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100 Clásicos de la Literatura

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El Inquisidor estaba en lo cierto. El caso suscitado allí contra Juana ya tuvo lugar tiempo atrás en Poitiers, y el veredicto le fue favorable a la Doncella. Y aquel era un tribunal de mayor rango que el de ahora, puesto que el presidente fue el arzobispo de Reims, cuya jurisdicción comprendía bajo su mandato al obispo Cauchon. Por varias razones, éste no tenía autoridad para presidir aquel tribunal. La ciudad de Rouen no pertenecía a su diócesis. Juana no había sido apresada en su domicilio, que era Domrémy, y, además, el juez principal se mostraba notoriamente enemigo de ella, por lo que resultaba invalidado por la falta de imparcialidad. Pese a todo, los inconvenientes se fueron resolviendo. El Consejo eclesiástico de Rouen, después de dura lucha y cediendo a mil presiones, concedió, al fin, licencias territoriales en favor de Cauchon. El mismo recurso a la violencia se utilizó con el Inquisidor, que se vio obligado a someterse.

Así pues, Su Majestad el Rey de Inglaterra, a través de su representante, entregó formalmente a Juana en manos del tribunal, con la advertencia siguiente: «si el tribunal no la condenaba, debería devolvérsela nuevamente al Rey de Inglaterra».

¿Os imagináis lo que fue aquello? ¿Había salvación para una pobre niña sola y sin amigos? Sin amigos. Ese era el término exacto. La arrojaron a oscuro calabozo, custodiada por media docena de guardias brutales que la vigilaban día y noche sin perderla de vista en su jaula de hierros, encadenada por el cuello, manos y pies al catre que le servía de cama. A su lado, ni una sola persona amiga.

El que tomó prisionera a Juana fue un vasallo de Juan de Luxemburgo, el cual se la vendió al duque de Borgoña. A pesar de esta notable hazaña, tuvo la desvergüenza de ir a visitar a Juana en su jaula, acompañado por dos condes ingleses, Warwick y Stafford. Le ofrecieron la libertad si prometía no volver a combatir a los ingleses. Aunque Juana llevaba mucho tiempo en aquella jaula, conservaba íntegro su genio. Replicó a la oferta, con voz digna:

—En nombre de Dios, os burláis de mí. Sé que no tenéis ni autoridad ni deseos de hacer tal cosa.

Como le insistieran, Juana, impulsada por su espíritu noble, levantó las manos encadenadas y dejándolas caer con un chasquido, habló:

—Mirad estas argollas. Muestran que los ingleses van a matarme. Ellos piensan que al morir yo, lograrán dominar todo el reino de Francia. No será así. Aunque enviaran cientos de miles de ingleses, jamás lo podrían conseguir.

El desafío enfureció a Stafford. Podéis imaginar la escena. Él, un hombre libre y en plenitud de fuerzas. Ella, una muchacha encadenada e indefensa. Pues bien. Él empuñó su daga y se lanzó contra ella con ánimo de apuñalarla. Warwick lo sujetó a tiempo, demostrando sensatez. ¿Matarla de aquel modo? ¿Enviarla al otro mundo sin antes deshonrarla? Quedaría convertida en la heroína de Francia. La nación se levantaría a pelear movida por el espíritu de ella. Era mejor reservarla para un destino diferente…

Se acercaba el momento del Gran Proceso. Durante más de dos meses, Cauchon anduvo rastreando en busca de pruebas, sospechas o testimonios contra Juana, al mismo tiempo que ocultaba cualquier evidencia a su favor. Los medios que tenía para cumplir sus propósitos eran muchos y poderosos: no desperdició ninguno.

