En la senda del hambre

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En la senda del hambre
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Letrame Editorial.

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© Santiago Llensa Ramos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Diseño de cubierta: Planta16.

ISBN: 978-84-18468-22-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Los beneficios de la primera edición de esta novela se destinarán a los proyectos de cooperación de la Fundación IPI-COOP.

IPI-COOP es una ONG que colabora con distintos países en vías de desarrollo para erradicar la pobreza y la injusticia social en ámbitos como la educación, la salud y la protección de la infancia.

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Agradecimientos

A Glòria, Carolina y Berta, las tres mujeres que iluminan la senda de mi vida.

A Ephrem Zewdie, un amigo entrañable que nos dejó prematuramente y al que no podré agradecer todo lo que me enseñó de su amado país: Etiopía.

A los mil quinientos niños y niñas que he tenido el privilegio de conocer a través de IPI, cuyas circunstancias les han conducido a abrazar una nueva vida y familia, muy alejada de sus raíces. Su impresionante ejemplo es el que ha dado sentido a mi trabajo y ha servido de inspiración para esta novela.

Nota del autor

Aunque la novela está contextualizada en un momento histórico muy concreto, la hambruna de Etiopía de mediados de los ochenta y principios de los noventa, los personajes y vivencias que se narran en el libro son ficticios.

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Yohanes Abel

TIGRAY (Etiopía)

12 de septiembre de 1976

El olor a hierba mojada impregnaba la atmósfera del interior de la cabaña. Una densa bruma parecía colarse por las rendijas de la pared de adobe, confundiéndose con el humo desprendido por unas brasas que languidecían. El despertar de los animales anunciaba un nuevo día, mientras los primeros halos de luz penetraban, tímidamente, por el perfil de la ventana.

Arropado con su manta raída, Yohanes se dejaba envolver por aquella sensación de paz y bienestar. Apenas había cumplido cinco años, pero la exigencia de sus tareas cotidianas ya le impulsaba a valorar los pequeños momentos, disfrutándolos como un acontecimiento extraordinario. El ritual de cada mañana no se haría esperar.

Como de costumbre, Dagmawit, su madre, sería la primera en levantarse. Sin desentumecer la musculatura, con los restos de leña esperándola sobre la piedra ennegrecida por el hollín, reavivó el fuego. Acto seguido, abrió la puerta y salió del tukul.1 Tras unos minutos y como por arte de magia, reapareció ataviada con su vestido de algodón blanco tocado con un manto a juego, cubriendo parte de su negra y brillante cabellera. Tenía la cara mojada y resplandeciente.

Enseguida separó un puñado de brasas y las vertió en un cuenco metálico. Dispuso unos granos de café sobre una sartén diminuta y procedió a tostarlos en el precario hornillo. Tras ello, los molió manualmente junto a unas pocas semillas de cardamomo, introduciendo la mezcla resultante en la jabeba2 para su infusión. Finalmente, depositó una pizca de incienso granulado en el fuego.

El embriagador aroma no tardó en llegar al rincón en el que todavía permanecía acostado Yohanes, que alzó los ojos en dirección a su madre.

El recuerdo de aquella estampa, la belleza natural de Dagmawit, la armonía de sus pausados movimientos y el humeante perfume del incienso y el café torrefacto, acompañarían al niño el resto de su vida.

La noche anterior se celebró el Enkutatash, la fiesta que marca el final del año etíope según su calendario, que sigue el patrón gregoriano. Las familias de algunas casas colindantes se reunieron, como cada año, en la roca de Henok. Dicho enclave era el lugar escogido por los campesinos lugareños para las celebraciones o festividades más señaladas. El paraje había sido rebautizado con el nombre de un arbegnoch, un miliciano etíope vecino de aquellos contornos, que fue abatido de un disparo en aquel promontorio en 1941, en una emboscada contra las tropas invasoras italianas. No eran pocas las hazañas que se contaban sobre aquel patriota, muy en la línea de la tradición etíope, siempre proclive a la mitomanía y a la exageración. Fruto de esa cultura ancestral y profusamente arraigada, los etíopes, en su inmensa mayoría, todavía creen que dentro de sus dominios se encuentran el arca de la alianza y la vera cruz.

