En la senda del hambre

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La familia estaba agotada. Durante el camino, la pequeña Teamernesh se desplomó en un par de ocasiones, hasta que su padre decidió llevarla a cuestas, sobre su debilitada espalda. Helen caminaba dando tumbos, mareada por la fiebre. Los últimos kilómetros los recorrió apoyándose en Yohanes, siempre alerta y dispuesto. Ya en la carretera principal, coincidieron con otras muchas personas que también se dirigían a Korem. Eran como una hueste de mendigos, a cual más desamparado. La familia de Bamlak se sorprendió al comprobar que muchos de ellos iban desnudos o exiguamente cubiertos con sacos de grano. Cuerpos llagados, escuálidos y en un estado lastimoso, se iban aproximando a un destino incierto.

El campo de refugiados de Korem estaba bajo el control del RRC (Relief and Rehabilitation Commission), una agencia estatal creada después de la anterior hambruna de 1973, detonante final del derrocamiento del último emperador etíope. A principios de 1983, cuando la sequía y la falta de alimentos comenzaron a provocar estragos en el Tigray y en Wollo, se inauguró en aquellos parajes un centro de alimentación, gestionado por la ONG inglesa Save the Children, que nutría de emergencia a mil niños de la zona. A principios de junio de 1984, cuando llegó la familia de Bamlak, la cifra se había incrementado hasta los siete mil menores. Un par de meses antes, en abril, aterrizaron en el campo cinco miembros de la organización francesa Médicos sin Fronteras, alertados por una situación que se estaba descontrolando y tras arduos esfuerzos hasta conseguir los permisos necesarios. En aquel momento, la comunidad internacional, aun teniendo conocimiento de la catástrofe que se avecinaba, parecía más preocupada por la geopolítica y las tensiones de la guerra fría, que por la hambruna. Las necesidades de grano se evaluaron en 685 000 toneladas. Sin embargo, el gobierno del DERG seguía negando la evidencia y, en aquellos meses, el propio coronel Mengistu se refería al tema como «el problema de la sequía» que, casualmente, afectaba sobre todo a zonas subversivas. La palabra «hambruna» estaba terminantemente prohibida.

La llegada de la familia al campo de refugiados de Korem fue lo más parecido a una pesadilla macabra. No recibieron ninguna bienvenida. No existía un protocolo de llegada y menos a esas horas. Les recibió una cruda realidad de miles de personas esparcidas sobre una tierra polvorienta, cuyo único refugio era el contacto entre sus cuerpos.

La noche se había apoderado del campamento. Bamlak y los suyos hallaron un pequeño claro entre el gentío. Decidieron ocuparlo. No les quedaban fuerzas y las palabras podían ser cicuta en aquel estado. Comentar entre ellos su congoja y pesadumbre solo empeoraría las cosas. Necesitaban estirarse y dormir.

Yohanes, tumbado, miró hacia el cielo, atestado de estrellas. Estaba muy acostumbrado a observarlas, pero aquella noche necesitaba impregnarse de su belleza para derrotar la tristeza que le invadía. Se aferró a ellas, a su visión turbadora. Pensó que si las estrellas tuvieran alma, les dolería contemplar aquel reducto de mundo y el sufrimiento de tantas personas inocentes. También reflexionó sobre ese Dios Creador y Todopoderoso, que permitía que la crueldad y la magnificencia que tenía ante sí convivieran, sin rebelarse, ocupando un mismo escenario. Aun siendo un crío, Yohanes interiorizaba un creciente escepticismo hacia una religión dogmática e incuestionada, que parecía vivir alejada del padecimiento de sus fieles, dejándolos aletargados. Intuía que los rezos, las plegarias, los rituales litúrgicos, tan presentes en la vida de aquellas comunidades rurales del altiplano etíope, no eran más que gotas de agua vertidas en un océano imperturbable. Tenía bastante asumido que cada cual debía luchar por su propio destino, sin esperar la clemencia o la gracia divinas. Por edad y por raciocinio, el chico nadaba contracorriente.