Juana, al contrario, no contaba con nadie que le preparase la defensa de su caso. Permanecía encerrada entre gruesos muros y no disponía de amigos a quienes pedir ayuda. Tampoco le era posible contar con testigos a su favor. Todos estaban lejos, en el campo francés, mientras a ella la juzgaba un tribunal dominado por ingleses… Si alguno se hubiera atrevido a venir a declarar, no habrían tardado en ajusticiarlos. La prisionera debía ser su único testigo, tanto para el fiscal como para la defensa. En realidad, antes de que se iniciara la primera sesión del tribunal, ya estaba dictada la sentencia de muerte.

Cuando Juana se enteró de que el Tribunal estaba compuesto por miembros al servicio de Inglaterra, solicitó que se nombraran otros tantos sacerdotes de la parte francesa. Cauchon se rio del mensaje y ni tan siquiera se dignó contestar. Según las leyes de la Iglesia, al ser Juana menor de 21 años tenía derecho a estar asesorada por un consejo que le indicara el mejor modo de responder a las preguntas y protegerla contra los recursos y encerronas tendidas gracias a la habilidad del fiscal. Juana solicitó esta ayuda, pero Cauchon se la negó rotundamente. Ella insistió encarecidamente, alegando su juventud e ignorancia frente a la sabiduría del tribunal, pero Cauchon no cedió y Juana hubo de conformarse con salir adelante en el proceso por sí misma. El corazón del obispo era de piedra.

Cauchon preparó el «Procès verbal» (el atestado). Se trataba de una detallada lista de «sospechas y rumores públicos». Se empleaban estas palabras. En el documento se hacía constar la sospecha de que se consideraba a Juana culpable de herejía, prácticas de hechicería y otras ofensas semejantes contra la religión. El problema era que, según las disposiciones eclesiásticas, un proceso de estas características no podía iniciarse sin una amplia investigación sobre el comportamiento, modo de ser y antecedentes de la acusada. Esta información debía añadirse al «procès verbal», formando por parte de éste.

Como recordaréis, fue lo primero que se hizo durante el proceso de Poitiers. Volvieron a repetirlo ahora. Se envió un eclesiástico a Domrémy, con el encargo de que recabara todo tipo de testimonios sobre los primeros años de Juana, infancia y juventud, y regresara después con su veredicto. El escrito fue muy claro. Decía que había encontrado la conducta de Juana tal y como «él desearía que fuese su propia hermana». Un informe muy parecido al que resultó en Poitiers, ya veis. El pasado de la Doncella era de tal blancura, que resistía el más detallado examen.

Este documento —me diréis— representaría un factor decisivo en favor de Juana. Pues sí. Lo hubiera sido de haberse hecho público. Pero Cauchon no se descuidaba un momento, y lo hizo desaparecer del «procès verbal» antes de que comenzara el proceso. Los demás actuaron con la prudencia necesaria para no preguntar sobre lo ocurrido.

Todo parecía indicar que Cauchon ya estaba preparado para iniciar el proceso. Pues no. Tramaba una nueva maniobra —que sería decisiva— en su ánimo de aniquilar a Juana. Se valió de un famoso eclesiástico de los seleccionados por la Universidad de París, Nicolás Loyseleur. Era alto, de buena presencia, aire grave, hablar pausado, ademanes educados y atrayentes. No parecía capaz de cometer traición ni de ser hipócrita, pero rebosaba ambas cosas. Una noche se presentó en la cárcel, disfrazado de zapatero remendón, solicitando visitar a Juana con la excusa de que era paisano de ella. Cuando estuvo a solas con la joven, le aseguró sus sentimientos favorables al Rey de Francia y le confió el secreto de su ministerio sacerdotal. Juana se mostró llena de alegría al poder hablar con una persona de su región, próximo a las colinas y valles que le eran tan queridas. Además, el hecho de que fuera sacerdote le permitiría acudir al consuelo del sacramento de la confesión. Los sacramentos eran para ella el pan de vida, como el aire que respiraba, pero no los había podido recibir en los últimos meses.

Abrió en confesión por entero su alma pura, y el indigno sacerdote le aconsejó actitudes respecto al proceso que, de haberlas seguido le habrían acarreado la ruina. Su intuición e innata sabiduría la pusieron en guardia para no seguir sus indicaciones.

