Encuentros decisivos

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Encuentros decisivos
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Colección: Semillas de Esperanza

Título: Encuentros decisivos

Autor: Roberto Badenas

Edición, diseño y desarrollo del proyecto: Equipo de Editorial Safeliz

© Editorial Safeliz, S. L.

Copyright by © Editorial Safeliz, S. L.

Pradillo, 6 · Pol. Ind. La Mina

E-28770 · Colmenar Viejo, Madrid (España)

Tel.: [+34] 91 845 98 77 · Fax: [+34] 91 845 98 65

admin@safeliz.com · www.safeliz.com

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro (texto, imágenes y diseño), ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del ‘Copyright’.

Todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera 95®

© Sociedades Bíblicas Unidas, 1995.

ISBN: 978-84-7208-851-1

Índice

Introducción 7

Preambulo: La tentación 11

1. La cita 25

2. La invitación 37

3. El llamamiento 51

4. La boda 61

5. El desencuentro 75

6. La curación 87

7. El abrazo 99

8. El perdón 109

9. El contacto 119

10. La mirada 129

11. La liberación 145

12. La tormenta 159

13. La tumba 169

14. La cena 179

15. La huída 191

16. El beso 199

17. El sueño 209

18. La compasión 219

19. La promesa 227

20. La reconciliación 241

21. Epílogo: La despedida 255

Roberto Badenas

es doctor en Teología por la Universidad Andrews (Míchigan, EE. UU.),

especialista en Filología bíblica

y profesor de Nuevo Testamento.

De 1990 a 1999 fue decano de la Facultad Adventista de Teología de Francia (Collonges-sous-Salève).

Actualmente preside la Comisión de Investigación Bíblica (Berna, Suiza).

Con anterioridad a este trabajo,

el profesor Badenas publicó, entre otros textos, una tesis sobre la relación entre Cristo y la Ley (Christ the End of the Law. Romans 10: 4 in Pauline Perspective, JSOT Press, Universidad de Sheffield, 1985).

Su libro Más allá de la Ley forma asimismo parte de la serie Semillas de Esperanza,

y es autor igualmente de Para conocer

al Maestro en sus parábolas y Frente al dolor. Su obra más conocida sigue siendo Encuentros, que hasta la fecha ha sido traducida y editada en inglés, francés, alemán, italiano, portugués y rumano.

Introducción

Se ha dicho que «toda decisión importante en la vida, todo gran amor, nace de un gran encuentro».1 En efecto, gran parte de lo que llegamos a ser se lo debemos a otros. A lo largo de la existencia nos vamos formando, nos construimos y nos destruimos, de encuentro en encuentro. Fortuitos, esperados o temidos, banales o extraordinarios, nuestros encuentros nos marcan. Algunos de modo decisivo.

Desorientados en nuestra búsqueda, atrapados en las redes de nuestras propias rutinas, o sorprendidos por la tormenta, en las más inesperadas ocasiones de la vida, a la vuelta de una esquina, frente a un accidente, ante una tumba abierta, un encuentro, una idea, una palabra, una mirada, un gesto, un abrazo, un beso ¿quién sabe…? decide nuestro destino.

En un momento dado la gracia divina irrumpe también en nuestra vida. Puede suceder al azar de las circunstancias o llegar al final de una larga espera: como un flechazo o como una amistad. Y ese encuentro se convierte en la encrucijada de nuestra historia más personal, más profunda. Las consecuencias, a menudo irreversibles, pueden ser eternas.

