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100 Clásicos de la Literatura

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Entonces vimos una gran masa de humo negro; y, cuando estuvimos más cerca, nos dimos cuenta de que era una ciudad; era un monstruo, además, con una densa franja de barcos a lo largo de su orilla; nos preguntamos si sería Nueva York, y comenzamos a cotorrear y a discutir sobre el tema, y antes de que pudiésemos saberlo, se deslizó por debajo de nosotros, y nos fuimos volando dejándola atrás. Allí nos encontrábamos, sobre el mismo océano, volando como si fuésemos un ciclón. Luego espabilamos, ¡ya os digo!

Fuimos corriendo hacia la popa, y nos pusimos a llorar, rogando al profesor que se apiadase de nosotros, que diese la vuelta, nos dejase aterrizar para ir a buscar a nuestras familias, que seguramente estarían muy angustiadas y preocupadas por nosotros, y tal vez se muriesen si algo malo nos sucedía, pero él nos empujó bruscamente con su pistola, y nos obligó a retroceder, y así lo hicimos, pero nadie sabrá nunca lo mal que nos sentíamos.

Ya no avistábamos casi nada de tierra, tan sólo una pequeña franja, como una serpiente, allá lejos, donde se perdía el límite del mar. Bajo nosotros sólo había océano, océano y más océano…, millones de kilómetros de océano, ondulando, remontándose y haciendo remolinos. Una espuma blanca soplaba desde la cresta de las olas, sólo se veían unos pocos barcos, bamboleándose y dejándose caer, primero sobre un lado, luego sobre el otro, hundiendo la popa y después la proa; al poco tiempo ya no había ningún barco, y teníamos todo el cielo y el océano para nosotros, y el lugar más espacioso que yo haya visto nunca, y también el más desamparado.

Capítulo 4

La tormenta

Aquel sitio se volvió cada vez más solitario. Arriba teníamos el inmenso cielo, profundamente vacío y espantoso, y allá abajo el océano, sin otra cosa que las olas. A nuestro alrededor todo era un anillo, un anillo perfecto y redondo, donde el cielo y el agua se juntaban; sí, era un anillo monstruoso y enorme, en cuyo centro exacto estábamos nosotros. Íbamos volando a la carrera, como el fuego en las praderas, pero eso no nos servía de nada, ya que no conseguíamos salir del centro del anillo de ningún modo; yo no podía apreciar un avance, de un centímetro siquiera, fuera de él. La situación le proporcionaba a uno una sensación espeluznante y hasta daban escalofríos, de tan raro e inexplicable.

Bueno, todo estaba tan espantosamente quieto que teníamos que hablar en voz muy baja, volviéndonos cada vez más sigilosos y solitarios, cada vez menos conversadores, hasta que al fin la charla se acabó por completo, y los tres nos quedamos sentados allí, para «pensá», como decía Jim, sin decir una sola palabra durante mucho tiempo.

El profesor no se movió en absoluto, hasta que el sol brilló sobre nuestras cabezas; entonces se puso de pie y se colocó una especie de triángulo ante un ojo. Tom dijo que aquello era un sextante y que estaba midiendo el sol, para saber la ubicación del globo. Luego escribió algo en clave, consultó un libro, y luego empezó de nuevo. Dijo un montón de disparates, entre otros que mantendría ese rumbo hasta la media tarde de mañana, y luego aterrizaríamos en Londres.

Le dijimos que le estábamos humildemente agradecidos.

Ya estaba marchándose, sin embargo giró como un remolino cuando dijimos aquello, y nos lanzó una mirada con mucho odio…, una de las más maliciosas y suspicaces que yo haya visto en mi vida. Luego nos dijo:

—Queréis dejarme. No intentéis negarlo.

No supimos qué decir, de manera que nos mantuvimos callados y no dijimos nada en absoluto.

Nos dirigimos hacia la popa y nos sentamos, pero él no parecía poder quitarse aquello de la cabeza. De vez en cuando explotaba y volvía a hablarnos sobre el tema, e intentaba que le contestáramos, pero nosotros no lo hacíamos.