Pero, entonces, preguntaréis, ¿de qué sirvió la estratagema, dado que los secretos de confesión no pueden revelarse? Cierto. ¿Y si alguna otra persona lo escuchaba a escondidas? Entonces, esa persona… no está obligada a guardar el secreto… Bien. Pues eso es lo que sucedió. Cauchon ordenó practicar una abertura en la pared, pegó el oído al agujero y escuchó por entero la confesión de Juana.

53

El martes 20 de febrero, trabajaba yo en unos escritos de mi señor clérigo, cuando entró en la habitación con aire triste y me informó que habían fijado el comienzo del proceso para la mañana del día siguiente, por lo que debía prepararme para asistir en su compañía. Desde luego, me esperaba la noticia, pero la impresión que me llevé al recibirla me cortó el aliento y me hizo temblar. Tal vez, de modo inconsciente, me había hecho a la idea de que ocurriría algo que iba a suponer el fin de la pesadilla, deteniendo aquel proceso fatídico. Quizá, el propio La Hire seguido por sus «diablos» se lanzaría contra los muros de la cárcel… O que Dios, apiadado, extendería su poderosa mano para hacer justicia… Pero ahora, ya no había ninguna esperanza.

El proceso daría comienzo en la misma capilla de la fortaleza, y quedaría abierto al público. Corrí angustiado a comunicárselo a Noel, con el fin de que madrugara para conseguir un sitio en el interior del recinto. Así tendría ocasión de volver a ver a nuestra querida Juana. Por la calle, la multitud de ciudadanos franceses partidarios de Inglaterra, y los soldados ingleses dominadores, charlaban y reían de viva voz, comentando el próximo acontecimiento:

—Dicen que el gordo del obispo ha preparado las cosas a su gusto por fin, y afirma que llevará a esa mala bruja a bailar una danza alegre y breve.

Otras veces, las opiniones mostraban compasión y tristeza, y no siempre eran franceses. Los soldados ingleses temían a Juana, pero la admiraban también por sus grandes hazañas y su espíritu indomable.

A la mañana siguiente, Manchon y yo salimos muy temprano. A pesar de eso, cuando nos acercamos a la imponente fortaleza, se agolpaba la muchedumbre, creciente por momentos. La capilla estaba llena, salvo los espacios reservados a las autoridades o empleados y auxiliares del Proceso. Nos acomodamos en los lugares que estaban ya preparados. En un plano elevado se encontraba el obispo Cauchon, con vestiduras de gran gala. Junto a él, colocados en hileras, se situaban los jueces, ataviados con los mismos trajes que el Presidente del tribunal: cincuenta eminentes eclesiásticos, caras con aspecto inteligente, sabios, veteranos de la estrategia y de la casuística. Trampas mortales para ignorantes o tímidos. Al ver aquellos maestros de la esgrima verbal reunidos para dictar sentencia, y recordar que Juana se enfrentaría a ellos, en defensa de su honra y de su vida, sola y sin ayuda, me pregunté sobre el papel que jugaría allí la pobre aldeana de 19 años.

 

Un profundo desánimo embargó mi espíritu.

Cuando miré la figura obesa del presidente, jadeando, con su enorme barriga agitada por la respiración, su papada, la tez púrpura, los ojos fríos y malignos, su repulsiva nariz de repollo y el rostro brutal, quedé totalmente anonadado. Y, después, al percibir el temor que infundía a los demás sólo con la mirada, desaparecieron mis últimos restos de esperanza.

El único lugar desocupado en toda la sala era el banquillo de madera sin respaldo, situado junto al muro, a la vista de todos, en una especie de estrado. Unos guardias de considerable tamaño, con celada, armadura y guanteletes, rígidos como postes, se colocaron a los dos lados del banquillo, que me pareció algo patético, pues sabía a quien se le reservaba. Me recordó el Alto Tribunal de Poitiers, donde Juana combatiera serenamente con los asombrados doctores de la Iglesia y del Estado hasta quedar victoriosa, recibiendo el aplauso de la gente, dispuesta a liberar a su país en los campos de batalla.

¡Qué imagen tan delicada, noble, inocente, atractiva y encantadora ofrecía entonces a sus 17 años! Sólo habían pasado dos años, pero ¡cuántas cosas sucedieron y qué jornadas tan gloriosas vivimos!

Las coséis eran distintas ahora. Sin luz, ni aire, ni alegría, encerrada en lóbregos calabozos, debía estar agotada y sus fuerzas gastadas. También se encontraría desalentada, al saber que no tenía esperanza. Sí, todo había cambiado.

En la sala se escuchaba el sordo rumor de voces, hasta que, de repente, una voz ordenó:

—¡Traed a la acusada!

Me quedé sin aliento. Mi corazón me saltaba del pecho. Se hizo un silencio absoluto. Cesaron los ruidos. La quietud degeneró en algo opresivo. Los semblantes se volvieron hacia la puerta, a la espera de ver en carne y hueso a la persona considerada hasta entonces como el prodigio en forma humana, el mito que circulaba de boca en boca. La quietud y el silencio continuaron. A lo lejos, por los corredores de piedra se oyó el sonido de pisadas… clac… clic… clac… Y apareció ¡Juana de Arco, liberadora de Francia, encadenada! Todo me dio vueltas, como un torbellino. Me di cuenta de lo que iba a suceder.

54

Prometo por mi honor que no voy a falsear ni a empañar los hechos presenciados en aquel trágico proceso. Contaré honradamente detalle tras detalle, tal como los consignábamos entre Manchon y yo en el registro diario oficial del tribunal, y tal como puede leerse hoy en los modernos libros impresos. La única diferencia será que al hablar con vosotros en plan amistoso, me permitiré comentar los acontecimientos para que sean mejor comprendidos. También aludiré a pequeños detalles que pueden tener algún interés humano para nosotros, pero que no son relevantes para los documentos oficiales.

Vuelvo a tomar mi relato donde lo dejé antes.

Así pues, oímos el ruido de pasos, con el traqueteo de las cadenas de Juana sobre las piedras del suelo. Seguidamente apareció. La asamblea sufrió una conmoción y se oyeron respiraciones entrecortadas. Dos guardias la seguían a corta distancia. Su cabeza estaba ligeramente inclinada y caminaba con lentitud, pues a su debilidad se unía el peso de las cadenas. Iba vestida con traje varonil, todo de color negro. Del cuello a los pies no se percibía ningún detalle de otro color. Una sobrepelliz de la misma tela negra caía en pliegues sobre sus hombros y pecho. Las mangas del corpiño, anchas y largas hasta los codos, se ceñían desde allí y se prolongaban llegando a las muñecas aprisionadas por las argollas. De la cintura salían los calzones negros, ceñidos a los tobillos por sólidas cadenas.

De camino hacia el banquillo, al pasar bajo un rayo de luz que entraba por la ventana, se detuvo y levantó el rostro. Fue algo impresionante. Su piel había perdido el color, estaba blanca como la nieve. Una nieve brillante, en contraste con la total oscuridad del vestido negro, sin nada que lo suavizase. Tenía un aspecto dulce, puro y juvenil, muy bello, por encima de cualquier elogio, y de aire triste. Y, sin embargo, cuando la mirada de sus ojos indomables se detuvo sobre aquellos jueces, el desánimo desapareció de su cara, y se irguió dispuesta a la lucha. Al percibir su gesto, mi corazón saltó de alegría y me dije: «todo marcha bien… no han podido con ella. ¡Sigue siendo Juana de Arco!». Descubrí en su interior un espíritu fuerte, que el terrible juez no lograría sojuzgar y atemorizar.

Después, continuó hasta llegar al lugar señalado, subió al estrado y tomó asiento en el banquillo, recogiendo las cadenas sobre su regazo y ocultando las manos bajo los hierros. Luego, aguardó con total serenidad, hasta el punto de ser la única tranquila entre los asistentes, inquietos y agitados. Un fornido y atezado guardia inglés, que se encontraba custodiando la primera fila de ciudadanos espectadores, en posición de descanso, se puso rígido y levantó el brazo en atento y respetuoso saludo militar dirigido a Juana. Ella le sonrió amistosamente, devolviéndole el mismo saludo, gesto que produjo un breve aplauso de simpatía, que el juez reprimió severamente.

Iba a comenzar el célebre juicio conocido como «Gran Proceso». Allí estaban cincuenta sabios teólogos en contra de una iletrada. ¡Y sin nadie que le ayudara!

El juez procedió al resumen del caso, exponiendo los informes públicos y las sospechas aducidas. Luego, intimó a Juana a prestar juramento, de rodillas, de que respondería exactamente la verdad a todas las preguntas que se le hicieran. La inteligencia de Juana no descansaba. Comprendió que la promesa podría traerle complicaciones. Respondió diciendo:

—No juraré así, puesto que no sé lo que vais a preguntarme. Hay cosas que no puedo decir.

Estas palabras soliviantaron al tribunal y despertó un torrente de exclamaciones furiosas. Juana no se inmutó. Cauchon levantó la voz para hablar, pero la cólera que le embargaba le impidió decir palabra. Al final, tronó:

—En el nombre de Nuestro Señor, os conmino a que simplifiquéis las formalidades, para bien de vuestra conciencia. ¡Jurad con la mano en los Evangelios que responderéis con verdad las preguntas que se os hagan!

Y, acto seguido, dejó caer su pesada mano sobre la mesa. Juana contestó con serenidad:

—En cuanto se refiera a mi familia, a mi infancia y a los hechos relativos a la misión al servicio del Rey, responderé de buen grado. Pero respecto a las revelaciones de Dios, mis Voces me prohíben confiarlas a nadie, salvo a mi Rey…

En ese momento, se reprodujeron los gritos de cólera, las amenazas e insultos. Hubo que esperar a que se calmaran los ánimos. Entonces, Juana volvió su rostro pálido, ahora levemente ruborizado, y terminó su frase:

—… ¡Y nunca revelaré estas cosas, ni aunque me cortéis la cabeza!

Supongo que todos sabréis lo que es una discusión pública entre franceses. En un instante, jueces y magistrados agitaban los puños, puestos en pie, insultando a la acusada todos al mismo tiempo. Aquello duró unos minutos, pero como Juana continuaba con su gesto sereno, inalterable, su furia aumentaba hasta el paroxismo. En vista de eso, la joven con voz irónica y picara, dijo:

—Os ruego que habléis por turno, buenos caballeros, y así os atenderé a todos uno a uno.

Después de tres horas de agitadas polémicas en torno al problema del juramento, el incidente no terminaba. El obispo seguía en su empeño. Juana se negaba a obedecerle. El único cambio operado era de carácter físico: los jueces mostraban síntomas de ronquera y profundo abatimiento, ¡pobres hombres! Mientras tanto, Juana con cara plácida, no acusaba el cansancio. El ruido fue cesando. Luego, el juez se rindió ante la procesada, y con amargura, le concedió que prestara juramento a su voluntad. Juana se arrodilló inmediatamente, y al extender su mano sobre los Evangelios, el mismo guardia inglés, intervino en voz alta:

—Si esta muchacha fuera inglesa, no la tendríamos en un lugar como éste ni un momento más.

El soldado que había en su interior reconoció al soldado valeroso que tenía enfrente. Pero sus palabras resultaban una crítica cruel contra el comportamiento de los franceses. Si aquellas palabras las hubieran podido escuchar en Orleáns, donde adoraban a Juana, estoy seguro de que todos, hombres y mujeres, se habrían lanzado a la conquista de Rouen. Algunas frases que nos avergüenzan, nos queman la conciencia y no las olvidamos. Aquella frase dañó mi espíritu para siempre.

Una vez que Juana prestó juramento, Cauchon le preguntó su nombre, detalles de su familia y del lugar donde nació. También quiso saber la edad que tenía. Ella respondió bien a todo, hasta los conocimientos que le enseñaron.

—Aprendí de mi madre el Padre Nuestro, al Ave María y el Credo. Todo lo que sé lo aprendí de mi madre.

Continuaron haciendo preguntas sin importancia. El tribunal acusaba cansancio, pero no así Juana. Decidieron levantar la sesión. Entonces Cauchon le prohibió cualquier intento de fuga, amenazándola con declararla culpable por herejía… ¡Valiente lógica! La joven respondió:

—Esa prohibición no la acepto. Si pudiera escapar, lo haría sin remordimientos, puesto que yo no he prometido eso, ni lo haré.

Luego se quejó de las pesadas cadenas. Pidió que se las suprimieran por innecesarias, ya que su calabozo era seguro y estaba custodiado celosamente. El obispo se negó, alegando que ya había intentado escaparse dos veces. Juana no insistió más. Se puso de pie y, antes de abandonar la sala, añadió:

—Reconozco que deseo escapar, pero eso es un derecho de todo prisionero.

De este modo salió del estrado en medio de un silencio impresionante. ¡Qué presencia de ánimo tenía! No lograban desconcertarla. A Noel y a mí nos reconoció inmediatamente de sentarse en el banco. Nos pusimos rojos hasta los pelos, pero ella no movió ni un músculo, ni reveló nada. Nos miró muchas veces, pero nunca dio muestras externas de habernos visto. Otra persona se habría extrañado al vemos y eso nos hubiera causado dificultades… Acabada la sesión, nos volvimos a casa, sumidos en el dolor y sin decir palabra.

55

Aquella misma noche, Manchon me informó que, durante la sesión del día, Cauchon encomendó a varios escribanos ocultos que tomaran nota de las respuestas de Juana con el objeto de cambiarles el sentido y utilizarlas contra ella. Con esto, mostraba que era el hombre más cruel y sinvergüenza del mundo. Pero su plan falló. Los escribanos resultaron ser gente honrada, con buenos sentimientos y redactaron un informe objetivo y verdadero, que favorecía a Juana. Cauchon, muy furioso, los amenazó con enviarlos a la horca. El tema había trascendido y era objeto de grandes discusiones, por lo que pensaban que el juez no volvería a plantear el caso.

Me sirvió de consuelo escuchar esta opinión.

A la mañana siguiente, cuando llegamos al lugar del Proceso, encontramos novedades. Consideraban que la capilla resultaba demasiado pequeña, de modo que el tribunal se trasladó a una sala más amplia y noble, situada a la entrada del castillo. También aumentaron el número de jueces hasta 62.

Por fin, apareció la procesada. Mostraba la misma blancura de siempre, ni más ni menos que el día anterior. Y eso que estuvo cinco horas en el incómodo banco, sin respaldo, cargada de cadenas y acosada por la turba de jueces, sin que le ofrecieran ni un vaso de agua. Había pasado la noche enjaulada en el frío calabozo, sin comodidad alguna y, pese a todo, allí estaba otra vez, sin ninguna muestra de cansancio. Y sus ojos… destrozaba el corazón verlos. Su brillo expresaba una mezcla de dignidad herida, el propósito indomable de la libertad que trasmite la mirada de un águila enjaulada y hace que nos sintamos mal cuando la vemos. Así eran los ojos de ella. ¡Qué maravillosa fuerza demostraban! Siempre denunciaban su estado de ánimo, en la paz y en la guerra. Bajo sus destellos, se ocultaban torrentes de luz o devastadoras tormentas. No he conocido nunca ojos parecidos a los suyos. Esa es mi opinión, y nadie que los conociera como yo, podría decir una cosa distinta a la que acabo de explicaros.

 

La nueva «seánce» (sesión), comenzó. Y… ¿cómo diréis que empezó? Pues lo mismo que la anterior, con idéntica cuestión que despertó grandes altercados. El obispo habló así:

—Se os requiere a prestar juramento de que responderéis la verdad a todas las preguntas que se os hagan.

Juana replicó tranquilamente:

—Ya hice ayer mi juramento, señor, y es suficiente.

El obispo insistió una y otra vez, aumentando su enojo, pero Juana mantenía la misma calma. Sin embargo, habló:

—Pronuncié ayer mi juramento y con eso hay bastante. No me molestéis más, os lo ruego.

Viendo que no lograba convencerla, decidió empezar los actos del día. Tomó la palabra un teólogo reconocido por sus artilugios dialécticos, Beaupère, que, con aire desganado, indiferente, lanzó una maniobra de ocultación capaz de engañar a cualquier persona desprevenida:

—Ahora, Juana, la cuestión es muy sencilla: sólo debéis hablar con sinceridad y toda verdad sobre las preguntas que os haré, tal como ya habéis prometido.

La intentona fracasó. Juana no se descuidó. Al darse cuenta de la jugada, su reacción fue rápida:

—No estoy de acuerdo. Vos podríais preguntarme cosas que yo no voy a contestar, porque no puedo —luego, al reflexionar lo impropio de que unos teólogos se entrometieran en temas reservados a Dios, añadió:— Si comprendierais lo que de verdad ocurre conmigo, deberíais dejarme libre. Todo lo que he hecho, ha sido a impulsos de la revelación.

Beaupère varió la táctica de ataque, derivando hacia otro flanco. Prefería asaltar la posición aproximándose con preguntas suaves, para que el contrario se confiara y así caerle después en tromba.

—¿Aprendisteis algún oficio en vuestro hogar?

—Sí. Aprendí a coser y a hilar.

En ese momento, el general vencedor de Patay, del león Talbot, liberador de Orleáns, restaurador de un monarca y comandante en Jefe del ejército de Francia, sacudió la cabeza, y dijo con triunfante sencillez:

—¡Y en esas artes no tendría miedo en competir con cualquier dama de Rouen!

La multitud estalló en cerrado aplauso —que Juana agradeció— y muchos asistentes sonrieron con cariño. Cauchon, indignado, pidió orden, y les amonestó para que cuidasen las formas. Beaupère siguió con sus preguntas:

—¿Os ocupabais en el hogar de otros menesteres?

—Sí. Ayudaba a mi madre en las faenas de la casa y sacaba el ganado a pastar.

Su voz mostró cierta emoción, apenas perceptible. Yo recordé aquellos maravillosos días y mis ojos se nublaron. Beaupère continuaba su táctica dilatoria, buscando aproximarse por detrás al enemigo. Así, repitió una pregunta que Juana se había negado a contestar: si recibió la Comunión en otras fiestas que no fueran las de Pascua de Resurrección. Juana contestó simplemente:

—«Passez outre» —Pasad a otra cosa que pueda contestar.

Uno de los jueces susurró a otro, según pude oír:

—Los procesados suelen ser personas torpes y confusas, presas de temor y fáciles de manejar. Pero creo que a esta niña no hay forma de tomarla desprevenida ni de asustarla.

Cuando Beaupère abordó el tema de las «Voces», que apasionaba a las gentes, todos escucharon con ansiedad e interés visibles. El juez pretendía confundir a Juana y lograr hacerla declarar que sus «Voces» le aconsejaron realizar actos malvados, demostrando así que procedían de Satanás… eso era tanto como decir que Juana tenía tratos con el demonio… Conseguido este objetivo, el veredicto contra la joven sería claro y rápido: la hoguera acabaría con ella. El juez preguntaba:

—¿Y cuándo oísteis las Voces la primera vez?

—Tenía yo 13 años cuando escuché una Voz de Dios, que me animaba a vivir rectamente. Me asusté mucho. Me encontraba en el jardín de mi casa y era verano.

