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100 Clásicos de la Literatura

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—Y me marcho también de Roma —añadió—, de manera que debo decirle adiós.

Por inconsecuente que pueda parecer, Isabel se sintió triste al oírlo. Tal vez se debía a que había cesado de tener miedo a que él reanudase su cortejo; pero pensaba en otras cosas. A punto estuvo de manifestarle su pesar, pero se contuvo y se limitó a desearle un feliz viaje, lo que hizo que él la mirase desconcertado.

—Me imagino que me considerará usted muy voluble, ya que el otro día le dije que tenía muchas ganas de quedarme un tiempo.

—Nada de eso, uno es libre de cambiar de idea.

—Eso es precisamente lo que he hecho.

—En tal caso, bon voyage.

—Tiene usted mucha prisa en deshacerse de mí —dijo su señoría un tanto quejoso.

—En absoluto. Pero detesto las despedidas.

—Le trae sin cuidado lo que yo haga —insistió él con tono lastimero.

Isabel lo miró un instante.

—Ah, está faltando a su promesa —dijo.

Lord Warburton se ruborizó como un muchacho quinceañero.

—Si falto a ella es porque me resulta imposible mantenerla; por eso me voy.

—Entonces, adiós.

—Adiós. —Pero lord Warburton seguía sin moverse—. ¿Cuándo podré verla de nuevo?

Isabel dudó un segundo, pero de inmediato, como si hubiera tenido una feliz inspiración, dijo:

—Algún día después de que se case.

—Eso nunca va a ocurrir. Será después de que lo haya hecho usted.

Ella sonrió.

—Para el caso es lo mismo.

—Sí, igual da. Adiós.

Se dieron la mano y él la dejó sola en aquella gloriosa sala, rodeada de todos aquellos relucientes mármoles antiguos. Isabel se sentó en el centro del círculo de aquellas presencias, contemplándolas distraídamente al tiempo que posaba la mirada en sus hermosos rostros carentes de expresión, y escuchaba, por así decirlo, su silencio eterno. Es de todo imposible, al menos en Roma, contemplar largo tiempo un gran número de esculturas griegas sin sentir el efecto de su quietud majestuosa; al igual que sucede cuando una enorme puerta se cierra para la ceremonia, cubre poco a poco el espíritu con un amplio manto de paz. Digo especialmente en Roma porque el aire romano constituye un medio exquisito para tales impresiones. La luz dorada del sol se mezcla con ellas, y la calma profunda del pasado, tan vívido, aunque no sea ya más que un vacío poblado de nombres, parece envolverlas con su solemne embrujo. Los postigos de las ventanas del Capitolio estaban entornados y sobre las figuras se proyectaba una sombra cálida y clara que las hacía ligeramente más humanas. Isabel permaneció sentada allí largo rato, cautivada por el encanto de su belleza inmóvil, preguntándose qué experiencias estarían contemplando aquellos ojos abiertos, y cómo sonarían a nuestros oídos aquellos labios extraños. Las paredes de color rojo oscuro de la sala daban relieve a las figuras; los pulidos mármoles del suelo reflejaban su belleza. Ya las había visto todas, pero se renovaba ahora en ella el placer, y era todavía más intenso porque de nuevo, por el momento, se alegraba de estar sola. Sin embargo, finalmente su atención decayó, arrastrada por una corriente de vida más profunda. De vez en cuando entraba algún turista que se detenía ante el Gladiador moribundo y, tras contemplarlo un instante, salía por la otra puerta, haciendo crujir bajo sus pasos el reluciente suelo. Al cabo de una media hora reapareció Gilbert Osmond, que al parecer se había adelantado al resto de sus compañeros. Avanzó hacia ella lentamente, con las manos a la espalda y su acostumbrada sonrisa inquisitiva, aunque no del todo suplicante.

—Me sorprende verla sola —dijo—. Creí que tendría usted compañía.

—Y así es… la mejor —repuso ella mirando en dirección a las figuras del Fauno y de Antínoo.

—¿Las considera usted mejor compañía que un lord inglés?

—Ah, mi lord inglés me dejó hace ya un buen rato —dijo ella en tono deliberadamente seco, al tiempo que se levantaba.

No le pasó inadvertida aquella sequedad al señor Osmond, lo que para él añadía interés a la cuestión.

