En la senda del hambre

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Según Bamlak, Melaku poseía unos conocimientos y detentaba unos poderes especiales para curar a la gente. Pensó que la suya debía de ser una ciencia atávica, milenaria; seguramente, una dinastía de sanadores que se fueron transmitiendo los secretos de su erudición, de maestro a discípulo, desde tiempos ignotos; una sabiduría que se nutría de la observación de la naturaleza, del poder de la misma y de sus frutos.

A la mañana siguiente, y tras haber seguido al detalle las instrucciones del curandero, Helen había recobrado buena parte de sus fuerzas. Lo peor parecía haber pasado. El matrimonio abandonó la vivienda de Melaku y tomó el rumbo hacia casa.

Por la tarde, Yohanes cargó con un saco de tef y otro de verduras, como agradecimiento para el sanador, aprovechando que iba a la escuela. Siguió la ruta descrita por Bamlak, ascendió el cerro y halló la vivienda en el lugar que se esperaba. Una vez allí, llamó a la puerta.

—¿Quién es? —resonó una voz masculina desde dentro.

—Vengo a dejarle comida en agradecimiento por haber curado a mi… a Helen.

Yohanes vaciló justo antes de identificarla. Se percató de que su vínculo con ella no era familiar ni de amistad; tampoco la sentía como una patrona. ¿Quién era entonces? Al no dar con la respuesta, optó por lo fácil, y la refirió por su nombre.

Yohanes esperó respuesta.

Unos segundos más tarde, la puerta se abrió.

—¿Helen? Ahora no recuerdo. Viene tanta gente por aquí que ya no sé a quién he curado. En cualquier caso, dale las gracias —expresó el hombre, exhibiendo una reverencia.

Yohanes le dejó los sacos en el umbral y se despidió con una sensación extraña en el cuerpo.

Por la noche, en la cena, Bamlak estaba ávido por saber cómo fue con Melaku, si le había gustado el presente, qué le había dicho…

—Bien, se lo he dado… pero… —El chico titubeaba.

—¿Qué ha pasado, Yohanes? —preguntó nervioso Bamlak—. ¿Seguro que se lo has entregado?

—Sí, sí —contestó el crío—. Lo que pasa es que no se acordaba de Helen…

—¿Cómo que no se acordaba de Helen? —preguntó alarmado y con aire inquisitorio el campesino.

—Me dijo que curaba a tantos enfermos que no se podía acordar de todos —respondió Yohanes, con cierto sentimiento de culpa.

Helen, ya muy restablecida de sus afecciones, decidió intervenir.

—Bamlak, deja al chico. Es verdad, seguro que ese hombre ha curado a tantos enfermos que es imposible que se acuerde de todos ellos. De hecho, yo no recuerdo ni cómo era. Estaba tan mal, tan débil, que lo veo todo borroso. Quizás, ni tan siquiera le diste mi nombre…

Aquella última frase despertó a Bamlak de su abatimiento. Hasta ese momento, la conversación le estaba dejando desconcertado, llegando a dudar de la palabra del propio Yohanes. Se sintió mal por ello.

—¡Es verdad, Helen! —exclamó el campesino con entusiasmo—. En ningún momento preguntó por nuestros nombres y yo tampoco se los di.

El asunto quedó zanjado. Sin embargo, Bamlak se fue a dormir con la sensación de que Melaku les conocía perfectamente, sin necesidad de saberse sus patronímicos. Era como si pudiera penetrar en el interior de las personas. Aquel hombre le había impactado profundamente.

. . . . .

Aunque la curación de Helen fue un acicate para la familia, la preocupación por las cosechas y el ganado iba en aumento. La tensión se palpaba en todos los hogares de la zona. La gente se recogía dentro de sus viviendas, reprimiendo el hambre como podía; rezaban, hacía ofrendas, meditaba… Pero por si esa angustia fuera poca, las incursiones aéreas del DERG se recrudecieron, sucediéndose cada vez con más frecuencia por todo el Tigray. La nueva consigna era bombardear los ya exiguos campos de cultivo, mercados y almacenes de grano. Era otra forma perversa de matar, destruyendo las pocas reservas de comida que quedaban. El TPLF consiguió hacerse fuerte en muchas áreas de la región, también en Maychew, pero a costa de un sufrimiento inhumano del pueblo y de cobrarse muchas vidas de inocentes.