Entonces llegó un momento en que me pareció que ya no podría soportar tanta soledad. Todo era aún peor cuando llegaba la noche. A veces Tom me daba un pellizco y me susurraba:

—¡Mira!

Así lo hice, y vi al profesor echando un trago; aquello no me gustó nada. De vez en cuando bebía otro poco, y muy pronto comenzó a cantar. Ya estaba oscuro, y el cielo se iba poniendo cada vez más negro y tormentoso. El profesor continuó cantando enloquecido, los truenos comenzaron a rezongar, el viento a quejarse entre el cordaje, y todo junto resultaba algo espantoso. El cielo se puso tan negro que ya no le podíamos ver más, y ojalá no pudiésemos oírle, pero le oíamos. Luego se calló de repente, y no pasaron diez minutos antes de que nosotros empezáramos a sospechar y a desear que armase de nuevo aquel jaleo, así sabríamos por dónde estaba. Muy pronto, durante el destello de un relámpago, vimos que intentaba ponerse de pie, pero estaba tan borracho que se tambaleaba y se caía. Le oímos gritar en la oscuridad:

—¡No quieren ir a Inglaterra…! ¡Muy bien, pues cambiaré el rumbo! ¡Quieren abandonarme! ¡Bueno, pues lo harán… ahora mismo!

Casi me muero al oírle decir aquello. Luego se quedó callado otra vez; durante tanto tiempo que casi no pude soportarlo, y me pareció que el relámpago no volvería nunca más. Pero por fin resplandeció el bendito rayo, y allí estaba él, a cuatro patas, gateando a menos de un metro y medio de nosotros. ¡Cielos! ¡Su mirada era terrible! Se lanzó contra Tom, exclamando:

—¡Tú, hombre al agua!

Pero todo volvió a oscurecerse, y yo no podía ver si lo había cogido o no, y Tom tampoco emitía un solo sonido.

Entonces se sucedió otra terrible y larga espera, luego sobrevino otro relámpago, y vi a Tom cabeza abajo desaparecer fuera del bote. Se había quedado sujeto a la escala de gato que colgaba en el aire desde la borda. El profesor soltó un grito y fue tras él, y todo volvió a quedar oscuro; entonces Jim se lamentó diciendo:

—¡Pobre amo Tom, se ha ido! —E intentó saltar sobre el profesor, pero ya no estaba allí.

Luego oímos un par de gritos pavorosos… y luego otro, no tan fuerte, y uno más apagado que apenas podía oírse, y Jim repitió:

—¡Pobre amo Tom!

Entonces hubo un espantoso silencio, y a mí me pareció que se podría contar hasta cuatrocientos mil antes de que hubiese un nuevo relámpago. Cuando sobrevino de nuevo, pude ver a Jim arrodillado, con los brazos apoyados en un armario, enterrando en ellos el rostro y llorando. Antes de que yo pudiera mirar por la borda, estaba oscuro de nuevo, y yo tenía una especie de alivio, pues prefería no ver nada. Pero cuando sobrevino un nuevo relámpago, pude observar que alguien se balanceaba al viento sobre la escala. ¡Era Tom!

—¡Sube! —le grité—. ¡Sube, Tom!

Su voz se oyó tan débilmente, el viento rugía tanto, que no pude entender lo que decía, pero creía que preguntaba si el profesor estaba aquí arriba. Yo le grité:

—¡No, está en el océano! ¡Sube! ¿Quieres que te ayudemos?

Por supuesto todo estaba oscuro.

—Huck, ¿a quién le estás gritando?

—Estoy gritándole a Tom.

—¡Oh, Huck! ¿Cómo puedej actuar así, cuando sabe que el pobre amo Tom…?

Entonces emitió un grito espantoso y echó hacia atrás la cabeza y los brazos, para gritar de nuevo; pues justo en ese momento hubo otro resplandor blanco, y él había levantado la cabeza a tiempo de ver a Tom blanco como la nieve, surgir por la barandilla, y mirarle directamente a los ojos. Creyó que era el fantasma de Tom, ¿sabéis?

