ahora. Todo el bosque, los helechos, las hojas, han comenzado su sueño, como si alguien los hubiera arropado hasta la primavera bajo un manto de hojas muertas. Creo que fue el hada del arco iris la que lo hizo. Diana trata de no pensarlo; nunca olvida la reprimenda que le dio su madre por imaginar fantasmas en el Bosque Embrujado. Tuvo un efecto horrible en su imaginación: se la embotó. La señora Lynde dice que Myrtle Bell es un ser embotado. Le pregunté a Ruby Gillis porqué y me dijo que sospechaba que era porque había vuelto su novio. Ruby no piensa más que en novios, y cuanto más crece, peor se pone. Los jóvenes están muy bien en su lugar, pero no está bien meterlos en todas partes, ¿no es cierto? Diana y yo estamos pensando seriamente en prometer que nunca nos casaremos, sino que seremos unas espléndidas ancianas y viviremos juntas siempre. Diana aún no se ha decidido, porque piensa que quizá sería más noble casarse con algún joven osado, salvaje y perverso para reformarlo. ¿Sabe?, Diana y yo hablamos ahora de temas muy serios. Nos sentimos más viejas que antes y no es cosa de hablar de chiquilladas. Es solemne tener casi catorce años, Marilla. La señorita Stacy nos llevó a todas las niñas entre trece y diecinueve años de paseo junto al arroyo el miércoles pasado y nos habló de eso. Dijo que debíamos ser muy cuidadosas con los hábitos que adquiramos durante esta edad, porque cuando lleguemos a los veinte nuestro carácter estará desarrollado y echados los cimientos para toda la vida futura. Y añadió que si los cimientos temblaban, nunca podríamos construir encima nada de valor. Diana y yo discutimos el asunto al regreso del colegio. Nos sentimos extremadamente solemnes, aprendiendo cuanto podemos y siendo tan sensatas como sea posible para que, al llegar a los veinte, nuestros caracteres estén correctamente formados. Es aterrador tener veinte años, Marilla. ¡Suena a tan viejo! Pero, ¿por qué estuvo aquí la señorita Stacy esta tarde?