—Tengo frío —susurró Teamernesh con un hilo de voz.

—Ven, agárrate a mí. Juntémonos todos. De pequeña, cuando hacía frío por la noche, nos abrazábamos con mis hermanos y enseguida entrábamos en calor.

Con sus palabras, Helen trató de calmar a los suyos. Mientras hablaba, su cuerpo temblaba por efecto de la fiebre y las bajas temperaturas. El campamento estaba a 2500 metros de altitud y el contraste térmico era notable. Allí no era extraño que algunas noches el termómetro rondara los cero grados. Yohanes se aferró a Bamlak, que a su vez abrazaba a la mayor de sus dos hijas.

Habían trascurrido no más de tres horas. La fatiga había hecho mella en toda la familia. Eran una estampa digna de una postal. Los cinco dormían entrelazados, formando un único cuerpo. Sus mentes vagaban por cerros lejanos, indiferentes al valle sobre el que reposaban. La paz les duraría bien poco.

—¡No respira! ¡Mi hijo no respira!

Los gritos venían de escasos metros. Una mujer joven se desgañitaba, desesperada, sujetando un cuerpecito inerte con sus brazos. Repetía una y otra vez la misma frase, acompasándola con el vaivén de su torso, que se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como si estuviera poseída. Estaba sentada y nadie parecía acompañarla, salvo el hijo difunto al que lloraba. Durante un rato, nadie se atrevió a acercarse.

Helen, una vez más, fue la primera en aproximarse. Se puso de cuclillas, frente a la joven madre, y la abrazó con fuerza. La chica cesó su bamboleo y se reclinó sobre Helen que, muy débil, perdió el equilibrio. Recuperó la posición como pudo y estuvieron unidas así durante un prolongado lapso de tiempo. Finalmente, Helen la miró con ternura a los ojos y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Aster.

—¿Y el pequeño?

—Mikael.

—Es un nombre precioso. ¿Me lo dejas ver?

Aster lo estiró con cuidado sobre su shama y le mostró al pequeño. Tendría alrededor de tres años. Estaba esquelético. Sus piernas eran un filamento, del que sobresalía y destacaba la rótula, la cual pugnaba por horadar una piel tan liviana como su último aliento. Se percató enseguida que el manto que lo cubría estaba manchado con sangre y excrementos líquidos. Helen se estremeció al contemplar aquella carita angelical, pensando que bien podría ser la de una de sus hijas. Conmocionada, acarició instintivamente el pequeño rostro de Mikael, con la dulzura que solo una madre puede exhibir.

—Tienes un hijo hermoso, como tú.

—Ya no me queda nadie —se lamentó Aster—. Hace una semana murió mi hija pequeña. Entonces decidí venir aquí, con Mikael, pero ya estaba muy enfermo. Lleva varios días defecando diarrea con sangre. Me dijeron que aquí había farangis que lo podrían curar… Pero he llegado demasiado tarde.

Irrumpió de nuevo el llanto desconsolado de la madre. Helen trató de apaciguarla, con paciencia y ternura.

—No te preocupes. No te dejaremos sola.

Aquella noche, el sueño no fue reparador para nadie. Demasiado dolor, demasiada fatiga, demasiadas decepciones, demasiado frío. Sin embargo, por la mañana, en pocos minutos, el campamento cobró vida con los primeros destellos de luz natural. La gente se desperezaba y arrancaba a andar, en muchos casos, sin un rumbo fijo. Parloteos, murmullos, algún cántico, rezos, risas, lloros… Korem era un mercado bullicioso en el que la muerte se vendía a granel y a precio de saldo. A principios de junio de 1984, la cifra de decesos ya se acercaba a los cincuenta o sesenta al día. La muerte se había adueñado de la cotidianidad diaria, pero seguía habiendo esperanza.