—Me temo que sea verdad lo que oí decir la otra tarde: se muestra usted un tanto cruel con ese aristócrata.

Isabel miró un instante hacia la estatua del vencido Gladiador.

—No es cierto —dijo—. Me muestro escrupulosamente amable.

—¡Precisamente a eso me refería! —replicó Gilbert Osmond con tal regocijo que es necesario explicar su humor.

Como ya sabemos, le gustaban los originales, las rarezas, todo lo que fuese superior y exquisito; y ahora que había visto a lord Warburton, a quien consideraba un destacado ejemplar de su raza y su casta, fue consciente de un atractivo añadido en la idea de adueñarse de una joven que había hecho méritos para figurar en su colección de objetos exquisitos al rechazar tan noble mano. Gilbert Osmond sentía un extraordinario aprecio por aquel patricio en particular; no ya por su distinción, que le parecía fácilmente superable, sino por su sólida posición. Nunca había perdonado a su hado que no le hubiese deparado un ducado inglés; por lo cual estaba en insuperables condiciones de calibrar cuán inesperada resultaba una conducta como la de Isabel. Resultaba muy apropiado que la mujer con quien se iba a casar hubiese hecho algo por el estilo.

29

En el curso de la conversación con su excelente amigo, Ralph Touchett había matizado con cierta ironía, como bien sabemos, los méritos personales de Gilbert Osmond; pero, ante la conducta del caballero durante el resto de su visita a Roma, quizá sintiera que no había sido del todo justo. Osmond pasaba la mayor parte del día con Isabel y sus compañeros y acabó por convencerlos de que no había hombre de trato más agradable. ¿A quién se le podía escapar que en todo momento daba muestras, por así decirlo, de tacto y buen humor a la vez? Tal vez fuese exactamente esa la razón por la que Ralph lo había acusado en los viejos tiempos de superficialidad en el trato social. Pero hasta el reticente familiar de Isabel no tuvo más remedio que reconocer que ahora lo encontraba un compañero encantador. Su buen humor era inalterable, siempre mostraba un conocimiento exacto, utilizaba la palabra precisa, y todo ello con la solicitud del amigo que siempre tiene a punto una cerilla para encenderte el cigarrillo. Era evidente que Osmond estaba divirtiéndose, todo lo que puede divertirse un hombre al que apenas ya nada puede sorprender, lo cual lo movía casi al aplauso. No es que demostrase una alegría desatada, pues era de los que en el concierto del placer nunca habría rozado el tambor sino con los nudillos de la mano, ya que sentía odio mortal ante toda nota aguda o estridente, ante lo que él denominaba desvaríos injustificados. Pensaba que la señorita Archer se precipitaba a veces demasiado al mostrar su predisposición. Y era una lástima que tuviese tal defecto, porque, de no haberlo tenido, no habría tenido de hecho ninguno; se habría amoldado con tanta suavidad a su necesidad general de ella como se adapta con el uso un puño de marfil a la palma de la mano. Aunque personalmente no fuese excesivo en sus efusiones, sí era, en cambio, profundo, y durante aquellos últimos días del mayo romano sentía que la satisfacción lo embargaba cuando daba lentos y erráticos paseos bajo los pinos de la Villa Borghese, entre la fragancia de las flores silvestres y los mármoles cubiertos de verdín. Todo le resultaba placentero; nunca hasta entonces había encontrado placer en tantas cosas al mismo tiempo. Se renovaban en él impresiones antiguas, gozos del pasado. Una noche, tras regresar a la habitación del hotel, escribió un soneto que tituló «Roma revisitada». Uno o dos días después le mostró a Isabel aquella muestra de verso correcto e ingenioso, y le explicó que era costumbre italiana conmemorar los acontecimientos de la vida rindiendo tributo a las musas.

Por lo general, experimentaba tales placeres en soledad. Con excesiva frecuencia (él habría sido el primero en reconocerlo), tenía conciencia excesiva de la existencia de lo erróneo, de la fealdad; y muy rara vez impregnaba su espíritu el rocío fecundo de una felicidad imaginable. Sin embargo, en aquel momento se sentía feliz, acaso mucho más de lo que en la vida se había sentido, y dicho sentimiento tenía una sólida razón de ser. Se debía lisa y llanamente a la sensación de triunfo, la emoción más grata al corazón humano. Osmond no la había experimentado nunca en demasía; en ese sentido, la saciedad le causaba irritación, como él bien sabía y se recordaba a menudo a sí mismo. «Ah, no, no estoy echado a perder; está claro que no —se repetía para sus adentros—. Si alcanzo el triunfo antes de morir, me lo habré ganado con creces». Tenía excesiva predisposición a pensar que para alcanzar dicha bendición era necesario más que nada anhelarla en secreto y limitarse a hacer tan solo ese esfuerzo. Su trayectoria, además, tampoco había estado totalmente desprovista de éxitos; de hecho, de vez en cuando podría hacer creer a algún espectador que se había echado a dormir sobre inciertos laureles. Pero sus triunfos eran, en algunos casos, ya demasiado antiguos, y otros habían resultado demasiado fáciles. El que ahora experimentaba había resultado menos arduo de lo que cabría esperar; pero había sido fácil, es decir, rápido, tan solo porque el esfuerzo realizado había sido verdaderamente excepcional, mucho mayor del que se habría creído capaz. El sueño de su juventud había sido tener algo que mostrar como prueba de sus esfuerzos, cualquier cosa; pero, con el paso de los años, las condiciones que toda prueba de algo excepcional lleva emparejadas le habían resultado cada vez más groseras, y detestables; como ponerse a trasegar jarras de cerveza para demostrar el aguante. Si un dibujo anónimo colgado en la pared de un museo fuese consciente y se mostrase vigilante, podría haber experimentado ese placer tan peculiar de verse al fin reconocido de pronto como obra de un gran maestro, gracias a su estilo tan marcado y tanto tiempo inadvertido. Ese «estilo» era lo que la joven, con un poco de ayuda, había descubierto en él; y ahora, además de disfrutar de él, se encargaría de proclamarlo ante el mundo sin que él tuviera que hacer lo más mínimo. La señorita Archer se encargaría de todo, y la espera de Osmond no habría sido en vano.

 

Poco antes del momento fijado para su partida de Roma, la joven recibió un telegrama de la señora Touchett redactado en los siguientes términos: «Dejo Florencia cuatro junio hacia Bellaggio, y te llevo si no tienes otros planes. Pero imposible esperar si te entretienes en Roma».

Entretenerse en Roma era muy placentero, pero Isabel había trazado otros planes e hizo saber a su tía que iría de inmediato a reunirse con ella. Informó de ello a Gilbert Osmond, y él le respondió que, dado que pasaba muchos veranos e inviernos en Italia, se quedaría a disfrutar un poco más de la fresca sombra de San Pedro. No regresaría a Florencia hasta diez días después, y para esa fecha ella ya habría partido hacia Bellaggio. De modo que podrían pasar meses antes de que volviera a verla. Tal conversación tuvo lugar en el amplio salón decorado que nuestros amigos tenían a su disposición en el hotel; era ya tarde, y Ralph Touchett debía llevar a su prima a la mañana siguiente a Florencia. Osmond halló sola a la joven; la señorita Stackpole había hecho amistad con una encantadora familia estadounidense que se alojaba en el cuarto piso, y había subido las interminables escaleras para hacerles una visita. Henrietta, cuando estaba de viaje, entablaba amistades con suma facilidad, y había hecho algunas en los vagones de los trenes que contaba entre las más preciadas. Ralph estaba haciendo los preparativos para el viaje del día siguiente, e Isabel estaba sentada sola en medio de una exuberante profusión de tapicería amarilla. Las butacas y los sofás eran de color naranja; las paredes y ventanas estaban revestidas de oro y púrpura. Los espejos y los cuadros tenían marcos enormes y ostentosos; el techo alto y abovedado estaba decorado con musas y querubines desnudos. A Osmond el lugar le parecía espantoso; aquellos falsos colores, aquel fingido esplendor, eran como palabras embusteras, vulgares y pretenciosas. Isabel tenía entre las manos un libro de Ampère que le había regalado Ralph a su llegada a Roma; pero aunque lo tenía en el regazo y marcaba con el dedo vagamente la página, no sentía mucha impaciencia por proseguir su estudio. Una lámpara, cubierta por un lánguido velo de papel rosa, ardía sobre la mesa a su lado y teñía la escena de una extraña palidez rosada.

—Usted dice que volverá, pero ¿quién sabe? —dijo Gilbert Osmond—. Creo que es mucho más probable que inicie usted ese viaje alrededor del mundo. No tiene obligación alguna de volver; puede hacer exactamente lo que le apetezca; vagar sin rumbo por el espacio.

—Bueno —repuso Isabel—, Italia forma parte del espacio y puedo incluirla en el recorrido.

—¿En su recorrido alrededor del mundo? Por favor, no haga tal cosa. No nos coloque usted en un paréntesis. Dedíquenos un capítulo entero. No quiero verla mientras esté de viaje. Preferiría hacerlo cuando llegue a su término. Me gustaría verla cuando esté ya cansada y saciada —añadió Osmond tras una breve pausa—. Preferiría verla en ese estado.

Isabel, con la mirada baja, manoseó las páginas del libro de Ampère.

—Usted ridiculiza las cosas sin que lo parezca, aunque, según creo, no lo haga involuntariamente. No siente respeto alguno por mis viajes… los encuentra ridículos.

—¿De dónde saca usted eso?

Ella continuó en igual tono mientras frotaba el lomo del libro con un abrecartas.

—Usted advierte mi ignorancia, mis errores, la forma en que vago de aquí para allá como si el mundo me perteneciese, simplemente porque… porque me hayan proporcionado los medios para que así sea. Usted no cree que una mujer deba hacer algo así. Lo considera osado y poco elegante.

—Yo creo que es maravilloso —dijo Osmond—. Usted conoce mis opiniones… ya la he puesto al corriente de bastantes de ellas. ¿Acaso no recuerda que le dije que uno debe hacer de su propia vida una obra de arte? Al principio pareció sobresaltarse; pero a continuación le dije que me parecía que eso era precisamente lo que estaba usted tratando de hacer con la suya.

Isabel levantó los ojos del libro.

—Lo que usted más desprecia en el mundo es el arte malo, el arte estúpido.

—Es muy posible. Pero el suyo me parece excelente y diáfano.

—Si se me ocurriera ir a Japón el próximo invierno, se reiría de mí —prosiguió Isabel.

Osmond esbozó una amplia sonrisa, pero que no llegó a convertirse en risa porque el tono de la conversación no era jocoso. Isabel de hecho mostraba aquella solemnidad que ya había observado en otras ocasiones.

—¡Tiene usted una imaginación asombrosa!

—A eso me refería precisamente. Usted cree que tal idea es absurda.

—Yo daría el dedo meñique por ir a Japón; es uno de los países que más deseo conocer. ¿No me cree, conociendo mi afición por la laca antigua?

—Pero yo no tengo la excusa de la laca antigua —contestó Isabel.

—Usted tiene una excusa mejor todavía: los medios para ir. Está muy equivocada con su teoría de que me río de usted. No sé por qué razón se le ha metido eso en la cabeza.

—No sería nada sorprendente que a usted le pareciese ridículo que yo tenga medios para viajar y usted no; porque usted lo sabe todo y yo no sé nada.

—Razón de más para que viaje y aprenda —dijo Osmond sonriendo—. Además —añadió, como para dejarlo bien claro—, yo no lo sé todo.

A Isabel no le pareció extraño que dijera aquello con tanta seriedad; estaba pensando que la etapa más agradable de su vida (así le gustaba calificar aquellos breves días en Roma, en los que podría haberse comparado con la figura de una princesita vestida con ropajes de otras épocas, agobiada bajo el manto ceremonial y arrastrando una cola sostenida por pajes o historiadores), que toda aquella felicidad, estaba tocando a su fin. Que la mayor parte del interés de aquellos días fuera atribuible al señor Osmond era una reflexión que en esos momentos no le interesaba hacer; ya había hecho la debida justicia al hecho. Pero se dijo a sí misma que si existía peligro de que no volviesen a verse, tal vez fuese lo mejor después de todo. Los acontecimientos felices no se repiten, y su aventura ofrecía ya la perspectiva cambiante y marinera de una isla romántica de la que, tras haberse dado un festín de uvas negras, estuviese zarpando al levantarse la brisa. Quizá al regresar a Italia se encontrase con que aquel hombre había cambiado, aquel hombre tan extraño que le gustaba tal como era; y sería mejor no volver que correr ese riesgo. Pero si no había de volver, mayor resultaba la pena de dar el capítulo por cerrado. Durante unos momentos sintió una punzada de dolor que a punto estuvo de hacer brotar sus lágrimas. La sensación la hizo enmudecer, y Gilbert Osmond se mantuvo también en silencio, sin dejar de mirarla.

—Vaya a todas partes —dijo al fin en voz baja y cariñosa—; haga cuanto quiera; aproveche todo lo que la vida le ofrece. Sea dichosa; alcance el triunfo.

—¿Qué quiere decir con que alcance el triunfo?

—Pues que haga lo que le guste.

—En ese caso, a mi modo de ver, triunfar sería fracasar. Hacer todas las cosas vanas que a uno le gustan resulta a menudo harto aburrido.

—Exactamente —dijo Osmond con sosegada prontitud—. Como le he dicho hace un momento, acabará por cansarse algún día. —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—: No sé si no sería mejor esperar hasta entonces para decirle algo que quiero que sepa.

—Pues yo no puedo aconsejarle sin saber de qué se trata. Pero cuando me siento cansada, soy muy desagradable —añadió con su acostumbrada inconsecuencia.

—No lo creo. Se enfadará a veces, eso sí que puedo creerlo, aunque nunca lo haya presenciado. Pero estoy seguro de que jamás se pone desagradable.

—¿Ni aun cuando pierdo los estribos?

—Usted no los pierde, los encuentra… y debe de ser precioso —dijo Osmond con noble seriedad—. Deben de ser momentos dignos de ver.

—¡Ojalá pudiera encontrarlos ahora! —exclamó Isabel nerviosa.

—A mí no me asusta, me cruzaría de brazos y me dedicaría a admirarla. Estoy hablando muy en serio. —Se inclinó hacia delante, con una mano sobre cada rodilla, y bajó la mirada al suelo unos instantes—. Lo que quiero decirle —prosiguió al fin, alzando de nuevo los ojos— es que he descubierto que me he enamorado de usted.

Isabel se levantó al instante y exclamó:

—¡Guárdese esas palabras para cuando esté ya cansada!

—¿Cansada de oír cómo otros se lo dicen? —Siguió sentado y alzó hacia ella la mirada—. No, usted puede tenerlo en cuenta ahora o nunca, como guste. Pero, en cualquier caso, tengo que decírselo ahora.

Isabel se había dado la vuelta, pero al girarse se detuvo un instante y posó en él sus ojos. Los dos permanecieron así un tiempo, cruzando entre ellos una larga mirada: la mirada detenida y consciente de los momentos críticos de la vida. Por fin él se levantó, se aproximó y, en actitud profundamente respetuosa, como temiendo haberse comportado con excesiva confianza, declaró:

—Estoy perdidamente enamorado de usted.

Al repetir la declaración lo había hecho en un tono de discreción casi impersonal, como quien espera bien poca cosa de ello pero necesita hacerla para así lograr el alivio necesario. A Isabel se le llenaron de lágrimas los ojos: en esta ocasión obedecían a una intensa punzada de dolor que por alguna razón le hizo pensar en un delicado cerrojo al deslizarse, no habría podido precisar si para abrirse o para cerrarse. Tras aquellas palabras, Osmond, inmóvil ante ella, se le antojó hermoso y generoso, como si al pronunciarlas se hubiese investido del aire dorado del temprano otoño. Sin embargo, la joven, todavía ante él, retrocedió en espíritu al oírlas de igual modo que había retrocedido antes en situaciones similares.

—Por favor, no diga eso —respondió con una intensidad que delataba también ahora el miedo a verse obligada a escoger y decidir.

Lo que acrecentaba aún más su temor era precisamente aquella fuerza que, en apariencia, debía haber hecho desvanecer todo temor: la conciencia de lo que había en su corazón. Era terrible tener que rendirse a eso. Era como tener una cuantiosa suma depositada en un banco y sentir terror ante la sola idea de tener que empezar a gastarla. Bastaría un roce y se consumiría por completo.

—Supongo que no le importará mucho —dijo Osmond—. Tengo demasiado poco que ofrecerle. Lo que yo tengo es suficiente para mí, pero no para usted. Ni tengo fortuna, ni renombre, ni ventajas añadidas de ningún tipo. De manera que no le ofrezco nada. Se lo digo únicamente porque no creo que con ello la ofenda, y porque algún día tal vez le agrade. Para mí es un placer, se lo aseguro —añadió, de pie ante ella, un poco inclinado hacia delante en actitud deferente, mientras hacía girar lentamente entre las manos el sombrero, que había cogido, con un movimiento que mostraba todo el recatado temblor del azoramiento y nada de su incomodidad, presentando ante ella su rostro firme, refinado y ligeramente demacrado—. No me causa dolor alguno, porque es algo muy sencillo. Para mí será usted siempre la mujer más importante del mundo.

Isabel se imaginó a sí misma en dicho papel, con mucho detenimiento, y concluyó que lo representaba con cierta elegancia. Sin embargo, lo que dijo no fue en modo alguno expresión de dicha complacencia.

—Usted no me ofende, pero no olvide que, sin llegar a sentirse ofendida, puede una sentirse incomodada y turbada.

Se oyó a sí misma decir la palabra «incomodada» y le pareció ridícula. Pero, por estúpido que fuese, fue la que se le ocurrió.

—No lo olvido. Es natural que se sienta sorprendida y desconcertada. Pero, si no es más que eso, no tardará en pasar. Y tal vez deje algo de lo que yo no tenga por qué avergonzarme.

—Ignoro lo que pueda dejar. En cualquier caso, como puede usted ver no estoy abrumada —dijo Isabel con una sonrisa un tanto pálida—. No estoy tan turbada como para no poder pensar. Y pienso que me alegro de que nos separemos, de marcharme mañana de Roma.

—Ni que decir tiene que en eso no estoy de acuerdo con usted.

—Yo no lo conozco a usted en absoluto —replicó Isabel con brusquedad, y se ruborizó al oírse diciendo lo que ya dijera casi un año antes a lord Warburton.

 

—Si no se marchara podría conocerme mejor.

—Ya lo haré en algún otro momento.

—Así lo espero. Soy bien fácil de conocer.

Ella contestó con gran énfasis:

—No, no; en eso no es sincero. Usted no es nada fácil de conocer. Es imposible serlo menos.

—Bueno —repuso él riendo—, lo he dicho porque yo sí me conozco. Puede parecer una fanfarronería, pero así es.

—Es muy posible. Pero usted es muy juicioso.

—¡Y usted también, señorita Archer! —exclamó Osmond.

—No me siento así en este momento, aunque sí lo bastante para pensar que será mejor que se vaya. Buenas noches.

—Dios la bendiga —dijo Gilbert Osmond, tomándole la mano que ella no acertaba a tenderle. Después añadió—: Si volvemos a vernos, me encontrará usted igual que me deja. Y, si no nos vemos, yo seguiré siendo siempre el mismo de todos modos.

—Se lo agradezco mucho. Adiós.

Había cierta firmeza sosegada en el visitante de Isabel: se iría por voluntad propia, no porque lo despidiesen.

—Hay algo más. Yo no le he pedido nada, ni siquiera que tenga un pensamiento para mí en el futuro, eso tiene que reconocérmelo. Sin embargo, hay un pequeño favor que quisiera pedirle. No regresaré a casa hasta dentro de unos días. Roma es deliciosa y el lugar apropiado para un hombre en mi estado de ánimo. Ah, sé que a usted la apena marcharse, pero está bien que haga lo que su tía desea.

—¡Ella ni siquiera lo desea! —exclamó Isabel en un extraño tono.

Osmond dio la impresión de estar a punto de decir algo que respondiese a tales palabras, pero cambió de idea y se limitó a comentar:

—En cualquier caso, es correcto que vaya usted con ella, muy correcto. Haga siempre lo correcto; esa es mi norma. Perdone si resulto condescendiente. Usted dice que no me conoce, pero, cuando me conozca, verá la devoción que siento por la corrección.

—Es usted un hombre convencional, ¿no? —preguntó Isabel con gravedad.

—Me gusta cómo pronuncia esa palabra. No, no es que sea convencional: soy la convención personificada. ¿No lo comprende? —Y se interrumpió un instante, sonriendo—. Me gustaría explicárselo. —Y de pronto, en un arranque de naturalidad e inspiración, le suplicó—: Vuelva usted. Hay tantas cosas de las que podríamos hablar…

Isabel permaneció inmóvil con la mirada baja.