Contrariamente a lo que algunos creen, salvo raras excepciones, esos encuentros no suelen presentarse como intervenciones sobrenaturales irrefutables. Lo más frecuente es que pasen sin que nos demos cuenta: algo nos ocurre que nos interpela y hace cambiar el rumbo de nuestra existencia. Puede incluso que el encuentro sea tan sutil que pase desapercibido y prosigamos nuestra vida como si nada hubiese ocurrido. Sin embargo, el maravilloso milagro de la memoria espera cuanto sea necesario, agazapado en nuestro interior con paciencia divina. Llega un día, al cabo del tiempo, cuando sin saber cómo las partes del rompecabezas se colocan en su sitio y vemos nítidamente una imagen que se impone como una revelación. Puede que falten piezas, pero ya podemos reconocer el mensaje. Entonces rescatamos de nuestros recuerdos aquello ante lo que en su día pasamos de largo. Y caemos en la cuenta de que en algún momento la Providencia se puso a nuestro alcance. Ese extraño misterio cobra sentido y nuestro contacto con Dios empieza a florecer. Sin darnos cuenta estamos viviendo, a nivel espiritual, «la experiencia intransferible del encuentro».2

En las páginas que siguen intento, simplemente, compartir reflexiones suscitadas por algunos momentos decisivos de la vida de hombres y mujeres, no muy diferentes de nosotros, que cambiaron su destino al contacto con Jesús. Este ejercicio de reflexión e imaginación ya lo exploré con inesperado éxito en mi libro Encuentros. Desde que salió a la luz, hace ya años, muchos lectores me han pedido que publique más «encuentros». Debido a mi trabajo y a los avatares de la vida, con sus urgencias y prioridades, no he podido hacerlo hasta ahora. Aquí está por fin el libro esperado. Pero no se trata de una continuación del primero. En veinte años mis temas y mis acercamientos han cambiado. Y mi estilo también.

En la redacción de este libro, aún más que en otras ocasiones, me he servido, como el escriba de la parábola, de «cosas nuevas y cosas viejas».3 Agradezco aquí de corazón a todos los que han contribuido a proporcionarme las ideas de las que me he servido para redactar estas páginas. Mención aparte merece Marta Prats Fábregas quien, una vez más, no ha escatimado esfuerzos en la revisión de mis textos.

El libro va destinado especialmente a quienes se dicen, con el poeta: «Vivo con la esperanza de encontrarle, pero no se produce ese encuentro».4 Si estas reflexiones consiguen descubrirles alguna pista que les acerque al maestro, me sentiré doblemente feliz por las horas que he disfrutado meditando en él y escribiendo para ellos.

1 . Frase atribuida al Dr. Albert Schweitzer por Gilbert Cesbron, en su obra de teatro Il est minuit, Dr. Schweitzer.

2 . Martín Gelabert, Salvación como humanización: un esbozo de una teología de la gracia, Madrid: Ediciones Paulinas, 1985, pág. 13.

3 . Mateo 13: 52.

4 . Rabindranath Tagore, «Ofrenda lírica» poema 13 (citado de Obras selectas, Madrid: Edimat, 2015, pág. 76).

Preámbulo

La tentación

¿Qué busca por estos eriales el viajero solitario? ¿A dónde se dirige camino del desierto? En cuanto abandona la estrecha vega del río y a medida que asciende hacia el interior de las tierras, se va adentrando sin remedio en un paraje cada vez más yermo. Llegado a las cumbres, cuando ha perdido de vista, difuminado a lo lejos, el recuerdo verde-gris de las últimas palmeras, el caminante se encuentra perdido en una inmensidad desolada, de roquedales rotos, blanquecinos como osarios abandonados, en la que no se atreven a aventurarse ni los pastores de cabras. Una sucesión interminable de pedregales inhóspitos llagados de torrenteras calcinadas por el sol y cegadas los días de viento por torbellinos de polvo. Un páramo sin cobijos, erizado de espinos resecos, donde sobreviven como pueden los escorpiones.

Con el recuerdo del frescor del río todavía empapando sus cabellos, el joven se adentra en la ardiente soledad de aquel lugar maldito.1

De lejos le llegan los aullidos de los chacales enloquecidos por el hambre y la sed, que esperan a que caiga la noche para bajar al valle a saciar sus instintos. Un ave de rapiña, quizá un halcón, se cierne amenazadora, contra el azul sin nubes, planeando sobre su presa.

¿Qué busca el peregrino allí donde apenas nada se encuentra? ¿Qué han buscado en tantos otros desiertos todos esos exploradores, aventureros de alto riesgo o místicos iluminados, al lanzarse a impensables travesías en solitario, poniendo a prueba sus límites? Quizá algo más que la fascinación de lo desconocido y los secretos de sus zonas inexploradas. Porque lo quieran o no, la soledad es también el lugar de encuentro inevitable con su propio mundo interior, con sus regiones ocultas, tan llenas de sorpresas y peligros como los rincones más apartados de nuestro planeta. El desierto es el lugar ineludible del encuentro consigo mismo.

Más aún. Quien no teme acercarse al absoluto, en cualquier lugar, por remoto que sea, corre el peligro de encontrarse también con Dios, que se halla en todas partes. Por eso, el desierto, ese ámbito donde nadie distrae la atención del buscador ni nada puede ocultar la certeza de la ineludible presencia del infinito, siempre ha sido el lugar escogido por quienes sienten la necesidad imperiosa de retirarse del mundo a meditar u orar. 2

El recién bautizado busca un lugar apartado donde reflexionar sobre lo que acaba de ocurrirle en el Jordán. 3 Una voz divina le ha hablado, y él entiende que Dios lo está llamando a una tarea singular. Pero la voz del cielo solo ha dicho:

—Tú eres mi hijo amado; me siento orgulloso de ti. 4

Jesús necesita escuchar más la voz de su padre para saber qué espera de él. Ha llegado el momento de descubrir en qué va a consistir su misión y de decidir cómo emprenderla.

 

Ha dejado su hogar de Nazaret, y su familia no lo comprende. Desde que este carpintero soñador se empeñó en traspasar el taller a sus hermanos y se despidió de los suyos, su madre no hace más que llorar. Ninguno de sus parientes lo apoya. Algunos no cesan de ridiculizarlo tratándolo de iluminado, de fanático o de loco, y sin duda ahora se alegran de perderlo de vista. 5 Nadie, ni siquiera él, es profeta en su tierra. 6

Necesita un ambiente de serenidad y calma para reflexionar sobre su vocación y asumir los riesgos que deberá afrontar si desea seguir la voz del cielo. Aquí, en el silencio del desierto de Judea espera encontrar la paz y la inspiración que le permitan escuchar en el fondo de su corazón la respuesta de Dios a sus numerosas preguntas.

No obstante, este páramo inhóspito es un lugar temible, sin agua, sin comida, efímero escondite de bandidos, guarida de alimañas hambrientas y de víboras mortales. Quien se extravía en él sabe que deberá hacer frente a cualquier adversidad sin protección alguna. No en balde la mayoría de los seres humanos tememos a la soledad y la evitamos a toda costa. Es más, cierto nivel de aislamiento resulta insoportable para quien tiene miedo de su propio vacío interior, o para quien ya ha intuido que en el fondo de su ser se asoman presencias indeseables. 7 Y aunque este no sea su caso, Jesús no ignora que ese desierto es para muchos un lugar siniestro, donde dicen que merodean los demonios...

Pero ¿qué peligro real puede haber en el desierto para alguien como él? ¿No abunda más el mal en las ciudades? Desde los tiempos más remotos sobre esta tierra no quedan paraísos al abrigo del peligro, ni los más deshabitados. Porque cuando nos hallamos completamente solos rara vez estamos en buena compañía… Ahí están, al acecho, lo queramos o no, nuestros inevitables pensamientos y las exigencias ineludibles de nuestro cuerpo.