El único al que no parecían afectar la sequía y la guerra era Yohanes. Él continuó vital y optimista, indiferente a las amenazas externas. Siguió con sus rutinas diarias, sin dejar de asistir a las clases de wro Samrawit, la maestra. Ella decidió seguir dándole lecciones particulares en su casa, aun siendo período estival. El chico rendía y les sacaba un gran partido. Para la maestra, era su momento de desconexión de un mundo deprimido y cruel, que la tenía sumida en un estado de melancolía permanente.

Tal y como había pronosticado Estifanos, a mediados de julio cayeron las primeras lluvias en Maychew. Agua bendita para Bamlak y los suyos.

Fue un mediodía. Un nubarrón inmenso y oscuro avanzó raudo cubriendo el sol y oscureciendo la llanura sobre la que se alzaba la casa de Bamlak. Resonaron varios truenos, provocando un estruendo ensordecedor. En pocos segundos, una cortina de agua estaba anegando los campos.

El matrimonio, sus dos hijas y Yohanes estaban comiendo injera cuando escucharon el fragor de la tormenta. La mayor de las hermanas, Mitu, asomó la cabeza hacia fuera y gritó.

—¡Llueve!

Todos salieron al patio, con emoción contenida, y recibieron con alborozo el diluvio. Juntaron sus manos y comenzaron a bailar y a cantar a merced de la lluvia, como si estuvieran poseídos. Estuvieron un buen rato así, embriagados con aquella ducha natural que empapaba por completo su cuerpo, y también su espíritu. Fue Helen la que puso cordura al desenfreno, ordenando al resto que tocaba retirada. Como de costumbre, la obedecieron y, ya guarecidos en casa, bendijeron cada gota caída, temerosos de que fuera la última.

Yohanes recordaría aquel día como uno de los más felices de su vida.

Las lluvias se prolongaron durante poco más de un mes. A finales de agosto volvió a imponerse el sol, dejando atrás las borrascas. Las precipitaciones, aunque bastante inferiores a otros años, devolvieron el ánimo a los agricultores tigriñas; por lo menos, a aquellos que habían podido comprar suficientes semillas, que no fueron muchos. Por suerte, Bamlak estaba entre ellos. Los animales volvían a tener pastos verdes con los que alimentarse, pero estaba por ver durante cuánto tiempo.

Pudieron festejar sin estrecheces las dos grandes celebraciones etíopes de septiembre, el Enkutatash y Meskel. Contagiados por la alegría del final de la estación larga de lluvias —aunque ese año no lo fue—, durante la primera festividad sacrificaron un cabrito, para regocijo de todos. Con la carne, Helen preparó unos deliciosos tips, condimentados a fuego lento con cebolla y pimientos verdes. El banquete se alargó durante unos cuantos días más, hasta que no quedaron ni los huesos de la pobre bestia.

Tras el Año Nuevo etíope, el tef ya había adquirido el color amarillo ceniza característico y se encontraba suficientemente espigado. Bamlak no quiso esperar más para recolectarlo. Era evidente que la cosecha sería pobre, pero posponerla hubiese podido dañar el grano, muy sensible al viento. Este cereal era, y sigue siendo, el más pequeño del mundo, con escasamente un milímetro de diámetro.

Yohanes y Bamlak dedicaron tres días a cosechar el tef manualmente, sirviéndose de sendas hoces, a cual más rudimentaria. Formaron dos pilas de tamaño mediano con el cereal cortado, cuando el año anterior recolectó más del doble sin demasiada dificultad. Aquella visión inquietó al labrador. Sin embargo, prefirió guardarse la angustia para sí mismo y confiar en la providencia, que en tantas ocasiones les había salvado.