Tom trepó a bordo, y en cuanto Jim se dio cuenta de que era realmente él, y no su fantasma, empezó a abrazarle y a besuquearle, y babearle por todos lados, y le llamó por toda una serie de nombres cariñosos, llevándole por allí como si estuviese completamente loco, ¡estaba tan contento! Entonces yo dije:

—¿Qué estabas esperando, Tom? ¿Por qué no subiste en seguida?

—No lo hice, Huck, porque me di cuenta de que alguien había caído después que yo, pero en la oscuridad no podía saber quién era. Podrías haber sido tú, podría haber sido Jim.

Tom Sawyer siempre procedía así…, siempre era sensato. No podía subir hasta que no supiera dónde estaba el profesor.

La tormenta se dejó sentir, a esas horas, con todo su poder, y la forma de retumbar los truenos era espantosa, los relámpagos brillaban y el viento aullaba y gritaba entre el cordaje, mientras caía la lluvia. En un momento podía dejar de verse la mano que teníamos enfrente, y al siguiente era posible contar las hebras del tejido en la manga de la chaqueta, y ver allá abajo un enorme desierto de olas, elevándose agitadamente, a través de una especie de manto de lluvia. Una tormenta como aquélla es lo más hermoso que existe, pero no es precisamente el mejor momento para tenerla, cuando uno está perdido en el cielo, mojado y desamparado, y acaba de haber una muerte en la familia.

Permanecimos sentados allí, acurrucados en la popa, y hablamos en voz baja acerca del pobre profesor; todos lo sentíamos mucho por él, y también que el mundo le hubiese tratado tan duramente, cuando él estaba haciendo lo mejor que podía y no tenía un amigo siquiera, o alguien, para darle ánimos, y evitar así que su mente se trastornase y acabara volviéndose loco. Había suficientes mantas, sábanas y de todo en el otro extremo, pero preferimos mojarnos bajo la lluvia, a tener que volver allí; veréis, podría parecer muy rastrero permanecer donde aún estaba el calor, por así decirlo, de un hombre muerto. Jim dijo que él preferiría empaparse hasta ablandarse, antes de volver allí y quizá hasta toparse con el fantasma del profesor, en medio del resplandor de los relámpagos. Decía que le ponía enfermo ver un fantasma, y que preferiría morirse antes de tocar uno.

Capítulo 5

Tierra

Intentamos trazar algunos planes, pero no llegábamos a ningún acuerdo. Jim y yo queríamos dar la vuelta y volver a casa; Tom dijo que lo haríamos cuando amaneciera, para poder ver por dónde íbamos, pues podríamos estar ya tan lejos en nuestro camino a Inglaterra que tal vez nos convendría aterrizar allí y volver en barco, y así podríamos regresar con gloria a contar nuestras hazañas.

 

Cerca de media noche, la tormenta cesó y la luna salió a iluminar el océano, y entonces empezamos a sentirnos más reconfortados y adormilados; así que nos estiramos en nuestros sitios, nos echamos a dormir y no nos despertamos hasta que el sol brillaba alto en el cielo. El mar resplandecía como si estuviese lleno de diamantes, hacía buen tiempo, y muy pronto nuestras cosas estaban otra vez completamente secas.

Nos fuimos hasta la popa para ver si encontrábamos algo para desayunar, y lo primero que notamos fue una débil luz que ardía bajo una caperuza, cerca de una brújula. Tom estaba un poco inquieto y dijo:

—Sabéis de sobra lo que eso significa. Significa que alguien tiene que quedarse haciendo guardia y vigilando este aparato de la misma manera que se hace en los barcos, o de lo contrario el globo comenzará a dar vueltas, sin rumbo fijo y hacia cualquier sitio que el viento quiera que vaya.

—Bueno —dije yo—, ¿y qué es lo que ha estado haciendo desde que… humm…, desde que tuvimos el accidente?

—Dando vueltas —respondió él, un poco preocupado—. Dando vueltas a la deriva, sin ninguna duda. El globo está a merced del viento ahora, y lo lleva en dirección sudeste. No sabemos tampoco durante cuánto tiempo hemos estado así.

