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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Ves aquella colina que hay allí? Pues bien, en esa colina se encuentran todos los tesoros de la tierra, y yo había estado buscando por los alrededores a un hombre con un corazón particularmente amable y una generosa y buena disposición, ya que, si lograse hallar tal hombre, le pondría una especie de bálsamo en los ojos, de manera que pudiera ver los tesoros y se los llevase.

Entonces el camellero se puso a sudar la gota gorda, y suplicó a gritos al derviche poniéndose de rodillas, diciéndole que él era ese hombre y que podría traer al instante mil personas para atestiguarlo y que además podrían asegurarle que nunca le habían descrito mejor.

—Bien entonces —dijo el derviche—, muy bien. Si cargamos los cien camellos con el tesoro, ¿me darás la mitad?

El camellero estaba tan contento, que apenas podía contenerse y exclamó:

—¡Trato hecho!

Así que se dieron la mano para sellar el acuerdo, y el derviche sacó una caja y frotó con el bálsamo el ojo derecho del camellero. La montaña se abrió y él pudo entrar. Y allí, os lo puedo asegurar, había montañas y montañas de oro y joyas resplandeciendo como si todas las estrellas del cielo se hubiesen caído en ese lugar.

Así que el camellero y el derviche cargaron los cien camellos con el tesoro hasta que ya no pudieron más, y entonces se dijeron adiós y cada uno se fue con sus cincuenta animales. Pero muy pronto el camellero regresó y se adelantó al derviche, diciéndole:

—Tú estás fuera de la sociedad, ¿sabes?, y realmente no necesitas nada de lo que llevas. ¿Por qué no eres bueno conmigo y me das diez de tus camellos?

—Bueno —dijo el derviche—, no sé, pero lo que dices me parece razonable.

De manera que así lo hizo, luego se separaron otra vez, y el derviche se quedó con sus cuarenta camellos. Pero muy pronto volvió a aparecer el camellero, berreando otra vez ante el derviche, con llantos y con quejas, y le pidió otros diez, diciéndole que treinta camellos cargados de tesoros eran suficientes para un derviche, pues, como sabéis, ellos viven muy sencillamente, y no tienen una casa fija, sino que van dejando sus enseñanzas de un lado para otro, hospedándose en cualquier sitio.

Pero la cosa no acabó allí. Aquel hostigador siguió acosando al derviche, volviendo una y otra vez, hasta quedarse con los cien camellos. Entonces quedó satisfecho y, más agradecido que nunca, dijo que nunca en su vida olvidaría al derviche, que nadie antes había sido tan bueno y generoso con él. Así que se estrecharon nuevamente las manos, se separaron otra vez, y prosiguieron cada uno por su lado.

Pero, veréis: no habían transcurrido ni diez minutos, cuando el camellero ya estaba de nuevo insatisfecho —era el reptil más rastrero que había en los siete condados— y regresó al encuentro del derviche. Esta vez lo que pretendía era que el derviche le frotara el otro ojo con un poco de ungüento.

—¿Para qué? —preguntó el derviche.

—¡Oh, ya sabes! —respondió el camellero.

—Ya sé ¿qué? —dijo el derviche.

—Bueno, no puedes engañarme —dijo el camellero—. Estás intentando ocultarme algo, lo sabes muy bien. ¿Sabes?

Creo que si me pones bálsamo en el otro ojo veré muchísimas más cosas valiosas. Anda…, por favor, ponme más bálsamo.

El derviche le contestó:

—No te estaba ocultando nada. Y no me importa decirte lo que pasará si te pongo el bálsamo en el otro ojo. No volverás a ver nunca más. Te quedarás completamente ciego para el resto de tus días.

Pero ¿sabéis?, aquel pesado no le creyó. No, le rogó y le rogó, gimiendo y llorando, hasta que por fin el derviche abrió su caja y le dijo que se lo pusiera él mismo, si tanto lo deseaba. De manera que así lo hizo, y os puedo asegurar que en un instante se quedó ciego como un murciélago.

