En la senda del hambre

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—Abba, no sé cómo podré tirar adelante yo solo de mi familia. Cada día tengo que irme más lejos con las reses. No hay pastos verdes y tengo desatendidos los cultivos. Además, pierdo mucho tiempo para ir a buscar agua. No tengo dinero para las semillas y no puedo ir al mercado a vender lo poco que nos sobra. Me faltan brazos. Necesito a alguien que me ayude, pero no tengo dinero con qué pagarle…

Le hablaba con un respeto reverencial, con la cabeza gacha y sin mirarle a los ojos, en señal de mansedumbre y sumisión. Su tono de voz era apenas audible para Estifanos. Él ya estaba acostumbrado, muy a su pesar, a ese trato tan servil. Era un rasgo común en la mayoría de los humildes labriegos etíopes cuando se le dirigían, en su condición de clérigo. Cuando intentaba crear un clima de mayor distensión y proximidad, engendraba un desconcierto absoluto en aquellas gentes, que necesitaban venerar su figura, como representante directo de Jesucristo en la Tierra. Ya había asumido, hacía tiempo, que por más que se esforzase, no lograría cambiarlo. Terminó por abdicar de esa tarea.

Bamlak nunca fue a la escuela, era analfabeto, pero contaba con una educación forjada a lo largo de milenios. De sus ancestros aprendió a seguir un camino, el de la supervivencia, y a no separarse de él. Así lo habían hecho sus abuelos y los antepasados de aquellos, que ya habitaban las tierras rocosas del altiplano etíope, muchos siglos atrás. Era una senda repleta de espinas, dolorosa, en la que debías acatar con resignación el sufrimiento y el infortunio. Conscientes de sus limitaciones, eran campesinos humildes, que vivían en pequeñas comunidades, en muchas ocasiones aislados, sin más fuerza que la de sus brazos. Su supervivencia no solo dependía de las lluvias y de su fortaleza; también estaba subordinada a los designios y caprichos del poderoso de turno, que no dudaba en arrebatarles su alimento hasta reventarles de hambre o en reclutarles a la fuerza para alguna guerra que les era totalmente ajena y remota. Su grandeza, la autarquía, así como su espíritu luchador ante las adversidades de una vida tan dura, eran también su desgracia, pues nunca, históricamente, supieron unir sus fuerzas —seguramente, ni tan siquiera se lo plantearon— para reivindicar unos derechos socavados a lo largo de milenios. Sin duda, la escarpada orografía abisinia no contribuyó a esa alianza de los pobres. La misma revolución del DERG, en su vertiente popular, no fue promovida desde el empobrecido campo, sino que —militares aparte— surgió de grupos estudiantiles urbanos y de pequeñas clases obreras, en un país en el que el 90 % de la población habitaba en zona rural. Paradojas de la historia.

Estifanos valoró aquella confesión como un traje a medida para su protegido.

—Hijo mío, tengo a la persona ideal para ti. ¡Lo que me explicas parece una señal de Dios!

Le imprimió un cierto dramatismo al relato, pero pensó que la causa bien lo valía. Lo sentó, para que no se le escapara y tener mayor margen de maniobra en la negociación.

—La persona que te voy a proponer va a trabajar tanto o más que tú; va a defender tu vida y la de tu familia como si fueran la suya; va a luchar por vuestro bienestar como un león… ¿Y sabes qué? Él no os pedirá nada a cambio. Como mucho, un pedazo de injera al día…

Por primera vez, aunque tímidamente, Bamlak miró de reojo al cura. Fue escasamente un instante, para comprobar que aquella descripción, efectivamente, estaba saliendo de boca del abba.

—Bamlak, soy yo el que sí te va a pedir algo a cambio de su trabajo y fidelidad. Él es un chico huérfano al que la vida ha tratado injustamente. No tiene nada ni a nadie. Tú ya me entiendes. No le asusta ningún trabajo, aprende muy rápido y es un alma generosa y noble que se merece algo mejor. Hacía años que no conocía a nadie como él. Puedes creerme.