De manera que le puso rumbo al este, y dijo que lo mantendría así mientras terminábamos de desayunar. El profesor había almacenado todo lo que uno pudiese desear; no podría haberlo hecho mejor. No había leche para el café, pero había agua y cualquier cosa que uno quisiese, una cocina de carbón y sus accesorios, pipas, cigarros y cerillas; vino y licores, que no acostumbrábamos tomar; libros, mapas y cartas geográficas, un acordeón, pieles y mantas, y un sinfín de tonterías, como abalorios de cristal y joyería de bronce, lo cual era un indicio seguro, según decía Tom, de que el profesor tenía la idea de visitar a los salvajes. Había también dinero. Sí, el profesor estaba bien equipado.

Después del desayuno, Tom nos enseñó el modo de hacer la guardia, y nos dividió en turnos de cuatro horas, uno cada vez, y cuando terminó su guardia, yo tomé su lugar; entonces él sacó las plumas y los papeles del profesor y escribió una carta a casa para su tía Polly, contándole todo lo que nos había sucedido y fechándola «en el firmamento, camino de Inglaterra». Entonces la dobló y envolvió con ella una oblea roja, luego escribió la dirección, y arriba puso con grandes letras: «De Tom Sawyer, el Eronauta», diciendo que aquello haría sudar al viejo Nat Parsons, el jefe de correos, cuando la recibiera. Yo le dije:

—Tom Sawyer, esto no es el firmamento, es un globo.

—Bueno, vamos a ver, sabelotodo, ¿quién ha dicho que fuera el firmamento?

—De todas maneras, ya lo has escrito en la carta.

—Y con eso ¿qué? Eso no quiere decir que el globo sea el firmamento.

—¡Oh, yo creía que sí! Bueno, entonces… ¿qué es un firmamento?

Por un instante, me di cuenta de que se había quedado atascado. Rastrilló y rascó su mente, pero no pudo encontrar nada, así que tuvo que decir:

—Pues no lo sé, y nadie lo sabe. Es tan sólo una palabra, y estupenda, además. No hay muchas que puedan superarla: No creo que haya ninguna que pueda hacerlo.

—¡Recórcholis! —exclamé—. ¿Pero qué significa? Ésa es la cuestión.

—Te digo que no sé lo que quiere decir. Es una palabra que la gente utiliza para…, para…, bueno, es ornamental. No se ponen volantes en una camisa para que la gente se abrigue, ¿verdad?

—Claro que no.

—Pero se los ponen, ¿no es así?

—Sí.

—Muy bien; pues entonces la carta que he escrito es una camisa, y el firmamento es un volante que le he puesto.

Pensé que aquella explicación confundiría a Jim y le haría ponerse serio, y así fue. Dijo:

—Vamoj a vé, amo Tom. No sirve de ná hablar así, peor todavía, eso ej un pecao. Tú sabe que la carta no ej una camisa, y que no tiene volante tampoco. No hay lugá donde ponerlo, y no se sostendría si tú lo hisiera.

—¡Oh, cállate ya, y espera a que hablemos de algo que sepas!

—¡Vaya, amo Tom! Seguro que tú no creerá que no sé ná sobre camisa, cuando Dió sabe que he cargao con el lavao de la ropa, desde que…

—Te digo que esto no tiene nada que ver con camisas. Yo solamente…

—¡Vaya, amo Tom! Tú has dicho, tú mimo… que una carta…

—¿Es que quieres volverme loco? ¡Cállate ya! Yo sólo utilicé esa palabra como una metáfora.

Aquel vocablo nos dejó de piedra por un instante. Entonces Jim, más bien tímidamente, porque se dio cuenta de que Tom se estaba poniendo muy susceptible, dijo:

—Amo Tom, ¿qué es una metáfora?

—Una metáfora es una…, bueno, es una… Una metáfora es una ilustración —se dio cuenta de que eso tampoco había dado en el blanco, de manera que lo intentó de nuevo—: Cuando digo que «los pájaros de plumas iguales se juntan en bandadas», es una manera metafórica de decir….