Mucho había llovido desde la muerte de aquel miliciano, pero la roca de Henok se convirtió muy pronto en una especie de santuario seglar para aquellos paisanos. Su ubicación era inmejorable. La atalaya, sutilmente elevada unas decenas de metros sobre el altiplano que la rodeaba, albergaba unas vistas formidables. Como decoración contaba con tres enormes acacias, cuyas ramas protegían del sol, al tiempo que creaban un ambiente más íntimo. A los pies del promontorio confluían muchos senderos, unificándose todos ellos en uno mayor que llevaba hasta Maychew, la población más cercana. La capital de la wereda,3 con cerca de diez mil habitantes, distaba treinta serpenteantes y abruptos kilómetros del promontorio en el que se celebró el Enkutatash.

Absorta la mirada en su madre, por la mente de Yohanes desfilaron algunas imágenes de la noche anterior. Recordó la fogata, las canciones, los bailes, las flores que se regalaron entre ellos… Pronto dibujó una espontánea e involuntaria sonrisa en sus labios, a la que Dagmawit no fue ajena. La mujer cruzó la mirada con la de su hijo, que tuvo un ligero sobresalto. Aquella no pudo evitar enternecerse, volcando la cabeza hacia un lado y exhibiendo una mueca de indisimulado orgullo. Inmediatamente, le mostró sus brazos, extendidos hacia adelante, moviendo suave y acompasadamente los dedos de las manos hacia ella. Deseaba que el niño la abrazara, como cada mañana.

No sin antes estirar su pequeño esqueleto, Yohanes abandonó su jergón. Lo hizo con suma delicadeza. Cuatro torpes y diminutos pasos bastaron para alcanzar el regazo de su madre, que permanecía sentada en un rústico taburete, vigilando la infusión.

Apenas se había sentado en su falda, Dagmawit exhaló un quejido agudo, retorciendo su cuerpo y provocando una súbita congoja en el niño, que enseguida se apeó de sus piernas.

La mujer posó sus manos bajo el hinchado vientre y frunció el ceño evidenciando un dolor severo, ante la preocupada visión de su hijo.

. . . . .

Dagmawit ya había sufrido otros abortos espontáneos, antes de término, que no le habían dejado secuelas aparentes. En esta ocasión, el embarazo había progresado hasta el séptimo mes pero, por los síntomas, ella sospechaba que el parto se le avanzaba.

Alertada por Yohanes, acudió una vecina a auxiliarla, como otras veces. La solidaridad formaba parte de la cultura etíope, especialmente entre mujeres y en zonas rurales.

Pasadas unas horas, la inexperta matrona constató que alguna cosa fallaba. La dilatación se había detenido, pero no los dolores, cada vez más insoportables. El bebé no colaboraba y temió que estuviera en peligro. En una decisión un tanto precipitada, la vecina decidió realizar una incisión en el perineo, consentida por la paciente. La había visto ejecutar en contextos similares y, con sus exiguos conocimientos en la materia, pensó que facilitaría el alumbramiento. Utilizó una rudimentaria navaja, cuya desinfección consistió en un breve contacto de su filo con el fuego del hogar. El corte fue desproporcionado e impreciso, fruto de su escasa pericia y de los nervios. La mujer bastante hacía ya con aguantar el tipo. Dagmawit comenzó a sangrar en abundancia, sin que pudieran detenerle la hemorragia. El caos se apoderó de la estancia. La parturienta gemía de dolor, Yohanes sollozaba desesperado y la vecina había perdido el control de la situación y de sus movimientos. Sus maniobras eran erráticas y carentes de sentido. A ratos, intentaba atajar el sangrado presionando la fisura con un trapo, pero desistía enseguida, antes de tiempo, desestabilizada por los quejidos de Dagmawit y por la nula eficacia de sus actos. Después, deambulaba por la habitación, santiguándose continuamente e invocando una letanía de santos y mártires del cristianismo ortodoxo. El tiempo pasaba agónicamente, sin que nadie, ni mortal ni divino, acudiera al rescate.

Dagmawit entró en coma y ya no se despertó. Tampoco lo hizo el bebé.

Yohanes fue testigo directo e impotente del calvario por el que pasó su madre hasta el fatal desenlace. Un suceso trágico que contribuyó a forjar su carácter, luchador y resiliente.

. . . . .