Entonces el derviche se burló de él, y riéndose le dijo:

—Adiós. Un hombre ciego no necesita todas estas joyas.

Y se fue con los cien camellos, dejando que el hombre se quedase vagando por el desierto, pobre, desgraciado y sin amigos, para el resto de sus días.

Jim dijo que él apostaba a que había sido toda una lección para él.

—Sí, dijo Tom—, como muchas de las que un tipo puede aprender. Aunque no tiene importancia, ya que una cosa no puede suceder dos veces de la misma manera. Cuando Hen Scovil se cayó de la chimenea y quedó lisiado para toda su vida, todo el mundo dijo que aquello había sido toda una lección para él. ¿Qué clase de lección? ¿Cómo iba a aplicarla? Ya no podía trepar por las chimeneas, y no tenía más espaldas que romperse.

—De todo modos, amo Tom —dijo Jim—, no hay nada que enseñe mejor que la experiensia. La Biblia dice que el niño quemado evita el fuego.

—Bueno, no voy a negar que, una cosa es una lección, si te ocurre dos veces de la misma manera. Hay muchísimas cosas que educan a las personas, eso es lo que dice siempre mi tío Abner, pero también existen cuarenta millones de cosas de las otras, de las que no pasan dos veces de la misma manera, y que realmente son inútiles y no más instructivas que la viruela. Cuando la pillas, no sirve de nada decir que más te valdría haberte vacunado antes, y tampoco sirve vacunarse después, porque la viruela sólo se coge una vez. Pero, por otro lado, mi tío Abner dice que, si una persona hubiera cogido al toro por la cola una vez, habría aprendido unas sesenta o setenta veces más que alguien que nunca lo hubiera hecho; y decía también que, si una persona ponía manos a la obra y se llevaba a casa un gato cogido de la cola, estaba adquiriendo un conocimiento que siempre le sería de utilidad, y que nunca tendría dudas sobre su valor o se le borraría. Te lo aseguro, Jim. Mi tío Abner siempre estaba metiéndose con la gente que pretendía sacar una lección de todas las cosas que pasaban. No importaba si…

Pero Jim se había quedado dormido. Tom se sintió un poco avergonzado porque, ya sabéis, la gente se siente incómoda cuando está hablando singularmente bien, muy confiado en que la otra persona le está admirando, y de pronto se da cuenta de que lo que en realidad ha sucedido es que el oyente se ha quedado dormido como una marmota. Claro que no debería haberlo hecho, porque queda un poco grosero, pero cuanto mejor habla una persona, más te hace dormir, así que, bien mirado, no es una falta de nadie en particular: en todo caso, habría que culpar a los dos.

Jim comenzó a roncar: al principio, de manera suave y haciendo burbujitas. Pero a eso, le siguió un largo bramido, luego uno más fuerte, y a continuación soltó media docena de gorgoteos horrorosos, como los del resto del agua cuando es succionada por el agujero de la bañera; después otra serie de los mismos ruidos, pero con más poderío, y luego lanzó unas fuertes toses y bufidos, como los que hace una vaca asfixiándose hasta morir; cuando una persona llega a ese punto, es que se halla en el mejor de los mundos, y es capaz de despertar a un vecino que se encuentre durmiendo en el edificio de enfrente, y se hubiera atiborrado de láudano. Sin embargo, no puede despertarse a sí mismo, a pesar de que ese espantoso estrépito está sonando a menos de cinco centímetros de sus propios oídos. A mí me parece que ésta es una de las cosas más curiosas de este mundo. Aun así, si raspas una cerilla para encender una lámpara, tan sólo ese ruidito insignificante lo despertará en seguida. Ojalá supiera cuál es el motivo para que eso ocurra así, pero no parece haber forma de averiguarlo. Allí estaba Jim, alarmando al Desierto entero, sobresaltando a todos los animales, que se preguntarían qué diablos estaría pasando en varios miles de kilómetros a la redonda; no había nada ni nadie que estuviera más cerca del estruendo que él mismo, y sin embargo, era la única criatura a la que no le molestaba. Nosotros le chillábamos y le silbábamos, pero no servía de nada. Sin embargo, no bien oyó un ruidito que no le era familiar, se despertó. No, señor, le he dado mil vueltas, y también Tom, pero no hubo manera de averiguar por qué un roncador no puede oírse roncar.