A principios de octubre, la familia ya casi había consumido el quintal de tef que Bamlak había comprado tres meses atrás, por lo que era el momento de iniciar el aventado. Este era un proceso milenario consistente en extraer las semillas del codiciado cereal. Bajo un sol de justicia, los dos varones de la casa, armados con una especie de cucharas gigantes de madera, lanzaban al aire la paja para separarla del grano. Era un proceso laborioso, que requería de mucha paciencia. Después de muchas horas de trabajo, introdujeron todo el tef resultante en un saco, sin conseguir llenarlo del todo. Bamlak tragó saliva con mucha dificultad. Tenía la boca reseca y rasposa por efecto de las partículas que flotaban en el aire tras el aireado de la paja; pero, en realidad, lo que verdaderamente le impedía deglutir era la congoja: salvo que se produjera un milagro, el tef se les acabaría… ¡a principios de enero!

Aunque rezó con fervor, esta vez no se produjo ningún fenómeno extraordinario, si bien consiguieron alargar la reserva de cereal hasta el 19 de enero, coincidiendo con el Timkat. Lo lograron a base de reducir su dieta, en especial la del matrimonio. Lo cierto es que llegaron con muchos apuros a la cita religiosa más importante y genuina de los ortodoxos etíopes.

Decidieron sacrificar otro cabrito, el último pequeño que les quedaba. En esta ocasión, con su degüello no pretendían festejar el bautismo de Cristo. Sencillamente, era la fecha que se habían marcado para finiquitar sus existencias de tef. Y sin injera, ya solo les quedaban tres cabras, la vaca, la mula, y cuatro hortalizas que languidecían en el huerto. Dado el precio irrisorio que se estaba pagando por la carne en el mercado local, consideraron que lo más sensato era consumirla ellos. Y así lo hicieron.

Aun así, Bamlak era consciente de que necesitaba dinero para comprar semillas y tef. Como no contaba con efectivo, no tenía más remedio que vender otro animal. Deliberó si desprenderse de la vaca o de una de las tres cabras y terminó optando por la primera. Pensó que seguía teniendo a la mula para arar los campos. Además, la vaca había contraído alguna enfermedad y ya no se reproducía ni daba leche, aunque seguía siendo un excelente animal de carga.

 

Tal y como presupuso, enajenó la res por una miseria. Con lo que no contaba, era con el precio del tef. Estaba por las nubes. Pedían no menos de 300 birr por quintal, un 50 % más que unos meses atrás y el triple de hacía tres años. Le estaban exigiendo el mismo precio por el que había vendido su vaca. Increíble. Bamlak trató de apaciguarse. No entendía lo que estaba sucediendo. Se habían trastocado. El tef era el cereal endémico de Etiopía, el alimento básico de los pobres, sin el que no podían subsistir. Aquellos precios eran inasumibles para la inmensa mayoría de tigriñas.

El campesino desconocía la ley de la oferta y la demanda. En el Tigray tenían dos grandes problemas. Por un lado, las últimas cosechas habían sido míseras y había carestía del cereal en toda la región. Por otro lado, la guerra estaba impidiendo el transporte normal de mercancías.

El tef no solo era el pan etíope; era, en la mayoría de los casos, su único alimento. Por tanto, no podían prescindir de él tan fácilmente.

Bamlak estuvo dando vueltas por el mercado, buscando una solución. No podía regresar con las manos vacías. A la desesperada, optó por implorarle a uno de los vendedores.

—Mi mujer está enferma y tengo tres niños pequeños… ¡Moriremos de hambre si me lo vendes por más de 250 birr! —le suplicó Bamlak, excusándose en que todavía debía comprar semillas y que solo disponía de 300 birr para todo.

—No vas a encontrar un precio más barato que este. Allí lo están vendiendo por 350 birr.