—Pero no es así, amo Tom. No señó, claro que no. No hay pluma que se paresca má que la del asulejo y la del arrendajo, pero si uno espera a pillarlo juntoj en la misma bandada, tendrá que esperar…

—¡Oh, danos un respiro! La más pequeña de las simplezas no puede atravesar esa mollera tuya. Ahora déjame, no me molestes más.

Jim estaba contento de callarse. Estaba increíblemente complacido consigo mismo, por haber pillado a Tom. En el preciso momento en que Tom comenzó a hablar de pájaros, yo sabía que estaba perdido, pues Jim sabe de ese tema más que nosotros dos juntos. Veréis, él había matado cientos y cientos de ellos: ésa es la forma de conocer a los pájaros. Así es como la gente escribe libros sobre pájaros y los aman tanto; aunque tengan hambre y estén cansados, se tomarán todo tipo de molestias para encontrar un pájaro nuevo y matarlo. Estas personas se llaman ornitólogos, yo mismo podría ser un ornitólogo, porque amo a todos los pájaros y criaturas; una vez intenté ser uno de ellos; entonces vi a un pájaro posado en una rama muy alta de un gran árbol, cantando, con la cabecita echada hacia atrás y el pico abierto y, antes de que pudiese darme cuenta, disparé. Así se terminó la canción. El pajarillo cayó derecho al suelo desde la rama, fláccido como un trapo, y yo corrí a recogerle, pero ya estaba muerto: su cuerpo estaba aún caliente entre mis manos, le colgaba la cabeza, hacia un lado y hacia el otro, el cuello se le había roto. Tenía una piel blanca alrededor de los ojos, y una pequeña gota de sangre a un costado de la cabeza, y…, ¡cielos!, no podía ver nada más porque los ojos se me habían llenado de lágrimas; desde entonces, nunca más he matado a ninguna otra criatura inofensiva, y ya no volveré a hacerlo.

Pero estaba fastidiado con lo de ese firmamento. Quería saber. Volví al asunto una vez más, y entonces Tom lo explicó de la mejor manera posible. Dijo que, cuando una persona pronuncia un gran discurso, los periódicos dicen que el clamor de la multitud hace resonar al firmamento. Cuentan que la gente siempre hace eso, pero nadie dijo lo que aquello significaba, de manera que todos están de acuerdo en que, cuando dicen «firmamento», se refieren a lo que está al aire libre y en lo alto. Bueno, pues aquello pareció bastar, así que quedé satisfecho, y así se lo hice saber. Entonces Tom pareció complacido y se puso de buen humor otra vez, diciendo:

—Bueno, muy bien entonces, lo pasado, pasado está. No sé con certeza lo que es el firmamento, pero, cuando aterricemos en Londres, haremos que resuene de cualquier manera, no lo olvidéis.

Dijo que un eronauta era una persona que navegaba por los alrededores en globos; y que quedaba muchísimo mejor, decir «Tom Sawyer, el eronauta» que no «Tom Sawyer, el viajero», y, si superábamos bien la travesía, se hablaría de nosotros por todo el mundo, de manera que le importaba un pimiento ya su fama anterior.

Hacia media tarde ya teníamos todo listo para aterrizar, nos sentíamos estupendamente y también muy orgullosos; mirábamos por los prismáticos, igual que si fuéramos Colón descubriendo América. Sin embargo, no podíamos ver nada que no fuese océano. Transcurrió la tarde entera, se apagó el sol, y todavía no avistábamos tierra por ninguna parte. Nos preguntábamos qué estaría pasando, pero convinimos en que pronto nos daríamos cuenta, así que continuamos escudriñando el Este, pero subimos un poco más arriba, no fuéramos a chocar con algún campanario o con las montañas en la oscuridad.

Me tocaba hacer guardia hasta la medianoche, y luego era el turno de Jim; sin embargo, Tom permanecía levantado, porque decía que los capitanes de los barcos velaban cuando estaban buscando tocar tierra, y no soportaban las guardias regulares.