Bamlak y Yohanes se dispusieron a hacer cola frente a uno de los nueve cobertizos humanitarios de latón erigidos en el campamento. Les informaron de que allí se repartía comida. Llevaban sendas cazoletas de metal en las que esperaban recoger el alimento. Ambos aguardaron estoicamente su turno durante dos horas. Mientras esperaban, algunos militares ponían orden, látigo en mano. La mayoría abusaba innecesariamente de la fusta, para demostrar su autoridad. Cinco miembros del RRC eran los encargados de repartir la ayuda, apostados tras una larga mesa. Finalmente, llegó el turno de Bamlak.

—Enséñame la documentación.

—No llevo nada, señor. He venido con mi familia. Nos lo robaron todo por el camino. No tenemos nada.

—Sin documentos no podemos entregaros comida. Lo siento. —La expresión de aquel hombre no mostraba ningún tipo de emoción, y menos aún de lástima—. ¡El siguiente! —vociferó para quitárselos de encima.

—Un momento, señor. Con todo el respeto; llevamos un día sin comer. Tengo dos hijas pequeñas y mi mujer está muy enferma.

—Mira hacia atrás. Fíjate cuánta gente está esperando. No puedo perder el tiempo contigo. Son las normas que tenemos. Sin papeles no podemos dar comida. Hay muchos farsantes que vienen a aprovecharse. Solo quien pueda presentar los documentos conforme está registrado en una asociación agraria, tiene derecho a recibir nuestra ayuda.

—Por favor, señor, tenga compasión. No se lo pido por mí, se lo pido por mis hijas…

La expresión de Bamlak reflejaba una angustia turbadora, que tal vez consiguió doblegar la aparente frialdad de su interlocutor. Este, sin mediar palabra, tomó el cucharón, rebañó con él la enorme cazuela que tenía a su derecha y vertió con desgana una especie de engrudo blanquecino sobre el cazo del labrador. Repitió la acción, pero esta vez depositando el potaje en el recipiente de Yohanes.

—Muchas gracias, señor. Que Dios se lo pague.

Acompañó sus palabras cogiéndole la mano izquierda y besándosela sumisamente como muestra de agradecimiento. El individuo se dejó hacer, con una mezcla de paternalismo y arrogancia insultantes. Yohanes no abrió la boca, pero la rabia le corroía las entrañas.

—No volváis por aquí. No os daremos más comida sin documentos… ¡El siguiente!

 

La consigna del DERG era muy clara en Korem. La agencia de socorro estatal no debía ponerlo fácil. No entendía de beneficencia en áreas como aquella, dominadas por los rebeldes. Además, la política de reasentamiento forzado ya hacía años que se practicaba en aquella zona, pero en la segunda mitad del año 84 y buena parte del 85, llegaría a su máximo apogeo y brutalidad. El objetivo era dividir a los norteños insurgentes, desarraigarlos y ubicarlos en zonas despobladas del sur.

Mientras regresaban al desnudo refugio en el que habían pasado la noche para reencontrarse con su mujer e hijas, Bamlak se sintió profundamente avergonzado e incómodo ante Yohanes, por la actitud vasalla y pedigüeña que había exhibido. Por su talante, sabía que el chico no la aprobaba. Aun así, pensó que volvería a humillarse cada día si con ello conseguía alimento para su familia. El campesino sopesaba si justificarse ante el chaval. Tal vez por eso, decidió tomar un camino de retorno más largo, rodeando los cobertizos humanitarios, levantados simétricamente a escasa distancia unos de otros. Al poco, una visión singular los paralizó.

A cinco o seis metros de distancia, se detuvo un impresionante pick-up de color blanco. Del lateral izquierdo del capó, ondeaba una bandera con un extraño logotipo de color rojo, reproducido también en las puertas laterales del coche. Yohanes leyó las letras en negrita que acompañaban el dibujo, escritas en alfabeto latino: Medecins sans Frontieres. En aquel momento, no comprendió del todo el significado.