El vendedor señaló en dirección a otra parada del mercado y añadió:

—Por ese precio que me ofreces, ahora solo te puedo vender sorgo.

—¿Sorgo? —preguntó en voz alta Bamlak, con cierta indignación—. ¡Pero si eso es forraje para animales! —exclamó acto seguido.

—Estás equivocado. En Etiopía, desde siempre, hay mucha gente que lo come y hoy en día más. También puedes usarlo para cocinar injera. Yo mismo, ya me he acostumbrado.

Bamlak escuchaba con perplejidad las explicaciones del vendedor.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Por 300 birr te vendo un quintal de sorgo, te añado 20 kilos de tef para que lo mezcles y te incluyo las semillas. Y tienes suerte que ya es tarde y que tengo que irme —le ofreció el mercader para cerrar el trato.

Bamlak intentó, sin éxito, que le aumentara el porcentaje de tef. Su interlocutor se mostró inflexible. El campesino hizo sus cálculos y, a la postre, resolvió que lo que necesitaba era cereal para que su familia aguantara los próximos tres o cuatro meses, hasta la siguiente cosecha, tras las lluvias del belg. Razonó que en época de penuria y escasez como aquella, no era el momento de ser puntilloso con la comida. Además, dentro del acuerdo estaban incluidas las semillas.

Antes de terminar enero, Bamlak ya había sembrado el campo de tef, a la espera de las primeras lluvias del belg. Sin embargo, estas nunca llegaron.

A principios de mayo de 1984, la situación era de una extrema gravedad. Cada día que pasaba, el drama se exacerbaba con mayor crueldad en una población que sufría lo indecible por mantenerse con vida. Las rancias cosechas del año anterior, no solo no se compensaron con las primeras del ejercicio corriente, sino que, en este, ni tan siquiera existieron. El belg se olvidó de Maychew, de los campos de Bamlak y de la mayoría de las tierras de un Tigray yermo por falta de agua.

El campesino estaba desesperado. Veía cómo ya casi no contaban con reservas de grano, su terreno estaba baldío y dos de sus tres cabras habían exhalado por falta de nutrientes. Pero las desgracias nunca venían solas: su amada Helen volvió a enfermar.

Delante de los suyos hacía el corazón fuerte, pero el hombre arrastraba un padecimiento insoportable, que le estaba consumiendo por dentro. Veía, impotente, cómo se estaban precipitando hacia el abismo, acompañados por todo un séquito de vecinos y compatriotas que seguían su misma suerte. Decidió visitar de nuevo al curandero, llevando consigo a Helen. Su aplomo y sabiduría lo habían cautivado. Buscaba sus terapias para curar de nuevo a su mujer, pero también anhelaba revivir aquel remanso de paz y espiritualidad que respiró, meses atrás, en su morada.

Estaban llegando a la casa de Melaku cuando escucharon, del interior de la misma, unos extraños cánticos. Era una voz masculina que desafinaba sin compasión. Bamlak pidió permiso para entrar, sin recibir respuesta. La voz seguía entonando lo que parecían notas musicales sacadas de una partitura compuesta por un demente. El campesino insistió, elevando la voz. Al tercer intento sin obtener contestación, optó por entrar. La visión de aquel aposento le provocó un espasmo. Estaba frente a un antro caótico, lleno de mugre y polvo, que desprendía un olor repulsivo. Nada tenía que ver con el orden y pulcritud de la última vez. Recostado en el camastro, un individuo yacía con una botella de tej12 en la mano. Al verle, el aprendiz de cantante cesó bruscamente la tonada.

—¿Quién eres?

Por la voz y compostura, aquel personaje mostraba claros signos de embriaguez.

—Me llamo Bamlak. Vivo en el campo, a una hora de aquí. Estaba buscando a ato Melaku

—¿Ato Melaku? —le interpeló el borracho—. Aquí no hay ningún ato Melaku. Esta es mi casa y yo me llamo Damot.

Bamlak no podía creerse lo que estaba escuchando. Por un momento, pensó en recular, sin dar más explicaciones. ¿Se habría equivocado de lugar? No, no había errado en la dirección, pero aquello no tenía ningún sentido. O tal vez sí.

—Mire, yo vine aquí con mi mujer hace unos meses. Nos atendió un señor mayor, que la curó. Me dijo que se llamaba Melaku —explicó el campesino para justificarse.

Damot le contradijo con contundencia:

—Eso es imposible. Esta es mi casa y yo soy el único que vive aquí. Además, por esta zona no hay otro curandero más que yo. Pregunta en el pueblo si quieres. Te dirán que vengas a verme. Que vayas a casa de Damot.

Bamlak observó que aquel individuo parecía tener razón. En Maychew le habían dado su referencia. Pero entonces, ¿quién era Melaku? ¿Qué hacía allí cuando llegaron meses atrás? ¿Cuál era el misterio que rodeaba su figura?

Le pasaron muchas ideas por la cabeza, pero tenía que sopesarlas. Y allí no era el momento ni el lugar de hacerlo.

Se despidió, no sin antes excusarse. Bamlak poseía una educación, combinada con humildad, que le otorgaban un halo de dignidad inconfundible.

Salió de la casa. Helen había permanecido fuera, esperando postrada sobre la mula.

—¿No entramos? —preguntó la mujer.

—No —fue la lacónica respuesta de Bamlak.

Él seguía intentando darle un sentido a todo aquello.

Cogió las riendas de la mula y encaró el camino de regreso. Helen estaba desconcertada. La fiebre tampoco la ayudaba a razonar con demasiada coherencia. Sin embargo, conocía bien a su marido y sabía que, en estas situaciones, de nada le serviría insistir. Las explicaciones llegarían cuando él se sintiera preparado. No era tanto por una cuestión de subyugación marital, que un poco también, sino más bien por la forma de ser de Bamlak. Helen era consciente de que su marido necesitaba sus tiempos; que no era amante de compartir según qué noticias, sobre todo cuando no eran buenas. Era un hombre que prefería encarar las dificultades en soledad, por insoportables que fueran.

Había pasado un buen rato cuando Bamlak se detuvo. Miró a Helen y la abrazó. Envolvió su cintura con los brazos, reposando la cabeza sobre el hombro de la mujer y escondiendo la cara. No la soltaba. Ella, todavía sobre la mula, acarició su nuca. El hombre rompió en sollozos. Helen lo estrujó con cariño y con las pocas fuerzas que le quedaban.

—Helen, ahora ya lo entiendo todo —exclamó Bamlak con lágrimas en los ojos.

Helen frunció el ceño, tratando de escudriñar lo que escondía la mente de su marido, sin llegar a ninguna conclusión.

—¿Qué es lo que ahora entiendes?

—Helen, ¡era un ángel! —profirió Bamlak, ante la atenta mirada de su esposa.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué ángel? —Helen no sabía si lo que estaba oyendo era por efecto de la fiebre o si, por el contrario, su marido había perdido la cordura.

—Al despedirnos la otra vez, él me dijo que le llamaban Melaku… ¿entiendes…? Ese nombre significa «ángel» en amárico… —Bamlak trataba de explicarse, pero sin demasiado acierto.

—Bamlak, Melaku es un nombre común en Etiopía. Yo conozco a más de uno y te aseguro que no son ángeles —le rebatió Helen.

—No lo entiendes. Este Melaku es un ángel enviado de Dios. Él no es humano. Hoy lo he comprendido todo. Fue una revelación. Él vino para curarte, pero sobre todo para decirme que debíamos irnos a Addis Abeba. Allí hay una clínica donde podrán solucionar tu problema para siempre.

A Bamlak le cambió la expresión tras su aclaración, pero Helen seguía sin comprender nada. Es más, cada vez se sentía peor. Y más preocupada.

—¡Bendito sea Dios!

El hombre estaba visiblemente emocionado. Se arrodilló, miró hacia el cielo y extendiendo los brazos exclamó de nuevo:

—¡Bendito sea Dios!

—Bamlak, ¿seguro que estás bien? —le preguntó Helen, ya muy inquieta.

El marido se incorporó lentamente y su semblante cambió de registro. Más sereno, cogió aire para explicarle con calma su teoría:

—No te preocupes, Helen. Estoy bien. Ahora te lo voy a explicar todo con calma y seguro que lo entenderás. Cuando te llevé al curandero la primera vez, yo pensaba que íbamos a casa de un tal Damot. Cuando llegamos, ni él me dio su nombre ni yo se lo pregunté. De hecho, tampoco hizo falta que le diera los nuestros. Por alguna razón que en aquel momento desconocía, era como si nos conociese de toda la vida. Desde el primer instante, sentí que estábamos en buenas manos, en las mejores posibles. Sin yo decírselo, él supo dónde tenías los males. Su manera de sanarte no era de este mundo. Créeme, Helen.

Bamlak hizo una breve pausa. Cogió las manos de Helen y fijó la mirada en sus ojos, con una seguridad impropia de él. Seguidamente, prosiguió con sus explicaciones:

—Pero lo más grandioso sucedió después. Cuando terminó sus curas, nos dejó sin decir nada. Yo fui en su búsqueda y lo encontré meditando. Fue entonces cuando me habló de la clínica que unos farangis habían abierto en Addis Abeba y que curaban la fístula para siempre. Me recomendó que te llevara y me dijo que lo hacían sin cobrar. Finalmente, ahora todo ha cobrado sentido. Cuando hoy he entrado en aquella casa, me ha atendido el dueño de la misma: un tal Damot. Él era la persona que me habían recomendado en el pueblo y no sabía nada de nuestro Melaku. Por eso Yohanes vino tan confundido cuando le llevó la comida; porque quien le atendió no fue Melaku, sino Damot. El ángel vino expresamente del cielo para ayudarnos y para dictarnos un mensaje muy claro: debemos ir a Addis Abeba. Estoy seguro de que ese es nuestro destino y que Dios lo quiere así.

En esta ocasión, la exposición de Bamlak fue clara y serena. Parecía poseído por una extraña paz, que reflejaba un convencimiento elaborado, racional, alejado de la exaltación y el fanatismo religioso que él mismo practicaba a menudo. Ambos pertenecían a una cultura muy propensa a la exageración y al mito. Era evidente que el contenido de su mensaje era profundamente litúrgico, místico, pero su relato huyó de los artificios y del dramatismo tan recurrente en el culto ortodoxo etíope. Aquella aparente clarividencia desarboló a Helen. Ella estaba habituada a otro lenguaje, a la gesticulación teatral, a los aspavientos. Quizás por eso, la flema con la que su marido expuso los hechos la hipnotizó. No le costó convencerse de que Bamlak era un mero transmisor de un mensaje que trascendía lo humano, que procedía del más allá. Su destino lo marcaba un Dios que un día también les iluminó para que emigraran de Wollo a Tigray, para salvar sus vidas.

Era una familia humilde, como tantas otras en aquel entorno miserable, incapaz de planificar a más de tres meses vista. Su existencia dependía de la buena alineación de los astros; estaban subordinados a la lluvia, a la guerra, a la tiranía, a la enfermedad. Era un círculo del que no se podía salir, una rueda caprichosa y cruel que dependía de factores externos, ajenos a ellos. Cualquier vaivén o desajuste podía ser fatal. Estaban acostumbrados a vivir al límite, sin más protección que sus creencias sobrenaturales, sus presagios, sus revelaciones. La providencia era su único salvavidas o, tal vez, por el contrario, el causante de todos sus males. Sea como fuere, era a lo único a lo que ellos se aferraban para subsistir, sobre todo cuando venían muy mal dadas. Y, en aquella ocasión, en aquel momento de sus vidas, creer en «Addis Abeba» era, probablemente, una quimera lo suficientemente atractiva como para lanzarse de cabeza. No tenían nada que perder. Sus vidas pendían de un hilo muy fino que se estaba rasgando. Era el contexto propicio para la aparición de un ángel.

 

El matrimonio se fundió en un abrazo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Helen.

—¡Bendito sea! —respondió su marido.

. . . . .

Los preparativos para el viaje duraron poco más de una semana. Bamlak vendió la última cabra que les quedaba, ya muy magra. Con la venta, solo pudo comprar 25 kilos de cereal. De nuevo, sorgo mezclado con un poco de tef. De todas formas, pensó que sería suficiente para llegar hasta la capital del país. Una aventura de 650 kilómetros, en la que deberían sortear un sinfín de cumbres y, lo que era peor, dos ejércitos en guerra.

Antes de partir, Bamlak y Helen discutieron sobre Yohanes. Lo consideraban un miembro más de la familia, pero dudaban de hasta qué punto debían someterlo a sus antojos. Sabían que sería un viaje muy duro y expuesto. Llegaron a la conclusión de que lo más justo sería que lo decidiera él mismo. Durante la cena, el campesino se atrevió a iniciar la propuesta:

—Yohanes, hemos decidido marcharnos a Addis Abeba. Allí hay un hospital que podría curar a Helen. Ya sabes que las cosas no andan muy bien por aquí. Nos quedan muy pocas provisiones, nos hemos quedado sin ganado y la sequía y la guerra nos están mortificando.

—Lo entiendo… ¿cuándo nos vamos? —preguntó Yohanes sin dudarlo.

La respuesta espontánea del chico provocó que el matrimonio se mirase con complicidad. Ambos asintieron sin mediar palabras, con un simple guiño. Esta vez fue Helen la que prosiguió:

—Yohanes, tú ya sabes que te queremos como a un hijo, pero no tenemos ningún derecho a forzarte a hacer este viaje. Va a ser peligroso y pasaremos muchas dificultades. Queremos que te lo pienses muy bien antes de decidirte.

—No tengo nada que pensar. Sois mi familia, mi única familia. El lugar, para mí, es lo de menos. Estoy preparado para todo, siempre que sea a vuestro lado.

Las palabras de Yohanes eran tan sinceras como profundas. En realidad, el matrimonio no tenía motivos para sorprenderse. Una vez más, el chico les había obsequiado con su pureza y generosidad de espíritu.

A finales de mayo, Yohanes se despidió de todos sus amigos de Maychew. Fue entonces cuando constató que muchos ya habían partido antes que él. El hambre era un combatiente demasiado feroz para aquel poblado. Además, corrían rumores de que más al sur habían almacenes de grano que proveían de cereal a los más necesitados. Cualquier bulo, cualquier aparición milagrosa, cualquier sueño, eran suficiente pretexto para embarcarse y dejarlo todo. Aunque, en honor a la verdad, lo único que parecían abandonar era polvo y miseria, un escenario del que cualquiera huiría sin pensárselo dos veces. Sin embargo, aquel pueblo era diferente, estaba hecho de otra pasta y sus entrañas se desgarraban cuando debían despedirse de su amado Tigray.

Los norteños adoraban su tierra. La sufrían y la maldecían, pasaban por todo tipo de restricciones desde tiempos inmemoriales, pero nada ni nadie podía sustituirla. Sus raíces se habían forjado atravesando pedregales estériles bajo los que yacían sus ancestros, con un pasado que evocaba gestas de un imperio de leyenda.

Seguramente por eso, se decía que el tigriña, siempre, allá adonde fuera, llevaba su tierra adentro, y esta se manifestaba a través de su carácter orgulloso; una mezcla de dignidad, soberbia, obstinación, elegancia y educación innatas, que formaban parte de su ADN.