Jim dijo que él no se había dormido, que tan sólo había cerrado los ojos para escuchar mejor.

Tom dijo que nadie le estaba acusando de nada.

Aquello hizo que deseara no haber dicho palabra. Y yo sabía que quería esquivar el tema, pues comenzó a insultar al camellero, del mismo modo que suele hacer una persona cuando ha sido pillada en algo y quiere desquitarse con otro. Se metió con el camellero de la peor manera que sabía, y tuve que estar de acuerdo con él; y lo mismo sucedió cuando alabó al derviche. No obstante, Tom dijo:

—Yo no estoy tan seguro. Vosotros pensáis que el derviche era increíblemente bueno, generoso y desprendido, pero yo no lo veo así. Él no corrió a buscar a otro derviche pobre, ¿no es cierto? No, no lo hizo. Si era tan desinteresado, ¿por qué no entró allí él mismo, a llenarse el bolsillo con un puñado de joyas, y de ese modo marcharse satisfecho? No, señor, lo que hizo fue buscar a una persona con cien camellos. Quería marcharse de allí con la mayor cantidad de tesoros que era capaz de coger.

—Pero, amo Tom, él deseaba compartir, en partej iguales. Él sólo quería sincuenta camello.

—Porque sabía que podría tenerlos todos muy pronto.

—Amo Tom, él le dijo al camellero qu’el bálsamo le dejaría siego.

—Claro, porque conocía el carácter de aquel hombre. Era exactamente la clase de hombre que estaba buscando: un hombre que no creyera ni en el honor ni en la palabra de nadie, pues ni siquiera tiene los propios. Yo creo que hay mucha gente como ese derviche. Van timando a diestra y siniestra, pero siempre logran que sea la otra persona la que parezca haberse timado a sí misma. Se mantienen dentro del marco de la ley durante todo el tiempo, por eso es tan difícil echarles mano. Ellos no ponen el ungüento: oh, no, eso sería un pecado; pero saben cómo hacer para engañarte, que seas tú mismo el que te lo pongas, y así dejarte ciego. Yo creo que ese camellero y el derviche eran tal para cual: uno era un bribón muy fino, listo e inteligente, y el otro un obtuso, claro, pero eran iguales.

 

—Tom, ¿tú crees que ahora existe por el mundo alguna clase de bálsamo como el de la historia?

—Sí, el tío Abner dice que existe. Dice que existe en Nueva York, y que lo ponen en los ojos de la gente del campo para mostrarles todos los ferrocarriles del mundo. Cuando ellos van y los compran, se dan el bálsamo sobre el otro ojo, y entonces el que se los vendió les dice adiós y se larga con sus trenes. Allí está la colina del tesoro, ¡bajad el globo!

Aterrizamos, pero aquello no resultó tan interesante como había creído, ya que no pudimos encontrar el sitio adonde fueron para coger el tesoro. Aun así, era muy interesante tan sólo el hecho de poder ver la colina donde algo tan maravilloso había sucedido. Jim dijo que no se la habría perdido aunque hubiera tenido que pagar tres dólares por verla. Y yo pensaba lo mismo.

Sin embargo, tanto para nosotros dos, como creo que para cualquiera, nos parecía prodigiosa la manera como Tom podía llegar a un país tan extraño y grande como aquél, ir derechito a encontrarse con la colina, y distinguirla entre millones de otras colinas muy parecidas, sin más recursos que su talento y sabiduría. Hablamos sobre el asunto una y otra vez, pero no pudimos averiguar cómo lo hacía. Tenía la mejor cabeza que yo hubiese visto; todo lo que le faltaba era la edad para ser famoso, como el Capitán Kidd o George Washington. Os apuesto que a ellos les hubiese resultado más difícil que a Tom encontrar la colina, aun con todos sus talentos; Tom atravesó el Sahara y lo señaló con el dedo, con más facilidad que si hubieseis encontrado un negro en un ramillete de ángeles.