Del todoterreno bajaron cinco personas de piel blanca, dos varones y tres mujeres. El conductor, de rasgos nítidamente etíopes, aguardaba dentro del coche. Los cinco farangis eran bastante jóvenes. Todos vestían una bata blanca y descargaban cajas y recipientes de diversos tamaños de la parte trasera del vehículo. Yohanes quedó deslumbrado. Se los había imaginado de muchas maneras y, de hecho, había tenido la oportunidad de verlos en algún libro o revista, pero allí, en directo, le parecieron seres venidos de otra galaxia. Se movían de otra manera, tenían otro porte y complexión, vestían distinto y sus pieles eran extremadamente pálidas y relucientes; sus cabellos eran una sinfonía de colores, entre amarillos y marrones de diversas tonalidades. Entre ellos no hablaban inglés, pero Yohanes intuyó el significado de alguna palabra suelta. Las chicas le parecieron especialmente peculiares por su desenvoltura y seguridad. Se comportaban de igual forma que ellos, cosa que le asombró. Es más, una de ellas, la del pelo más pajizo, dirigía a los demás, incluyendo a sus compañeros varones, con un desparpajo insólito. Era claro que deliberaban sobre la ubicación de los materiales y equipos que estaban descargando.

Yohanes continuaba inmóvil y absorto, con la mirada fija en los extranjeros, mientras estos efectuaban sus maniobras de desembarco. Una docena larga de críos se aproximaron corriendo en manada hacia el coche, al grito de «¡farangis, farangis!». Los blancos no se inmutaron demasiado. Parecían acostumbrados a aquel recibimiento. Los más pequeños se atrevieron a tocarles delicadamente las manos o el cabello, con una curiosidad tan insuperable como inocente. Los extranjeros seguían a lo suyo, concentrados en sus tareas. A lo sumo, les dedicaron algún saludo o sonrisa cómplice, pero un tanto forzada por la circunstancias. Había una expresión de cansancio en sus miradas.

La escena acabó abruptamente con la llegada de un militar. Empezó a amenazar a los críos con una especie de látigo y dejó escapar algún que otro zurriagazo, que terminó indignando a la mujer del pelo rubio.

—¡Pare! —le abroncó, gesticulando de forma inequívoca para que terminara el hostigamiento—. ¿No ve que son niños? ¡Déjelos tranquilos! No nos molestan.

El soldado cesó su acometida con cara de pocos amigos. Aun así, había conseguido su objetivo: había dispersado a los niños, separándolos del grupo de farangis.

Para su sorpresa, Yohanes había entendido perfectamente las palabras de la joven, pronunciadas en un inglés con un acento extraño para él, pero inteligible. Su fascinación iba en aumento, pero no hasta el punto de lo que iba a suceder poco después.

De repente, una de las chicas cruzó su mirada con la de Yohanes, que quedó más paralizado de lo que ya estaba. Se lo quedó observando con ternura y le dibujó una amplia sonrisa. El chico parpadeó de nerviosismo y se echó ligeramente hacia atrás. Sus labios quisieron devolverle el gesto, pero estaban tan paralizados por la impresión, que terminaron esbozando una mueca extraña. La joven advirtió enseguida el pasmo que le había provocado y se sintió culpable por haberlo sobresaltado. Decidió acercársele.

—Man new semé?13 —le preguntó la farangi en un rudimentario amárico.

El chico temblaba. No daba crédito. ¡Aquella mujer le estaba hablando! Se fijó en sus ojos, de un azul celeste imposible. Era muy alta y delgada. Su pelo castaño, largo y de rizo amplio, ondeaba al viento, majestuoso. Deseaba tocarla, comprobar que todo en ella era real, pero le faltaba el valor necesario. La pausa en la respuesta se estaba prolongando demasiado. Cuando la joven se disponía a formular de nuevo la pregunta, el chaval logró articular su contestación:

—Me llamo Yohanes.