A Yohanes se le hizo un nudo en el estómago cuando vio al abba Estifanos. Hacía semanas que no coincidían. Estaba muy desmejorado. Había adelgazado notablemente y su pelo lucía más cano. Pero lo que más desconcertó a Yohanes fue su expresión. Aquel hombre, antaño vigoroso y entusiasta, semejaba ahora una caricatura de sí mismo. El chico lo observaba en la distancia. El cura atendía a una cola de fieles, a cuál más desarrapado. Todos venían a contarle sus desgracias y a suplicarle una ayuda que él solo podía ofrecerles espiritualmente. Tenía la mirada apagada, como si hubiese perdido toda la fuerza. Se le veía agotado, consumido como los pozos del Tigray. Aquellas almas desdichadas e inocentes le estaban sorbiendo los últimos gramos de su energía.

Mientras el chico dudaba si acercársele, Estifanos lo avistó. Aun en la lejanía, lo reconoció enseguida y lo saludó con la mano, brindándole una sonrisa sincera aunque de circunstancias, dado el panorama ante el que se enfrentaba. Yohanes le devolvió el gesto inclinando su cabeza. Instintivamente, decidió marcharse. Comprendió que el cura estaba exhausto y que su misiva no le iba a reconfortar, más bien al contrario. Se fue cabizbajo y con profunda tristeza. Recordó cómo el abba le devolvió la esperanza y cómo se implicó en su futuro.

Siguió su camino con miedo a avanzar. Sabía que el siguiente trago todavía sería más amargo, pero esta vez no podría escabullirse. Wro Samrawit ya le estaba esperando en el aula. La clase ya había comenzado hacía un rato, aunque faltaban la mayoría de alumnos. La maestra le reprendió el retraso con una mirada pícara.

Al terminar las lecciones del día, Yohanes se aproximó a ella. De hecho, lo hacía cada tarde. Al finalizar la clase, wro Samrawit seguía una hora más con él, a solas, practicando inglés. Había progresado de tal forma en aquel año y medio, que ya podía mantener una conversación fluida.

Sin embargo, esta vez la maestra detectó algo extraño en el semblante del chico.

—¿Qué pasa? ¿Cómo es que has llegado tarde? Tú siempre eres muy puntual.

El pequeño pastor se sentía muy afligido y no sabía cómo abordar el tema. Eludía mirarla, fijando su atención en un punto concreto del suelo.

—Yohanes, me estás preocupando. Sea lo que sea, debes decírmelo. No tengas miedo…

Pasaron unos segundos que parecieron eternos, hasta que el chico se arrancó a hablar:

—Se trata de Helen. Como ya sabe, está enferma.

Hizo una pausa. Se percató de que aquel no era el camino. Por lo menos, no el verdadero. Tenía que volver a empezar. Sin mirarla a los ojos, retomó su explicación:

—Wro Samrawit, nos vamos a ir a Addis Abeba. Allí hay una clínica que podría curarla, pero, sobre todo, Bamlak y Helen piensan que aquí las cosas pueden empeorar más de lo que ya están. Sé que están muy preocupados por el futuro y yo debo acompañarles.

Por fin, se decidió a mirarla:

—Lo entiende, ¿verdad?

La maestra suspiró de forma ostensible. Quería derrumbarse, gritar, patalear, pero sabía que eso no sería justo. Le había tomado un gran cariño. Yohanes representaba la esperanza que ella había ido perdiendo por el camino. Y ahora se desvanecería de nuevo. El porvenir de aquel pueblo estaba allende sus fronteras. Pensó que, en realidad, el chico tenía razón. Trató de recomponerse.

—¡Pues claro que lo entiendo! Son tiempos difíciles y debes hacer costado a esta familia. Pero tienes que prometerme una cosa: que volverás y que ayudarás a este pueblo a salir de la miseria…

—Se lo prometo, wro Samrawit —contestó Yohanes con severidad.

—Discúlpame un momento. Debo ir al baño.

Mientras la maestra se levantaba en dirección a las letrinas, las lágrimas le iban manando a borbotones.

Ambos sabían que aquella sería la última clase de Yohanes, por lo menos durante un largo período de tiempo. Tal vez para siempre.