Lo temible del desierto es que nos obliga a asumir lo que somos realmente, sin ayuda externa, sin poder fingir ni escapar. Allí somos de veras nosotros mismos. El desierto es, en tanto que lugar de paso obligado para los que se buscan a sí mismos, el ámbito por excelencia de la prueba, porque las decisiones más difíciles las tenemos que tomar siempre en el reducto aislado de nuestra soledad interior. El desierto es, por consiguiente, un peligroso campo de batalla contra enemigos invisibles.8

El contraste entre este paraje desolado y el de su vivencia anterior no puede ser mayor. Al instante sublime en el que Jesús se siente abrazado por el amor del padre en la frescura del agua en medio del río, le sucede la ardiente soledad de este erial. Unas horas de marcha han bastado para hacerle pasar de la comunión con Dios a través de los cielos abiertos, a la sensación dolorosa de abandono y, lo que es peor, a la convicción absoluta de la presencia de enemigos al acecho.

Jesús presiente que no está solo. Intuye la proximidad de bestias hambrientas y espíritus malignos. Se encuentra perdido entre lo infrahumano y lo sobrehumano, sin más compañía que su vulnerable humanidad y el oscuro mundo de las sombras.

Así, cuarenta días.9

Cuarenta noches debatiéndose en la duda, sin poder comunicar con nadie, desamparado en una tierra dura e inmisericorde, y bajo un cielo que parece infinitamente lejano…

Cuando más hiriente resulta su abandono, cuando teme desfallecer de inanición y zozobra, al borde del delirio, nota que alguien se acerca. El texto bíblico llama a este intruso con el nombre genérico de peiradson, «el tentador». Pero Jesús aún no sabe quién es. Pronto se dará cuenta de que está siendo acechado por su peor enemigo.

Pero ¿cómo puede alguien tan espiritual como Jesús ser tentado? Alguien que busca como él la comunión con Dios no debería correr ese riesgo…

Completamente falso.

En este mundo el camino del creyente pasa necesariamente, una y otra vez, por el desierto de la tentación. Ser tentado es el precio de ser libre, de poder escoger entre varias opciones y de correr el riesgo de equivocarse. Esa libertad y ese riesgo son lo propio de la naturaleza humana.10

Para Jesús, asumir nuestra condición significa tener que enfrentarse, necesariamente, como Adán y Eva, como los israelitas en el éxodo, como cada uno de nosotros, con decisiones que esconden a menudo amenazadores riesgos. Es en nuestro propio ser, en el corazón de nuestro libre arbitrio, donde con mayor perfidia atacan y donde tenemos que enfrentar las fuerzas del mal.

Este joven idealista y generoso como nadie, que buscando respuestas divinas a sus inquietudes humanas acaba de responder al llamamiento de Dios entregándose plenamente a su voluntad, ahora que está haciendo planes concretos para dedicarle su vida, se encuentra como abandonado en el angustioso desierto de la prueba.

-¿No será -se pregunta- que Dios me está diciendo que estoy equivocado?

Su alma torturada por la duda acabará aprendiendo por experiencia propia que «nunca sale uno de las filas del mal para entrar en el servicio de Dios sin arrostrar los asaltos de Satanás».11 Incluido él mismo. O, mejor dicho, él más que nadie.12

El tentador, el pérfido peiradson, es muy astuto. No va a dejarse reconocer tan fácilmente. Sabe que para convencer a alguien tiene muchas más garantías de éxito si disfraza la tentación de necesidad, si la convierte en una urgencia o la hace pasar por algo lícito. De modo que, siguiendo su artera táctica, perfeccionada tras milenios de éxitos, empieza por insinuar en la mente del tentado un pensamiento que resulte lógico, un deseo que parezca legítimo, una voz que pueda recordar a la de un ángel.

Toda tentación real deviene tarde o temprano en una lucha interior, profunda, sutil, camuflada de buenas excusas, disfrazada de razones loables, y matizada por todos los atenuantes y todas las justificaciones posibles. Así es como el tentador se presenta delante de Jesús, como la voz de un mensajero celeste que viene a ayudarle.