Encontramos una charca de agua salada y raspamos un poco de sal de la orilla para aplicarla sobre la piel del león y del tigre, para que pudieran mantenerse hasta que Jim las curtiera.

Capítulo 11

La tormenta de arena

Estuvimos tonteando por allí un día o dos, y, en el preciso instante en el que la luna estaba tocando el suelo del otro lado del Desierto, vimos una hilera de pequeñas figuras negras, moviéndose a través de su rostro de plata. Podían verse muy claramente, parecía que estaban dibujadas con tinta sobre la luna. Se trataba de otra caravana. Aminoramos la velocidad y los seguimos de cerca, sólo para tener compañía, pues no llevaban el mismo camino que nosotros. Era una caravana muy ruidosa, y un magnífico espectáculo el verlos aquella mañana, cuando el sol aparecía a raudales sobre el Desierto y arrojaba las sombras de los camellos sobre las doradas arenas, como si fueran miles de abuelitos zancudos marchando en procesión. Nunca nos acercamos demasiado a ellos, porque ya habíamos aprendido lo que era asustar a los camellos de la gente y desarmar sus caravanas. Era el grupo más alegre y bullicioso que hayáis visto nunca, por sus vistosas y ricas vestiduras de noble porte. Algunos de los jefes iban montados en dromedarios, los primeros que habíamos visto en la vida: eran muy altos e iban sumergiéndose en la arena como si llevaran zancos. Marchaban balanceando violentamente a sus jinetes, revolviéndoles la cena de manera considerable, aunque puedo apostaros que llevaban bastante velocidad, y un camello no tenía nada que hacer a su lado.

La caravana acampó durante el mediodía, y reemprendió la marcha hacia la mitad de la tarde. Al cabo de poco rato, el sol había empezado a tener un aspecto muy curioso: al principio se tornó de color bronce, luego adquirió un tinte cobrizo, y al final, parecía una gran bola roja de sangre; el aire se volvió pesado y caluroso, y muy pronto se oscureció todo el cielo hacia el Oeste, se tornó denso y nublado, pero teñido de rojo, algo atroz, ya sabéis, como si todo se viese a través de un cristal rojo. Miramos hacia abajo, y vimos que la caravana había entrado en un estado de gran confusión, y las gentes corrían en todas direcciones como si estuvieran asustados. Entonces, de repente, se tumbaron en la arena y permanecieron completamente inmóviles.

Muy pronto vimos algo que se acercaba a la velocidad del rayo en forma de un asombroso y enorme muro, abarcando la distancia que había desde el Desierto hasta el cielo, y logrando ocultar por completo al sol. Luego nos rozó una leve brisa, que más tarde se hizo más fuerte, y los granos de arena comenzaron a golpearnos las caras, quemándonos como el fuego. Entonces Tom gritó:

—¡Es una tormenta de arena…, poneos de espaldas a ella!

Así lo hicimos, y al poco rato empezó a soplar la tormenta; la arena nos caía encima como si nos la echaran con palas, y el aire estaba tan saturado que no podíamos ver nada. En cinco minutos el globo se llenó de arena, y nosotros estábamos sentados en nuestros sitios enterrados hasta la barbilla: sólo sobresalían nuestras cabezas y apenas podíamos respirar.

Cuando amainó la tormenta, y vimos aquella gigantesca pared navegando a través del Desierto, era un espanto verla, os lo aseguro. Logramos desenterrarnos, y miramos hacia abajo, hacia el sitio en donde había estado la caravana, y allí no se veía más que un océano de arena, ahora completamente inmóvil y callado. Toda la gente con sus camellos, asfixiados y enterrados…, enterrados bajo tres metros de arena, según nuestros cálculos, y Tom dijo que creía que pasarían tal vez años antes de que el viento los descubriera, y que durante todo ese tiempo sus amigos no sabrían qué habría sucedido con la caravana. Luego dijo:

—Ahora ya sabemos lo que les había sucedido a aquellas gentes a quienes quitamos las pistolas y las espadas.