La chica quedó gratamente sorprendida. En esa área tan rural, habitada únicamente por campesinos autóctonos, no era nada frecuente encontrarse a personas que hablaran inglés, incluyendo a las nuevas generaciones. Así pues, decidió continuar la conversación en ese idioma, sin estar del todo segura de si el chico la entendería.

—¿Te encuentras bien, Yohanes?

—Sí, estoy bien.

—¿Hace mucho que estás aquí, en Korem?

—No. Llegamos ayer por la noche.

—¿Con quién has venido?

—He venido con él. —Yohanes señaló a Bamlak—. Con su mujer y con sus dos hijas.

—¿Y tu familia?

—Ellos son mi familia. Ellos me acogieron cuando perdí a mi abuelo.

—Claro. Ya entiendo. ¿Y todos estáis bien de salud?

—No, su mujer está enferma y su hija pequeña está muy delgada.

—Comprendo. ¿Qué te parece si más tarde vienes por aquí y me los presentas a todos?

Yohanes afirmó con satisfacción.

—Yo me llamó Françoise y soy enfermera. Venimos de Francia hace un mes y estamos aquí para intentar curar a la gente que está enferma.

Françoise le dio un beso en la frente y antes de despedirse le recordó lo acordado:

—Nos vemos luego, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

A Yohanes se le habían pasado el hambre, el frío y la pena de golpe. Estaba exultante y feliz. Se acordó de wro Samrawit. En ese momento, se dio cuenta de lo mucho que tenía que agradecerle. Había creído en él y no la defraudaría. Tenía grabada en la mente su promesa y ahora más que nunca estaba dispuesto a cumplirla, cuando llegara el momento.

Françoise había regresado con su grupo. Los materiales ya estaban a buen recaudo dentro de la tienda de la ONG. Eran medicinas y equipamiento sanitario. Según el acuerdo pactado con el RRC, a las seis de la tarde, los cinco voluntarios de Médicos sin Fronteras debían abandonar el campamento para pernoctar en el pueblo de Korem. Allí, disponían de una vivienda habilitada por la organización. Los primeros días, al regresar por la mañana al campo de refugiados, detectaron una escandalosa disminución de las existencias farmacológicas, sin justificarse su uso en los pacientes. Al interpelar sobre la cuestión a los responsables de la agencia humanitaria estatal, dedujeron rápidamente, por sus esquivas respuestas, que habían sido ellos mismos los causantes de tales desapariciones. Probablemente, habían revendido las medicinas para llevarse un buen sobresueldo. Desde entonces, decidieron cargar a diario los materiales más valiosos antes de irse, para evitar conflictos y nuevas pérdidas.

Béatrice Vinou, la rubia que había impactado a Yohanes por sus dotes de mando, era la coordinadora del grupo. Tenía treinta y dos años y una personalidad fuerte y arrolladora. Era doctora, especializada en medicina tropical. A pesar de su juventud, tenía un bagaje importante ejerciendo como cooperante en misiones especiales. Chad o Afganistán fueron algunos de sus destinos anteriores. Sin embargo, aquel era el primero como responsable de equipo. Siendo una profesional comprometida con las causas humanitarias, tenía un perfil más activista que político. Estaba plenamente capacitada, aunque desde Francia temían que su vehemencia y apasionamiento verbal pudieran causarle problemas. Conservaba bastante intacto el idealismo que la determinó a abandonar el camino al que parecía predestinada cuando inició sus estudios de medicina. No dudó en sustituir el sedentarismo y la seguridad económica y profesional en algún hospital francés, por las incomodidades de una tienda de campaña en algún país remoto, inestable e imperiosamente necesitado de sus servicios. La relación directa con los enfermos, con tan pocos medios, con tantas dificultades y carencias, tan en precario, así como el contacto con otras culturas, vivencias y sensaciones, eran retos que la enriquecían mucho más que un buen sueldo a final de mes. El presidente de Médicos sin Fronteras fue su gran valedor, convencido de su potencial tras verla actuar en el Chad. Su condición de mujer no la beneficiaba en un país como Etiopía, pero estaba convencido de que hallaría recursos y estrategias para contrarrestar ese teórico inconveniente e, incluso, para revertirlo en su favor.

Béatrice sintió curiosidad por el niño con el que había hablado Françoise. Le preocupaba su compañera, su aparente fragilidad emocional. Llegó a Korem muy verde, sin la necesaria preparación mental y con un punto de inconsciencia. La realidad la estaba superando. Por las noches terminaba consumida, sin energía. Lloraba a menudo, sin razón aparente. O, quizás, por las miles de razones que la habían acompañado durante el día en el campo de refugiados. Sus compañeros la animaban, se relamía las heridas y por la mañana renacía de nuevo. Estaba por ver cuánto tiempo aguantaría así. Le costaba tomar distancia y aquel no era el mejor lugar para involucrarse sentimentalmente con los dramas ajenos. Sospechaba que la joven huía de algo, tal vez de algún desengaño amoroso o de una crisis existencial. Había conocido a unos cuantos como ella y eran carne de cañón. Nunca superaban los seis meses en misión humanitaria. Aquellos perfiles la sublevaban y se indignaba con sus superiores por no realizar un mejor filtraje y entrenamiento previos. La disculpa de estos era la escasez de candidatos con formación sanitaria adecuada y los pocos medios y recursos con los que contaban. Era una época en la que las misiones humanitarias todavía se confundían con la caridad y se vinculaban a alguna orden religiosa cristiana. En definitiva, no lo tenían nada fácil.

Mientras iban ordenando el material y las medicinas para su uso inmediato, la coordinadora decidió interpelarla.

—Françoise, ¿qué le pasaba a ese chico?

—Nada. Cuando lo he mirado se ha asustado. Por la cara que ha puesto, creo que era la primera vez que veía a un blanco. Lo curioso es que hablaba muy bien en inglés. He entendido que era huérfano y que lo había acogido una familia. La madre y una hija estaban enfermas. Les he dicho que vinieran, para echarles un vistazo. No me hagas decir el porqué, pero ese crío tenía algo especial…

Béatrice la miró con escepticismo. No pudo evitar exhortarla de nuevo, más como amiga que como jefa. A pesar de todo, la apreciaba y lamentaba la angustia que le estaba produciendo la misión, viviendo como propio el padecimiento de aquellas pobres gentes. Tampoco ella era inmune al sufrimiento. Se blindaba tras la coraza de acero compacto que se había fabricado a base de años y frustraciones, con la que afrontaba las tragedias de su agenda diaria. Miró de utilizar un tono conciliador, pero a la vez persuasivo.

—Françoise, ya lo hemos hablado otras muchas veces. Aquí todos los niños son especiales. Todos sufren y viven a diario situaciones extremas. Es muy injusto, lo sé. —Hizo una pausa para que la enfermera pudiera asimilar sus afirmaciones—. Pero debes distanciarte de sus vidas y problemas. No puedes implicarte emocionalmente con ellos porque durarás cuatro días. Nosotras no tenemos el estómago para resistir tanto dolor, tanta injusticia. No digo que ellos lo tengan, pero llevan entrenándose desde que nacieron. Nuestro trabajo solo será efectivo si nos centramos en su salud, en curar sus neumonías, en atajar sus diarreas… Hazme caso, Françoise, sé de lo que te hablo.

