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100 Clásicos de la Literatura

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La bandera más grande y el césped más grande eran los de la casa de Daisy Fay. Daisy acababa de cumplir dieciocho años, dos más que yo, y era, de lejos, la chica más solicitada de Louisville. Vestía de blanco, tenía un pequeño descapotable, y el teléfono no dejaba de sonar en su casa: los jóvenes oficiales de Camp Taylor exigían con emoción el privilegio de monopolizar a Daisy aquella noche. «¡Una hora por lo menos!»

Cuando llegué a la altura de su casa aquella mañana el descapotable blanco estaba junto a la acera, y ella estaba sentada al volante con un teniente al que yo no había visto antes. Estaban tan absortos el uno en el otro que Daisy no me vio hasta que me tuvo a metro y medio de distancia.

—Hola, Jordan —gritó inesperadamente—. Ven.

Me halagó que quisiera hablar conmigo, porque de todas las chicas mayores era la que yo más admiraba. Me preguntó si iba a la Cruz Roja a hacer paquetes de vendas. Sí, iba a la Cruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisar de que ella no podía ir ese día? El oficial miraba a Daisy mientras hablaba, de una manera que cualquier chica desearía que la miraran alguna vez, y me pareció tan romántico aquel momento que no lo he olvidado. El oficial se llamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerle los ojos encima hasta cuatro años después. Incluso cuando me lo encontré de nuevo, en Long Island, no me di cuenta de que se trataba del mismo hombre.

Aquello fue en 1917. Al año siguiente yo también tenía algunos admiradores, y empecé a participar en torneos, así que no vi mucho a Daisy. Ella salía con un grupo algo mayor, cuando salía con alguien. Circulaban rumores disparatados sobre ella, sobre cómo su madre la había descubierto preparando el equipaje para irse a Nueva York a despedir a un soldado destinado a ultramar. Se lo impidieron terminantemente, pero Daisy le retiró la palabra a su familia durante semanas. Desde entonces no volvió a tontear con los soldados, sólo con jóvenes cortos de vista o con los pies planos, inútiles para el servicio militar.

Para otoño ya estaba otra vez alegre, más alegre que nunca. Debutó en sociedad después del armisticio, y en febrero estaba prometida con un tipo de Nueva Orleans, o eso se dijo. En junio se casó con Tom Buchanan, de Chicago, con pompa y solemnidad nunca vistas en la historia de Louisville. El novio llegó con cien personas en cuatro vagones privados, y alquiló una planta entera del Hotel Muhlbach, y el día antes de la boda le regaló a la novia un collar de perlas valorado en trescientos cincuenta mil dólares.

Fui una de las damas de honor. Entré en el dormitorio de Daisy media hora antes de la cena de gala que precedió al día de la boda y me la encontré tendida en la cama, bella como una noche de junio en su vestido de flores… y totalmente borracha. Tenía una botella de Sauternes en una mano y una carta en la otra.

—Feli… Felicítame —murmuró—. No había bebido nunca, pero me encanta.

—¿Qué te pasa, Daisy?

Yo estaba asustada, de verdad. Nunca había visto así a una chica.

—Ten, cielo —buscó a tientas en una papelera que tenía encima de la cama y sacó el collar de perlas—. Baja y devuélveselo a su dueño. Dile a todo el mundo que Daisy ha cambiado de idea. Di: «¡Daisy ha cambiado de idea!».

Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salí corriendo y encontré a la criada de su madre. Cerramos la puerta con llave y la bañamos en agua fría. No se separaba de la carta. Se metió en la bañera con ella y la estrujó hasta convertirla en una bola húmeda, y sólo me dejó que la pusiera en la jabonera cuando vio que se estaba convirtiendo en copos de nieve.

Pero no volvió a pronunciar palabra. La hicimos oler amoniaco, le pusimos hielo en la frente y la volvimos a meter en el vestido, y media hora más tarde, cuando salimos del dormitorio, el collar de perlas lucía en el cuello de Daisy y el incidente había acabado. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, se casó con Tom Buchanan sin la menor vacilación y emprendió un viaje de tres meses por los Mares del Sur.

