En la senda del hambre

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Llegó el lunes. Carmen pasó a recoger a Laura en la esquina del bloque en el que vivía. Se sorprendió al verla.

—¡Qué guapa te has puesto hoy!

—Mi madre quiere que a partir de ahora vaya así. Dice que ya no soy una niña y que tengo que tomarme la vida más en serio…

Laura reservaba aquella explicación para justificar su cambio de imagen. Estaba segura de que no pasaría desapercibido y debía dar con una respuesta que no la comprometiera.

—¿No te gusta cómo voy? —le preguntó Laura.

—Al contrario, vas muy bien. ¿Y sabes una cosa? Le doy toda la razón a tu madre. Así es como deberían ir todas las chicas de tu edad y no con esas ropas que llevan, que parecen unas indigentes.

Laura se sintió aliviada.

Al primer semáforo, Carmen la volvió a repasar sin disimulo y, esta vez, sin perderse detalle.

—Querida, ¿quieres un consejo?

Laura asintió.

—Quizás esos zapatos llevan demasiado tacón. Son más para una fiesta que para ir al trabajo. Pero no te preocupes, esta tarde podemos ir de compras y te encontraré unos más adecuados. Me hace ilusión hacerte un regalo.

La chica se sonrojó levemente.

—Y de paso, te compraré algún potingue y te enseñaré cuatro trucos para maquillarte. Pero créeme, estás muy guapa.

Laura percibió cierta condescendencia en las palabras de Carmen, pero comprendió que debía aprovechar sus consejos. Al fin y al cabo, ella la podía orientar mejor que nadie de su entorno. Su jefa no pertenecía, ni mucho menos, a la alta sociedad, pero tenía experiencia y sabía discernir lo que era correcto de lo que no.

—Muchas gracias, Carmen. Te agradezco mucho tus consejos y me encantará que me acompañes a comprar, pero no puedo aceptar que lo pagues tú.

Carmen posó suavemente su mano derecha sobre la pierna de Laura, hizo un respiro y le contestó en tono confidente:

—Laura, querida, ya sabes que yo no he tenido hijos. No pretendo suplantar a nadie. Tú ya tienes a tu madre y además seguro que es muy buena. Pero a mí me hubiese gustado mucho tener una hija e irme de compras con ella. Por tanto, tú me haces ese favor y a cambio yo te compro un par de zapatos. No hay nada más que hablar. Además, a mi edad y con lo gorda que estoy, yo ya poco puedo lucir…

Ambas rieron y se pusieron de acuerdo.

Nada más llegar al trabajo, Laura vio la puerta del despacho de don Isidro cerrada. Señal inequívoca de que ya estaba dentro. Se fue directa al lavabo, nerviosa. Agradecía la ayuda de Carmen, pero sus comentarios le habían provocado cierta zozobra. Sus zapatos, el maquillaje… Repasó de nuevo el discurso, pero a medio camino no pudo evitar volverse a mirar en el espejo… ¿Iba demasiado pintada?

Salió del baño y enfiló en dirección al despacho del señor Grau, pero algo la frenó. Estaba aterrada. Reculó y volvió a su mesa. Hizo como que revisaba facturas, pero en realidad era incapaz de concentrarse en nada. Sus manos temblaban y los documentos asidos por ellas vibraban siguiendo el mismo ritmo. Se percató de ello. Por suerte, todo el mundo parecía concentrado en sus quehaceres y nadie la observaba. Decidió volver al lavabo para, esta vez sí, armarse de valor. Cerró la puerta del baño y miró de concentrarse. Respiró profundamente, tal y como le habían enseñado en la escuela. En esta ocasión, evitó mirarse en el espejo. Se santiguó, justo antes de exhalar la última bocanada de aire intenso.

Ahora sí, partió con paso decidido hacia el despacho del máximo responsable de la empresa. Llamó a la puerta tímidamente, esperando respuesta.

—Adelante.

Era la voz de don Isidro.

Laura entró, dubitativa. El señor Grau, sentado frente a su mesa de trabajo, seguía leyendo lo que parecía un dossier.