Muerta ella, los vecinos trataron de localizar a Abel, el padre del niño. Este fue un personaje muy ausente en la corta existencia de Yohanes. No recordaba haberlo visto más que en cuatro o cinco ocasiones. Aun así, sentía una especial devoción por su figura, mitificada con la aureola de héroe local y enaltecida por el influjo de su madre.

Abel formaba parte del Partido Revolucionario Popular Etíope, conocido como IHAPA en el alfabeto amhárico. Era una organización marxista—leninista que entró en conflicto con el DERG, el régimen, también comunista, que gobernaba el país desde el derrocamiento del Negus. Durante el año 76, el partido al que estaba adscrito el padre de Yohanes sufrió una brutal campaña de persecución, bautizada con el nombre de terror blanco, en la que liquidaron a muchos de sus seguidores. Abel fue uno de los ajusticiados, coincidiendo en el tiempo con el fallecimiento de su esposa.

 

El niño, en un margen de pocas semanas, quedó huérfano de padre y madre.

. . . . .

Los años que siguieron al fallecimiento de sus progenitores fueron muy duros para Yohanes.

En el caso de su padre, nadie se molestó en explicarle su deceso ni, mucho menos, las circunstancias que lo rodearon. En Etiopía, los niños no tenían derecho a opinar, a cuestionar o a saber. Existía, además, la creencia de que una mentira piadosa podía ser un buen bálsamo para aplacar su tristeza.

—Tu padre ha tenido que marcharse y tardará mucho tiempo en volver. Pero no te preocupes; te llevaremos a casa de tu abuelo, que vive a un día de camino…

Nadie esperó preguntas por parte del niño, y estas nunca se produjeron. Con el tiempo, Yohanes comprendió que su padre también había muerto y que el destino había querido que no se vieran nunca más.

Mengistu Haile Mariam, el líder del régimen que sembró el terror rojo en Etiopía desde su llegada al poder, el año 1974, tuvo entre sus aficiones la depuración y la confrontación étnica. Bastaba la delación de cualquier vecino, por conspiración contra la patria, para ser condenado a morir impunemente de un disparo en la sien. La ejecución se producía en tu propia casa o en medio de la calle. Nadie se molestaba en contrastar la información y menos aún en instruir un juicio, por sumarísimo que fuera. El miedo, el odio y la desconfianza estaban presentes en la mayoría de los hogares, conviviendo junto a una lucha feroz por la supervivencia. El DERG, además, tenía un último y humillante detalle con los familiares de los finados: podían recuperar y enterrar dignamente el cuerpo si pagaban el precio de la bala que lo había matado. Aquel régimen se ensañó especialmente con los llamados norteños, los habitantes de Eritrea, de Wollo y de la región del Tigray, en la que moraba la familia de Yohanes.

Tras la muerte de sus padres, el niño creció en la población tigriña de Maychew, al amparo de su anciano abuelo, incapaz de proveerle de la comida y las atenciones que un crío de su temprana edad necesita. El hombre se encontraba en el ocaso de sus días, aquejado de mil dolores. A pesar de su rudeza y primitivismo, recibió a su desconocido nieto con afecto… y con las manos y la despensa vacías.

Llegó cuando ya anochecía, acompañado todo el camino por un vecino de sus padres. Estaban frente a una desvencijada vivienda con paredes de adobe y techo de hojalata. Habían caminado más de diez horas, prácticamente sin pausa. No se quejó en ningún momento, pero Yohanes, además de polvoriento, estaba agotado. Tal vez por ese motivo, no se extrañó al comprobar que los tabiques de la casa estaban inclinados hacia la derecha, por efecto de un vendaval o de una deficiente construcción —o de ambas cosas a la vez—.

El hombre llamó a la puerta, fabricada con lo que parecían retales de maderas viejas. Al abrirse, le hizo un gesto al pequeño para que se mantuviera quieto. El vecino entró en la vivienda, cerrando de nuevo el portón tras de sí. Aun cuando le flaqueaban las piernas por efecto del cansancio, Yohanes no se movió ni un ápice. Pasados unos minutos, su acompañante apareció de nuevo, pero esta vez escoltado por un señor muy mayor, visiblemente conmocionado.

—Yohanes, soy tu ayat. A partir de hoy vivirás conmigo.

Lo abrazó durante unos segundos y le invitó a pasar. El acompañante del crío aprovechó para despedirse, excusándose en que debía pasar la noche en casa de unos parientes.