Bueno, cuando amaneció, Jim pegó un alarido, y nos levantamos de un salto a ver qué pasaba. Allí había tierra, seguro. Había tierra todo a nuestro alrededor, tanta como uno pudiera alcanzar a ver, perfectamente llana y amarilla. No supimos cuánto tiempo habíamos estado sobrevolándola. No había árboles ni colinas; tampoco había piedras, ni rocas, ni pueblos, por eso Tom y Jim la confundieron con el mar. Lo hicieron cuando el mar estaba en completa calma; de todos modos, estábamos a tal altura, que por la noche todo tenía el mismo aspecto, todo parecía igual de suave, tanto el agua como la tierra.

Ahora estábamos entusiasmadísimos, y cogimos los prismáticos buscando Londres por todas partes, pero no le veíamos ni el pelo y tampoco el de ningún otro asentamiento. No había indicios de ningún lago, ni río tampoco. Tom estaba completamente perplejo. Dijo que no era ésta la idea que tenía de Inglaterra: él pensaba que Inglaterra se parecía a América, siempre lo había creído de ese modo. Así que convinimos en que lo mejor sería desayunar, y luego dejarnos caer por allí, y preguntar cuál era el camino más rápido para llegar a Londres. Abreviamos bastante el desayuno, pues estábamos demasiado impacientes. Luego comenzamos a descender, el tiempo comenzó a entibiarse, y muy pronto dejamos de lado las pieles. Sin embargo, continuó entibiándose, y en muy poco tiempo, estaba demasiado tibio. ¡Vaya!, en seguida habíamos comenzado a sudar a chorros. Estábamos ya rozando la tierra ¡y casi nos abrasábamos!

Bajamos a tierra cuando todavía estábamos a nueve metros del suelo. Esto es, si se puede llamar tierra a la arena, ya que esto no era más que pura arena. Tom y yo descendimos por la escala, y nos dimos una carrera para estirar las piernas, y nos sentimos asombrosamente bien. Bueno, en realidad, fue bueno tan sólo para estirar las piernas, ya que la arena nos abrasaba los pies como si fuesen ascuas ardiendo. Entonces vimos que alguien se acercaba y fuimos corriendo a verle; pero oímos que Jim chillaba, y nos dimos la vuelta: estaba allí casi danzando, haciendo señas y pegando alaridos. No podíamos descifrar qué era lo que intentaba decirnos, pero estábamos asustados de todos modos, y comenzamos a correr hacia el globo. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca, entendimos sus palabras, y casi me pusieron enfermo:

—¡Corré! ¡Corré, por lo que más querái! ¡Ej un león, puedo verle con lo primático! ¡Salí pitando lo má rápido que podái, se ha escapao de una colesió de animale salvaje, no hay quien lo pare!

Aquello hizo que Tom saliera volando, y a mí me quitó en seguida todo el entumecimiento de las piernas. Tan sólo podía jadear durante todo el camino de regreso, como cuando le persigue a uno un fantasma en sueños.

Tom se hizo con la escala y esperó a que subiera; tan pronto como tuve un pie en el escalón, gritó a Jim para que elevase el globo. Pero Jim se había vuelto loco, y decía que se había olvidado cómo se hacía. De manera que Tom subió por la escala y me dijo que le siguiera, pero en aquel momento, llegaba el león dando unos rugidos tremendos en cada paso que yo daba, y mis piernas temblaban tanto, que no quería quitar una del escalón por miedo a que la otra cediera.

Una vez que Tom subió a bordo, elevó un poquito el globo, y luego lo detuvo de nuevo, en cuanto el final de la escala estuvo a tres o cuatro metros de distancia del suelo. Allí se quedó el león, dando vueltas debajo de mí, soltando una oleada de rugidos, dando saltos en el aire para alcanzar la escala, faltándole tan sólo unos milímetros, al menos así lo creía yo. Era delicioso estar fuera de su alcance, un perfecto deleite, y esto me hacía sentir maravillosamente, y muy agradecido por un lado; pero por otro, veía que me encontraba colgado allí, desamparado, y que no podía trepar, y eso hacía que me sintiera terriblemente desdichado y miserable. Es muy raro que una persona se encuentre tan confusa, y para nada recomendable.

 

Tom me preguntó qué sería lo mejor, pero yo no lo sabía. Me preguntó si podría sujetarme, mientras él encontraba un sitio más seguro y dejaba al león atrás. Le contesté que podría hacerlo, si no subía mucho más de donde ya estaba, pero si se elevaba demasiado, podría perder la calma y caerme, seguro. De manera que me dijo:

—¡Sujétate bien!

—¡No vayas tan rápido! —le grité—. ¡La cabeza me da vueltas!

Salió disparado como un tren expreso. Luego aminoró la velocidad, y comenzamos a deslizarnos más despacio sobre la arena, pero aún me mareaba, pues es incómodo ver cómo las cosas se deslizan y resbalan por debajo de uno, sin emitir un solo sonido.

Pero muy pronto tuvimos sonidos de sobra, pues se acercaba otro león. Su ruido atrajo la atención de los otros. Se podía ver cómo venían a la carrera desde todas direcciones, y en seguida se juntaron un par de docenas debajo de mí, dando saltos para alcanzar la escala, resoplando y dándose zarpazos el uno al otro; de manera que pasábamos casi rozando la arena, y estos tipos haciendo lo imposible para que no pudiésemos olvidar la ocasión. También vinieron algunos tigres, sin invitación, y armaron un bonito jaleo allá abajo.

Nos dimos cuenta de que este plan había sido todo un error. No podríamos escapar de ellos de esta manera, y yo no podría sujetarme eternamente. De manera que Tom se puso a pensar, y dio con otra idea. Ésta fue la de matar al león con el revólver del profesor, y luego salir volando, mientras las otras fieras se peleaban por el cadáver. Así que mantuvo quieto el globo y lo hizo, y luego nos elevamos, mientras dejábamos que continuase todo aquel lío. Entonces descendimos unos ochocientos metros más lejos, y me ayudaron a subir a bordo. Pero en el preciso momento en que ya estábamos fuera de su alcance, la banda se nos acercó una vez más. Y, cuando vieron que ya nos habían perdido y no podrían atraparnos, se sentaron sobre sus patas traseras con una expresión de desilusión tal, que era difícil que uno pudiese dejar de comprender su punto de vista en todo el asunto.

Capítulo 6

¡Es una caravana!

Me sentía tan debilitado, que lo único que quería era la oportunidad de tumbarme, así que me encaminé directamente a mi litera y allí me estiré un poco. Pero uno no podría recuperar fuerzas en un horno como aquél, de manera que Tom dio la orden de elevar el globo, y Jim comenzó a remontarlo. Y cuidado que es necesaria una considerable altura para librarse de las pulgas; Tom recordó aquella canción infantil: «Mary tenía un corderito, sus pulgas eran blancas como la nieve»; pues éstas no lo eran, pertenecían a una especie oscura, de las que siempre están hambrientas de cualquier cosa, y llegarían a comerse un pastel, de no encontrar a ningún cristiano cerca. Siempre que hay arena, encontraréis pulgas, y cuanta más arena haya, mayor será el enjambre. Por allí todo era arena, y el resultado fue en consecuencia. Nunca había visto un número semejante.

Tuvimos que remontarnos más de un kilómetro hasta poder encontrarnos con un tiempo agradable; y otro más aún para librarnos de aquellas criaturas; pero en cuanto comenzó a refrescar, saltaron por la borda. Luego bajamos de nuevo, y corría un brisa fresca y agradable, perfecta, y muy pronto me encontré recuperado completamente. Tom había permanecido sentado muy quieto y pensativo; pero de pronto dio un salto y dijo:

—¡Os apuesto mil dólares a que sé dónde estamos! ¡Estamos en el gran Desierto del Sahara, seguro!

Estaba tan entusiasmado que no podía quedarse quieto. Pero yo no, así que le contesté:

—Bueno, pero entonces ¿dónde está el gran Sahara? ¿En Inglaterra o en Escocia?

—En ninguno de los dos sitios: está en África.