—Anteriormente, ¿habíais practicado el ayuno?

—Sí.

—¿Fue el día anterior?

—No.

—¿De qué dirección venía la voz?

—Por la derecha. En dirección a la iglesia.

—¿Vino acompañada por una luz brillante?

—Desde luego que sí. Era muy brillante. Cuando comencé a cumplir la misión, también oí las Voces a menudo, y con mucha claridad.

—¿Qué sonido tenía esa Voz?

—Sonaba con nobleza, y estuve segura de que me la enviaba Dios. La tercera vez que la escuché supe que pertenecía a un ángel.

—¿Podíais entenderla bien?

—Perfectamente. Siempre fue limpia y clara

—¿Qué consejo os dio?

—Me dijo que cumpliera mis obligaciones con amor, y cumpliera regularmente mis deberes con la Iglesia. También me comunicó que debía cumplir una misión en Francia.

—¿Bajo qué formas se representaba la Voz?

Juana miró un momento al clérigo con aire suspicaz, y contestó:

—Eso no pienso decirlo.

—¿La Voz os insistía muchas veces?

—Sí. Unas dos o tres por semana. Me indicaba: Deja tu aldea y ve a salvar a Francia.

—¿Vuestros padres sabían que pensabais partir?

—No. La Voz decía: «Salva a Francia». Así que yo no podía quedarme en casa más tiempo.

—¿Y qué más os dijeron las Voces?

—Que debía levantar el asedio de Orleáns.

—¿Y eso fue todo?

—No, porque antes debía visitar a Robert de Baudricourt para conseguir que proporcionara los soldados para iniciar la marcha. Yo les respondía que era una pobre chica, sin la menor idea de montar a caballo y de combatir.

Después contó las dificultades que hubo de superar en Vaucouleurs, hasta que le concedieron los soldados y dio comienzo su misión.

—¿Y cómo ibais vestida?

El tribunal de Poitiers ya se pronunció sobre eso. Dictaminaron que, si Dios la había elegido para cumplir una tarea de hombre, resultaba adecuado y no era escandaloso para la religión que vistiera como tal. Pero eso no importaba. Aquellos jueces pensaban emplear todas las armas contra Juana, incluso las más desacreditadas, y el asunto de la ropa masculina lo utilizarían muy a menudo durante el proceso. Juana siguió:

—Llevaba un traje de soldado y una espada que me entregó Roberto de Baudricourt, pero nada más.

—¿Quién os ordenó que vistierais ropas de hombre?

Juana se mostró recelosa ante la pregunta y no la contestó.

—¡Os mando que respondáis!

—«Passez outre» —se limitó a decir.

Beaupère soslayó la cuestión, por el momento.

—¿Qué os recomendó Baudricourt al iniciar la marcha?

—Hizo prometer a los acompañantes que cuidarían de mí. También me dijo: «Lo que haya de suceder, que suceda».

Las preguntas volvieron ahora al tema de la ropa de hombre.

—¿Os aconsejó la Voz vestir de soldado?

—Creo que mi Voz me aconsejaba bien.

Como no la sacaban de ahí. Surgieron nuevos aspectos, como fue la entrevista con el Rey en Chinon. Contó cómo lo descubrió entre los nobles, porque se lo indicaron sus Voces.

—¿Y escucháis todavía esas «Voces»?

—Me acompañan todos los días.

—¿Y qué les pedís?

—Nunca he pedido otra recompensa que la salvación de mi alma.

—¿Os insistían las Voces en que siguierais unida al ejército?

—No. Me aconsejaron que lo dejara marchar y yo me quedara en St. Denis. Si hubiera podido, así lo habría hecho. Pero estaba débil a causa de mi herida y me obligaron a continuar en el ejército a la fuerza.

—¿Cuándo fuisteis herida?

—Al asaltar los muros de París.

La pregunta que siguió muestra los propósitos de Beaupère: