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100 Clásicos de la Literatura

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Se volvió hacia mistress McKee y resonó en la habitación su risa artificial.

—Tesoro —exclamó—, te regalaré el vestido en cuanto me lo quite. Mañana pienso comprarme otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito. Un masaje y una permanente, un collar para el perro, uno de esos ceniceros tan lindos con un dispositivo para tragarse la ceniza, y una corona con lazo de seda negro para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Voy a hacer una lista con todas las cosas que tengo pendientes para que no se me olviden.

Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.

El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie, cara a cara, discutieron apasionadamente si mistress Wilson tenía derecho a pronunciar el nombre de Daisy.

—¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todas las veces que me dé la gana!

Con un movimiento seco y expeditivo, Tom Buchanan le rompió la nariz con la mano abierta.

Entonces hubo en el suelo del cuarto de baño toallas empapadas de sangre, y voces indignadas de mujeres, y, por encima de la confusión, un quejido de dolor inacabable y entrecortado. Mister McKee se despertó y buscó aturdido la puerta. No había terminado de salir cuando se volvió y vio la escena: Catherine y su mujer, que gritaban y protestaban e intentaban ofrecer algún consuelo mientras, con cosas del botiquín en la mano, tropezaban en todos los muebles que atestaban la habitación, y la desesperada figura del sofá, que no dejaba de sangrar e intentaba proteger con las páginas del Town Tattle la tapicería y sus escenas de Versalles. Entonces mister McKee dio media vuelta y reemprendió el camino hacia la puerta. Cogí mi sombrero del candelabro donde lo había dejado, y lo seguí.

—Venga a comer un día —sugirió, mientras bajaba y gemía el ascensor.

—¿Adónde?

—A cualquier sitio.

—No toque la palanca —se quejó el ascensorista.

—Perdone —dijo mister McKee muy digno—. No me he dado cuenta.

—Estupendo —dije yo—. Será un placer.

… Y luego yo estaba de pie, junto a la cama, y mister McKee, entre las sábanas y en ropa interior, sentado, tenía en las manos una carpeta grande.

—La bella y la bestia… Soledad… El caballo de la vieja tienda de ultramarinos… El puente de Brooklyn…

Después me vi derrumbado, medio dormido, en el andén más hondo y frío de la Pennsylvania Station, con la mirada fija en la primera edición del Tribune y esperando el tren de las cuatro de la mañana.

3

Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana el Rolls-Royce de Gatsby se convertía en autobús y, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada, traía y llevaba a grupos de la ciudad, mientras una furgoneta volaba como un bicho amarillo a esperar a todos los trenes. Y los lunes ocho criados, incluyendo un jardinero extra, se pasaban el día limpiando, fregando, dando martillazos, podando y arreglando el jardín, remediando los estragos de la noche anterior.

Una frutería de Nueva York mandaba todos los viernes cinco cajas de limones y naranjas, y todos los lunes esos mismos limones y naranjas salían por la puerta trasera en una pirámide de cáscaras sin pulpa. En la cocina había una máquina que podía exprimir doscientas naranjas en media hora si el pulgar del mayordomo apretaba doscientas veces un botón.

Al menos una vez cada quince días un ejército de proveedores se presentaba con más de cien metros de lona y suficientes luces de colores como para convertir el enorme jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas del buffet, adornadas con entremeses deslumbrantes, jamones cocidos con especias se apretaban contra ensaladas arlequinadas, pastelillos de carne de cerdo y pavos color de oro viejo, como encantados. En el vestíbulo principal ponían un bar, con una auténtica barra de metal donde apoyar el pie, y provisto de ginebras, bebidas alcohólicas y licores olvidados desde hacía tanto tiempo que la mayoría de las invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros.

A las siete ha llegado la orquesta, nada de un simple quinteto, sino toda una banda de oboes y saxofones y trombones y violas y cornetas y flautines y bombos y tambores. Los últimos nadadores acaban de volver de la playa y se están vistiendo en la planta de arriba; los coches de Nueva York aparcan en quíntuple fila en el camino de entrada, y los vestíbulos, los salones y las galerías ya atraen las miradas con sus colores básicos y los cortes de pelo raros y a la última moda, y chales que superan los sueños de la antigua Castilla. El bar bulle de animación, y las incesantes rondas de cócteles atraviesan flotando el jardín, y lo impregnan, y hasta el aire se vivifica con las conversaciones y las risas, y las insinuaciones sin importancia y las presentaciones olvidadas al instante, y los encuentros entusiastas entre mujeres que jamás han sabido el nombre de la otra.