Los ojos de Jim se salieron de las órbitas, y comenzó a mirar fijamente hacia abajo, pues de allí procedían sus antepasados, pero yo no podía creerlo sino a medias, no podía, ¿sabéis? Me parecía espantoso haber viajado tan lejos.

Pero Tom estaba muy satisfecho con su descubrimiento, como él mismo lo llamaba, y decía que los leones y la arena significaba que estábamos en el Gran Desierto, sin ninguna duda. Dijo que, antes de que avistásemos tierra, podría haberse dado cuenta de que ya estábamos sobrevolándola si se hubiera parado a pensar tan sólo en una cosa; cuando le preguntamos de qué se trataba, nos dijo:

—Los relojes. Son cronómetros. Uno siempre lee acerca de ellos en los relatos sobre travesías en el mar. Uno de ellos mantiene la hora de Greenwich, el otro la de St. Louis, como mi reloj. Cuando dejamos St. Louis, eran las cuatro de la tarde en mi reloj, y también en éste, pero eran las diez de la noche en el reloj de Greenwich. Pues bien, en esta época del año, el sol se pone alrededor de las siete. Cuando me fijé en la hora ayer por la tarde al ponerse el sol, eran las cinco y media según el reloj de Greenwich, y las once y media de la mañana por mi reloj y el de St. Louis. Veréis, el sol se apagó, y según mi reloj el de Greenwich iba con seis horas de adelanto; pero hemos volado tan hacia el Este, que dentro de apenas una hora y media, se pondrá el sol según el reloj de Greenwich. Ahora bien, yo tengo una diferencia de… más de cuatro horas y media. ¿Veis? Eso significa que nos estamos acercando mucho a la longitud de Irlanda, y habríamos llegado allí de haber mantenido el rumbo…, pero no lo hicimos. No, señor. Hemos estado dando vueltas…, dando vueltas hacia el sudeste y, en mi opinión, estamos en África. Mirad este mapa. ¿Veis cómo el hombro de África apunta hacia el Oeste? Imaginaos lo rápido que hemos viajado; si hubiésemos seguido hacia el Este, a estas alturas haría rato que habríamos pasado Inglaterra. Esperaremos hasta el mediodía, nos pondremos de pie, y cuando no veamos nuestra sombra, nos daremos cuenta de que el reloj de Greenwich estará a punto de marcar las doce. Sí, señor, creo que estamos en África. ¡Y eso es genial!

Jim estaba observando con los prismáticos. Meneó la cabeza y dijo:

—Amo Tom, me parese que hay un erró en alguna parte: todavía no he visto ningún negro.

—Eso no significa nada; ellos no viven en el Desierto. ¿Qué es aquello que se ve a lo lejos? ¡Dame los prismáticos!

Estuvo mucho rato mirando con ellos, y dijo que veía una especie de cuerda negra extendiéndose por toda la arena, pero que no podía adivinar lo que era.

—Bueno —dije yo—, me parece que ahora se te ha presentado la oportunidad de averiguar por dónde anda este globo, pues lo más probable es que sea una de esas líneas que aparecen en el mapa y que tú llamas meridiano de longitud. Tal vez podríamos bajar, y mirar qué número tiene, y…

—¡Oh, caray, Huck Finn! ¡Nunca he visto un bolonio más grande que tú! ¿Acaso supones que los meridianos de longitud están pintados sobre la tierra?

—Tom Sawyer, aparecen en el mapa, lo sabes muy bien, y allá abajo tienes uno, lo puedes comprobar por ti mismo.

—Por supuesto que aparecen en el mapa, pero eso no quiere decir nada, no hay ninguno en el suelo.

—Tom, ¿estás seguro de eso?

—Naturalmente que sí.

—Bueno, pues entonces el mapa miente otra vez. Nunca he visto un mentiroso más grande que el mapa.

Aquello le puso hecho un basilisco, así que yo ya estaba preparado para hacerle frente. Jim estaba todavía rumiando su opinión también, y al minuto siguiente habríamos empezado una nueva discusión, de no haber sido porque Tom dejó caer los prismáticos y comenzó a aplaudir como un fanático, gritando: