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100 Clásicos de la Literatura

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3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos. Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir la caza de los placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre -como hace el habitante del mar del Sur- deje que se enmohezcan sus talentos y entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y a la reproducción; en una palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural, pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte de posibles propósitos.

4.º Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra grandes dificultades. Él podría ayudarles, pero piensa: ¿qué me importa? ¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza humana, y, sin duda, mejor aún que charlando todos de compasión y benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones y, en cambio, engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo, imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley natural, pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma, ya que podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda que desea.

Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados por nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna, pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que las primeras contradicen al deber estricto -ineludible-, y las segundas, al deber amplio -meritorio-. Y así todos los deberes, en lo que toca al modo de obligar -no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio único.

Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal, pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros -o aun sólo para este caso-, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la razón, y otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad), por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos permitimos -con todo respeto algunas excepciones que nos parecen insignificantes y forzadas.

Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También tenemos -y no es poco- expuesto clara y determinadamente, para cualquier uso, el contenido del imperativo categórico que debiera encerrar el principio de todo deber -si tal hubiere-. Pero no hemos llegado aún al punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe, que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es deber.

Teniendo el propósito de llegar a esto, es de la mayor importancia dejar sentada la advertencia: que a nadie se le ocurra derivar la realidad de ese principio de las propiedades particulares de la naturaleza humana. El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer, pues, para todos los seres racionales -que son los únicos a quienes un imperativo puede referirse-, y sólo por eso ha de ser ley para todas las voluntades humanas. En cambio, lo que se derive de la especial disposición natural de la humanidad, lo que se derive de ciertos sentimientos y tendencias y aun, si fuese posible, de cierta especial dirección que fuere propia de la razón humana y no hubiere de valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional; todo eso podrá darnos una máxima, pero no una ley; podrá damos un principio subjetivo, según el cual tendremos inclinación y tendencia a obrar, pero no un principio objetivo que nos obligue a obrar, aun cuando nuestra tendencia, inclinación y disposición natural sean contrarias. Y es más: tanta mayor será la sublimidad, la dignidad interior del mandato en un deber, cuanto menores sean las causas subjetivas en pro y mayores las en contra, sin por ello debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni disminuir en algo su validez.

Vemos aquí, en realidad, a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.

Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad y, como tal, no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra esa negligencia y hasta bajeza del modo de pensar, que busca el principio en causas y leyes empíricas de movimiento, no será nunca demasiado frecuente e intensa la reconvención; porque la razón humana, cuando se cansa, va gustosa a reposar en esta poltrona, y en los ensueños de dulces ilusiones -que le hacen abrazar una nube en lugar de a Juno- sustituye a la moralidad un bastardo compuesto de miembros procedentes de distintos orígenes y que se parece a todo lo que se quiera ver en él, sólo a la virtud no, para quien la haya visto una vez en su verdadera figura.

La cuestión es, pues, ésta: ¿es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales? Si así es, habrá de estar -enteramente a priori- enlazada ya con el concepto de la voluntad de un ser racional en general. Mas para descubrir tal enlace hace falta, aunque se resista uno a ello, dar un paso más y entrar en la metafísica, aunque en una esfera de la metafísica que es distinta de la de la filosofía especulativa, y es a saber: la metafísica de las costumbres. En una filosofía práctica, en donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas; en una filosofía práctica, digo, no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan, de cómo el placer de la mera sensación se distingue del gusto, y éste de una satisfacción general de la razón; no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón; pues todo eso pertenece a una psicología empírica, que constituiría la segunda parte de la teoría de la naturaleza, cuando se la considera como filosofía de la naturaleza, en cuanto que está fundada en leyes empíricas. Pero aquí se trata de leyes objetivas prácticas y, por tanto, de la relación de una voluntad consigo misma, en cuanto que se determina sólo por la razón, y todo lo que tiene relación con lo empírico cae de-suyo; porque si la razón por sí sola determina la conducta -la posibilidad de la cual vamos a inquirir justamente ahora-, ha de hacerlo necesariamente a priori.

 

La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.

Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.

Permaneciendo en los anteriores ejemplos, tendremos:

Primero. Según el concepto del deber necesario para consigo mismo, habrá de preguntarse quien ande pensando en el suicidio, si su acción puede padecerse con la idea de la humanidad como fin en sí. Si, para escapar a una situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple-medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle. (Prescindo aquí de una determinación más precisa de este principio, para evitar toda mala inteligencia; por ejemplo, la amputación de los miembros, para conservarme, o el peligro a que expongo mi vida, para conservarla, etc. Todo esto pertenece propiamente a la moral.)

Segundo. Por lo que se refiere al deber necesario para con los demás, el que está meditando en hacer una promesa falsa comprenderá al punto que quiero usar de otro hombre como de un simple medio, sin que éste contenga al mismo tiempo el fin en sí. Pues el que yo quiero aprovechar para mis propósitos por esa promesa no puede convenir en el modo que tengo de tratarle y ser el fin de esa acción. Clarísimamente salta a la vista la contradicción, contra el principio de los otros hombres, cuando se eligen ejemplos de ataques a la libertad y propiedad de los demás. Pues se ve al punto que el que lesiona los derechos de los hombres está decidido a usar la persona ajena como simple medio, sin tener en consideración que los demás, como seres racionales que son, deben ser estimados siempre al mismo tiempo como fines, es decir, sólo como tales seres que deben contener en sí el fin de la misma acción.

Tercero. Con respecto al deber contingente (meritorio) para consigo mismo, no basta que la acción no contradiga a la humanidad en nuestra persona, como fin en sí mismo; tiene que concordar con ella. Ahora bien, en la humanidad hay disposiciones para mayor perfección, que pertenecen al fin de la naturaleza en lo que se refiere a la humanidad en nuestro sujeto; descuidar esas disposiciones puede muy bien compadecerse con el mantenimiento de la humanidad como fin en sí, pero no con el fomento de tal fin.

Cuarto. Con respecto al deber meritorio para con los demás, es el fin natural, que todos los hombres tienen, su propia felicidad. Ciertamente, podría mantenerse la humanidad, aunque nadie contribuyera a la felicidad de los demás, guardándose bien de sustraerle nada; mas es una concordancia meramente negativa y no positiva, con la humanidad como fin en sí, el que cada cual no se esfuerce, en lo que pueda, por fomentar los fines ajenos. Pues siendo el sujeto en sí mismo, los fines de éste deben ser también, en lo posible, mis fines, si aquella representación ha de tener en mí todo su afecto.

Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre -subjetivo-, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora.

Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora).

Los imperativos, según el modo anterior de representarlos, a saber: la legalidad de las acciones semejante a un orden natural, o la preferencia universal del fin en pro de los seres racionales en sí mismos, excluía, sin duda, de su autoridad ordenativa toda mezcla de algún interés como resorte, justamente porque eran representados como categórico. Pero fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Pero no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse ahora en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal.

Pues si pensamos tal voluntad veremos que una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoísmo a la condición de valer por ley universal.

Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de todas sus máximas universalmente, si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo categórico, porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado, o aún mejor, invirtiendo la oración: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.

Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Velase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.

 

El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines.

Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.

Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).

Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.

El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.

La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.

La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.

Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.