Las luces se hacen más intensas a medida que la Tierra se aleja del sol dando bandazos, y la orquesta toca música de cóctel, y la ópera de las voces sube un tono. Cada vez la risa es más fácil, se prodiga más, se derrama ante cualquier palabra alegre. Los grupos cambian con más rapidez, crecen con los recién llegados, se disuelven y se forman en el mismo suspiro; ya se ven, vagabundeando, chicas seguras de sí mismas que serpentean entre invitados más sólidos y más estables, se convierten por un momento fugaz y feliz en el centro de un grupo, y, con la emoción del triunfo, desaparecen silenciosamente entre la marea de caras y voces y colores bajo la luz que cambia sin cesar.

De repente una de esas gitanas, vibrante en su vestido de ópalo, coge al vuelo un cóctel, se lo bebe valientemente de un trago y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en la pista de lona. Momentáneo silencio: el director de la orquesta se ve obligado a acoplarse al ritmo de la chica, y las habladurías se disparan mientras corre la falsa noticia de que es la suplente de Gilda Gray en el Follies. Ha empezado la fiesta.

Creo que la primera noche que estuve en casa de Gatsby fui uno de los pocos que habían sido invitados de verdad. La gente no estaba invitada: iba. Se subían en coches que los llevaban a Long Island, y, no sé cómo, acababan en la puerta de Gatsby. Una vez allí, alguien que conocía a Gatsby los presentaba y, a partir de ese momento, se comportaban según las normas de conducta propias de los parques de atracciones. Y alguna noche llegaban y se iban sin ni siquiera conocer a Gatsby: llegaban a la fiesta con una ingenuidad de corazón que les servía de entrada.

A mí me invitaron de verdad. Un chófer en uniforme azul turquesa, color de huevo de petirrojo, cruzó el césped de mi casa el sábado a primera hora con una nota de su patrón asombrosamente formal: Gatsby se sentiría muy honrado, decía, si yo pudiera asistir a su «pequeña fiesta» aquella noche. Me había visto varias veces, y desde hacía tiempo tenía intención de hacerme una visita, pero una singular combinación de circunstancias lo había impedido. Firmaba Jay Gatsby, con majestuosa caligrafía.

Embutido en un flamante traje de franela blanca pisé su césped un poco después de las siete y vagabundeé incómodo entre remolinos de gente a la que no conocía, aunque de vez en cuando encontraba una cara que había visto en el tren.

Me impresionó la cantidad de ingleses jóvenes que había por todas partes: todos bien vestidos, todos con pinta de tener hambre, todos hablándoles en voz baja y muy en serio a americanos sólidos y prósperos. Di por supuesto que vendían algo: bonos, seguros o automóviles. Por lo menos eran angustiosamente conscientes del dinero fácil que se movía alrededor y estaban convencidos de que sería suyo a cambio de unas cuantas palabras en el tono justo.

En cuanto llegué, intenté saludar a mi anfitrión, pero las dos o tres personas a quienes pregunté por él me miraron tan asombradas y negaron con tanta vehemencia conocer los movimientos de Gatsby, que me escabullí en dirección a la mesa de los cócteles, el único sitio del jardín donde alguien sin compañía podía quedarse un rato y no parecer solo y perdido.

Había decidido por puro desconcierto emborracharme escandalosamente cuando Jordan Baker salió de la casa y se detuvo en lo alto de la escalinata de mármol para, retrepándose un poco, observar el jardín con interés y desdén.

Me recibieran bien o mal, creí necesario pegarme a alguien antes de empezar a ponerme afectuoso con todo el que pasara.

—¡Hola! —rugí, avanzando hacia ella.

Mi voz, en el jardín, sonó demasiado alta, anormal.

—Había pensado que quizá estuviera aquí —respondió como ausente cuando subí la escalera—. Recordaba que usted vivía en la casa de al lado…

Me cogió la mano de un modo impersonal, como una promesa de que se ocuparía de mí en unos segundos, y prestó oído a dos chicas que llevaban vestidos idénticos, amarillos, y se habían detenido al pie de la escalinata.

 

—¡Hola! —gritaron al unísono—. Qué pena que no ganaras.

Hablaban del torneo de golf. Jordan Baker había perdido en las finales la semana anterior.

—No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas de amarillo—, pero te conocimos aquí hace cosa de un mes.

—Os habéis teñido el pelo —contestó Jordan, y yo me sobresalté, pero las chicas habían seguido despreocupadamente su camino y las palabras las oyó la luna prematura, salida como la cena, sin duda, de la cesta del proveedor.

Con el brazo delgado y dorado de Jordan descansando en el mío, bajamos la escalinata y deambulamos por el jardín. Una bandeja de cócteles se nos acercó flotando en el crepúsculo y nos sentamos a una mesa con las dos chicas de amarillo y tres hombres, que se presentaron, los tres, como mister Mmmm.

—¿Venís mucho a estas fiestas? —preguntó Jordan a la chica que tenía al lado.

—La última fue en la que te conocí —respondió la chica con voz segura, enérgica. Se volvió a su amiga—. Tú, igual, ¿no, Lucille?

Así era.

—Me encanta venir —dijo Lucille—. Me da lo mismo hacer lo que sea, así que siempre me lo paso bien. La última vez se me rompió el vestido con una silla, y él me pidió mi nombre y dirección, y, antes de que pasara una semana, recibí un paquete de Croirier con un traje de noche nuevo.

—¿Te quedaste con él? —preguntó Jordan.

—Por supuesto. Me lo iba a poner esta noche, pero me queda ancho de pecho y me lo tengo que arreglar. Es azul gas con adornos lavanda. Doscientos sesenta y cinco dólares.

—Un tipo que hace esas cosas no es normal —dijo la otra chica con vehemencia—. No quiere tener problemas con nadie.

—¿Quién no quiere tener problemas? —pregunté.

—Gatsby. Alguien me dijo…

Las dos chicas y Jordan acercaron la cabeza confidencialmente.

—Alguien me dijo que una vez mató a un hombre.

Todos sentimos un escalofrío. Los tres mister Mmmm acercaron también la cabeza, ansiosos de oír.

—No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es más probable que fuera espía de los alemanes durante la guerra.

Uno de los hombres lo confirmó:

—Se lo oí a un hombre que lo conocía bien. Se había criado con él en Alemania —nos aseguró categóricamente.

—No —dijo la primera chica—, eso es imposible, porque hizo la guerra en el ejército americano —viendo que volvía a ganarse nuestra credulidad, se inclinó hacia nosotros con entusiasmo—. Fijaos en él cuando crea que nadie lo mira. Estoy segura de que mató a un hombre.

Entornó los ojos y se estremeció. Lucille se estremeció. Todos nos volvimos a mirar donde estaba Gatsby. Prueba de las románticas especulaciones que inspiraba era que murmuraran a su costa aquellos que habían encontrado en este mundo poco sobre lo que poder murmurar.

Habían empezado a servir la primera cena (servían otra después de medianoche), y Jordan me invitó a reunirme con su grupo, en una mesa al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un estudiante insistente, aficionado a las indirectas desagradables, y con la obvia impresión de que, antes o después, Jordan iba a entregarle su persona en mayor o menor grado. En vez de desperdigarse, el grupo había conservado una homogeneidad honorable, asumiendo la representación de la muy seria nobleza rural: East Egg manifestaba su condescendencia hacia West Egg, pero no bajaba la guardia contra su alegría espectroscópica.

—Vámonos —murmuró Jordan al cabo de media hora más bien insípida y desperdiciada—; esto es demasiado fino para mí.

Nos levantamos, y explicó al grupo que íbamos a buscar al anfitrión; yo no lo conocía, dijo, y eso hacía que me sintiera incómodo. El estudiante asintió con un gesto melancólico, cínico.

Había mucha gente en el bar, donde miramos primero, pero Gatsby no estaba. Jordan no lo vio desde lo alto de la escalinata, y tampoco estaba en la galería. Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.

Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.

—¿Qué les parece? —preguntó con verdadero ímpetu.

—¿Qué?

Señaló hacia los libros con la mano.

—Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.

—¿Los libros?

Asintió.

—Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.

Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.

—¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Qué realismo! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?

Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.

—¿Quién les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.

Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.

—A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt —continuó—. Mistress Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.

—¿Ha funcionado?

—Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…

—Nos lo ha dicho.

Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.