La enfermera la escuchó pacientemente, como en otras ocasiones durante el último mes. Intuía que los consejos de su coordinadora eran sensatos y, probablemente, los correctos. Sin embargo, ella no estaba allí solo para curar enfermos de una manera aséptica y rutinaria, como quien ensambla coches a destajo en una cadena de montaje. No, ella no se había implicado en aquel voluntariado para una colaboración mecánica y con ausencia de emociones. No quería frenar sus impulsos o, por lo menos, no del todo. Estaba siendo muy duro para ella, pero sentía que lo que verdaderamente la llenaba era justamente lo que Béatrice le aconsejaba que abandonase: el contacto humano y directo con las vidas de los desahuciados de Korem. Era paradójico y desconcertante, tal vez macabro, pero en el fondo ella se nutría espiritualmente de los refugiados y ellos, a su vez, absorbían su fuerza y vigor. Era una retroalimentación mutua, seguramente imperfecta y hasta peligrosa, pero para Françoise aquello funcionaba.

 

—Tranquila, Béatrice. No te preocupes…

Lo último que consiguió con estas palabras fue atemperar a la doctora, que constató que Françoise seguiría regodeándose en su laberinto de pasiones. Presagiaba un mal final y no quería ser la responsable del mismo. Transformó el matiz moderado por otro que rozaba la amenaza.

—Mira, sí que me preocupo. Soy la responsable de esta misión y no nos podemos permitir que una de nuestras enfermeras se derrumbe o pierda el tiempo con cada crío con el que se cruce. Françoise. —Enfatizó el nombre de su interlocutora para alertarla y alzó la voz—: ¡Esto es un campamento de emergencia, no un campamento de verano!

La enfermera, serena hasta ese momento, giró bruscamente su cara en dirección a Béatrice, inquiriéndola con la mirada. Aquellas palabras le dolieron, por injustas. La propia doctora se arrepintió tras pronunciarlas. No quiso ofenderla, al contrario. Solo pretendía que reaccionase. Trató de contemporizar, pero sin perder el hilo de una exposición que quería ser realista:

—Françoise, tenemos a dos mil pacientes en ochocientas camas. Nuestros colegas alimentan a veinte mil personas con raciones para apenas siete mil. Ya sabes la carestía que tenemos en medicamentos y en medios materiales y humanos. Sin ir más lejos, hace dos días que no nos funciona el microscopio y vete a saber cuándo lo arreglarán. Debemos diagnosticar a ciegas. En estas circunstancias, la eficiencia debe ser nuestro activo más importante. Si destinamos más tiempo del necesario en un paciente, puede que estemos desahuciando a otros cuatro o cinco que también nos necesitan. Mi intención no es abroncarte. Eres muy buena enfermera, con grandes aptitudes. Solo tienes veintitrés años y toda una vida por delante. Pero si sigues así, te estrellarás y ya no podrás ayudar más a esta pobre gente. Debes protegerte de ellos, en el buen sentido. Si no lo haces, te devorarán con su dolor. Va, no perdamos más tiempo. El trabajo nos espera.

Béatrice posó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de Françoise y, con la otra, sin dejar de observarla, la invitó a dirigirse hacia el área de pacientes.

—Gracias, Béatrice. Sé que lo haces por mi bien y sé que tienes razón. Pero de verdad, no te preocupes por mí. Estoy bien.

Ninguna de las dos quedó del todo convencida. Por pura comodidad y por un cierto hastío, aquella partida terminó en tablas. Pero eran ficticias, de compromiso.

. . . . .

Cuando Yohanes y Bamlak regresaron a su guarida, no hallaron ni a Helen ni a las niñas. Una mujer mayor les dio el recado: «se han ido al cementerio», señalándoles la ubicación del mismo.

Les faltaba un buen trecho por llegar y ya se escuchaban los llantos. El improvisado tanatorio no tenía un enclave especial, ni estaba apartado del campo. Formaba parte del mismo. La muerte estaba demasiado presente en Korem como para ocultarla.