Los vi en Santa Bárbara cuando volvieron, y pensé que jamás había visto a una chica tan loca por su marido. Si Tom salía un momento de la habitación, Daisy miraba a su alrededor nerviosa y decía: «¿Adónde ha ido Tom?», y se quedaba como ausente hasta que lo veía entrar por la puerta. Se sentaba en la arena con la cabeza de Tom en el regazo durante horas, acariciándole los ojos con los dedos y mirándolo con insondable placer. Era conmovedor verlos juntos: hacía que te rieras, en silencio, de fascinación. Era agosto. Una semana después de que me fuera de Santa Bárbara, Tom chocó con una furgoneta en la carretera de Ventura una noche, y perdió una de las ruedas delanteras de su coche. La chica que iba con él también salió en los periódicos, porque se rompió un brazo: era una de las camareras del Hotel Santa Bárbara.

En abril del año siguiente Daisy tuvo una niña, y se fueron a Francia un año. Los vi una primavera en Cannes, y más tarde en Deauville, antes de que volvieran a Chicago, donde se instalaron. Daisy tenía mucho éxito en Chicago, como sabes. Entraban y salían con un grupo al que le gustaba divertirse, todos jóvenes, ricos y desenfrenados, pero la reputación de Daisy quedó perfectamente a salvo. Quizá porque no bebe. Es una gran ventaja no beber entre gente que bebe mucho. No hablas de más y en el momento oportuno puedes permitirte alguna irregularidad menor pues todos están tan ciegos que ni se dan cuenta o no les importa. Puede que Daisy jamás se metiera en amoríos… pero con esa voz que tiene…

Y, bueno, hace unas seis semanas, oyó el nombre de Gatsby por primera vez al cabo de los años. Fue cuando te pregunté en West Egg —¿te acuerdas?— si conocías a Gatsby. Después de que te fueras, Daisy entró en mi habitación, me despertó y dijo: «¿Qué Gatsby?». Y cuando se lo describí —yo estaba medio dormida— dijo con una voz rarísima que debía de ser el hombre que ella conocía. Hasta ese momento no había relacionado a aquel Gatsby con el oficial del descapotable blanco.

Cuando Jordan Baker terminó de contármelo todo hacía media hora que nos habíamos ido del Plaza y cruzábamos Central Park en una victoria, uno de esos coches de caballos para turistas. El sol se había hundido detrás de los edificios de apartamentos de las estrellas de cine en las calles Cincuenta de la zona oeste, y en el calor del crepúsculo se elevaban voces claras e infantiles, como una reunión de grillos en la hierba:

Soy el jeque de Arabia.

Tu amor me pertenece.

De noche cuando duermas

me arrastraré a tu tienda.

—Ha sido una coincidencia curiosa.

—No. No ha sido una coincidencia.

—¿Cómo que no?

—Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.

Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

—Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.

La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.

—¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?

—Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya ves, no es tan duro como parece.

Algo me preocupaba.

—¿Por qué no te pide que le prepares una cita?

—Quiere que Daisy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.

—¡Ah!

—Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Daisy alguna noche en una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras amigo íntimo de Tom, estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de Tom, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Daisy.

Había oscurecido y, al pasar bajo un puentecillo, mi brazo rodeó el hombro dorado de Jordan, la atraje hacia mí y la invité a cenar. Ya no pensaba en Daisy ni en Gatsby, sino en aquella persona sana, difícil, concreta, que profesaba un escepticismo universal, y que echaba el cuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro del círculo de mi brazo. Una frase empezó a martillearme los oídos en una especie de embriaguez: «Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».

—Y Daisy debería tener algo en la vida —murmuró Jordan.

—¿Quiere ver a Gatsby?

—No tiene que enterarse. Gatsby no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.

Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Gatsby y Tom Buchanan, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi cara esta vez.

5

Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Gatsby, iluminada de la torre al sótano.

 

Al principio pensé que se trataba de otra fiesta, una francachela descomunal y salvaje que había terminado con los invitados jugando al escondite por toda la casa. Pero no se oía un ruido. Sólo el viento en los árboles, el viento, que agitaba los cables y provocaba que las luces se apagaran y volvieran a encenderse como si la casa parpadeara en la oscuridad. Mientras mi taxi se alejaba gimiendo, vi que Gatsby se acercaba a través del césped.

—Tu casa parece la Exposición Universal —dije.

—¿Sí? —se volvió a mirar, como ausente—. He estado echándoles un vistazo a algunas habitaciones. Vámonos a Caney Island, compañero. En mi coche.

—Es muy tarde.

—¿Y si nos damos un baño en la piscina? No la he usado en todo el verano.

—Tengo que acostarme.

—Muy bien.

Esperó, mirándome, conteniendo la impaciencia.

—He hablado con miss Baker —dije al momento—. Mañana llamaré por teléfono a Daisy y la invitaré a tomar el té.

—Ah, perfecto —dijo, como si le resultara indiferente—. No quiero causarte ninguna molestia.

—¿Qué día te viene bien?

—¿Qué día te viene bien a ti? —me corrigió inmediatamente—. No quiero causarte ninguna molestia, de verdad.

—¿Pasado mañana?

Lo pensó unos segundos. Y, poco convencido, dijo:

—Habría que cortar el césped.

Miramos la hierba: una línea bien definida marcaba dónde acababa mi césped desigual, abandonado, y empezaba a extenderse el suyo, más oscuro, perfectamente cuidado. Sospeché que se refería a mi hierba.

—Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.

—¿Prefieres que lo retrasemos unos días? —pregunté.

—No, no es eso. Pero… —probó varios comienzos—. Bueno, he pensado… Sí, mira, compañero, tú no ganas mucho dinero, ¿verdad?

—No mucho.

Esto pareció tranquilizarlo y continuó con más confianza.

—Era lo que pensaba, si puedes perdonar mi… Tengo, como complemento, un pequeño negocio, algo accesorio, ya sabes. Y he pensado que si tú no ganas mucho… Vendes bonos. ¿No es así, compañero?

—Lo intento.

—Bueno, esto podría interesarte. No te exigiría demasiado tiempo y podrías sacarle un buen dinero. Es algo confidencial.

Ahora me doy cuenta de que, en otras circunstancias, aquella conversación podría haber provocado una de las crisis de mi vida. Pero, dado que Gatsby hacía su oferta de un modo poco sutil y sin el menor tacto por un servicio que aún había que prestar, no tuve más remedio que cortarlo en seco.

—Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.

—No tendrías que tratar con Wolfshiem —evidentemente pensaba que yo, asustado, rehuía las «coneggsiones» mencionadas durante el almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba.

Esperó un momento, atento a que yo empezara alguna conversación, pero me costaba reaccionar, tan abstraído estaba, y Gatsby volvió a su casa de mala gana.

La tarde había hecho que me sintiera irresponsable y feliz, y creo que, conforme entraba en mi casa, me sumergí en un sueño profundo. Así que no sé si Gatsby fue o no fue a Caney Island. O cuántas horas pasó «echándoles un vistazo a algunas habitaciones» mientras su casa fulguraba con ostentación. A la mañana siguiente llamé a Daisy desde la oficina y la invité a tomar el té.

—No traigas a Tom.

—¿Cómo?

—Que no traigas a Tom.

—¿Quién es Tom? —preguntó inocentemente.

El día convenido diluviaba. A las once un hombre con impermeable que arrastraba un cortacésped llamó a la puerta y me dijo que mister Gatsby lo mandaba a cortar la hierba. Eso me recordó que había olvidado decirle a mi asistenta finlandesa que viniera, así que fui en el coche a West Egg Village, a buscarla, por callejones blanqueados y empapados, y a comprar tazas, limones y flores.

Las flores no fueron necesarias, pues a las dos llegó de parte de Gatsby un auténtico invernadero con innumerables recipientes para contenerlo. Una hora después se abrió tímidamente la puerta, y Gatsby, con un traje de franela blanca, camisa plateada y corbata de color oro, entró de repente. Estaba pálido y bajo los ojos tenía sombras que indicaban la falta de sueño.

—¿Está todo en orden? —preguntó enseguida.

—La hierba tiene una pinta estupenda, si te refieres a eso.

—¿Qué hierba? —preguntó, como perdido—. Ah, la hierba del jardín —miró por la ventana, pero, a juzgar por su expresión, no creo que viera nada—. Sí, excelente —observó, distraído—. En un periódico he leído que dejaría de llover a eso de las cuatro. Creo que era el Journal. ¿Tienes todo lo necesario para preparar…, para el té?

Lo llevé a la cocina, donde miró con cierto rechazo a la finlandesa. Juntos examinamos los doce pasteles de limón de la tienda de delicatessen.

—¿Te parecen bien?

—¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —y añadió, aunque sonó a falso—… compañero.

La lluvia amainó hacia las tres y media y se convirtió en una bruma húmeda, en la que flotaba alguna que otra gota minúscula, como de rocío. Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar de la Economía de Clay, se sobresaltaba cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y de vez en cuando miraba las ventanas empañadas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes estuvieran sucediendo fuera. Se levantó por fin y, con voz insegura, me informó de que se iba a casa.

—¿Y eso por qué?

—No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es demasiado tarde! —miró el reloj como si su tiempo fuera requerido con urgencia en otro sitio—. No puedo esperar todo el día.

—No seas tonto; faltan dos minutos para las cuatro.

Se sentó, abatido, como si le hubiera empujado, y en ese momento se oyó el ruido de un motor que entraba en el camino de mi casa. Los dos nos pusimos en pie de un salto y yo, un poco angustiado también, salí al jardín.

Bajo los lilos desnudos y goteantes subía por el camino un gran descapotable. Se detuvo. La cara de Daisy, ladeada bajo un tricornio de color lavanda, me miró con una sonrisa extasiada y luminosa.

—¿Aquí es donde vives, amor mío?

El susurro estimulante de su voz era bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuve que seguir la melodía un momento, arriba y abajo, sólo con el oído, antes de captar las palabras. Una veta de pelo mojado se le pegaba a la mejilla como una pincelada azul, y tenía la mano húmeda de gotas brillantes cuando se la cogí para ayudarla a apearse del coche.

—¿Te has enamorado de mí? —me dijo al oído—. Si no, ¿por qué tenía que venir sola?

—Ése es el secreto del castillo de Rackrent. Dile al chófer que se vaya y vuelva dentro de una hora.

—Vuelva dentro de una hora, Ferdie —y en un murmullo grave—. Se llama Ferdie.

—¿La gasolina le afecta a la nariz?

—No creo —dijo inocentemente—. ¿Por qué?

Entramos. Para mi sorpresa y confusión no había nadie en el cuarto de estar.

—Bueno, esto sí que tiene gracia.

—¿Qué tiene gracia?

Volvió la cabeza a la vez que sonaban unos golpes suaves y solemnes en la puerta. Fui a abrir. Era Gatsby, pálido como la muerte; con las manos hundidas como pesas en los bolsillos de la chaqueta, sobre un charco de agua, me miraba trágicamente a los ojos.

Con las manos todavía en los bolsillos de la chaqueta, cruzó a mi lado el recibidor majestuosamente, giró de pronto como si anduviera sobre un alambre, y desapareció en la sala de estar. No tenía ninguna gracia. Consciente de cómo me latía el corazón, le cerré la puerta a la lluvia, que iba en aumento.

Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

—Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

—Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

—Siento lo del reloj —dijo.

La cara me ardía como si estuviéramos en los trópicos. No fui capaz de encontrar ni un solo lugar común de los mil que tengo en la cabeza.

—Es un reloj viejo —dije estúpidamente.

Creo que, por un momento, los tres pensamos que se había hecho pedazos contra el suelo.

—Hace muchos años que no nos vemos —dijo Daisy, con la voz más neutra posible.

—Cinco años el próximo noviembre.

La respuesta automática de Gatsby nos paralizó un minuto más por lo menos. Los había hecho levantarse con la sugerencia desesperada de que me ayudaran a preparar el té en la cocina cuando la finlandesa del demonio lo trajo en una bandeja.

Entre la oportuna confusión de tazas y pasteles se estableció cierta cordialidad física. Gatsby se retiró a la sombra y, mientras Daisy y yo hablábamos, nos miraba alternativamente a uno y a otro, a fondo, con ojos llenos de tensión e infelicidad. Pero, puesto que la serenidad no era un fin en sí mismo, me excusé en cuanto pude y me levanté.

—¿Adónde vas? —preguntó Gatsby, alarmado.

—Volveré.

—Tengo que hablar contigo antes de que te vayas.

Me siguió a la cocina, descompuesto, cerró la puerta, y murmuró totalmente abatido:

—Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Ha sido un error terrible —dijo, negando con la cabeza—, un error terrible, terrible.

—Te sientes violento, eso es todo —y por suerte añadí—. Daisy también se siente violenta.

—¿Se siente violenta? —repitió, incrédulo.

—Tanto como tú.

—No hables tan alto.

—Te estás portando como un niño —corté, impaciente—. No sólo eso: te estás portando como un maleducado. Ahí está Daisy, sola.

Levantó la mano para detener mis palabras, me lanzó una inolvidable mirada de reproche, y, abriendo la puerta con mucho cuidado, volvió a la otra habitación.

Yo salí por la puerta de atrás —el mismo camino que Gatsby, nervioso, había tomado media hora antes para dar la vuelta a la casa— y corrí hacia un inmenso y nudoso árbol negro cuyas hojas frondosas tejían una pantalla contra la lluvia. Otra vez diluviaba, y mi césped desigual, recién afeitado por el jardinero de Gatsby, abundaba en minúsculos pantanos enfangados y ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde el pie del árbol, excepto la enorme casa de Gatsby, así que me dediqué a mirarla, como Kant el campanario de su iglesia, durante media hora. Un fabricante de cerveza la había construido al principio de la moda de la «arquitectura de época», diez años antes, y contaban que se había comprometido a pagar durante cinco años los impuestos de las casas de campo de todo el vecindario si los propietarios hacían los tejados de paja. Puede que el rechazo general disuadiera al cervecero de su plan de Fundar una Familia: inmediatamente empezó la decadencia. Sus hijos vendieron la casa cuando la corona fúnebre aún colgaba de la puerta. Los americanos, dispuestos a ser siervos e incluso impacientes por serlo, siempre se han mostrado reacios a ser gente de campo.

Media hora después, el sol volvió a brillar, y el automóvil del tendero tomó el camino de la casa de Gatsby con las materias primas para la cena de la servidumbre: estaba seguro de que Gatsby no comería nada. Una criada empezó a abrir las ventanas de la planta alta de la casa, apareció un instante en cada una, y, asomándose al amplio mirador principal, escupió meditativamente en el jardín. Era hora de volver. La lluvia, mientras duró, parecía el murmullo de las voces de Gatsby y Daisy, elevándose, creciendo de vez en cuando en ráfagas de emoción. Pero ahora, en el silencio nuevo, sentí que el silencio también había caído sobre la casa.

 

Entré —después de hacer todo el ruido posible en la cocina, salvo derribar la hornilla—, pero no creo que oyeran nada. Estaban sentados en los dos extremos del sofá, mirándose como si esperaran la respuesta a una pregunta, o flotara una pregunta en el aire, y todo vestigio de incomodidad había desaparecido. La cara de Daisy estaba llena de lágrimas, y cuando entré se levantó de un salto y empezó a secárselas con el pañuelo ante un espejo. Pero en Gatsby se había producido un cambio que era sencillamente desconcertante. Resplandecía literalmente. Sin una palabra o un gesto de alegría, irradiaba un nuevo bienestar que colmaba el cuarto.

—Ah, hola, compañero —dijo, como si no me viera desde hacía años.

Pensé por un momento que iba a darme la mano.

—Ha dejado de llover.

—¿Sí? —cuando entendió lo que yo acababa de decirle, que campanillas de sol centelleaban en la habitación, sonrió como un meteorólogo, como el patrocinador extasiado de la luz que volvía, y repitió la novedad a Daisy—. ¿Qué te parece? Ha dejado de llover.

—Me alegro, Jay —su garganta, llena de una belleza triste y dolorida, sólo hablaba de su felicidad inesperada.

—Quiero que me acompañéis a casa. Me gustaría enseñársela a Daisy.

—¿Estás seguro de que quieres que vaya yo?

—Absolutamente, compañero.

Daisy subió a lavarse la cara —y demasiado tarde me acordé, con humillación, de mis toallas— mientras Gatsby y yo esperábamos en el césped.

—Mi casa está bien, ¿verdad? —me preguntó—. Fíjate en cómo da la luz en la fachada.

Reconocí que era espléndida.

—Sí —la recorrió con la mirada, deteniéndose en el arco de cada puerta, en la solidez de cada torre—. Tardé tres años en ganar el dinero para comprarla.

—Creía que habías heredado tu dinero.

—Y lo heredé, compañero —dijo inmediatamente—, pero perdí casi todo en el gran pánico…, el pánico de la guerra.

Pensé que no sabía muy bien lo que decía, porque cuando le pregunté a qué tipo de negocios se dedicaba, me contestó: «Eso es asunto mío», antes de darse cuenta de que no era una respuesta adecuada.

—Ah, me he metido en varias cosas —corrigió—. Me he dedicado al negocio de los drugstores y al del petróleo. Pero he dejado los dos —me miró con más atención—. ¿Quieres decir que has pensado lo que te propuse la otra noche?

Antes de que pudiera responderle, Daisy salió de la casa y dos filas de botones de latón brillaron al sol.

—¿Esa enorme casa de ahí? —exclamó, señalando con el dedo.

—¿Te gusta?

—Me encanta, pero no sé cómo puedes vivir ahí completamente solo.

—La tengo siempre llena de gente interesante, día y noche. Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa.

En lugar de tomar el atajo de la costa bajamos a la carretera y entramos por la gran cancela. Con susurros encantadores Daisy admiró este o aquel aspecto de la silueta feudal con el cielo como fondo, admiró los jardines, el olor chispeante de los junquillos, el burbujeante olor de los espinos y de los ciruelos en flor, y el pálido olor a oro de la milamores. Era extraño llegar a la escalinata de mármol y no encontrar un revuelo de vestidos radiantes, entrando y saliendo de la casa, y sólo oír el canto de los pájaros en los árboles.

Y dentro, mientras recorríamos salas de música a la María Antonieta y salones estilo Restauración, tuve la sensación de que había invitados escondidos detrás de cada sofá y cada mesa, con órdenes de guardar silencio, de ni respirar siquiera, hasta que hubiéramos pasado. Cuando Gatsby cerró la puerta de la «Merton College Library», hubiera jurado que oí la risa espectral del hombre de los ojos de búho.

Subimos a la segunda planta, pasamos por dormitorios de época tapizados en seda rosa y color lavanda y vivificados por flores frescas, y vestidores y salas de billar, y cuartos de baño con bañeras empotradas en el suelo, y aparecimos sin permiso en una habitación donde un hombre en pijama, tumbado y despeinado hacía ejercicios para el hígado. Era mister Klipspringer, el Interno. Esa mañana lo había visto deambular angustiado por la playa. Llegamos por fin al apartamento de Gatsby, un dormitorio con cuarto de baño, y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un Chartreuse que guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy ni un momento, y creo que volvió a calcular el valor de todo lo que había en la casa según la reacción que provocaba en sus ojos bienamados. Y, a veces, miraba sus posesiones como aturdido, como si ante la presencia material y prodigiosa de Daisy nada fuera ya real. Estuvo a punto de caerse por las escaleras.

Su dormitorio era el más sencillo, salvo por un juego de tocador de oro puro mate que adornaba la cómoda. Daisy cogió el cepillo con deleite, y se alisó el pelo, ante lo cual Gatsby se sentó, se llevó la mano a los ojos y se echó a reír.

—Es lo más divertido, compañero —dijo, riendo—. No puedo… Cuando intento…

Había atravesado evidentemente dos estados de ánimo y alcanzaba un tercero. Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

—¿Quién es?

—¿Ése? Es mister Dan Cody, compañero.

El nombre me resultó vagamente familiar.

—Murió hace años. Fue mi mejor amigo.

Había una foto pequeña de Gatsby, también vestido para navegar, encima del buró —Gatsby, desafiante, echaba la cabeza hacia atrás—, de cuando debía de tener dieciocho años, más o menos.