Ahora bailaban en la pista del jardín: viejos que empujaban a las chicas en desangelados círculos eternos, parejas de clase alta que se abrazaban tortuosamente, a la moda, sin salir nunca de los rincones, y muchas chicas que bailaban solas y de vez en cuando relevaban al banjo o al percusionista de la orquesta. A medianoche había aumentado la alegría. Un famoso tenor cantó en italiano, una contralto muy conocida cantó jazz, y entre número y número la gente montaba su propio espectáculo sensacional en cualquier sitio del jardín, mientras estallaban las risas y, vacías y felices, subían al cielo de verano. Dos actrices gemelas, que resultaron ser las chicas de amarillo, se disfrazaron de niñas para su actuación, y el champagne fue servido en copas más grandes que lavafrutas. La luna estaba más alta y sobre el estrecho flotaba un triángulo de escamas de plata, que temblaba ligeramente con el repiqueteo seco y metálico de los banjos en el jardín.

Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de champagne y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.

En un momento de respiro en la fiesta el hombre me miró y sonrió.

—Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en la Tercera División durante la guerra?

—Sí, sí. Estuve en el Veintiocho de Infantería.

—Yo estuve en el Dieciséis hasta junio del año 18. Sabía que te había visto en alguna parte.

Charlamos un rato de las aldeas húmedas y grises de Francia. Evidentemente vivía en el vecindario, porque me dijo que acababa de comprarse un hidroplano y que iba a probarlo por la mañana.

—¿Vienes conmigo, compañero? Sólo en la orilla, por el estrecho.

—¿A qué hora?

—A la que prefieras.

Iba a preguntarle su nombre, tenía la pregunta en la punta de la lengua, cuando Jordan miró a su alrededor y sonrió.

—¿Te lo pasas bien por fin?

—Mucho mejor —me volví otra vez a mi nuevo amigo—. Esta fiesta me parece rarísima. Ni siquiera he visto al anfitrión. Yo vivo ahí —moví la mano hacia el seto, invisible en la distancia—, y ese Gatsby me mandó una invitación con el chófer.

Me miró un momento como si no me entendiera.

—Gatsby soy yo —dijo de pronto.

—Perdona —exclamé—. Te ruego que me perdones.

—Pensaba que lo sabías, compañero. Creo que no soy un buen anfitrión.

Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor. Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir. Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta, con un modo de hablar tan ceremonioso y afectado que rozaba el absurdo. Ya antes de que se presentara, me había dado la sensación de que elegía las palabras con cuidado.

Casi en el mismo instante en que Gatsby se identificaba, el mayordomo se le acercó corriendo para decirle que tenía una llamada de Chicago. Se disculpó con una ligera inclinación ante cada uno de nosotros.

—Si necesitas algo, pídelo, compañero —me dijo—. Discúlpame. Te veré más tarde.

En cuanto se fue, me volví a Jordan, porque necesitaba comentarle mi sorpresa. Me esperaba que mister Gatsby fuera un señor de mediana edad, gordo y colorado.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?

—Sólo es uno que se llama Gatsby.

—Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se dedica?

—A ti también te ha dado ya por el asunto —contestó con una sonrisa desvaída—. Bueno, un día me dijo que había estudiado en Oxford.

Un borroso pasado iba tomando forma detrás de Gatsby, pero se disolvió a la siguiente frase de Jordan:

—Pero no me lo creo.

—¿Por qué no?

—No lo sé —insistió—. Pero no me creo que fuera a Oxford.

Algo en su tono me recordó a la otra chica, «Creo que mató a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Hubiera aceptado sin problemas la información de que Gatsby había surgido de los pantanos de Louisiana o del East Side de Nueva York. Eso era comprensible. Pero —por lo que mi experiencia provinciana me permitía suponer— un hombre joven no sale de la nada con toda tranquilidad y se compra un palacio en Long Island.

—El caso es que da fiestas muy concurridas —dijo Jordan, cambiando de tema con un educado fastidio ante lo concreto—. Y a mí me gustan las fiestas con mucha gente. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente la intimidad es nula.

Retumbó el bombo, y la voz del director de orquesta se elevó de pronto entre la ecolalia del jardín.

—Señoras y señores —gritó—. A petición de mister Gatsby vamos a tocar para todos ustedes la última obra de mister Vladimir Tostoff, que tanta atención mereció en el Carnegie Hall el pasado mayo. Si leen los periódicos sabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, y añadió—. ¡Y qué sensación! —y todo el mundo se echó a reír.

—La pieza —concluyó con energía— se titula La historia del mundo en jazz, según Vladimir Tostoff.

Se me escapó la naturaleza de la composición de mister Tostoff porque, en el momento en que empezaba, vi a Gatsby, que, solo, iba mirando con aprobación a los distintos grupos desde la escalinata de mármol. Tenía la cara bronceada, tersa la piel, atractiva, y parecía que le arreglaban todos los días el pelo, muy corto. No encontré nada siniestro en él. Me pregunté si el hecho de que no bebiera lo ayudaba a distinguirse de sus invitados, pues me dio la impresión de que se volvía cada vez más correcto conforme la alegría fraternal aumentaba. Cuando La historia del mundo en jazz acabó, las chicas apoyaron la cabeza en el hombro de los hombres como adolescentes, las chicas caían de espaldas, desmayadas, de broma, en brazos de los hombres, o entre el grupo, sabiendo que alguien detendría su caída. Pero nadie se dejaba caer en brazos de Gatsby, y ningún corte de pelo a la francesa tocó el hombro de Gatsby y ningún cuarteto lo incluyó entre sus cantantes.

 

—Disculpen.

El mayordomo de Gatsby estaba de repente a nuestro lado.

—¿Miss Baker? —preguntó—. Perdone que la moleste, pero mister Gatsby quisiera hablar a solas con usted.

—¿Conmigo? —exclamó Jordan, sorprendida.

—Sí, madame.

Se levantó despacio, me miró y enarcó las cejas en señal de asombro, y siguió al mayordomo hacia la casa. Me di cuenta de que llevaba el traje de noche, y todos sus vestidos, como si fueran prendas deportivas. Sus movimientos tenían una gracia especial: parecía haber aprendido a andar en las mañanas frescas y despejadas de los campos de golf.

Estaba solo y eran casi las dos. Confusos y enigmáticos ruidos salían desde hacía un rato de un salón con muchas ventanas que se abrían a la terraza. Eludiendo al estudiante de Jordan, en ese momento enfrascado en una conversación sobre obstetricia con dos coristas, y que suplicaba mi compañía, entré en la casa.

El salón estaba lleno de gente. Una de las chicas de amarillo tocaba el piano, y a su lado, de pie, una señora joven y pelirroja, miembro de una famosa compañía de revistas, entonaba una canción. Había bebido una dosis considerable de champagne y, de modo poco profesional, en el curso de la canción decidió que todo era muy triste, muy triste: no sólo cantaba, lloraba también. Introducía en cada pausa de la canción hipidos y sollozos entrecortados, antes de volver a la letra con voz temblorosa de soprano. Las lágrimas le corrían por las mejillas; no con total libertad, sin embargo, pues cuando entraban en contacto con las pestañas, muy pintadas, tomaban un color de tinta y seguían su camino en lentos riachuelos negros. Alguien sugirió con humor que cantara las notas que se le escribían en la cara, momento en el que levantó las manos, se derrumbó en un sillón y se hundió en el profundo sueño del vino.

—Se ha peleado con un hombre que dice ser su marido —explicó una chica a mi lado.

Miré a mi alrededor. La mayoría de las mujeres que quedaban se estaban peleando con hombres que decían ser sus maridos. Incluso el grupo de Jordan, el cuarteto de East Egg, se había roto, dividido por la disensión. Uno de los hombres hablaba con inusitada intensidad con una actriz muy joven, y su mujer, después de intentar reírse de la situación haciéndose la digna y la indiferente, perdió completamente el control y recurrió a los ataques por los flancos. Aparecía de repente una y otra vez como un diamante enfadado y decía al oído del marido: «¡Me lo prometiste!»

La resistencia a irse a casa no era exclusiva de los hombres desobedientes. El vestíbulo lo ocupaban ahora dos hombres lamentablemente sobrios y sus mujeres absolutamente indignadas. Las mujeres habían congeniado y hablaban levantando ligeramente la voz.

—Siempre que ve que me lo estoy pasando bien quiere irse a casa.

—No he conocido nunca a nadie tan egoísta.

—Siempre nos vamos los primeros.

—Y nosotros.

—Bueno, esta noche somos casi los últimos —dijo uno de los hombres tímidamente—. La orquesta se fue hace media hora.

A pesar de que las mujeres coincidieran en que tanta malevolencia resultaba inconcebible, la discusión terminó en un breve cuerpo a cuerpo, y las dos mujeres fueron levantadas en volandas y, pataleando, desaparecieron en la noche.

Mientras esperaba en el vestíbulo a que me dieran el sombrero, la puerta de la biblioteca se abrió y Jordan Baker y Gatsby salieron juntos. Él decía una última frase, pero la ansiedad que demostraba se ciñó precipitadamente al más estricto formalismo cuando varias personas se le acercaron para despedirse.

El grupo de Jordan la llamaba con impaciencia desde el porche, pero se entretuvo un momento para darme la mano.

—Acabo de enterarme de algo asombroso, lo más asombroso que he oído nunca —murmuró—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado ahí dentro?

—Una hora, más o menos.

—Ha sido… simplemente asombroso —repitió, abstraída—. Pero he jurado no decírselo a nadie, y aquí me tienes, tentándote con lo que no puedo darte —me bostezó en la cara con mucha elegancia—. Ven a verme, por favor… Guía de teléfonos… El número de mistress Sigourney Howard… Mi tía… —se iba deprisa mientras hablaba, y su mano morena me hizo un alegre saludo cuando en la puerta se fundió con el grupo.

Un poco avergonzado por haberme quedado hasta tan tarde en mi primera visita, me reuní con los últimos invitados de Gatsby, que se congregaban a su alrededor. Quería explicarle que había estado buscándolo al principio de la fiesta y disculparme por no haberlo reconocido en el jardín.

—No te preocupes —me ordenó categóricamente—. No le des más vueltas, compañero —no había en aquella expresión familiar más familiaridad que en la mano reconfortante que me pasó por el hombro—. Y no olvides que mañana por la mañana probamos el hidroplano, a las nueve.

Y el mayordomo, a su espalda:

—Lo llaman de Filadelfia, señor.

—Sí, ahora mismo. Diga que ahora mismo me pongo… Buenas noches.

—Buenas noches.

—Buenas noches —sonrió, y de pronto pareció que el estar entre los últimos que se iban tenía un significado entrañable, como si eso fuera lo que Gatsby había deseado desde el principio—. Buenas noches, compañero… Buenas noches.

Pero mientras bajaba las escaleras vi que la fiesta no había terminado todavía. A unos quince metros de la puerta los faros de los coches iluminaban una escena rara y tumultuosa. En la carretera, en la cuneta, sin haber llegado a volcar, pero habiendo perdido una rueda por la violencia del golpe, yacía un cupé nuevo que había salido del camino de entrada a la casa de Gatsby menos de dos minutos antes. Un pronunciado saliente en la pared explicaba la pérdida de la rueda, que ahora atraía toda la atención de un grupo de chóferes curiosos. Pero, como habían bloqueado la carretera con sus coches, llevaba oyéndose un rato la ruidosa y disonante protesta de los que venían detrás, y eso aumentaba la violenta confusión de la escena.

Un hombre con un guardapolvo muy largo se había bajado del coche siniestrado y, en mitad de la carretera, sus ojos iban del coche a la rueda y de la rueda a los espectadores, afable y perplejo a la vez.

—Fíjense, se ha metido en la cuneta.

El hecho le producía verdadero asombro, y reconocí primero aquel inusitado sentido de lo maravilloso, y luego al individuo: era el usuario de la biblioteca de Gatsby.

—¿Cómo ha sido?

Se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de mecánica —dijo rotundamente.

—Pero ¿cómo ha sido? ¿Ha chocado con la pared?

—No me lo pregunte —dijo Ojos de Búho, lavándose las manos a propósito del accidente—. No tengo mucha idea de lo que es conducir, casi ninguna. Ha sido, y eso es todo lo que sé.

—Pues si no conduce bien, no debería conducir de noche.

—Pero si no sé conducir —respondió, indignado—. No he conducido en mi vida.

Un silencio reverencial envolvió a los mirones.

—¿Quiere suicidarse?

—¡Tiene suerte de que sólo haya sido una rueda! ¡No sabe conducir! ¡Ni siquiera había cogido un coche en su vida!

—No me entienden —explicó el criminal—. Yo no conducía. Hay otro hombre en el coche.

La impresión que provocó esta declaración se dejó oír en un «Ahhh» inacabable mientras la puerta del coche se abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedió instintivamente, y cuando la puerta acabó de abrirse se produjo un silencio espectral. Entonces, muy poco a poco, por partes, un individuo pálido y bamboleante salió del coche siniestrado, tanteando sin mucha seguridad el suelo con un descomunal zapato de baile.