—¿A qué favor se refería usted hace un momento?

—Antes de abandonar Florencia vaya a ver a mi hija. Está sola en la villa; decidí no enviarla a casa de mi hermana porque esta no comparte en absoluto mis ideas. Dígale que debe querer mucho a su pobre padre —dijo con dulzura Osmond.

—Será un verdadero placer para mí ir a verla —respondió Isabel—. Le transmitiré lo que ha dicho. Una vez más, adiós.

Al oír esas palabras, Osmond se despidió rápida y respetuosamente. Una vez que se hubo marchado, Isabel se quedó un momento mirando a su alrededor para acabar sentándose lentamente, con aire de deliberación. Permaneció allí sentada, con las manos entrelazadas y la mirada clavada en la espantosa alfombra, hasta que volvieron sus compañeros. Su agitación, que no había decrecido, era muy intensa, muy honda. Lo que acababa de ocurrir era algo para lo que su imaginación llevaba preparándose desde hacía una semana. Pero ahora, llegado el momento, se había frenado… y aquel principio sublime que la guiaba se había venido en cierto modo abajo. La forma de proceder del espíritu de nuestra joven dama era extraña y tan solo puedo referirles a ustedes lo que yo veo, sin pretender en absoluto que resulte algo natural. Como ya he dicho, su imaginación se frenó: quedaba un último espacio difuso que no podía atravesar, una extensión sombría e incierta que parecía ambigua e incluso un tanto traicionera, como un páramo entrevisto a la luz del crepúsculo invernal. Pero aun así habría de cruzarla.

30

Regresó a Florencia al día siguiente en compañía de su primo, y Ralph Touchett, aunque normalmente se impacientaba al tener que someterse a la disciplina del ferrocarril, disfrutó de las sucesivas horas pasadas en el tren que alejaba a su compañera de la ciudad que ahora se distinguía por la preferencia de Gilbert Osmond, unas horas que formarían parte de la primera etapa de un plan de viaje más prolongado. La señorita Stackpole se había quedado en Roma; planeaba un pequeño viaje a Nápoles, que iba a emprender con la ayuda del señor Bantling. Isabel dispondría de tres días en Florencia antes del 4 de junio, fecha de la partida de la señora Touchett, y había decidido dedicar el último día a cumplir su promesa de visitar a Pansy Osmond. Su plan, sin embargo, pareció verse por un momento ligeramente alterado a causa de una sugerencia de madame Merle. Esta señora se encontraba todavía en casa de los Touchett, pero también estaba a punto de partir de Florencia, siendo su siguiente parada un viejo castillo en las montañas de la Toscana, residencia de una noble familia de aquella región, cuya amistad (los conocía, decía ella, «desde siempre») le parecía a Isabel, a la luz de ciertas fotografías de la inmensa morada con almenas que su amiga le había enseñado, un preciado tesoro. Isabel le explicó a la afortunada dama que el señor Osmond le había pedido que fuese a ver a su hija, aunque no mencionó que también le había hecho una declaración de amor.

—Ah, comme cela se trouve! —exclamó la señora Merle—. Yo también he estado pensando que sería un amable detalle visitar a la niña antes de marcharme.

—Entonces podemos ir juntas —dijo Isabel con sensatez: «sensatez» porque hizo la propuesta con poco entusiasmo.

Había planeado hacer su pequeño peregrinaje a solas, lo prefería así. No obstante, estaba dispuesta a sacrificar este sentimiento místico por la gran consideración que le tenía a su amiga.

Esta, sin embargo, meditó con detenimiento y al final declaró:

—Después de todo, ¿por qué ir las dos, teniendo ambas tanto que hacer durante estas últimas horas?

—De acuerdo, puedo ir sola sin problemas.

—No sé qué pensar acerca de que vaya sola… a la casa de un atractivo soltero. Estuvo casado, ¡pero hace tanto tiempo!

—Estando el señor Osmond fuera, ¿qué más da? —preguntó Isabel con gesto serio.

—Ellos no saben que está fuera, ¿comprende?

—¿Ellos? ¿A quiénes se refiere?

—A todo el mundo. Pero quizá no sea importante.

—Si usted pensaba ir, ¿por qué yo no? —preguntó Isabel.

—Porque yo soy una vieja cascada y usted una bella jovencita.

—Aun admitiendo eso, usted no se ha comprometido a ir.

—¡Qué bien cumple usted sus promesas! —exclamó la dama de más edad con suave tono de burla.

—Valoro mucho mis promesas. ¿Le sorprende?

—Tiene razón —reflexionó en voz alta madame Merle—. Estoy segura de que quiere ser amable con la pequeña.

—Deseo mucho ser amable con ella.

—Vaya a verla entonces; nadie se lo tendrá en cuenta. Y dígale que habría ido yo de no hacerlo usted. O mejor —añadió madame Merle—, no se lo diga. No le importará.

Mientras avanzaba en un coche abierto, a la vista de todos, por el camino serpenteante que conducía a la casa del señor Osmond en lo alto de la colina, Isabel se preguntaba qué había querido decir su amiga con lo de que nadie se lo tendría en cuenta. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, aquella mujer, cuyo gusto viajero era, por regla general, más acorde con el mar abierto que con los peligrosos canales, dejaba caer frases de significado ambiguo, notas que sonaban falsas. ¿Qué le importaban a Isabel Archer las vulgares opiniones de gente insignificante? ¿Y suponía madame Merle que era capaz de hacer algo que tuviese que hacerse a escondidas? Claro que no: debía referirse a algo distinto, algo que con las prisas de las horas que precedían a su marcha no había tenido tiempo de explicar. Isabel retomaría este tema algún día, había ciertas cuestiones en las que quería ser clara. Oyó a Pansy tocando el piano en otra habitación mientras la conducían al salón del señor Osmond. La niña estaba «practicando», y a Isabel le agradó pensar que llevaba a cabo esta actividad con rigor. Pansy entró de inmediato en la estancia alisándose el vestido e hizo los honores de la casa de su padre con una cortesía atenta y sincera. Isabel permaneció allí sentada media hora y Pansy estuvo a la altura de la ocasión, como una pequeña hada alada en una pantomima que flota en el aire con la ayuda de hilos invisibles: no parloteando, sino conversando, y mostrando el mismo interés respetuoso por los asuntos de Isabel que la joven se tomaba por los suyos. Isabel quedó maravillada; nunca se había ofrecido tan directamente a su olfato la blanca flor de la dulzura cultivada. ¡Qué bien había sido educada la niña, se dijo nuestra admirada joven; con cuánto acierto la habían orientado y moldeado; y sin embargo, qué sencilla, natural e inocente seguía siendo! A Isabel le gustaba mucho analizar el carácter y la calidad de la gente, ahondar, como quien dice, en los profundos misterios personales, y le había agradado dudar, hasta ese momento, de si aquel tierno esqueje en realidad no lo sabría ya todo. ¿No sería su extrema franqueza la demostración de un perfecto conocimiento de sí misma? ¿Era una pose adoptada para agradar a las visitas que recibía su padre, o más bien la expresión directa de una naturaleza sin tacha? La hora que pasó Isabel en las preciosas salas vacías y en penumbra del señor Osmond (las ventanas estaban entornadas para evitar el calor, y aquí y allá, a través de algunas rendijas, la luz del espléndido día veraniego se filtraba con un destello de color apagado o de oro viejo en la densa oscuridad), la conversación con la hija del dueño de la casa, como digo, resolvió toda duda al respecto. Pansy era realmente una página en blanco, una superficie de pureza cándida conservada con éxito. No tenía artes, astucia, genio ni talento… tan solo dos o tres pequeños y exquisitos instintos: para reconocer a un amigo, para evitar errores, para cuidar de un juguete viejo o un vestido nuevo. No obstante, aquella ternura suya la hacía conmovedora, y transmitía la sensación de que sería víctima fácil del destino. No tendría voluntad ni fuerza para resistir, ni conciencia de su propia importancia; sería fácil de engañar y aplastar: su única fuerza consistiría en saber cuándo y a qué asirse. Pansy acompañó por la casa a su visitante, que había solicitado ver de nuevo las otras estancias, y la muchacha dio su opinión acerca de algunas de las obras de arte allí expuestas. Le habló de sus proyectos, de sus ocupaciones, de las intenciones de su padre. No se mostró egocéntrica, pero consideró apropiado ofrecer toda la información que una huésped tan distinguida naturalmente esperaría.