Estifanos acompañaba su panegírico con la solemnidad propia de una oración de cuaresma, sabedor del efecto que causaría en el campesino.

—Bien, pues lo único que te voy a pedir es que lo trates como a un miembro más de tu familia. Que lo hagas sentir parte de la misma. No te arrepentirás y te aseguro que Dios te bendecirá por ello.

Bamlak guardó silencio. Tenía que sopesar y procesar toda aquella información. Intuía que la propuesta que le planteaba iba mucho más allá de lo que él se había imaginado. Si no viniera del abba, incluso pensaría que la proposición escondía una trampa perversa. Sin embargo, no podía dudar de él.

—Hijo mío, ¿qué me dices? —le inquirió el cura.

—Abba Estifanos, a usted no le puedo decir que no. De todas formas, me gustaría conocer a ese chico antes de darle definitivamente mi aprobación.

Otro de los atributos distintivos de la mayoría de campesinos del norte de Etiopía, ya fuesen amharas o tigriñas, era el valor de su palabra. Bamlak creció orgulloso, haciendo honor a la misma. Quizás, por ese motivo, sabía que no podía otorgar su compromiso alegremente.

En ese momento, Estifanos pensó que todo estaba yendo de cara. A una veintena de metros de distancia, se encontraba Yohanes acarreando fardos que abultaban más que él, transportándolos sobre su espalda, desde un carro hasta unas dependencias de la iglesia.

—Allí lo tienes.

El abba señaló en dirección al crío.

Bamlak lo observó detenidamente, sin poder disimular su asombro y perplejidad. Reconoció enseguida aquellos sacos. Contenían teff y pesaban medio quintal cada uno.

—Pero… ¡si es un niño! —exclamó Bamlak.

—Hijo mío, ya quisieran muchos hombres hechos y derechos tener la fortaleza y la valentía de este chico. Te lo dije antes y te lo repito ahora: no te arrepentirás.

El abba Estifanos le ofreció su mano para sellar el pacto, no sin antes puntualizarle:

—Solo una cosa más. Debes permitir que el chaval asista a la escuela. Aquí ha empezado a conocer las letras y los números, pero quiero que continúe su aprendizaje en la escuela de Maychew. Solo serán dos horas por la tarde, pero debes permitírselo. Este chico llegará lejos.

Mientras el cura seguía con su mano extendida, asió con la otra la muñeca derecha de Bamlak e hizo encajar las manos de ambos con fuerza. El campesino accedió.

. . . . .

Yohanes se integró muy pronto en el seno de la familia de Bamlak. Eran un matrimonio tan humilde como devoto. Consideraron la llegada del chico como una bendición de Dios. Era imposible no rendirse ante su generosidad y entrega. Era un ser puro, agradecido, vital. Sin ser consciente de ello, lo cierto es que Yohanes vivía por y para esa familia. No podía concebir mayor regalo en la vida que sentirse acogido por ellos; y ellos así se lo hicieron sentir, de corazón, desde el primer día.

Su destreza en cualquier tarea era admirable. Yohanes pastoreaba las reses, las ordeñaba, araba los campos, remendaba el tejado de paja, trajinaba piedras… Y lo ejecutaba todo con una pasión y alegría contagiosas. Su mirada delataba una felicidad indisimulada, con los ojos siempre chispeantes y abiertos como luceros.

La llegada de Yohanes supuso un verdadero bálsamo para el matrimonio, en especial para Bamlak. La vida en el campo seguía siendo muy dura y las jornadas de trabajo parecían no tener fin, pero la aportación del chico superaba con creces el exiguo consumo que generaba su alimentación.