Sí, señor, eso era. Ya lo teníamos completamente aclarado. Perecieron enterrados bajo una tormenta de arena, y por eso los animales salvajes no habían podido con ellos, ya que el viento los había descubierto cuando ya eran puro hueso, trozos de cuero resecos, imposibles de comer. Me pareció que lo sentíamos tanto por aquella pobre gente y estábamos tan tristes por ella como lo hubiéramos estado por cualquier otra, pero estaba equivocado; la muerte de esta última caravana nos afectó mucho más, muchísimo más. Veréis, la gente de la otra caravana nos era totalmente ajena, unos completos extraños con los que no estábamos ni siquiera familiarizados, excepto tal vez con el hombre que miraba a aquella muchachita. Pero con esta última caravana, todo era muy distinto. Habíamos estado siguiéndolos durante toda la noche y gran parte del día, y los sentíamos como si fuesen amigos nuestros, como si de verdad los conociéramos. Me he dado cuenta de que no hay manera más segura de saber si te gusta de verdad alguien que viajar con él. Lo mismo había sucedido con aquella gente. Nos gustaron desde el principio, y viajar con ellos acabó por confirmarlo. Cuanto más viajábamos con ellos y conocíamos sus costumbres, más y más nos gustaban, y eso hacía que nos sintiéramos más y más alegres de continuar tras ellos. Aprendimos a conocer a algunos tan bien, que les habíamos puesto nombre para hablar de ellos, y muy pronto teníamos tanta confianza que dejamos de lado el señorita y el señor, y los llamábamos por el nombre a secas. Esto no nos parecía descortés, sino que estábamos haciendo lo correcto. Claro que aquéllos no eran sus nombres, se los habíamos puesto nosotros. Había un señor Alexander Robinson y una señorita Adaline Robinson, un coronel Jacob McDougal y una señorita Harriet McDougal, un juez Jeremiah Butler y un joven Bushrod Butler: la mayoría de éstos eran los grandes jefes, llevaban enormes y magníficos turbantes y cimitarras e iban vestidos como el Gran Mogol, al igual que su familia. Pero tan pronto como empezamos a conocerlos bien y a gustarnos más, ya no los llamábamos juez, ni señor ni nada, sino Ellek, Addy, Jake, Hattie, Jerry, Buck, y así sucesivamente.

Además, ya sabéis, cuanto más compartís las penas y alegrías de las personas, más cercanas y queridas se vuelven para vosotros. Ahora bien, nosotros no éramos fríos ni indiferentes, como la mayoría de los viajeros; al contrario, éramos muy amigables y sociables cada vez que se nos presentaba la oportunidad, y la caravana podía contar con que estaríamos a mano todo el tiempo para lo que fuera.

Cuando acamparon, nosotros también lo hicimos justo encima de ellos, a unos cientos de kilómetros más arriba. Cuando empezaron a comer, nosotros hacíamos lo propio y, al estar acompañados, nos daba la sensación de estar en casa. Cuando aquella noche tuvieron una boda, y Buck y Addy se casaron, nos vestimos con las mejores galas del profesor para el festejo, y cuando empezó el baile, nosotros en el globo bailamos sin parar.

Sin embargo, son las angustias y los problemas los que unen a los amigos, y eso fue lo que nos sucedió con el funeral de uno de ellos. Ocurrió a la mañana siguiente, cuando todavía era de madrugada. No conocíamos al muerto, y tampoco era de los nuestros, pero eso no importaba. Pertenecía a la caravana, eso era suficiente, y no hubo lágrimas más sinceras vertidas por él que las que derramamos nosotros desde aquí, a miles de kilómetros por encima del cortejo.

Sí, la partida de la caravana fue para nosotros mucho más amarga que la visión de la otra, comparativamente extraña, cuyos integrantes, de todos modos, habían muerto hacía muchísimo tiempo. A éstos los habíamos conocido en vida, les habíamos cogido cariño también, y ahora que la muerte nos los había arrebatado justo debajo de nuestras propias narices, mientras los estábamos mirando, dejándonos tan desamparados y sin amigos en medio de aquel gran Desierto, nos dolía muchísimo, y deseamos no hacer amigos nunca más durante el viaje, si luego íbamos a perderlos de esa manera.

No podíamos dejar de hablar de ellos, nos venían a la memoria todo el tiempo, igual que cuando estaban todos juntos, vivos y felices. Podíamos verlos de nuevo marchando en fila, con las brillantes puntas de las lanzas resplandeciendo al sol; podíamos ver otra vez a los dromedarios, balanceándose pesadamente por la arena; también veíamos la boda y el funeral, y más que ninguna otra cosa, podíamos recordarlos rezando a menudo, pues no permitían que nada se lo impidiese; cada vez que les tocaba hacerlo, y eran varias al día, se detenían exactamente en el sitio en que se encontraban, y se ponían de pie, con el rostro mirando hacia el Este, inclinaban las cabezas, extendían los brazos y empezaban a rezar. Se arrodillaban unas cuatro o cinco veces, luego se inclinaban hacia adelante y tocaban el suelo con la frente.

Bueno, no tiene sentido seguir hablando de ellos, tan encantadores y tan queridos para nosotros antes, como eran en vida, y también ahora, que habían muerto. Recordarlos no nos hacía ningún bien, y nos dejaba demasiado tristes. Jim dijo que intentaría vivir en esta vida lo mejor posible, para encontrárselos en la otra. Tom permaneció callado, sin decirle que eran mahometanos, para qué desilusionarle, ya se sentía bastante apenado tal como estaba.

Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, estábamos un poquito más alegres, ya que habíamos dormido increíblemente bien, pues la arena es la cama más confortable que existe, y no veo por qué no es utilizada más a menudo por la gente que no puede comprarse una. Además, también es un lastre excelente, nunca antes había sentido al globo tan quieto.

Tom calculó que tendríamos unas veinte toneladas a bordo, y nos preguntábamos qué sería lo mejor que podríamos hacer con ella, no parecía muy sensato tirarla por la borda. Entonces Jim dijo:

—Amo Tom, ¿y si nos la lleváramoj a casa y la vendiéramo? ¿Cuánto tardaríamoj en llegar?

—Depende del camino que sigamos.

—¡Eh! Allá en casa vale un cuarto de dólar la carga, y yo creo que tenemoj algo má de veinte, ¿no ej así? ¿Cuánto sería eso?

—Cinco dólares.

—¡Recórcholij, amo Tom! ¡Volvamoj a casa ya mimo! Eso é má de un dólar pa cada uno, ¿verdá?

—Sí.

—¡Bueno! ¡Esa é la manera má fásil de hasé dinero con la que me haya topao! Noj ha llovido del sielo, y ha caído dentro del globo…, y no hemo dao ni golpe. Vámono pá casa ahora mimo, amo Tom.

Pero Tom estaba pensando y haciendo números tan ocupado y entusiasmado que no le oyó. Muy pronto nos dijo:

—Cinco dólares, ¡venga ya! Esta arena vale…, vale…, ¡vaya, esta arena no tiene precio!

—¿Cómo ej eso, amo Tom? ¡Sigue, cariño, continúa!

—Bueno, pues en el mismo instante en que la gente se entere de que es arena genuina, del genuino Desierto del Sahara, estarán con el mejor estado de ánimo para adquirir un poco y guardarla en un chisme de cristal, con un cartel, como si fuese una curiosidad. Todo lo que tenemos que hacer es meterla en frascos y venderla por todos los Estados Unidos, a diez centavos cada uno. Tenemos nada menos que diez mil dólares de arena en este globo.

 

Jim y yo estábamos que reventábamos de alegría, y comenzamos a dar gritos de ¡yupi, yupi, yupi! Entonces Tom nos dijo:

—Y luego podemos volver a coger más arena y otra vez volver a coger más arena, y seguir viniendo, hasta que nos hayamos llevado toda la que hay en este Desierto y la hayamos vendido; y tampoco habrá nadie que se oponga a ello, porque sacaremos una patente.

—¡Dios mío! —exclamé yo—. Seremos tan ricos como Creosote, ¿verdad, Tom?

—Sí… Creso, querrás decir. ¡Vaya! Ese derviche ha estado rastreando los tesoros de la tierra en aquélla pequeña colina, sin saber que estaba caminando sobre miles y miles de dólares. El camellero se quedó menos ciego que él.

—Amo Tom, ¿cuánto creej que ganaremo con toda la arena?

—Bueno, la verdad es que todavía no lo sé. Hay que hacer cifras, y tampoco eso es una tarea fácil, ya que hay más de seis millones de kilómetros cuadrados a diez centavos el frasco.

Jim estaba entusiasmadísimo, pero se le pasó enseguida y, moviendo la cabeza, dijo:

—Amo Tom, no vamoj a poder conseguí tanto frajco…, ni siquiera un rey podría haserlo. Mejó que no intentemo llevarno todo el Desierto, amo Tom, lo frajco noj van a dejcalabrá, seguro.

El entusiasmo de Tom también se apagó, y yo pensé que era por los frascos, pero no. Se quedó allí sentado, pensando, y se puso más y más triste hasta que finalmente dijo:

—Chavales, no vale, no funcionaría. Tenemos que dejarlo.

—¿Por qué, Tom?

—Por causa de las obligaciones.

Yo no pude sacar nada en claro, y tampoco Jim, así que le dije:

—¿Qué obligaciones, Tom? Porque si no vamos a poder hacerlas, ¿por qué no nos las saltamos? A menudo la gente tiene que hacer eso.

Pero él contestó:

—Oh, no es esa clase de obligaciones. Me estoy refiriendo al pago de los impuestos. Cada vez que cruzas una frontera (eso es el límite de un país, ya sabéis) te encuentras con una aduana, y los empleados del gobierno revuelven entre tus cosas y te endosan un alto impuesto, al que ellos llaman «una obligación», pues es una obligación para ellos trincarte si pueden, y si no pagas los impuestos, ellos se quedarán con la arena. Ellos lo llaman «confiscar», pero con eso no engañan a nadie, es un latrocinio, eso es lo que es. Ahora bien, si nosotros intentamos llevar esta arena a casa, como habíamos planeado, tendríamos que andar saltando vallas hasta el cansancio, de frontera en frontera: Egipto, Arabia, Indostán y así sucesivamente, entonces todos querrán su parte de impuestos, y, como os daréis cuenta fácilmente, no podemos ir por ese camino.

—Pero, Tom —dije yo—, podemos ir volando y pasar por alto todas esas fronteras, ¿verdad? ¿Cómo podrían detenernos?

Entonces me miró apesadumbrado y me dijo, muy serio:

—Huck Finn, ¿crees acaso que eso sería honesto?

Detesto esa clase de interrupciones. No dije una sola palabra, y entonces él prosiguió:

—Bueno, también tenemos cerrado ese otro camino. Si regresamos del mismo modo que hemos venido, hay también una aduana en Nueva York, que es mucho peor que todas las demás juntas, si tenemos en cuenta el tipo de cargamento que traemos.

—¿Por qué?

—Bueno, pues porque no pueden producir la arena del Sahara en América, por supuesto, y cuando no pueden producir una cosa allí, el impuesto es de ciento cuarenta mil por ciento si intentas traerla desde donde la producen.

—Eso no tiene sentido, Tom.

—¿Quién dijo que lo tuviera? ¿Para qué me hablas de ese modo, Huck Finn? Espera a que yo te diga una cosa que tenga sentido, antes de que me acuses de haberla dicho.

—Muy bien, considera que me he puesto a llorar por esa acusación y que lo siento. Continúa.

Jim dijo:

—Amo Tom, ¿ej que elloj atiborran de impuestos todo lo que no pueden produsí en América, sin hasé ninguna distinsió entre laj cosa?