Jesús lleva sin comer cuarenta días.

No está ayunando con el fin de realizar un sacrificio purificador ni un ejercicio meritorio, y menos aún con la intención de someterse a un régimen debilitante para hacerlo todo «todavía más difícil», como en un número arriesgado de circo. No. Su ayuno, aprendido en las Sagradas Escrituras,13 es el duro efecto colateral de la total disponibilidad que requiere su intensa lucha interior. Se encuentra tan inmerso en la oración, tan concentrado en su búsqueda de la voluntad divina, que rehúsa distraerse con cualquier otra cosa, y renuncia, hasta que pueda salir de su trance, a buscar comida. Sin embargo, como todo hombre en circunstancias parecidas, siente hambre. Su necesidad de alimento es urgente, legítima e inevitable. En su organismo exhausto se revuelve desesperado el instinto de conservación.

El enemigo está esperando ese momento en el que la necesidad imperiosa de sobrevivir a la que está sometido nuestro cuerpo mortal no ofrece escapatoria: el banal deseo de comer se ha convertido en asunto de vida o muerte.

Pero, como Jesús está profundamente abismado en su búsqueda de Dios, el enemigo va a camuflar su tentación situándola en el marco de la sublime vivencia espiritual que el nazareno ha experimentado en ocasión de su bautismo:

— ¿Estás seguro de haber oído bien? ¿Qué decía la voz del cielo? ¿No dijo: «Este es mi hijo amado»? Entonces, si de veras eres Hijo de Dios, tu Padre no va a permitir que te mueras de hambre. Echa mano de tu poder divino: el creador del universo puede sacar panes hasta de estas piedras. ¿Dices que quieres ser tratado como cualquier ser humano? Todos los hombres tienen derecho a comer cuando padecen hambre. Es más, tienen el deber de hacerlo sin llegar a estos extremos absurdos en los que te has metido poniendo en peligro tu vida.

Jesús sabe que su destino, y quizá más que eso, pende del hilo de una decisión acertada. Sabe también que al aceptar hacerse hombre ha asumido compartir hasta las últimas consecuencias la vulnerable condición humana.14 Los mortales, cuando tenemos hambre y sabemos que corremos peligro de morir de inanición, comemos, y si no podemos alimentarnos desfallecemos. Por eso, cuando nos falta desesperadamente el alimento, lo buscamos, lo compramos al precio que sea, lo mendigamos, lo robamos… pero no podemos hacer pan de las piedras. Los seres humanos tenemos limitaciones ineludibles y Jesús ha decidido vivir dentro de los mismos límites que nos condicionan a nosotros.

Por eso, su primera tentación en este desierto, aunque implica el recurso al poder de Dios al margen del proyecto divino, tiene el mismo fondo que muchas de las tentaciones que sufrimos el común de los mortales, ayer, hoy y siempre:

—Tú sabes que no debes. Pero si lo deseas tanto, hazlo.15

El tentador ha sido muy hábil. Se ha limitado a introducir una enorme tentación en una pequeñísima cuña, mediante la palabra «si…». En esa mínima partícula condicional cabe una tremenda duda: «Si de veras fueses Hijo de Dios, no te dejaría morir así…».

Pero Jesús responde a una palabra de duda con dos palabras de fe:

—Escrito está: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».16

Jesús pone así la Palabra de Dios por encima de la voz de sus propios deseos.

Es como si dijera: «Dios no aprobaría mi cobardía. Lo ha dejado bien claro: los seres humanos no somos meros animales. Desde luego que nuestro cuerpo necesita alimento de modo inexorable, pero nuestro espíritu también necesita, para no equivocarse, escuchar a Dios y hacerle caso. Para eso está la revelación divina, para alimentarnos de ella. Si puedo confiar en su Palabra no debería dudar de que él puede sacarme de este apuro sin que yo tenga que hacer ninguna trampa».

