En la senda del hambre

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Llegó el día. Una aventura de 600 kilómetros campo a través, llena de incógnitas y amenazas. Bamlak calculó que tardarían un mes en llegar a la capital del país. Era un salto al vacío, ignorando si la red les estaría esperando al caer; un salto que se producía partiendo de arenas movedizas, que poco a poco les estaban deglutiendo. Se iban sin billete de vuelta, tal y como ya lo habían hecho desde Wollo, un par de años antes. Yohanes, a sus trece años recién cumplidos, acompañaría a un hombre desorientado y descompuesto, a una mujer enferma y a dos niñas escuálidas de ocho y tres años. Irían pertrechados con lo mínimo: dos sacos que sumaban escasamente 20 kilos de grano que trajinaría la mula, así como dos odres para el agua y cuatro enseres básicos para cocinar; Bamlak y el chico, por su parte, acarrearían, sobre sus espaldas, sendos palos de eucalipto, de los que colgaban unos hatillos a ambos extremos, con shamas, netelas y algunas hierbas medicinales.

Ya no hubo más despedidas. Nadie osó mirar hacia atrás. La pequeña Teamernesh, montada sobre la mula, y las otras cuatro figuras, fueron desapareciendo lentamente por el horizonte.

Ya oscurecía cuando decidieron acampar, resguardados bajo una inmensa roca. Habían recorrido unos 30 kilómetros, descalzos, por senderos escarpados. Ni rastro de agua; solo piedras, polvo y matorrales que les rasgaban las piernas al pasar, de lo resecos que estaban. Encendieron un pequeño fuego y Helen preparó injera, sin otra guarnición que su propia fatiga. Nadie protestó durante el viaje, ni tan siquiera las niñas. Finalmente, cayeron en un sueño profundo.

Con las primeras luces del alba, fueron despertados bruscamente por unos gritos.

—¿Qué hacéis aquí? ¿No sabéis que no podéis estar en esta zona?

La voz procedía de un individuo que iba acompañado de otros tres. No iban uniformados como tales, pero por su apariencia era evidente que formaban parte de algún ejército o guerrilla. Dos de ellos cargaban una kalashnikov sobre sus hombros. Iban ataviados con pantalón corto, de un color verde desgastado, camisa de tonalidades inciertas y una suerte de sandalias de cuero con suela de neumático. Llevaban el pelo muy largo. Su aspecto era desaliñado, sucio, y sus modales broncos. En cualquier otro contexto, hubiesen sido confundidos con mendigos.

—¿Estáis sordos? —requirió de nuevo el que parecía llevar la voz cantante de la banda.

La familia no reaccionaba. Estaban atónitos. La brusca transición entre el sueño y aquella escena los tenía confundidos. El cansancio acumulado y la falta de nutrientes tampoco ayudaban. Bamlak comprendió que aquella situación era real. Se puso en pie, sin tiempo para desperezarse. Con la cabeza agachada y voz sumisa, trató de contestar a aquel desconocido.

—Lo sentimos mucho. No sabíamos que en esta zona estaba prohibido el paso. Enseguida nos marchamos.

—No tan deprisa… ¿De dónde venís?

—Venimos de Maychew y queremos llegar a Addis Abeba. Mi mujer está enferma y… —Bamlak no pudo terminar su frase.

—¡Addis Abeba! —exclamó con un grito el individuo—. ¿No sabes que esa zona está dominada por los debdeb del DERG?… ¿Acaso sois simpatizantes suyos?

—No, señor. Nosotros no entendemos de política. Somos gente del campo, humilde. Solo queremos sobrevivir y que mi esposa se cure. En Maychew nos quedamos sin nada.

Bamlak comprendió que estaban delante de una facción del TPLF.

—No entendemos de política… —repitió con sorna el guerrillero—. Os pensáis que con esa excusa lo podéis justificar todo. Nosotros estamos dando la vida por nuestro pueblo y a vosotros solo se os ocurre huir y pasaros al bando contrario. ¡Malditos traidores!

Bamlak encogió los hombros, todavía más de lo que ya los tenía. Optó por callarse. Sabía que replicarle empeoraría las cosas.

El supuesto cabecilla de aquella milicia se iba enardeciendo él solo. No parecía necesitar ninguna mecha para entrar en cólera. Se sentía superior. El arma que cargaba sobre su espalda derecha y el chat mascado esa misma noche le daban alas.

—¿Qué lleváis en esos sacos? —inquirió con vehemencia señalando los fardos.

—Llevamos un poco de sorgo. Lo justo para el camino hasta la capital —contestó Bamlak con voz trémula, temiéndose lo peor.

—Pues os lo vamos a requisar. Y la mula también —replicó con desdén el guerrillero.

Bamlak intentó aproximarse al individuo, con aire suplicante.

—No puede hacer eso, señor. ¡Moriremos de hambre!

Cuando ya se encontraba a un metro escaso del miliciano, este maniobró con pericia y, con la culata del fusil, le espetó un golpe seco y potente que fue directo al mentón de Bamlak, abatiéndolo al instante. El impacto provocó un chasquido sobrecogedor. El campesino se retorcía de dolor en el suelo. Helen y las niñas exhalaron gritos de pánico. Yohanes, por el contrario, se deshizo de su shama y se abalanzó como un felino contra el guerrillero, derribándole y propinándole toda suerte de golpes, con una furia y contundencia inusitadas para un chico de trece años y poco más de 35 kilos. Dos compañeros del miliciano agarraron a Yohanes, logrando inmovilizarlo, no sin antes poner todo su empeño en ello. El chico seguía fuera de sí, luchando por zafarse de aquellos brazos, para seguir ajustando cuentas con el cobarde que había atacado a Bamlak.

Ya muy mermado de fuerzas, el chico quedó definitivamente reducido tras recibir un fuerte codazo de uno de los milicianos, que le abrió el labio superior, del que enseguida comenzó a manar abundante sangre. Seguidamente, el individuo sobre el que se había abalanzado momentos antes, preso de ira, se colocó frente a un aturdido Yohanes y alzó el puño con la intención de someterlo a una paliza.

—¡Ahora te vas a enterar de quien soy! —le chilló amenazante antes de dar paso a la tunda.

—¡Basta!

Era un grito de mujer y provenía del cuarto miembro de la banda, la única que no había participado en el rifirrafe. Su aspecto no difería demasiado del de los otros tres y su feminidad quedaba camuflada tras aquella indumentaria.

—¿No ves que es un crío? Son unos pobres desgraciados. Ellos no son nuestro enemigo. Nos llevamos las provisiones y ya está. Dejadlos en paz.

Aquellas palabras frenaron al miliciano y a su inminente embestida. Los otros dos soltaron a Yohanes, que se desplomó, exhausto y dolorido, quedando de rodillas sobre la tierra polvorienta. Parecía un mártir antes del sacrificio.

Sin mediar más palabras, los guerrilleros se hicieron con todos los víveres de la familia, incluyendo a la mula, y tomaron rumbo hacia el norte. No habían recorrido ni treinta metros, cuando la mujer dio media vuelta y se dirigió de nuevo al punto de acampada de los campesinos, ante la temerosa mirada de estos.

—Siento lo que ha pasado. La guerra devora nuestras almas y nos convierte en carroñeros. Lo mejor para vosotros es que os dirijáis a Korem. Allí hay un campo de refugiados. Os darán comida y hay médicos farangis que os atenderán. Debéis tomar la carretera principal, dirección sur. Es segura. La tenéis a unos cinco kilómetros tirando hacia allí.

La miliciana les señaló la dirección y prosiguió con sus recomendaciones:

—Una vez en la carretera, tardaréis alrededor de seis horas hasta llegar al lago Ashenge. Después, en una hora ya llegaréis a Korem. Si alguien del TPLF os para, le decís que venís de parte mía. Yo me llamo Tsiwahab.

Era una chica de unos veintitantos. La guerra había dejado una fuerte impronta en su expresión, pero en lo más profundo de aquellos ojos tristes, todavía fluían, escondidos, los sentimientos de una niña pastora que había dejado a las cabras y a su familia para combatir en una contienda cruel. Tsiwahab no solo tuvo que luchar contra el terror rojo del DERG, también tuvo que hacerlo contra el machismo de sus compañeros de filas, que la ridiculizaron y menospreciaron sin tregua, sobre todo al principio, por su condición de mujer. Su valor y osadía le acabaron valiendo el respeto de la tropa, pero por el camino perdió la infancia, la juventud y los sueños. Las penalidades por las que pasó habían curtido y endurecido su carácter; sin embargo, todavía conservaba ese punto de humanidad que la mayoría de sus compañeros varones habían perdido en aquella lucha fratricida.

Antes de unirse a su grupo, le entregó a Helen una bolsa con granos de kolo y uno de los odres de agua que previamente les habían requisado.

—Con esto llegaréis a Korem. ¡Que Dios os bendiga!

Juntó las palmas de las manos, inclinó tímidamente el torso y se marchó.

La familia quedó quieta y en silencio un buen rato. Necesitaban digerir los últimos cinco minutos. Tenían miedo, la sensación de que el peligro todavía les acechaba. La silueta de aquellos guerrilleros, aun alejándose de ellos, seguía demasiado presente. Ninguno de ellos se atrevía a intervenir. Las dos niñas estaban conmocionadas. Ni tan siquiera las lágrimas osaban brotar de sus aterrados ojos. Al fin, Helen dio el primer paso. Se levantó y se acercó a los dos heridos, que yacían muy cerca el uno del otro.

—¿Cómo estáis? ¿Os duele mucho?

—Un poco, pero no es nada.

Al hablar y mover la mandíbula, Bamlak tuvo un espasmo de dolor, que no pasó desapercibido a su esposa. Tenía el mentón inflamado, pero lo que más le afligía era la escena que su familia tuvo que vivir.

—Yo estoy bien, no os preocupéis —contestó Yohanes poco después.

Helen empapó su netela con agua, limpió la herida del chico y presionó sobre su labio para contener la hemorragia. Tras la cura, se dirigió a su marido para asistirlo. No pudo evitar mostrar su pasmo al ver cómo se le había desfigurado la cara. Tenía la barbilla muy hinchada.

 

—Bamlak, querido ¿qué te han hecho esos salvajes?

La mujer lo recostó, apoyando con ternura la cabeza de su esposo sobre su regazo. Arrancó a llorar. Al poco, se acercaron las dos niñas, que se unieron a los sollozos de la madre. Finalmente, Yohanes también se incorporó al cuadro, fundiéndose los cinco en un abrazo que pareció eterno.

Laura Requena

HOSPITALET DE LLOBREGAT (BARCELONA)

Junio de 1984

Laura Requena tenía diecisiete años, aunque bien podría aparentar dos o tres más. Era una chica alta y con curvas de vértigo. Se diría que todo en ella rebosaba exuberancia, pero en la dosis justa para no caer en la desproporción. No hacía tanto, era una mocosa a quien nadie interesaba, siempre aferrada a su Nancy, heredada de una prima mayor.

Fue muy consciente de su cambio morfológico, que pareció desenfrenado por momentos. De hecho, al principio le costó mucho asumirlo y se sentía confundida. Intentó disimularlo como pudo, tratando de pasar desapercibida. No lo consiguió del todo. Tendría unos catorce o quince años cuando se percató del interés que despertaba en el género masculino. Fue en las clases de gimnasia y en los entrenos de básquet. Con el ligero y ceñido equipamiento de deporte, los chicos la miraban con otros ojos, a los que ella no estaba acostumbrada. Los codazos entre ellos y sus comentarios en voz baja se sucedían, mientras un escalofrío extraño recorría todo su cuerpo. Aquello la incomodada. Seguramente por ello, al principio siguió vistiendo de forma anodina, con ropa holgada y evitando resaltar su rotunda feminidad.

Su rostro también vivió una mutación, con facciones más angulosas y una nariz que creció algo más de lo debido, imprimiéndole carácter. La boca, ancha y carnosa, contrastaba con unos ojos rasgados de color castaño, como su cabello. Laura, seguramente, no entraba dentro de los cánones más ortodoxos de belleza clásica, pero se había convertido en una joven muy atractiva que llamaba la atención.

El verano del 84, sus padres decidieron que ya había llegado el momento de que empezara a trabajar. Había terminado 3º de BUP y, aunque sus notas eran meritorias, consideraron que los estudios no entraban dentro de los planes de la gente de su rango. A ella, en aquel momento, dejar el instituto no le supuso ningún trauma. Lo tenía muy asumido y no era, ni mucho menos, la única de su clase en hacerlo. Sus padres emigraron a Cataluña cuando ella tenía un año. Procedían de Valverde de Mérida, un pueblo de la provincia de Badajoz, que en aquellas décadas sufrió un éxodo masivo de gente humilde y sin porvenir, en busca de una vida mejor. Llegaron prácticamente con lo puesto y con otro hijo en camino. Los inicios fueron muy duros, aunque al principio contaron con la ayuda de sus tíos, asentados en Hospitalet de Llobregat desde hacía unos años. El padre de Laura, Antonio, era pintor de brocha gorda. Fue trapicheando como buenamente pudo, casi siempre en compañía de algún brandy barato. Mercedes, su madre, no daba abasto entre el cuidado de los tres hermanos pequeños de Laura y sus labores de costura, que realizaba en casa y en precario, zurciendo cremalleras a destajo para una fábrica textil de la zona.

Antonio presentó la candidatura de su hija al dueño de una empresa de envases y productos de plástico, don Isidro Grau, tras saber que una de sus administrativas se jubilaba. Era, de largo, la mejor nave industrial de la zona y la compañía más próspera en aquel momento. Recientemente le había pintado las oficinas de la calle Motores, así como la vivienda en la que residía, en el barrio de Tres Torres de Barcelona. En esta ocasión, su trabajo causó una buena impresión al empresario, que aceptó contratar a su hija Laura a prueba.

Los tres primeros meses transcurrieron plácidamente. Laura demostró iniciativa, actitud y aptitudes desde el primer día, exhibiendo un saber estar impropio de su edad y condición. Enseguida se ganó el afecto de sus compañeros de trabajo y, principalmente, el de su jefa directa, Carmen, la secretaria de don Isidro. Era una mujer de mediana edad, dicharachera y muy entrada en carnes. Llevaba en la empresa desde que se fundó, hacía casi treinta años, y sentía aquel negocio como propio. Era de la vieja escuela, y suplía sus carencias con la veteranía que le daba la experiencia y la impronta de unos galones que se había ganado a base de implicación y compromiso. Se sabía respetada por todos y tenía un gran ascendente sobre don Isidro, al que le había salvado los muebles en más de una ocasión.

Carmen tomó a Laura como su pupila y en poco tiempo le enseñó el vademécum de las labores administrativas. No tardó en constatar el potencial de la chica y la animó a seguir estudiando y formándose, insistiendo en que tenía un universo por delante que no podía desaprovechar. Laura se dejaba querer y se sentía arropada por Carmen, que suplía las carencias que vivía en casa, con un padre alcoholizado y una madre desbordada, a la que siempre veía en bata y con el pelo desaliñado. Nadie le había hablado así hasta ese momento. Y lo mejor de todo es que parecía tener razón en todo lo que le decía.

La relación con don Isidro fue muy distante al principio. Les separaba un universo. El señor Grau era un ingeniero emprendedor, que ya procedía de una clase acomodada. Pasaba de los cincuenta, pero seguía con su costumbre de no escatimar horas de dedicación a su empresa, que era más que un cuarto hijo para él. La había levantado con mucho esfuerzo y gozaba de la confianza de muchos y buenos clientes. Era un hombre chapado a la antigua, pero sabía adaptarse a cualquier situación. Su época dorada ya había pasado, si bien, sin ser coqueto, todavía se mantenía en forma, tal vez porque consideraba que debía proyectar una buena imagen a los clientes de su empresa, su verdadera y gran pasión.

Laura observaba con disimulo a don Isidro. Ya se sabía de memoria sus trajes y corbatas, que la fascinaban; los movimientos que hacía con sus gafas, con aquel quita y pon constante; su perfume elegante; su afeitado bien rasurado; su voz grave y envolvente; su verbo culto; sus modales refinados… Todo en aquel hombre era nuevo y diferente para una chica que no había salido de un barrio suburbial de la periferia de Barcelona.

Se sentía extrañamente atraída por aquel envoltorio aterciopelado, aunque se sabía a años luz del mismo.

Durante esos primeros meses desde su incorporación a la empresa, don Isidro no le había dedicado ni media hora a la joven. Y no por despreciarla, sino porque era un hombre muy ocupado y consideraba que eran los mandos intermedios de la empresa los que debían despachar con ella, en especial Carmen. No obstante, siempre se mostró educado y gentil con la chica, de la misma forma que lo era con el resto de trabajadores.

Pero todo cambió una mañana de finales de noviembre. El azar intervino para que don Isidro presenciara una escena desagradable, que alteraría el destino, o simplemente precipitaría acontecimientos futuros.

Andaba conduciendo su Mercedes y ya se hallaba a escasos trescientos metros de la empresa, cuando a lo lejos observó movimientos bruscos de algunas personas. Parecían estar forcejeando entre dos coches aparcados en la acera. Faltaban unos minutos para las ocho de la mañana y todavía estaba bastante oscuro. A medida que se acercaba, se fueron confirmando sus peores presagios. Dos individuos parecían estar agrediendo o forzando a una chica. Instintivamente, fue bajando la ventanilla del coche. Escuchó nítidamente los chillidos desesperados de la joven. Frenó en seco a escasa distancia de los hechos y abrió violentamente la puerta, saliendo como una furia y gritando con su contundente voz de barítono.

—¿Qué está pasando aquí? ¡Dejad a la chica y largaos si no queréis tener problemas!

La fortuna se alió con el empresario; en ese preciso momento asomaron las luces de una furgoneta, acercándose en dirección a la escena.

Los dos agresores se miraron entre sí y en un solo gesto dejaron a la chica. Uno de ellos llevaba la bragueta bajada y el vaquero abierto. No se molestó en abrochárselo. Miró a don Isidro con rabia y con los ojos incendiados. Para intimidarlo, recorrió con una navaja abierta su propio cuello, a escasos centímetro del mismo y le espetó con un deje gangoso y barriobajero:

—¡Me he quedado con tu cara, cabrón!

Y desaparecieron corriendo.

Acto seguido, don Isidro se acercó a la chica para socorrerla. Estaba llorando, tapándose la cara con las manos, y en estado de shock. Le habían bajado los pantalones hasta la rodilla y le habían rasgado de arriba abajo el jersey de algodón, dejándole a la vista los pechos, desbordados fuera de la copa del sujetador.

Don Isidro se ruborizó por momentos, pero hizo el corazón fuerte.

—Tranquila. Ya se han ido. Ya pasó todo… ¿Estás bien?

Al poco, apareció el conductor de la furgoneta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre, muy alterado.

—Unos drogadictos estaban agrediendo a esta chica. Pero ya se han ido. Suerte que también le han visto llegar a usted —le contestó el señor Grau.

—Ya no se puede salir por la calle. Cada vez hay más yonquis y sinvergüenzas sueltos. No hay seguridad. Antes esto no pasaba…

La chica seguía sin moverse. Don Isidro se sacó la americana y, con ella, cubrió a la joven con delicadeza. Fue al sentir el contacto con la prenda, que ella reaccionó. Bajó lentamente sus manos y, entre sollozos, descubrió su cara. Don Isidro Grau se sobresaltó.

—Laura, ¡eres tú!

No obtuvo respuesta. No podía articular palabra.

—Ven. Acompáñame al coche. Te llevaré a la oficina. Ya pasó todo…

Era una situación embarazosa. Don Isidro estaba bregado a todo tipo de contextos, pero no a tratar con chicas jóvenes y menos que hubiesen sufrido una agresión como aquella. Era padre de tres varones y a él le habían educado en un ambiente viril, en el que la sensibilidad femenina era un tema ajeno al hombre. Se sentía muy incómodo y por primera vez en mucho tiempo se veía torpe e incapaz de abordar aquella situación.

Sin saber muy bien cómo, Laura Requena ya se había sentado en el asiento del copiloto de su berlina. La miró fugazmente, pero ella seguía como traspuesta.

El minuto que tardaron en llegar a la nave, se le hizo eterno. Don Isidro se sentía extraño. Por una parte quería endosar aquel «paquete» a alguien más capacitado que él; alguien que pudiera atender —y entender— a Laura como se merecía. Sin embargo, en su interior, no quería escapar de aquella situación. Por su mente pasaban todo tipo de fantasías. No se reconocía a sí mismo. Era como si hubiese emergido, de repente, un ser interior desconocido que había permanecido hibernado durante décadas. Estaba amarado de sudor. Se sintió ridículo y patético. Miró de sobreponerse. Ya estaba entrando en el aparcamiento exterior de la empresa. Por fin, logró centrarse.

—Laura, ya hemos llegado. Espera, que te ayudo a bajar.

Entraron por la puerta de acceso a las oficinas de la empresa. Todavía no había llegado la recepcionista. Mejor, pensó. Subieron por las escaleras que accedían a la zona de administración. Don Isidro fue acompañando tímidamente el codo de Laura durante todo el trayecto, con un contacto sutil pero firme. Al llegar arriba, encontró a su salvación: Carmen.

—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada al constatar el aspecto de Laura—. Cariño, ¿qué te han hecho?

Don Isidro le explicó brevemente lo sucedido y le encomendó ocuparse de la chica. No hizo falta, pues Carmen tomó enseguida las riendas de la situación. Se llevó a Laura a una sala anexa y con un gesto nítido invitó al señor Grau a desaparecer de la escena.

Don Isidro entró en su despacho y cerró la puerta. Se sentó en su butaca y trató de rememorar lo acontecido. Los pechos tiernos y turgentes de Laura vinieron enseguida a su mente y sintió un espasmo. Se excitó. Estaba asombrado. No podía dominar su mente, y su cuerpo también iba por libre. La seguía viendo allí, indefensa, cándida… ¡hermosa!

Entró en su lavabo privado y descargó toda su libido en apenas unos segundos. No recordaba una reacción así desde sus tiempos de estudiante. Quedó abatido sobre la taza del váter. Suspiró profundamente. Estaba extenuado, como si hubiese expulsado mil demonios que llevaba parasitados en su interior. Por momentos, se notó más aliviado. Se limpió como buenamente pudo y volvió de nuevo a su despacho.

Recostado en la butaca, le invadió un desapacible sentimiento, una mezcla de culpa y vergüenza.

Don Isidro había crecido en plena posguerra civil, en el seno de una familia tradicional católica, que había abjurado del Concilio Vaticano II por transgresor. Educado en una concepción de la religión represiva y anacrónica, en la que cualquier deseo carnal era pecaminoso y prohibido, durante sus años mozos se debatió entre ese pesado lastre y la fogosidad propia de la edad. Superó aquella época con algunos deslices, pocos para ser justos.

 

Terminó la carrera y tras dos años de noviazgo contrajo matrimonio. Contaba solo veinticuatro años. Los dos primeros hijos no tardaron en llegar, y el tercero vino un poco más tarde. Por lo demás, trabajo y más trabajo para sacar adelante el sueño de su vida, que pudo emprender gracias a un pequeño préstamo del que sería su suegro. Con ese modesto capital consiguió desarrollar su proyecto de final de carrera, que le había valido un cum laude. Se lo devolvió antes de dos años, los que tardó en conseguir sus primeros beneficios. Nadie le regaló nada.

Pensó en su esposa, la madre de sus hijos. No tenía claro lo que sentía por ella. La quería, sin duda, pero no sabía exactamente de qué forma. Se había convertido en una relación llena de rutinas, repleta de actos mecánicos, en la que no había lugar para sorpresas. Se respetaban mutuamente sus espacios, tratando de no interferir en ellos. Ambos se volcaron muy pronto en sus propias pasiones: la de don Isidro, la empresa; la de doña Isabel, sus hijos y las casas, la de Barcelona y la de la Costa Brava. Se habían distanciado de tal forma, que eran capaces, sin darse cuenta, de compartir una relación conyugal ficticia y totalmente impostada. No les importaba lo más mínimo. Incluso se convencieron, el uno al otro, de que aquel matrimonio era del todo normal y que, por nada del mundo, debía cambiarse.

Y, por extraño que pareciera, aquella mañana de noviembre, don Isidro tuvo, por primera vez, la sensación de que se había equivocado. Con cincuenta y cuatro años, intuía que en su vida se había perdido muchas pantallas, demasiadas. Posiblemente ya no estaría a tiempo de recuperarlas, pero eso ahora no importaba. Aquel suceso había removido el puzle que habitaba en su mente, aletargada durante todo su matrimonio, reordenando las piezas y cuestionando pilares que creía sagrados e intocables. Se sentía vivo y deseoso de volver a experimentar emociones, sentimientos y pasiones que creía totalmente olvidados. Esa mañana abrió la caja de pandora.

Pese a ello, don Isidro sabía que debía quitarse a aquella chica de la cabeza. Era su empleada y bien podría ser su hija, cuando no su nieta. No recordaba su edad, pero en cualquier caso, era insultante e irreverentemente joven para un carcamal como él. Su mala conciencia y su mochila religiosa y cultural zanjaron, de momento, el asunto.

Mientras tanto, Carmen sacó a relucir todas sus dotes maternales, que no eran pocas, anidando en su volumétrico regazo a Laura, que se dejó hacer. La calmó con palabras suaves y caricias tiernas. Afortunadamente, todo había quedado en un gran susto.

No sin dificultades, Laura le relató los hechos. Dos yonquis la abordaron cuando estaba de camino al trabajo. Primero le pidieron la cartera, pero al decirles que no llevaba nada encima, uno de ellos se abalanzó sobre la chica y comenzó a toquetearla y a proferirle todo tipo de palabras y expresiones soeces. Ella se resistía, pero el miedo la atenazaba. De pronto, la arrojaron a un coche aparcado justo al lado. Intentó escapar sin éxito. El mismo individuo que la empujó, sacó un cuchillo, le asió el jersey por el cuello y se lo rasgó de arriba abajo en un movimiento certero. Presa del pánico, Laura ya no podía moverse, tan solo chillaba entre sollozos. Recordó que le bajaron los pantalones y que el yonqui intentó magrearla. Fue entonces cuando apareció don Isidro. Afortunadamente, el incidente no fue a mayores.

—Querida, has tenido mucha suerte. Don Isidro ha sido muy valiente. Otro no hubiese parado. Os podían haber matado a los dos.

La heroína estaba provocando estragos en el barrio. Y, con ella, la delincuencia. Los hurtos eran constantes y cada vez se producían más robos con violencia e intimidación, cuando no violaciones.

—Laura, a partir de mañana, yo te pasaré a recoger por casa y ya miraremos que alguien te acompañe por la tarde. Eres demasiado joven y guapa como para ir sola por este barrio.

Ya más serena, la joven reflexionó sobre las palabras de su jefa. Efectivamente, don Isidro no solo la había salvado de ser violada, sino que se había jugado la vida por ella.

En los tres o cuatro días siguientes, el empresario no volvió a coincidir con Laura. Sin que ella ni nadie de la oficina lo supieran, el señor Grau la esquivó tanto como pudo. De hecho, adelantó un viaje que tenía programado para más tarde y aprovechó para reunirse con algunos clientes del norte de España. Entretanto, Laura ensayaba las palabras más adecuadas para agradecerle su heroico gesto. Intentaba indagar, nerviosa, el día de su regreso, para estar preparada. A sus diecisiete años, aquel trámite le imponía enormemente, y más delante de un señor como don Isidro, por el que sentía una mezcla de respeto y admiración reverenciales. Pero sabía que tenía que hacerlo.

El viernes consultó la agenda de su jefa. Confirmó que don Isidro volvería el lunes siguiente, pues tenía visitas programadas en la oficina. Durante el fin de semana, le dijo a su madre que necesitaba una falda y una blusa para el lunes, escudándose en que venía una delegación importante a la empresa. Supuestamente, le habían pedido causar muy buena impresión, lo que debía reflejarse también en la vestimenta. Mercedes remugó, como de costumbre. Sin embargo, enseguida buscó entre sus montones de telas y artículos con alguna tara, y pronto encontró un par de prendas que podían servir. Las adaptó a las medidas de Laura. Lo cierto es que la indumentaria resaltaba la figura de la chica, acentuando sus curvas. Aprovechó también los únicos zapatos de tacón que tenía su madre, los que se calzaba para alguna celebración familiar.

Laura se miraba con aquella ropa en el espejo del baño y se veía diferente, mayor. Se gustaba. Prosiguió con más probaturas, ahora con el maquillaje. La cajita de pinturas de su madre parecía oxidada por desuso prolongado y no la podía abrir. Después de mucho esfuerzo y de golpearla contra el lavabo, lo consiguió. Aunque no era muy ducha en el tema, tenía algunas nociones. Había visto maquillarse a otras compañeras de clase, más avezadas que ella, e intentó imitarlas. Siguió con el pintalabios y el rímel. También se esmeró con su larga melena, que terminó recogiendo en un moño. Aunque la mayoría de profesionales en la materia hubiesen criticado aquel estilismo, ella se dio por satisfecha con el resultado.

Picaron a la puerta del baño. Era su padre.

—Un momento. Enseguida salgo.

—¡Va coño, que me estoy meando!

Por el tono de voz, fue fácil adivinar que su padre estaba borracho. No en vano era un sábado por la noche. Laura se quitó la ropa y se puso el pijama deprisa y corriendo.

—¡Me cago en la madre que te parió! ¡Quieres salir de una puta vez!

—¡Un momento!

Se echó agua y jabón en la cara, frotándose tan fuerte y rápido como pudo.

Abrió la puerta y su padre la apartó del baño con un exabrupto. Sin cerrar la puerta, Antonio se apostó delante del wáter y vomitó.

Laura se fue a su habitación con lágrimas en los ojos. Se recostó en la cama y maldijo la familia que le había tocado. Sentía vergüenza de sus padres, de su barrio, del ambiente en el que había crecido. Tenía una rabia infinita. Ahora sabía que había un mundo distinto, mejor, que la esperaba. Se prometió a sí misma que aprovecharía cualquier oportunidad que le brindara la vida. Pensó que ella estaba hecha de otra pasta, que el destino le tenía reservado otro futuro, alejado de la mediocridad y ordinariez de sus progenitores.