—Sí, eso es lo que hacen.

—Amo Tom, ¿no é la bendisión del Señó lo que má való tiene en este mundo?

—Sí, así es.

—¿Y no é sierto que el predicador, subido al púlpito, la derrama sobre todo su fiele?

—Sí.

—¿Y de dónde viene esa bendisión?

—Del cielo.

—¡Sí señó, tiene rasón, claro que sí, cariño…, viene del cielo, y ése ej un paíj extranjero! ¡Ahí tienes! ¿Hay alguien que le ponga un impuesto a esa bendisión?

—No, no lo hacen.

—Claro que no; entonse salta a la vista que estáj equivocao, amo Tom. No le van a poné un impuesto a un poco de arena que nadie está obligao a tené, si tampoco lo hasen con la mejó cosa que existe, y que ademá to’el mundo nesesita.

Tom Sawyer se quedó perplejo, pues se dio cuenta de que Jim le había pillado de nuevo y él no podía ceder. Entonces intentó esquivar el bulto, diciendo que se habían olvidado de poner el impuesto a la bendición, pero seguro que lo recordarían en la próxima sesión del Congreso, y entonces también lo cobrarían, había sido un laspus, seguro. Dijo que él no sabía de ninguna otra cosa extranjera a la que no cobrasen impuestos excepto aquélla, y que no serían consecuentes con ellos mismos si no lo hicieran también. Además, el ser consecuente era la primera ley de la política. Por lo tanto, creía que se les habría olvidado sin ninguna mala intención, y que intentarían arreglar el asunto lo mejor posible, antes de que los pillasen y se riesen de ellos.

Pero yo ya no sentía el menor interés por tales cosas, en vista de que no podíamos llevarnos la arena, y aquello me descorazonó bastante, como también a Jim. Tom intentaba animarnos diciendo que él se encargaría de especular con otra cosa que fuese tan buena como aquélla, o tal vez mejor, pero no servía de nada: nosotros no creíamos que existiera ningún otro negocio mejor que aquél. Fue un trago muy difícil, hacía apenas un instante que éramos tan ricos, podríamos haber comprado un país e iniciado un reino, en el que seríamos famosos y felices, y de repente volvíamos a ser pobres y miserables otra vez, con tan sólo arena entre las manos. La arena nos había parecido tan hermosa antes, tanto como si fuera de oro y diamantes, su tacto era tan suave, bonito y sedoso… y ahora, la sola vista de ella me ponía enfermo, y sabía que nunca más me sentiría contento hasta no verla desaparecer, hasta que no la quitásemos del globo y dejase de recordarnos lo que pudimos haber sido y lo poco a lo que habíamos quedado reducidos. Los otros sentían lo mismo, yo lo sabía, pues se pusieron contentos en el momento en que les dije: «¡Tiremos esto por la borda!».

Bueno, iba a ser una tarea ardua, ¿sabéis?, un trabajo muy fuerte, así que Tom lo dividió de acuerdo con nuestras fuerzas y del modo más justo posible. Dijo que él y yo haríamos una quinta parte cada uno, y que Jim haría el resto, tres quintas partes. A Jim no le gustó nada el asunto, así que dijo:

—Claro que yo soy el más fuerte, y estoy deseando llegá a un acuerdo, pero ¡recórcholij!, estáis dejándoselo casi tó al viejo Jim, amo Tom, ¿no te parese?

—Bueno, yo no lo creo, Jim, pero haz lo que puedas y ya veremos.

Así que a Jim le pareció que sería más que justo que Tom y yo hiciésemos una décima parte cada uno. Tom se dio la vuelta, para tener más espacio en privado, y entonces se le dibujó una sonrisa que se expandió por todo el Sahara, cubriéndolo hasta el Oeste, y luego dando la vuelta hasta el límite con el Atlántico, donde estábamos nosotros. Entonces volvió a mirarnos, y dijo que el arreglo le parecía bien, y que él estaba contento si Jim también lo estaba. Jim dijo que sí.