Ante este primer fracaso, el tentador se envalentona. Pero en su propia osadía ha quedado en evidencia. El pérfido peiradson, identificado ya como «el diablo», prepara su segundo asalto. Ahora se posiciona él también en el terreno religioso, irrumpiendo en los dominios de su codiciada víctima.

Ya que Jesús confía tanto en Dios que se aferra ciegamente a las promesas de protección divina contenidas en las Escrituras, el diablo busca otra cita bíblica susceptible de ser manipulada y, sacándola astutamente de su contexto,17 ataca a su víctima en el ámbito de su propia fe, empujándole a tomar un atajo en su ministerio.

—Si tú citas la Biblia, yo también. Ya que tienes tanta confianza en tu Padre y en sus promesas, demuéstralo. Ahí tienes, delante de ti, el atrio del templo. Mira cómo tu pueblo ora y ruega por la venida del Mesías en torno al altar de los sacrificios. Baja y diles que ya estás aquí, que ya no necesitan esperar más. ¿No dice la Biblia que los ángeles te van a acompañar en tu glorioso descenso? Lánzate ya y acaba con su espera, termina de una vez con el sufrimiento de tu pueblo y con tu propia tortura.

Lanzarse volando al patio del templo no es dar un salto mortal sin red, con el paracaídas cerrado. No se trata de la tentación de hacer salto BASE. Jesús es tentado a dar un salto mucho más arriesgado. Descender en medio del templo llevado por los ángeles equivale a presentarse ante el pueblo de Israel como este esperaba que el mesías se manifestase, es decir, «llenando el templo de su gloria».18

El tentador, de nuevo, no le está pidiendo a Jesús que haga algo malo, sino simplemente que se avenga a presentarse ante sus correligionarios como estos esperan. La aparición apoteósica propuesta podría traerle de momento enormes ventajas. Si se presenta como el libertador esperado, su éxito inmediato está garantizado. Sería recibido nada menos que como el rey glorioso que los suyos anhelan.

Pero Jesús reflexiona y se dice:

—Cuidado. En el plan trazado por Dios, ese no es el proyecto para mi primera venida, sino para la segunda.

El diablo está proponiendo a Jesús que tome un atajo y se evite problemas en su misión salvadora. Pero él, que en efecto ha venido a esta tierra a darnos la victoria sobre las complejas redes del mal, eso no lo quiere conseguir con la fuerza irresistible de milagros espectaculares sino por la conversión del corazón, poniéndose enteramente al servicio de la humanidad hasta el sacrificio.

Si Jesús se presentase en el templo como le insinúa el tentador, estaría actuando al margen del proyecto de Dios, forzando a éste a cambiar sus planes. Estaría tentándole. Así no estaría respondiendo al gran desafío lanzado a Dios por la humanidad caída, que ha sido siempre el mismo:

 

—Baja si eres hombre.

Y allí está Jesús, aceptando ese reto hasta sus últimas consecuencias.

De modo que responde otra vez atrincherado en su condición de hombre:

—No estoy dispuesto a tentar a Dios ni a imponerle mis caminos. Yo me someto a sus planes, aunque de momento parezcan incomprensibles y me resulten dolorosos.

Jesús está siendo tentado a confundir su fe con el atrevimiento de la presunción, y su confianza en Dios con la insolencia de exigirle un milagro, desoyendo sus planes.

Esta segunda gran tentación de Jesús, como muchas de las nuestras, tiene, en el fondo, este desafío:

—Atrévete, que no te va a pasar nada. Haz lo que más te apetezca, lo más fácil, lo más gratificante. Olvídate de lo que Dios dice y no pienses en las consecuencias de tus actos. 19

El demonio muerde el polvo de una nueva derrota. Pero no abandona la lucha. Sabe bien que Jesús ha venido al mundo a intentar salvar al planeta Tierra de su autodestrucción y, si fuera posible, a salvar a cada ser humano del mal que lo mata. Para su tercer asalto 20 el enemigo lo lleva en sus reflexiones a contemplar, desde las alturas de sus proyectos de salvación, la realidad espiritual e histórica de este mundo.