Yohanes quedó impactado. Los difuntos yacían alineadamente al aire libre, algunos sobre la misma tierra, otros encima de precarias literas hechas con piel de res. Las mortajas no eran más que mantas viejas o sacos de arpillera. En algunos casos, el sudario que los recubría iba encintado resiguiendo el cuerpo, semejando momias. Dentro de ellas, se adivinaba la presencia de seres extremadamente livianos, de los que únicamente eran visibles los pies, si era el caso. El chico se conmovió al ver que al final de uno de aquellos envoltorios sobresalían cuatro pies; dos de una persona adulta en los extremos y, en medio de ellos, los de una criatura pequeña. Yohanes dedujo que debía de tratarse de una madre que había fallecido al mismo tiempo que su hijo.

En total, aquel día contabilizaron cuarenta y dos cadáveres. Alarmaba el número de niños, incluyendo bastantes bebés que nunca llegarían a cumplir un año de vida.

Durante el fúnebre recorrido, se escuchaban los desgarradores sollozos de mujeres, muchas de ellas madres de los niños a los que estaban velando. Se fijaron en que una de ellas era Rahel, la vecina de la última noche, acompañada por una compungida Helen. Esta miraba de mitigar el dolor que invadía a su protegida. No lo tenía fácil. Aquel contexto deprimiría al más optimista. Entre lágrimas y plañidos, surgían voces anónimas que clamaban contra su destino, contra Korem, contra la injusticia.

—Estamos en una ratonera…

—Es el campo de la muerte…

—Preferiría estar allí, ser uno de ellos… —dijo una mujer, refiriéndose a los muertos.

Finalmente, Bamlak y Yohanes, titubeantes, se aproximaron a ellas. También divisaron a Mitu, que trataba de despiojar el enredado cabello de su hermana pequeña, a una cierta distancia de su madre y de los finados. Ambos se sintieron ridículos, fuera de lugar, cuando se vieron a sí mismos, en el camposanto, armados con las cazoletas llenas de comida. Aun y con el hambre que tenían, las hubiesen enterrado bajo tierra con tal de no deshonrar a los muertos y a sus familiares. Helen se percató de ello y evitó el desastre.

—¿Os han dado comida?

—Sí —respondieron los dos al unísono con una cierta vergüenza.

Helen se dirigió entonces a Rahel, derrochando tanta ternura como le fue posible.

—Rahel, tienes que comer algo. Estoy segura de que Mikael te quería mucho. Por eso, él desea que sigas tu camino, que vivas. Debes hacerlo por su memoria. Eres joven y todavía puedes rehacer tu vida. Pero para ello, debes comer.

No hubo respuesta. La mirada de Rahel parecía ida. Helen decidió insistir.

—Va, vamos a comer. Más tarde volveremos, te lo juro.

Agarró a Rahel por el brazo y la forzó a seguirla, alejándola del velatorio. Esta no opuso demasiada resistencia. En aquel momento, tampoco le quedaban ni fuerzas ni lucidez para dirigir su vida, ni tan siquiera sus próximos pasos.

Los seis acamparon en un espacio anodino, no sin antes tomar buena distancia del tanatorio. Se repartieron, resignados, el infame engrudo. La propia Helen, con su mano derecha, era la encargada de depositar el mejunje en la boca de los otros comensales. Nadie protestó, ni por el sabor, ni por la cantidad.

Terminado el ágape, Yohanes deseaba compartir su alegría con los suyos. Era consciente, por la situación, de que no podía mostrar su júbilo en público. De hecho, esa mañana le costaba empatizar con cualquier sentimiento que no fuese su satisfacción por haber entablado una conversación con aquella farangi de ojos azules. La escena y cada detalle de aquel breve intercambio de palabras volvían de forma recurrente a su mente, sin poderlo evitar. Y, como era un chico sensible, se sentía fatal por ello. Así pues, empleó un tono carente de emoción, aunque, por más que se esforzaba en camuflarlo, sus ojos centelleaban.

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