Su entusiasmo vital permanecía intacto cuando, por la tarde, se desplazaba corriendo hasta la escuela de Maychew. Eran ocho kilómetros diarios —sumando la ida y la vuelta— que recorría contrarreloj. No quería perderse ni un instante de su nueva vida. Aquellas transiciones, entre sus quehaceres en el campo y la escuela, galopando descalzo por senderos indómitos, eran preámbulos que deseaba acortar, para poder llegar cuanto antes a su anhelado destino. Devoraba cada repecho del trayecto con el mismo delirio con el que interiorizaba las lecciones. Aprendía muy deprisa y wro8 Samrawit, la maestra, no fue ajena a sus excepcionales capacidades. No era frecuente encontrar a chicos con aquella motivación, en un entorno hostil al conocimiento académico, en el que primaba la supervivencia. Aunque el DERG introdujo muchas mejoras para fomentar el alfabetismo y la escolarización, en zonas rurales como aquella, seguía percibiéndose como un lujo innecesario y sinsentido. ¿Para qué le serviría a un campesino saber leer y escribir?

Por ese motivo, wro Samrawit se volcó en Yohanes, alentando su ávida inclinación natural por aprender. Tenía una inusitada facilidad con las lenguas. Además del tigriña, su idioma materno, y el amariña, el oficial de Etiopía, la maestra le introducía nociones de inglés, que él iba absorbiendo a marchas forzadas. Soñaba con poder comunicarse con algún farangi,9 aunque nunca se había cruzado con ninguno hasta entonces. Había oído historias fascinantes sobre ellos, sobre su enorme envergadura, su piel pálida, su cabello del color del teff a punto para la cosecha… ¡Le habían contado que algunos tenían los ojos de la misma tonalidad del cielo!

—Yohanes, es muy importante que aprendas inglés. Es la lengua que se habla en los países ricos. Etiopía es un país en guerra, dividido y con un futuro muy incierto. En Europa y en América hay muchas oportunidades para personas que quieren progresar en la vida. Estoy segura de que si sigues así, tú podrías salir de la miseria de este país.

Wro Samrawit hablaba con tristeza. Había perdido la esperanza y las fuerzas. Sus ideales de juventud se habían truncado, tras muchos años encajando injusticias y padeciendo como propio el sufrimiento de los niños a los que debía instruir. La imparable y persistente marea de los hechos había doblegado su espíritu. Ella más que nadie quería a su amada Etiopía, pero el devenir del país le había hecho perder la fe en un futuro digno para su pueblo. Por eso, la llegada de Yohanes fue una bocanada de aire fresco.

 

Mientras atendía sus consejos, Yohanes observaba el descolorido mapamundi que colgaba de la pared de adobe del aula, tratando de imaginar cómo sería la vida más allá de su Tigray natal.

. . . . .

Despuntaba el mes de junio. Yohanes, como cada mañana tras el alba, asió su cayado y se dirigió al cobertizo del ganado. De no ser por sus inquilinos, externamente no se apreciaba ninguna diferencia con la cabaña en la que habitaban el chico y el resto de la familia; un habitáculo de no más de doce metros cuadrados, sin separaciones, en el que moraban las cinco personas. Ambas eran construcciones de forma circular y techo de paja, tan típicas de la Etiopía rural. En su caso, venían rodeadas de un patio circundado por matas de higos chumbos, que hacían las veces de valla natural. Lindando el cercado por el norte, se extendía el trozo de tierra que cultivaba Bamlak. Una parte del mismo estaba sembrado con tef y, el resto, con verduras y hortalizas diversas. En total, alrededor de medio acre.

Yohanes abrió el portón y emitió un silbido seco, ayudado por sus labios. Los animales fueron saliendo del predio con parsimonia. La última en salir fue una cabra, que mostraba algunas dificultades para andar. Era muy temprano y el chico no le dio mayor importancia.

Decidió encaminarse hacia un pastizal que distaba unos seis kilómetros. Hacía semanas que no lo frecuentaba y se animó a probar suerte. La hierba escaseaba y encontrar pastos era una tarea cada día más compleja. La jornada anterior apenas logró hallar cuatro matojos mal contados, devorados sin compasión por los cuadrúpedos que le acompañaban. Aquel año, el belg10 había dejado muy poca lluvia. El paisaje se había vuelto árido y los lechos de los riachuelos mostraban una tierra cuarteada por falta de agua.

Llevaba ya un buen tramo de camino. A medida que Yohanes iba avanzando, la cabra se iba distanciando más y más del rebaño. Su paso cansino forzaba el repliegue continuo del chico, que trataba de estirar de la chiva.

—¿Qué te pasa, Hiwot? Vamos, que ya falta poco para llegar…

Yohanes pasaba muchas horas con los animales y había bautizado a cada uno con un nombre. La fatigada cabra había recibido el suyo: Hiwot.

Tras casi dos horas de travesía, con no pocas cuestas de por medio, por fin llegaron a la pradera que él recordaba. El panorama era desolador. El esperado forraje brillaba por su ausencia. Era evidente que se le habían avanzado otras reses recientemente. La competencia era muy dura. Aun así, los animales se precipitaron a la búsqueda del exiguo remanente orgánico que pudiera quedar. Más tierra y polvo que otra cosa.

Hiwot ni tan siquiera hizo el ademán de seguir a sus compañeras. Se quedó inmóvil, abatida. Al poco, dobló la rodilla de una de las patas delanteras. Enseguida la imitó la segunda, preludio de su desfallecimiento.

—¡Hiwot! —exclamó Yohanes al verla caer.

Se acercó a ella con cuatro gambadas.

La cabra quedó recostada sobre un lado. Respiraba agitadamente, con la lengua colgando. El chico se sentó junto a ella y apoyó la cabeza de Hiwot sobre sus piernas. Acariciaba su frente y le susurraba algunas palabras, para tranquilizarla. Al mirarla con detalle, observó sobresaltado los profundos surcos que se formaban entre sus costillas, las cuales tensaban al límite la piel con cada aspiración. Estaba famélica. Yohanes se desesperó. Tenía que hacer algo. Se levantó, dejando delicadamente apoyada en el suelo la testa del animal. Se fue en busca de algún yerbajo que poderle ofrecer. ¿Pero dónde? Iba dando tumbos, evitando alejarse mucho de Hiwot. En la lejanía, divisó lo que parecía una acacia y salió disparado hacia ella. Trepó por el tronco y arrancó unas cuantas ramas finas, adornadas con hojas. Era lo más verde que pudo encontrar. Retornó excitado y jadeante allí dónde había dejado a la cabra. Apoyó sus rodillas contra el suelo y al tratar de incorporar la cabeza de Hiwot para ofrecerle su manjar, se percató enseguida de que en aquel cuerpo ya no había vida. Había dejado de respirar.

Las lágrimas afloraron sobre los ojos de Yohanes.

—¿Por qué? —gritó desesperada y repetidamente.

El chico se estiró sobre la tierra yerma y, con los ojos humedecidos y bien abiertos, oteó el cielo azul del altiplano etíope. El sol, aunque amenazante, todavía no había desplegado toda su fuerza. Se sentía agotado. Recordó a su madre y a su abuelo y rememoró, entristecido, el día en que murieron. Pensó en sus últimos meses y en la felicidad que le había invadido. El fallecimiento de Hiwot fue como el cruel despertar de un sueño maravilloso, en el que no cabían acontecimientos luctuosos como el que acababa de vivir. Aquella dura dosis de realidad le hizo vacilar. ¿Habría sido un mero espejismo todo lo que había vivido durante los últimos meses?

Yohanes reflexionó y extrajo sus propias conclusiones. Ahora sabía que la muerte de seres próximos y las penurias seguirían formando parte de su existencia, de su cotidianidad diaria. No las podría evitar aunque pusiera todo su empeño. Sin embargo, tomó conciencia de algo que era mucho más importante y trascendental: su actitud ante la vida. Decidió que no quería relamerse constantemente las heridas, ni lamentarse de sus desgracias. Tenía que mirar hacia delante, valorar lo que tenía y contagiar ese optimismo a su entorno más cercano. Nadie sabía con certeza su edad exacta, pero Yohanes concibió aquella filosofía de vida sin ayuda y cuando todavía no había cumplido doce años.

. . . . .

La muerte de la cabra Hiwot fue tan solo el preludio de dos más, que exhalaron antes de terminar el mes de junio.

—No sé qué vamos a hacer, abba. Casi no nos queda tef, los animales se nos están muriendo de hambre y el pozo se está secando —se lamentaba Bamlak, cabizbajo ante Estifanos.

—Debes tener fe. Pronto llegará el kiremt11 y, con él, las lluvias. Piensa que hay muchos fieles que están infinitamente peor que vosotros.

Estifanos trató de calmarlo con sus palabras. Era un discurso retórico que debía repetir a diario. Sus feligreses estaban sufriendo lo indecible. Hacía décadas que él no vivía una situación así.

—Lo sé, abba. Pero tengo dos hijas muy pequeñas y Helen últimamente se pone enferma a menudo. La dichosa fístula… —seguía quejándose el campesino.

—¿Y Yohanes? ¿Cómo está el chico? ¿Te ayuda? —preguntó Estifanos.

—Suerte que lo tenemos a él. Es como un ángel. Tenía razón. Trabaja tanto o más que yo y siempre está contento. ¡Es una bendición! —respondió Bamlak.

—¡Lo ves! Ya te lo dije. Él debe servirte de inspiración. Todo se arreglará. Confía en Dios —sentenció el abba.

. . . . .

Unos días después, Bamlak tuvo que desprenderse de una de sus dos vacas, que malvendió en el mercado. Necesitaba dinero con urgencia para las curas de Helen, para comprar semillas, teff y otros enseres.

Los mercados habían perdido la vitalidad de antaño. Eran uno de los puntos de mira del DERG, que efectuaba raids aéreos indiscriminados contra la población civil con sus MiG cazabombarderos, tripulados por pilotos etíopes entrenados en la URSS. Era una manera muy eficiente de amedrentar a la población de regiones rebeldes como aquella. En el caso de Maychew, los lugareños decidieron emplazar el mercado los sábados, justo después de la puesta del sol, para esconderse de la amenaza aérea del régimen. Utilizaban candelas y pequeñas lámparas de gas para iluminar el poco y deslucido género que se exponía para la venta. Sin embargo, el problema principal de los mercados y del comercio no eran tanto los bombardeos, como la falta de mercancías y recursos. La gente se estaba quedando sin nada.

La decisión de Bamlak fue tan difícil como necesaria. La carestía de agua, la exigua alimentación y la deficiente higiene provocaron un recrudecimiento de las ya habituales infecciones genitales de Helen. Llevaba varios días con fiebre intensa, que no remitía.

Helen contrajo fístula obstétrica tras el nacimiento de su hija pequeña. Fue un parto muy difícil, casi agónico. El bebé venía de nalgas y se resistía a salir. Bamlak solo contaba con la ayuda de una prima, cuyos únicos conocimientos en la materia consistían en haber sido madre de cuatro hijos. El dolor era insoportable y los esfuerzos de Helen por expulsarla parecían inútiles. Era muy menuda y su pelvis estrecha, aun siendo su segundo parto. Llevaban muchas horas así y parecía que la madre se estuviera desgarrando por dentro.

La angustia de Bamlak crecía por momentos. Sabía que la vida de Helen estaba en serio peligro. Y aunque fue un matrimonio convenido entre familias, la quería y mucho.

La partera cogió de la manga al hombre y se lo llevó a un rincón, susurrándole unas palabras:

—Si esto sigue así, la tendremos que abrir para sacar al bebé. No podrá resistir mucho más tiempo.

—¡No quiero ni oír hablar de eso! Si la abrimos, la mataremos… No, de ninguna manera —respondió Bamlak con contundencia.

Sabía que la situación era crítica y que en aquel contexto solo podía encomendarse al Todopoderoso. Y lo hizo. Bamlak formuló una promesa a ese Dios que aquel día parecía haberse olvidado de su mujer: «si ella se salva, jamás la engañaré ni la abandonaré».

En Etiopía, ese juramento tenía un valor singular. La cultura machista del país, relegaba a la mujer a un papel de mera comparsa, subyugada al poder y caprichos del marido. Los abandonos y las infidelidades por parte de estos eran recurrentes y tolerados socialmente.

Pasaron unos minutos. Helen profirió un grito estremecedor. Tras este, las nalgas del bebé asomaron visiblemente. La improvisada comadrona introdujo dos dedos dentro de la vagina de Helen y consiguió que también salieran las piernecitas. Poco a poco, con la guía de la partera, terminó de aflorar todo el cuerpo.

Helen perdió el conocimiento y, lo que era peor, la hemorragia no menguaba. La sacudieron ligeramente y recobró la conciencia. Estaba aturdida y muy débil. La prima de Bamlak decidió colocar al bebé sobre el tórax desnudo de su madre. Instintivamente, la pequeña buscó el pezón de Helen y empezó a succionarlo. Eso ayudó a que la matriz se contrajera y provocó la expulsión de la placenta. El sangrado cesó.

Pasados ochenta días, tal y como marca la tradición ortodoxa etíope, la niña fue bautizada, adoptando el nombre de Teamernesh: «Milagro» en amárico.

El parto le dejó una grave secuela: la fístula. La presión del bebé, durante tantas horas, le provocó un orificio próximo a la vejiga, ocasionándole incontinencia de orina e infecciones frecuentes de por vida.

En comunidades rurales, la fístula obstétrica era considerada como un castigo divino. La propia familia de la mujer solía avergonzarse de la situación y, a menudo, las repudiaban. En muchos casos, vivían aisladas en algún agujero al margen de la vivienda principal.

El caso de Helen fue radicalmente distinto. Si bien, al principio, su fístula no era de las más graves, lo cierto es que Bamlak no solo fue fiel a su promesa, sino que su amor por ella se vio reforzado con la enfermedad. Por otro lado, ella soportaba con resignación y en silencio sus afecciones, consciente de su fortuna por contar con un marido tan entregado, en una sociedad lastrada por los rigores de la supervivencia y por la ley del más fuerte. Nunca salió de su boca el más mínimo lamento, por mucho dolor que padeciera. La fístula no era más que una penitencia que debía pagar con resignación.

Sin embargo, aquel castigo divino, en un entorno insalubre y sin los medios necesarios, era una amenaza constante para su vida.

Tantos días seguidos de fiebre habían sumido a la mujer en un estado de semiinconsciencia. Bamlak sabía que debía ir a Maychew en busca de ayuda o la perdería. En el pueblo le hablaron de un curandero, un tal Damot, con referencias muy dispares respecto a sus habilidades sanadoras. En cualquier caso, ni se le pasó por la cabeza visitar el ambulatorio del pueblo. La gente como él, representantes de una gran mayoría de la población, preferían seguir confiando en métodos ancestrales para la curación de sus males.

El DERG, con la ayuda de Cuba, introdujo una precaria red de servicios sanitarios por todo el país. El problema de estos pequeños centros de salud, era que en su mayoría estaban desabastecidos, sin medicinas, ni equipamiento, ni el personal facultativo necesario. No generaban ninguna confianza en el pueblo llano, pero no tanto por su falta de recursos como, sobre todo, porque no se preocuparon por sensibilizar y concienciar a la población, que seguía apostando por los sanadores tradicionales; los de toda la vida. Cualquier cambio trascendental, en una sociedad anquilosada en la Edad Media, requería un gran esfuerzo previo de difusión, que el DERG no supo o no pudo implementar.

 

Bamlak necesitaba dinero y no tenía otra opción que vender la vaca. Sacó mucho menos de lo que pensaba por ella. La carne o la leche eran productos de lujo que muy pocos lugareños podían permitirse. Por el contrario, el precio del tef, el cereal básico de los pobres, estaba por las nubes debido a las malas cosechas de aquel año.

Sea como fuere, obtuvo por la vaca lo justo para adquirir todo lo que necesitaba, así como para llevar a Helen al curandero que le habían recomendado en el pueblo.

Bamlak transportó a Helen en la mula. La mujer llegó a las dependencias de Damot en un estado lastimoso. Este vivía sobre una colina aislada, a cierta distancia del pueblo. Al entrar, el olor a incienso de toda la estancia les cautivó. Sin mediar palabra, depositaron a la enferma en un camastro.

El rostro y los movimientos del curandero estaban revestidos de una solemnidad especial. Tenía los ojos color miel, penetrantes. Su barba cana y las arrugas de su cara, reflejaban una edad muy avanzada, aunque bien llevada.

Una vez recostada, el campesino hizo ademán de hablar, pero el curandero lo frenó alzando su mano izquierda y posando el dedo índice frente a su boca, en señal de silencio. Le invitó a tomar asiento, indicándole el escabel de madera. Sus acciones eran pausadas, algo teatrales, pero transmitían una paz envolvente. A Bamlak le sorprendieron la limpieza y el orden reinantes. Sobre una docena larga de estantes, visualizó más de un centenar de frascos y recipientes variopintos, que contenían todo tipo de sustancias y hierbas. En un extremo de la habitación, Damot tenía dispuesta una mesa alargada, a tocar de la pared, en la que descansaban morteros de diversos tamaños, mazos, cuchillos, tenazas y herramientas varias.

Damot escrutó detenidamente a Helen. En absoluto silencio, recorrió con sus manos el cuerpo de la enferma, de pies a cabeza, sin llegar a tocarlo. Repitió la operación varias veces, ralentizando sus movimientos al pasar por la zona púbica. Alzó el vestido de Helen, dejando al descubierto sus genitales. Toda el área estaba infectada, con pústulas que supuraban un líquido verdoso, de olor nauseabundo. El curandero no pareció inmutarse. La mujer tenía los ojos abiertos, pero su mente se hallaba a muchos kilómetros de distancia. Era como si aquel cuerpo no fuera el suyo.

El curandero se situó al final del camastro y procedió a manipular los pies de Helen. Incidió de forma persistente sobre el costado inferior interno de ambos, presionando con fuerza con sus pulgares. La operación duró un buen rato. Cuando dio por finalizada la friega, se fue en busca de un preparado casero a base de romero, canela, extracto de semillas de pomelo, jengibre y berros, que vertió generosamente sobre una especie de gasa, empapándola por completo. Con la improvisada compresa, trató de desinfectar la zona afectada, teniendo especial cuidado en el momento de inserir la gasa en el interior de la vagina. Debido al deteriorado estado de toda la región genital, Damot ejecutó la maniobra de desinfección repetidas veces, hasta que, por fin, colocó el último apósito, bien untado, recubriendo toda la zona.

Tras ello, el curandero le preparó una infusión de canela y le añadió miel. Incorporó a Helen lo justo para que pudiera absorber el líquido. Tras cada sorbo, le ofrecía un poco de berbere machacado, que ella injería directamente de la mano de Damot. Cuando se terminó el brebaje, el hombre posó su mano derecha sobre la frente de la enferma. Cerró los ojos y pareció levitar. Musitó unas palabras incomprensibles durante un rato y finalmente abandonó la estancia.

Helen se sintió aliviada. La temperatura le había bajado y notó cómo su circulación se reactivaba. El dolor y las molestias también habían remitido notablemente. Estaba muy fatigada, pero con una paz interior que hacía años que no sentía.

Bamlak se fue en busca del curandero. Ya había oscurecido, pero lo divisó a lo lejos, meditando. Se le acercó y le dio las gracias.

—No tienes que agradecerme nada. Eres un buen hombre. Otros, en tu situación, ya la hubiesen abandonado —le contestó Damot.

—¿Se curará? —preguntó Bamlak.

—Yo no puedo curar lo que tiene tu esposa, aunque me han hablado de una clínica en Addis Abeba que trata estos problemas con muy buenos resultados. De todas formas, ahora se repondrá, no te preocupes.

Damot posó sus manos sobre los hombros de Bamlak y mirándole fijamente le dijo:

—Tienes que ser paciente e intentar que siempre tenga agua a su alcance. La higiene es muy importante. Ya sé que te pido mucho, pero es la única manera de que pueda vivir muchos años. Eso, o irte a Addis Abeba.

—Tenemos dos hijas y no tenemos dinero para irnos a Addis Abeba —se lamentó el campesino.

—Según me han explicado, esa clínica atiende a las enfermas de fístula gratuitamente. El centro lo han fundado unos médicos ingleses —le explicó Damot.

—No sé, la situación está muy complicada. El camino a Addis Abeba es muy inseguro. Nosotros ya tuvimos que huir de Wollo. Ato Damot, yo le estoy muy agradecido. Mi mujer parece que haya renacido después de sus curas. Por favor, dígame qué le debo.

Bamlak sentía un agradecimiento tal, que le hubiese entregado un brazo de habérselo pedido.

—Nada. No me debes nada. El dinero es mi enemigo. Nos hace más esclavos y avariciosos de lo que ya somos —replicó Damot con sinceridad.

—No puede ser. Usted también tiene que vivir. Por favor, en ese caso acepte mi comida. Mañana mismo le traeré tef y hortalizas del huerto.

El campesino no daba crédito. Nadie le había contado —ni él había osado preguntarlo— que aquel curandero ejercía su profesión sin cobrar.

Damot eludió la respuesta. En su lugar, asió más fuertemente los hombros de Bamlak, y en un tono más paternalista le explicó:

—Hijo mío, hoy tu mujer pasará la noche aquí, contigo. Sobre la mesa he dejado el ungüento y las gasas. Dentro de unas cuatro horas, cuando sea medianoche, debes cambiarle el apósito y aplicarle uno nuevo bien untado. Ya has visto cómo lo he hecho, ¿verdad?

Bamlak afirmó con una inclinación de cabeza.

—Mañana, a primera hora, antes de iros, lo vuelves a hacer. Después le preparas una infusión de canela y le añades un poco de miel. Te lo he dejado todo en la mesa y en la marmita tienes agua. ¿Sabrás hacerlo?

El campesino ratificó de nuevo.

—Por la mañana tu esposa ya estará muy recuperada. Y recuerda, en el futuro, la higiene es lo que la mantendrá con vida. O eso, o Addis Abeba.

Al terminar la explicación, Damot retiró sus manos del cuerpo de Bamlak y se despidió de él:

—Id con Dios.

El curandero dio media vuelta e inició su marcha. El campesino se quedó plantado, sin saber qué decir. Flotaba, sin poder asimilar todo lo que había pasado en aquel reducto de mundo. El anciano llevaba un buen trecho recorrido, cuando Bamlak despertó de su letargo. Su mente se reordenó y, alzando la voz, atinó a consultarle:

—¡Ato Damot! ¿pero usted dónde dormirá?

A lo lejos, le respondió:

—Por eso no te preocupes. Me reclaman en otro lugar. ¡Ah! Y te han informado mal, mi nombre no es Damot. Me llaman Melaku…

Sus últimas palabras retumbaron en la colina, coincidiendo con su ingreso en un bosque de eucaliptos. Seguidamente, la silueta del anciano se difuminó en la opacidad de la arboleda.