Yohanes entró con tiento, un poco asustado. No había luz, más allá de la poca que entraba del exterior. La vivienda, en realidad, era una habitación rectangular de ocho metros cuadrados, siendo generosos. Un jergón, tapizado con una tela fabricada con un material y color inclasificables por su desgaste y suciedad, ocupaba uno de los rincones. En el otro extremo, cuatro cachivaches se amontonaban, desordenados, sobre lo que parecía un baúl. Entremedio, se adivinaba una alfombra confeccionada con tela de saco, sobre la que descansaban toda clase de partículas terrenales, algunas vivas y la mayoría en estado vegetativo. En la pared frontal colgaba un cuadro de la virgen. Era el único punto de color de toda la estancia, por lo demás, de un gris amarronado. La imagen de la madre de Jesucristo, encuadrada dentro de un marco descascarillado, se visualizaba notoriamente torcida, en consonancia con el tabique del que pendía.

Como no albergaba ninguna expectativa, ni procedía de ningún palacio imperial, a Yohanes ya le estaba bien.

Se sentó en un margen del colchón y su abuelo le imitó en la otra punta. Aquella noche no se cruzaron más palabras. De vez en cuando, se miraban el uno al otro, momento en el que el anciano asentía con un ligero y ceremonial movimiento de cabeza.

En un momento dado y sin motivo aparente, el viejo se recostó. Lo hizo con suma parsimonia, a cámara lenta. Le sucedió poco después su nieto al que, sin quererlo, ya se le estaban cerrando los ojos.

Aquella noche compartieron una misma cama, pero no hubo cena para ninguno de los dos.

Por la mañana, el estómago de Yohanes protestaba insistentemente, sin que el crío manifestara públicamente su malestar. Por respuesta, no hacían falta palabras; al primer cruce de miradas, el abuelo, con un gesto elocuente, le escenificó la total ausencia de víveres en su alacena. Al niño le quedó claro: tampoco habría desayuno.

En aquel contexto, Yohanes tuvo que buscarse la vida. Pronto empezó a labrarse un carácter indómito y resistente a cualquier penuria o adversidad. Conseguía su sustento, y también el de su abuelo, trabajando en las más duras condiciones: acarreando sacos y piedras, limpiando letrinas, recogiendo escombros… Nada le amedrentaba.

Los años que vivieron juntos, la relación entre el viejo y su nieto estuvo más basada en la supervivencia de ambos, que en la construcción de un vínculo fraternal. Pocas conversaciones mantuvieron a lo largo de los siete años que compartieron aquel humilde espacio. Seguramente, no necesitaban palabras para entenderse. Su día a día no invitaba a hacer planes de futuro, y del pasado solo quedaban cicatrices que ninguno de los dos deseaba destapar. Sin embargo, como dos extraños que el destino ha unido por las circunstancias, de esa convivencia nació un lazo especial. Yohanes tuvo durante ese tiempo un referente, un lugar y una persona que le aportaban seguridad, aun cuando, desde afuera, más bien podría parecer una carga añadida.

. . . . .

Yohanes Abel, Bamlak y su familia

TIGRAY (Etiopía)

Enero de 1983

El abuelo de Yohanes falleció una fría noche de enero de 1983, después de pasar dos días empapado en sudor, con una fiebre intensa acompañada de espasmos. El niño cuidó y acompañó a su ayat hasta su último suspiro, consciente de que, con él, desaparecía también su última familia viva y conocida.

El débil centelleo de una vela exhausta iluminaba aquella escena. El niño continuaba aferrado al brazo inerte del anciano, postrados ambos sobre una márfega inmunda y acompañados de un hedor intenso a muerte y mugre.

Solo de nuevo, estirado junto al cadáver de su abuelo, Yohanes se conjuró para seguir luchando, mientras las lágrimas surcaban, timoratas, las huesudas hendiduras de unos pómulos marcados por el hambre.

Por la mañana, el crío se dirigió a la iglesia de St. Mikael en búsqueda de un sacerdote. Encontró de espaldas al abba Estifanos, un clérigo de mediana edad con gran porte, ataviado con la clásica vestimenta de los religiosos ortodoxos. Estiró con delicadeza de su casulla y, tras girarse, le espetó:

—Mi ayat ha muerto…

El padre no le prestó una especial atención. En aquellas fechas, las muertes eran una constante diaria. Había sido un año pésimo, con sequía y malas cosechas, en una zona en la que no había médicos ni hospitales.

—Un momento, abush.4 Termino unas cosas, y luego te atiendo.

No le dio tiempo a volverse, que oyó un impacto en el suelo. El pequeño se había desplomado.

Cuando abrió los ojos, Yohanes se encontró tumbado en el suelo de la iglesia, con el abba Estifanos ventándole la cara con un trapo viejo. Este reparó enseguida en los marcados signos de desnutrición del chico y en su lamentable aspecto, peor, si cabe, que la media a la que estaba acostumbrado a atender.

—¿Estás mejor?

Yohanes afirmó con un tímido movimiento de sus párpados y un leve balanceo de su cráneo. El cura le ayudó a incorporarse y le invitó a sentarse junto a una de las columnas del templo.

—Dime, abush, ¿cómo te llamas?

—Yohanes —respondió el chico con un hilo de voz.

—Muy bien, Yohanes. Ahora explícame qué ha pasado…

Se hizo un silencio. El chico, rehaciéndose todavía de su reciente desfallecimiento, explotó de pronto en un llanto incontrolado. Yohanes se sorprendió a sí mismo por aquella reacción. No era propia de él. El abba trató de consolarlo, acariciándole el rostro con ternura.

—Ya sé lo que vamos a hacer. ¿Qué te parece si me acompañas a desayunar? Creo que mi ayudante ha preparado injera fir fir…

A Yohanes se le iluminaron los ojos. Tragó saliva con dificultad, pues tenía la garganta áspera como el papel de lija. Se rebañó la cara con la manga de lo que parecía una chaqueta andrajosa, y acompañó al abba hasta un cuarto anexo a la iglesia, con aspecto de comedor. Era una estancia espartana, sin apenas decoración, pero lucía muy pulcra. Estifanos hizo sentar al chico frente al mesob,5 dejándole allí unos segundos, mientras daba algunas instrucciones bajo el dintel de la puerta de acceso. Enseguida apareció una chica con un cuenco, un jarro con agua y una pastilla de jabón. El abba le hizo un gesto para que primero se lo ofreciera a Yohanes. La joven obedeció. El chico parecía aturdido, sin saber qué hacer. Miró al sacerdote, el cual se frotó las manos, invitándole a imitarle. El crío seguía sin entender. Estifanos se levantó, y con exquisita deferencia, asió las dos muñecas de Yohanes y las dispuso sobre el cuenco metálico. Al observar las manos en primer plano, la chica se sobresaltó. Por el contrario, el abba prosiguió, impasible, su operación de limpieza. Había roña petrificada en cada recoveco de aquellas pequeñas zarpas. El fregado se intentó ejecutar a conciencia, pero el sacerdote no tardó en cerciorarse de que los enseres utilizados no eran los adecuados, siendo precisas herramientas mucho más contundentes. Además, aquel no era el momento ni el lugar. Finalizó el trabajo con un resultado loable, pero muy mejorable de haber dispuesto de otros instrumentos.

A todo ello, Yohanes seguía sin comprender nada y constatando, horrorizado, cómo aquellas personas estaban malgastando el agua sin ningún sentido aparente.

Cuando la chica regresó de nuevo al cuarto, ya lo hizo con una bandeja de injera fir fir; una especie de crep cortado a tiras y elaborado con un cereal llamado tef —endémico de Etiopía— generosamente condimentado con berbere.6 Depositó la comida sobre el mesob, frente a los dos comensales.

Acto seguido, el abuna entrecerró sus ojos, juntó las palmas de sus manos y se las llevó a escasos milímetros del mentón. Recitó unas cuantas palabras en guez, el idioma litúrgico utilizado por el credo ortodoxo etíope, al tiempo que observaba de reojo a Yohanes, que seguía aquellos prolegómenos con visible dificultad. Finalizó la oración santiguándose.

—Yohanes, ¡ya podemos empezar! —le dijo señalándole el plato.

El niño observó aquel manjar con un deseo reprimido. Su instinto primario le forzaba a devorar el fir fir; abalanzarse sobre él sin piedad, engulléndolo de un solo bocado. Por educación, supo contenerse. Estiró el brazo, que temblaba sensiblemente, y tomó con los dedos un pedazo del guiso. Se lo llevó a las fauces y lo saboreó, masticándolo con la boca abierta, como buen etíope. Tras el primer cacho, vinieron un segundo y un tercero… A las primeras degluciones les costó superar la rasposa garganta y el recorrido por el esófago hasta posarse en el estómago, pero una vez engrasados los conductos, los siguientes bocados penetraron en el interior de aquel cuerpecillo con inusitada facilidad.

El abba Estifanos disfrutaba viendo al chico. Este, ajeno al mundo exterior y concentrado en la exquisita comida, emitía un concierto sinfónico con los fluidos y el engrudo dando vueltas por su boca, deglutiendo y masticando acompasadamente. Para Yohanes, hasta ese día, el acto de comer nada tenía que ver con lo social; era una acción de pura supervivencia, más allá de compartir la vianda con quien estuviera a su lado; hasta hacía unas horas, con su abuelo. Aquel día, sin embargo, no se preocupó por esa formalidad, ya que la cantidad de fir fir depositada en la bandeja excedía sobradamente la capacidad de las dos personas allí sentadas. Además, Yohanes no asimilaba la comida como un acto natural y rutinario, desarrollado durante una o varias sesiones al día, con la confianza de que se repetiría a la mañana siguiente. Para él era algo efímero. Sabía que una vez terminado el ágape, aun tratándose de un mendrugo de dabo,7 se iniciaba un nuevo ciclo en el que no tenía asegurado ningún alimento. Partía otra vez de cero. Muchos habían sido los días que se había acostado sin llevarse nada al estómago. Su cuerpo y su mente se habían acostumbrado a ello, pese a lo cual seguía gozando de una fortaleza encomiable.

 

Cuando iba a abordar el último resto de fir fir, Yohanes no era consciente de que el abba todavía no se había estrenado en aquel desayuno. Aun así, algo le frenó a comérselo. Observó por primera vez al sacerdote, que sonreía y que no le había quitado el ojo de encima en todo ese rato. Dubitativo, Yohanes enroscó entre los dedos de su mano derecha aquel pedazo, dirigiéndolo hacia la boca de Estifanos. Y este lo aceptó, tal y como manda la tradición etíope del goorsha, en señal de afecto, respeto y honor.

—¿Estaba buena? —le preguntó Estifanos.

Por respuesta, Yohanes asintió con el tradicional movimiento ascendente de cuello y mentón, tan característico de aquellas tierras.

—Muy bien, Yohanes. Y ahora, cuéntame lo que te ha pasado.

No fue fácil extraerle la información. Al principio, las respuestas eran monosilábicas. Yohanes no estaba acostumbrado a hablar de sí mismo, de lo que hacía, de sus sentimientos, de sus miedos… Pese a ello, aquel hombre le infundía confianza y tuvo la paciencia necesaria para construir un relato bastante exacto de lo que habían sido sus primeros once años de vida.

. . . . .

Hacía poco más de un mes que habían enterrado al abuelo de Yohanes en el cementerio de la iglesia de St. Mikael. El chico vivía en el recinto del templo. El abba Estifanos le había tomado mucho cariño y veía en aquel rapaz una bondad y fuerza interior insólitas. Siempre atento a los demás, se ofrecía para cualquier labor que fuese necesaria, disfrutando de la vida como si cada día fuese el último. Era feliz.

Sin embargo y muy a su pesar, Estifanos pronto comprendió que aquel no era el mejor entorno para él. Un chico con aquel potencial debía crecer y madurar en otro ambiente. No tardó en encontrar la solución.

Aquella semana le había visitado el matrimonio formado por Bamlak y Helen. Tenían dos hijas muy pequeñas. Llevaban unos pocos meses en la zona y asistían regularmente a los oficios. A Estifanos le parecieron buena gente desde el primer día. Vivían a cuatro kilómetros de Maychew. La familia procedía de la provincia de Wollo, en la vecina región amhara. Llegaron huyendo de la guerra civil que azotaba el país desde hacía años. Bamlak decidió emigrar a las tierras norteñas a las que pertenecían sus ancestros, por parte de madre; una zona dominada por el TPLF (Frente de Liberación del Pueblo Tigriña) que combatía en una feroz contienda contra el llamado «terror rojo» del DERG. Cuando le llegó la noticia de que su tío de Maychew, ya muy mayor, estaba solo y gravemente enfermo, decidió aprovechar la circunstancia para desplazarse con su familia hasta la tierra de sus antepasados. En los días previos a su partida, las ejecuciones en plena calle eran tan impunes como frecuentes. En la capital de la provincia, Dessie, había redadas continuas y los comandos de la muerte se iban acercando a otras zonas próximas. Bamlak estaba aterrorizado. Pensó que en el norte podrían estar más seguros, bajo el amparo de la guerrilla tigriña, cada vez más fuerte y con más adeptos en sus filas.

El DERG lo lideraron, desde sus inicios, oficiales etíopes de baja graduación, así como grupos políticos de izquierdas muy críticos con el sistema feudal y anacrónico impuesto por el negus Haile Selassie. A la postre, el que fuera gran inspirador del movimiento Rastafari, también resultó ser el último emperador de la dinastía salomónica, un linaje de reyes con origen en la mismísima reina de Saba, según reza la tradición etíope.

Muchos historiadores señalan que el inicio de la caída del Negus fue la hambruna de 1973, que se ensañó precisamente con la provincia de Wollo, con más de ochenta mil muertos. La BBC, con Jonathan Dimbleby al frente, expuso al mundo aquella tragedia, que hizo caer en picado la popularidad del Rey de Reyes, impasible ante la agonía padecida por su pueblo.

En tiempos del Rastafari, la mayoría de las tierras agrícolas y ganaderas pertenecían al emperador o a la nobleza, que otorgaban concesiones bajo el régimen del Gult, que obligaba a sus beneficiarios a pagar notables tributos, en la mayoría de los casos del 75 % de la producción. Era un sistema feudal y arcaico, en el que los medios y los procesos seguidos en las explotaciones no diferían mucho del período neolítico. Con el DERG, todos esos dominios se colectivizaron y pasaron a manos del Estado. El gobierno, en su fase populista inicial —hasta 1977— seguía la máxima de que «la tierra pertenece a quienes la trabajan». En ese período se crearon asociaciones campesinas, que verdaderamente representaban al mundo rural pobre. Sin embargo, de forma progresiva y a medida que Mengistu fue acaparando todo el poder, el aparato militar-burocrático también fue ganando terreno y tomando el control de la situación, en detrimento de los derechos del campesinado. Así pues, si bien a las gentes del medio rural se les acabaron asignando tierras, herramientas y ganado para su propio consumo, la administración fue interviniendo cada vez más y con mayor desatino en la producción agrícola. Las exigencias de la guerra en el Ogadén y en Eritrea provocaron el reclutamiento forzoso de muchos campesinos y una elevada carga fiscal para ellos. Además, la pésima gestión, la corrupción y la hostilidad creciente hacia el régimen, provocaron un descenso de la producción. Los precios eran fijados desde un gabinete ministerial y, por supuesto, no se correspondían con los de mercado. El sufrido campesino pagaba más por las semillas en el mercado negro, de lo que recibía del Estado por el producto final. La nacionalización del Gult provocó un colosal éxodo de hambrientos desposeídos de lo único que tenían, su fuerza de trabajo. Bien entrada la década de los ochenta, con guerras y sublevaciones por todos los frentes, el gobierno marxista etíope ya solo se sostenía, y a trompicones, gracias al respaldo de la URSS y de Cuba.

Sin embargo, y aun contando con la alianza soviética, ni Etiopía ni el mundo supieron reaccionar a tiempo ante los acontecimientos que se sucederían poco después y que representaron una de las catástrofes humanitarias más atroces y vergonzosas del último cuarto del siglo XX. A mediados del año 83, los campos del norte empezaban a estar sedientos y el ganado comenzaba a expirar por falta de alimento. Aquello no era nada más que el preludio del apocalipsis que vendría después.

Estifanos no necesitó trazar ningún plan. Se presentó la coyuntura adecuada y no dudó ni un instante en aprovecharla.

Bamlak disponía de una parcela que había pertenecido a su tío, fallecido a las pocas semanas de llegar con su familia. Contaba también con diez cabezas de ganado: dos vacas, siete corderos y una mula. Sus dos hijas eran todavía muy pequeñas para ayudarle y Helen padecía de fístula vaginal, motivo por el cual no podía realizar esfuerzos. El hombre se veía desbordado y llevaba poco tiempo en la zona como para confiar en nadie.