—Don Isidro, soy yo, Laura.

El hombre echó su cuerpo hacia atrás y se quitó las gafas de presbicia, que depositó sobre la mesa. La observó unos instantes. Quedó estupefacto, aunque no mostró gesto alguno que delatase su sorpresa.

—Sí, Laura… Dime…

El tono educado, pero en apariencia apático de don Isidro, desconcertó a la joven. Ella sentía que estaba a punto de recitar las frases más trascendentes de su vida, ante una persona a la que seguramente no le importaban lo más mínimo. Se vio muy pequeña ante él, ridícula. ¡Qué equivocada estaba!

Laura entrelazó sus manos y miró hacia abajo, sumisa e insegura. Al ver sus zapatos, se descompuso. La vergüenza inundó todos sus pensamientos.

—Laura, ¿te encuentras bien? ¿Sucede algo?

Las palabras de don Isidro reanimaron a la chica, que había quedado aturdida por un momento.

—Sí, sí, estoy bien —contestó la joven.

Tomó aire e inició su manifiesto.

—Don Isidro, yo solo quería agradecerle lo del otro día. Si no llega a ser por usted, no sé qué hubiese pasado. Fue usted muy valiente y la verdad es que no sé cómo agradecérselo.

Al escucharla, a don Isidro se le aceleró el pulso.

No fue ajeno al cambio de aspecto de la joven. Aquella falda, generosamente elevada sobre las rodillas, ponía al descubierto unas piernas de auténtico vértigo, acentuadas por los tacones, que definían una musculatura firme y a la vez grácil. La blusa entallada resaltaba su exuberante busto, el mismo que había visto desnudo una semana antes. Y no había duda, también se había maquillado, en exceso según su criterio. En cualquier caso, aquel abuso de coloración, en particular en los labios, le producía un efecto demoledor en sus instintos más primarios.

Sin embargo, lo que verdaderamente estaba perturbando a don Isidro Grau era la actitud de la chica, su inocencia y fragilidad aparentes, acompañando aquel cuerpo tan exuberante que muchas mujeres adultas quisieran para sí mismas. Dedujo, además, que la joven se había esmerado en su imagen para causarle una buena impresión. Su agitación interior crecía a cada segundo que pasaba, aunque exteriormente mantenía su habitual serenidad.

—Laura, no tienes que agradecerme nada. Cualquiera en mi situación hubiese hecho lo mismo.

—No lo creo, don Isidro —replicó ella—. Mucha gente me dice que en una situación así las personas se vuelven cobardes. Y usted no lo dudó ni un momento.

—Bueno, nada, eso ya pasó.

Don Isidro era sincero. No pretendía ensalzar su heroicidad, ni tampoco pecar de modesto. Realmente, reaccionó así por puro instinto, seguramente porque no tuvo tiempo de pensar en las funestas consecuencias que pudo tener su osado arrojo.

—Lo importante es que tú estés bien. ¿Pusiste denuncia? —preguntó don Isidro.

—Estoy bien, gracias. Por suerte, no pasó nada.

Hizo hincapié, expresamente, en esas últimas palabras, tratando de pontificar que la agresión no había llegado a mayores. Para ella, lógicamente, era muy importante.

—Puse la denuncia en la comisaría esa misma tarde. Carmen me acompañó. Por la descripción que di, a los dos días la policía me avisó de que ya habían detenido a los sospechosos. Eran dos drogadictos del barrio de San Cosme, en el Prat. Tuve que reconocerlos, aunque ellos no me vieron. Eso fue lo peor. Por lo visto, ya tenían otras muchas denuncias por robos y por otros delitos. Saber que están en la cárcel me deja mucho más tranquila.

—Me alegro mucho por ello —respondió don Isidro.

El señor Grau se sorprendió por el aplomo de la chica. Por un momento se puso en su piel y percibió una fortaleza singular en una muchacha tan joven. Quiso cambiar de tema.

—Y dime: ¿estás contenta aquí? ¿Te tratan bien?

—Sí, don Isidro. Estoy muy contenta y he aprendido mucho, en especial de Carmen —contestó Laura.

—Es una gran persona y muy buena profesional. Aprenderás mucho de ella —replicó don Isidro.

El ambiente comenzaba a distenderse. El empresario se percató de que Laura todavía permanecía en pie, de espaldas y a poca distancia de la puerta de entrada a su despacho.

—Laura, ven, siéntate —le indicó don Isidro, mostrándole una de las dos butacas de piel que tenía frente a la mesa. Laura accedió, no sin antes darle las gracias.

Le preguntó la edad, dónde vivía, cuánto tiempo hacía que estaba en la empresa, las labores que estaba desempeñando, incluso lo que cobraba. Lo hizo con sumo tacto, con un cierto aire patriarcal, pero tratando de no incomodar a la chica.

—Y aparte del trabajo, ¿estás estudiando algo? —le preguntó el señor Grau.

—Cuando empecé a trabajar, dejé los estudios. Pero hace un mes los he retomado. Estoy haciendo COU en horario nocturno. Pero me está costando un poco. Sobre todo las mates…

Don Isidro dibujó una casi imperceptible sonrisa en sus labios, que Laura percibió, bajando la mirada.

—¿Qué estás estudiando ahora en mates? —le interrogó el jefe.

—Funciones —replicó Laura.

—Mmm… —musitó don Isidro antes de proseguir—. Seguro que no tienes un buen profesor y por eso no las terminas de entender. Mira, si quieres, este sábado tengo que venir a trabajar para preparar unas propuestas que estamos negociando con una empresa de Bilbao. Hacia las seis de la tarde ya habré terminado, de sobras. Si quieres, te vienes a esa hora y repasamos las funciones. Es mucho más fácil de lo que parece, pero la clave es entenderlas.

—Don Isidro, no sé qué decir —respondió la joven.

—Di que sí. Punto.

Laura abandonó el despacho con el rostro iluminado. Se notaba más ligera. Presentía que había dado un paso importante en su vida. Flotaba. Carmen la observó desde la distancia, sin decirle nada.

En cuanto a don Isidro, la procesión le iba por dentro. No se había percatado de su estado de nervios hasta que la chica salió de su despacho. Movía las piernas con frenesí y la cabeza le daba vueltas. Estaba emocionado, tanto como preocupado por la situación que había creado hacía escasos segundos.

 

Su ofrecimiento fue honesto y espontáneo. No encubría ningún acto malicioso ni premeditado. Él no era así. Vio a una chica desvalida a la que ayudar, y le brindó su apoyo. Por segunda vez. Sin pensarlo y sin analizar las consecuencias. Sin embargo, presagiaba el peligro que se cernía sobre aquella invitación. El problema residía en que la amenaza principal eran él y sus descontrolados instintos.

. . . . .

Carmen estuvo esa mañana más taciturna que de costumbre. Contrastaba con el entusiasmo de Laura, que se mostró exultante. El reloj marcó las seis de la tarde. Hora de recoger los bártulos.

—¿Qué, Carmen?, ¿te va bien que vayamos a mirar los zapatos? —preguntó con ánimo la joven.

—De acuerdo, Laura. Lo prometido es deuda —respondió su jefa sin demasiado fervor.

La chica estaba tan ilusionada, que pasó por alto el poco entusiasmo mostrado por Carmen. Nada ni nadie la podían deprimir.

Ya en el coche, en dirección al centro de Barcelona, Carmen se decidió a preguntarle sobre lo que la llevaba intrigando desde primera hora de la mañana.

—Laura, he visto que esta mañana has entrado en el despacho de don Isidro. ¿De qué habéis hablado?

—Nada importante. Quería agradecerle lo que hizo el otro día y le he explicado que ya han pillado a esos cerdos. Ha sido muy amable y no le ha querido dar importancia.

Laura omitió expresamente el ofrecimiento de don Isidro, así como la cita del sábado para enseñarle mates. Sabía que no había nada malo en ello, pero intuyó que no era el momento de explicárselo. Ya tendría tiempo más adelante, pensó.

Se hizo un silencio que duró unos cuantos segundos. Carmen analizó durante ese rato la información recibida. Aunque ligó el súbito cambio de atuendo e imagen de la joven con aquella visita al despacho de su jefe, terminó por restarle importancia. Meditó que, al fin y al cabo, era lógico que quisiera causarle buena impresión a don Isidro después de haberla salvado.

—Has hecho bien —concluyó por fin.

Aunque su intuición femenina disparó algunas señales de alerta y le engendró un cierto malestar, decidió que no eran más que fantasmas. Era una chica muy joven e inexperta y, como tal, sus acciones no podían juzgarse con el mismo rigor y exigencia que las de una mujer adulta. Aun así y teniendo en cuenta la confianza que había depositado en ella, ¿por qué Laura no le había contado sus intenciones antes de hablar con don Isidro?

. . . . .

Faltaban diez minutos para las seis de la tarde del sábado 8 de diciembre. Laura quiso ser puntual a su cita. Desde fuera, solo había luz en el despacho de don Isidro. Se le hacía extraño ver la oficina sin actividad y sin sus compañeros de trabajo.

Se sentía más segura de sí misma, más integrada en aquel ambiente, del cual anhelaba formar parte. Captó enseguida tanto los consejos como los regalos de Carmen. De hecho, la tarde del lunes se saldó con zapatos, faldas, blusas y chaquetas para toda la temporada. Su jefa fue espléndida y ella, una vez más, se dejó querer. También comprendió que la virtud y la grandeza del maquillaje eran precisamente que no se apreciase, que fuese sutil. Le quedaba un largo camino por recorrer, pero era evidente que Laura aprendía muy deprisa.

En esta ocasión, la puerta del despacho de don Isidro estaba abierta. Se le veía enfrascado entre una nube de papeles. Lucía un aspecto más casual, sin su traje ni corbata habituales, pero conservando su estilo distinguido de siempre. Laura pidió permiso para entrar.

—Adelante, Laura. Siéntate allí, que ya estoy terminando.

El empresario señaló hacía la mesa de juntas.

La chica tomó asiento y observó la facilidad con la que el señor Grau manipulaba la calculadora, pulsando teclas sin parar. En pocos minutos, don Isidro terminó aquellas cuentas. Estiró sus brazos y manos hacia delante, desentumeciéndolas y, acto seguido, se levantó para volver a sentarse, pero esta vez junto a Laura, en la mesa ovalada de juntas.

—Vamos a ver qué me has traído —comentó el Sr. Grau.

Seguidamente, le echó un vistazo al libro de matemáticas, que Laura ya había dispuesto sobre la mesa y abierto por el tema objeto de la clase.

Don Isidro era un portento de los números. Lo que coloquialmente se conoce como un hombre de ciencias. Los años no le habían mermado esas facultades. Aunque también tenía grandes dotes comerciales y una buena visión empresarial, su pasión eran las matemáticas, la física, la química. Siempre se quedó con las ganas de ejercer la docencia, pero nunca dispuso del tiempo o de la determinación necesarias. Seguramente por eso, tan pronto como advirtió los aprietos de Laura con su asignatura preferida, su vocación frustrada pudo más que su sentido común.

Necesitó un par de minutos para refrescar conceptos. Lo justo para reubicarse. Inició la exposición del tema. Lo hizo partiendo de un nivel muy básico, huyendo de la clase magistral. Sabía cómo captar la atención de su interlocutora, involucrándola y manteniendo vivo su nivel de atención. Medía muy bien sus pausas y ejemplificaba constantemente, eludiendo en lo posible la teoría.

Laura estaba fascinada. Lo que no había logrado en casi dos meses de clases, lo estaba consiguiendo en poco más de una hora. Don Isidro se permitió un breve paréntesis para explicarle que, aún hoy en día, él seguía sacándole provecho a ese tema en la propia empresa. Le comentó brevemente el uso en la economía de aquella materia que estaba estudiando; en cómo, para tener una producción eficiente, la función de costes debía ser mínima: cantidad de producto fabricado, coste total, costes variables, costes fijos… Aquellos conceptos los ejemplificaba con partidas, productos y gastos de la empresa, que la chica conocía de sobras. Lo iba plasmando todo en papel e iba cobrando sentido de forma natural.

—Lo ves, Laura. No era tan difícil. La clave es ir un poco más allá y buscarle el sentido. Las matemáticas son apasionantes si consigues involucrarte en ellas. No se trata de memorizar mecánicamente fórmulas y teoremas. Hay que entenderlas.

Don Isidro estaba satisfecho y relajado. Ella también lo percibió.

—Sí, pero el mérito es suyo. ¡Si viese a mi profesor! Él solo viene a clase, suelta su discurso y se va. A mí me resulta imposible entender nada de lo que explica. A los cinco minutos mi cabeza ya está en otro lugar.

—Te entiendo. En todo caso, ya sabes que siempre que quieras te puedo echar una mano. A mí me encanta dar clase, supongo que lo habrás notado. Y así desempolvo de mi cerebro las matemáticas, que ya las tengo un poco oxidadas.

Los dos rieron.

—De tanto hablar me ha entrado sed —comentó don Isidro—. ¿Quieres beber algo? —le preguntó a Laura, haciendo el ademán de alzarse.

—No se levante. Ya voy yo.

La chica se incorporó rápidamente y fue hacia el mueble bar que tenía en la esquina, a poca distancia de la mesa. Su jefe la dejó hacer.

—¿Qué le apetece? —preguntó Laura, una vez situada frente a las bebidas.

—Un Bitter Kas —respondió don Isidro—. Tienes que abrir la puerta de debajo. En la nevera —pontificó.

Laura abrió la puerta, que escondía un pequeño frigorífico y se agachó en busca del refrigerio. Don Isidro, calmado hasta ese momento, despertó abruptamente de su letargo. La visión de la chica inclinándose, con la tela de la falda tensada al límite de la ruptura, agitó de nuevo sus entrañas. El nerviosismo provocó que se levantase. Laura no daba con la botella y para quitarse aquel panorama de su cabeza decidió ayudarla.

—¡Ya la tengo! —exclamó con emoción la chica.

En ese mismo momento, giró súbitamente su cuerpo dándose de bruces contra el de don Isidro, que se había situado junto a ella unas décimas antes, con la intención de asistirla. Ambos se tambalearon. Laura asió el brazo de su jefe para mantenerse en pie, provocando que se desestabilizaran todavía más. La inercia les llevó a precipitarse contra una silla, apostada frente a la mesa de juntas. Sus caras quedaron a escasos centímetros la una de la otra. Se miraron a los ojos. No reaccionaron durante un breve lapso de tiempo. Don Isidro se percató de que sus manos se habían aferrado involuntariamente a las nalgas de Laura. Esta esbozo media sonrisa y, antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de pensarlo, sus labios se juntaron.

El beso abrió la espita. Don Isidro, con cincuenta y cuatro años, perdió el control y el recato. Desenfrenado, levantó la falda de Laura y hábilmente le bajó las medias y las bragas, quedando su pompis al descubierto. El empresario lo acarició, suavemente al principio y apasionadamente instantes después, excitado con su textura tersa y turgente. Las respiraciones se agitaron, la del señor Grau con mayor intensidad y decibelios. Cegado por la lujuria, el hombre cogió la mano derecha de su empleada y se la llevó a la entrepierna. Al poco, ya tenía los pantalones bajados. Laura dudaba, pero se dejó guiar. No había pausa ni freno en el empresario, que actuaba con un fervor animal. La chica, superada por el ardor y las maniobras de su jefe, en apenas unos segundos y sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí, se encontró con el miembro de Don Isidro en la boca.

El desenlace final fue tan rápido, que cogió desprevenidos a los dos. Don Isidro quiso recular en el último instante, pero ya no pudo evitarlo. Sus gemidos traspasaron las paredes de la nave. Laura quedó ligeramente aturdida y se hizo un prolongado silencio, que terminó rompiendo el empresario en un tono victimista.

—Lo siento, Laura. No sé qué me ha pasado… Eres tan guapa…

Tras el éxtasis, ahora don Isidro se sentía mal, muy mal, culpable. En primera instancia, por no haber podido detener su eyección; pero, inmediatamente después, comenzó a ser consciente de su impresentable comportamiento: su intemperancia, la edad de la chica, la relación laboral, la infidelidad… Se sintió mezquino y miserable.

Mientras tanto, Laura ya se había levantado para ir directa al baño. Se aseó como pudo en la pica. Se miró al espejo y le costó reconocerse. Estaba avergonzada. Su vida acababa de dar un giro. No estaba muy segura de lo que había pasado, ni de sus consecuencias. Todo aquello era nuevo para ella y no sabía cómo afrontar el siguiente paso. Intuyó que lo mejor sería seguir mostrándose como la chica inocente e ingenua que todos pensaban que era. De hecho, en cierta manera, ella era la primera en creérselo.

La joven regresó al despacho de don Isidro. Se encontró a este sentado, meditabundo y ausente. El señor Grau se estaba viendo a sí mismo como Humbert, el protagonista maduro de Lolita, la novela de Vladimir Nabókov que leyó de joven. Un hombre patético y ridículo.

—Don Isidro… —susurró Laura.

La voz de la chica despertó al señor Grau de su ostracismo. La joven prosiguió:

—Me sabe mal. No se preocupe. También es culpa mía. Yo no quería… Bueno, sí, pero… Es que yo nunca…

Laura hablaba entrecortada. Veía a su jefe tan abatido que, de alguna manera, quería borrarle aquella expresión triste de la cara.

—No, Laura. Toda la culpa es mía. Tú eres muy joven y yo muy mayor. Eres mi empleada y yo no debería haber hecho esto. Lo siento mucho, de verdad. Espero que me perdones —manifestó don Isidro, cabizbajo.

—No quiero que diga ni que piense eso. Yo no he hecho nada que no quisiera. Le admiro mucho. Usted es una gran persona. No quiero que piense así.

Laura trataba de consolarlo, con lágrimas en los ojos.

Don Isidro se emocionó.

—Eres una gran chica, Laura. Pídeme lo que quieras. Me gustaría compensarte.

—Ni hablar, don Isidro. Soy yo la que le estoy agradecida. Usted me salvó la vida y siempre ha sido muy generoso conmigo. No me debe nada. Ya se lo he dicho antes. Yo no he hecho nada que no quisiera —puntualizó Laura.

—Insisto, eres una chica fantástica. Pero debes dejarme darte esto, para que te compres algo bonito. Algo para ti. Es lo mínimo que puedo hacer.

Don Isidro hurgó en su cartera y sacó unos billetes.

—No lo voy a aceptar de ninguna de las maneras —respondió la joven.

El señor Grau tuvo que insistir varias veces ante la negativa de la chica, hasta que al final decidió introducirle los billetes, directamente, en un bolsillo de su chaqueta.

Laura se despidió de don Isidro con un beso efímero en la mejilla. Cuando ya salía por la puerta, don Isidro le espetó:

 

—Laura, tengo que pedirte un favor: lo que ha pasado tiene que quedar entre tú y yo.

El señor Grau, más recuperado, recobró su voz grave y solemne.

—No se preocupe, don Isidro. Jamás se me ocurriría explicárselo a nadie.

. . . . .

Ya eran casi las ocho de la tarde de aquel frío sábado de diciembre. La tenue luz de las farolas iluminaba pobremente la calle Motores, decrépita a esas horas. A ambos lados de la vía, se repartían un seguido de naves y talleres. Era una zona eminentemente industrial, azotada por la crisis y por un paro desbocado. Los locales no tenían otra pretensión que mantenerse en pie cada mañana. Era una tierra sin ley, en la que cada cual levantaba su edificio según su propio criterio y necesidades, sin respetar normas urbanísticas ni cánones estéticos. El resultado era una amalgama de fachadas desconchadas, sucias, desvencijadas, cuya única uniformidad residía en el hecho de disputarse un premio al mayor disparate arquitectónico.

Se había girado viento. A lo lejos, la silueta de Laura avanzaba lentamente, tratando de abrirse paso entre la suciedad de aquella calle desierta. El único rumor de fondo eran sus pasos, el silbido de las ráfagas de aire y el traqueteo lejano del paso de un tren. De pronto, se detuvo. Oteó el horizonte y se giró hacia atrás para cerciorarse de que nadie la seguía. Hurgó en su chaqueta y sacó dos billetes. Eran de color violáceo y ambos venían presididos por la imagen del rey Juan Carlos I. Sumaban 10 000 pesetas. Esbozó una mueca de satisfacción.

En ese momento, recordó las últimas palabras de la persona que le había entregado esos billetes.

—Lo que ha pasado tiene que quedar entre tú y yo.

Por supuesto. No tenía la más mínima intención de explicárselo a nadie.

. . . . .

Aquella noche, la joven llegó a su casa alterada y acompañada por un secreto íntimo. Tenía claro que no lo compartiría con nadie. El rubor interno había desaparecido, pero pensó que el mundo la podía malinterpretar si explicaba lo acontecido aquella tarde. En cualquier caso, no estaba dispuesta a arriesgarse. De ninguna manera. Había descubierto facetas de sí misma que desconocía y que habían brotado de forma natural. Se sentía mucho más segura. Pero, paradójicamente, también más frágil.

Durante el trayecto a pie, reflexionó sobre don Isidro y miró de recomponer sus sentimientos. Era cierto que lo admiraba. Y mucho. Idolatraba todo lo que representaba su jefe: distinción, clase, cultura, conocimientos, saber estar, posición económica, respeto social. Se sentía terriblemente atraída por ese universo lejano. Pensó que eso ya le valía, que era un sentimiento noble y sincero. No quiso plantearse nada más, quizás porque intuyó que entraría en un bosque muy enmarañado.

Sin embargo, lo que verdaderamente la tenía hipnotizada, era la sensación de poder que había experimentado esa tarde. Siendo poco más que una niña, una simple principiante, se percató de que contaba con armas poderosas. Hacía tiempo que sabía de sus encantos físicos y de cómo estos despertaban un gran interés en los hombres. Pero con don Isidro fue más allá y descubrió, sin saberlo, la fuerza de la seducción. Ella, una mocosa, tuvo a todo un experimentado señor en sus manos, bajo su dominio. La felación, en el fondo, fue la anécdota. Había descubierto cómo desarmarlo, cómo debilitarlo, cómo tenerlo a su merced. Lo recordó al final, en aquel estado de abatimiento y lo fácil que fue para ella reanimarlo, solamente acariciando su ego. Pensó que podía conseguir lo que se propusiese. Aquella sensación de supremacía la tenía encandilada. Nada de lo que pasó fue premeditado; todo fluyó de manera improvisada, pura, pero Laura comprendió que tenía aptitudes, que eran potentes, y que estaba en su mano ponerlas en práctica para su propio beneficio.

Laura vivía con su familia en Bellvitge, seguramente, el barrio con mayor densidad demográfica de toda Europa. En diez años —entre 1965 y 1975— se construyeron casi 10 000 viviendas, en las que residían familias como los Requena, migrados de otras latitudes de España, mayoritariamente del sur. En su caso, un piso de sesenta metros cuadrados en el que habitaba el matrimonio con sus cuatro hijos.

A medida que la chica iba adentrándose en los bloques lineales y exentos de todo glamour de su vecindario, también se fueron disipando sus elevados pensamientos. Volvía a su cruda realidad, a su verdadero origen.

Al entrar en casa olfateó, como de costumbre, a comida. Era un olor muy característico, rancio, que había impregnado todas las paredes para quedarse a perpetuidad. Tratándose de un sábado, razonó, tocaría caldo Maggi con fideos y trocitos de pollo desmenuzados. Depositó sus bártulos en la entrada, saludó a su madre, que estaba en la cocina, y confirmó sus sospechas: sopa. Una apuesta segura.

—Hija, pon la mesa que ya vamos a cenar —le pidió a Laura la matriarca de la casa.

Laura remugó, quejándose de la discriminación que sufría por ser mujer y la mayor de sus hermanos.

—¡No me calientes que te dejo sin cenar! —la amenazó Mercedes chillando.

La hija observó a su madre y a su bata llena de lamparones y, en un arrebato, se juró a sí misma que pronto se marcharía de allí. Sus días en aquella casa tocaban a su fin. Quería a su madre, pero no la soportaba, como tampoco a aquel entorno deprimido y chabacano que la rodeaba.

Cogió el hule de plástico, apelmazado por la humedad mal secada, y lo dispuso sobre la mesa del salón-comedor. Sus hermanos pequeños se fueron sentando alrededor. Añadió los platos soperos y los vasos Duralex, con aquel vidrio endurecido de color gualdo tan característico. Finalmente, distribuyó las cucharas y tomó asiento.

El televisor estaba encendido. Otra costumbre imperturbable en aquella vivienda. Sonaba una melodía inconfundible, la que daba inicio al programa Informe Semanal. Mari Carmen García Vela, la presentadora, daba la bienvenida e introducía los reportajes. A Laura le encantaba su puesta en escena, su media melena, siempre impecable, y aquella confianza que irradiaba.

Presentó el primer reportaje: Etiopía, morir de hambre.

Mientras tanto, Mercedes ya había servido a todos los comensales, salvo a su marido, que a esa hora todavía debía de estar saboreando la penúltima copa.

Las primeras imágenes mostradas en la pantalla sobrecogieron a Laura.

El resto de su familia parecía mantenerse al margen, desacomplejados con el fragor de cada sorbo, el repicar de las cucharas en los platos y las irreverentes degluciones.

El contraste con el reportaje era macabro, casi indecente.

La voz en off hablaba de un campamento con 40 000 refugiados en el norte de Etiopía, de una hambruna bíblica, de un infierno en la Tierra. Las imágenes de niños famélicos y de cuerpos abandonados hacían estremecer al más insensible. El narrador iba aportando datos terribles, como el hecho de que cada veinte minutos moría un niño en aquel reducto, ante la mirada impotente de organizaciones como Save the Children o Médicos sin Fronteras.

La crónica se hacía eco de un reportaje de Michael Buerk, emitido en la BBC el 26 de octubre de ese mismo año, el 84.

Laura quedó fuertemente impactada. Aunque había oído hablar de África, del hambre y de la sequía, le parecían algo muy lejano. Enfrentarse a aquella realidad, que traspasaba su retina y retorcía su conciencia, fue un duro despertar.

Esa noche no pudo dormir. Por su mente, se reprodujeron las escenas vividas aquella tarde con don Isidro, mezcladas con las imágenes desgarradoras de los niños etíopes. Un cóctel demasiado indigesto para una chica de Bellvitge de diecisiete años.

. . . . .

El equipo de MSF: Béatrice Vinou,

Françoise Clément y Michel Dinan

KOREM

Junio de 1984

Ya oscurecía cuando Bamlak y su familia divisaron, en la lejanía, lo que parecía un vasto campamento asentado en un valle rodeado de montañas. Tal y como les había explicado Tsiwahab, la guerrillera del TPLF, encontraron el asentamiento una hora después de dejar el lago Ashenge. Sus cinco kilómetros de longitud exhibían una alarmante carencia de agua. Además, la poca que almacenaba, tampoco era apta para el consumo, al ser salada. Unas décadas atrás, el lago se hizo tristemente famoso a causa de los efectos que provocó el gas mostaza descargado por el ejército de Mussolini. El 4 de abril de 1936, los alrededores de aquel enclave amanecieron sembrados de cadáveres pertenecientes a las tropas imperiales etíopes, que perecieron envenenadas por el gas letal.