—Si piensas en el panorama de la humanidad, ya ves que está perdida en su conjunto. Los seres humanos han caído en mi poder. Son todos míos. Pues bien, te los entrego si postrado me adoras. En otras palabras, todos pueden ser tuyos si haces lo yo te diga, es decir, si haces como yo.

Jesús sabe muy bien cómo se ha hecho el enemigo con los humanos, cómo nos hace caer en sus redes y nos aleja de Dios: utiliza para ello la astucia, el engaño, la seducción, el dinero, el placer, la presión, la violencia, lo que sea, para imponerse a nuestra voluntad.

Satanás es en efecto el dueño provisional del mundo, en el sentido de que todos los seres humanos, al sucumbir de una forma u otra a su voluntad, nos ponemos, sin darnos cuenta, bajo su dominio. Jesús viene para instaurar el reino de Dios, es decir, para intentar conseguir que el bien reine de nuevo en este mundo y en cada uno de nosotros. Sabe que ganarnos para Dios, apelando a la libre decisión de cada uno, llamando a la puerta de cada corazón, le llevará mucho tiempo, y finalmente no podrá conseguirnos a todos. ¿Y si obligase a todos a amar, acabando de una vez con la tragedia humana? ¿No quiere Dios la salvación de todos? 21

Bueno, para eso habría que forzar la libertad humana, utilizar la fuerza del poder divino. Hacerlo sería posible, pero sería transgredir la ética del creador, que solo quiere súbditos libres. Sería sucumbir a los métodos de Satanás, dándole la razón. Sería reconocer el fracaso del proyecto divino y justificar las acusaciones del diablo, doblegarse ante él, lo que equivaldría a adorarlo.22

Jesús ve la artera trampa y responde de nuevo como un hombre de fe:

—Yo solo adoro a Dios y solo le sirvo a él.

La tercera gran tentación de Jesús es la tentación que encontramos todos cuando nos decimos:

—Consigue lo que quieras a cualquier precio. El fin justifica los medios. 23

Las tres tentaciones intentan obtener que Jesús se aparte de la voluntad divina, dejando de lado su condición humana, y utilice su divinidad en beneficio propio.

Pero el relato de estos momentos decisivos en la vida de Cristo deja claro en qué consiste en realidad la tentación, también para nosotros: es la lucha con un deseo peligroso que nos desafía a ejercer nuestra libertad al margen de la voluntad divina.24 Ante ese reto podemos resistir o sucumbir. Pero desear lo inconveniente y ser tentado, todavía no es caer. Pecar sería dejarse fascinar por el deseo en un juego de claudicaciones que tiene todos los ingredientes de la seducción erótica, es decir, cada uno es tentado cuando es seducido por sus propios deseos.25

Toda tentación contiene alguno de estos elementos: ceder a un impulso imperioso que se impone a la razón, sucumbir a las ganas irresistibles de ver realizado algo indebido, o actuar poniendo la voluntad de uno mismo por encima de todo.26 Para ello no necesitamos buscar ocasiones: se presentan solas. Estamos en guerra con lo peor de nosotros mismos, en un mundo corrupto, y nuestra vida cotidiana está metida en medio del mayor conflicto.27

Jesús ha sido tentado como lo son los mejores creyentes, 28 como un simple mortal, abrumado y sensible.29 Pero ha vencido la tentación recordando que también es hijo de Dios, y que, si busca su ayuda, este no le dejará jamás sucumbir.30

Nada vence mejor la tentación que la decisión de acudir a Dios.31 Porque, a fin de cuentas, se trata de escoger entre la voluntad de Dios y la nuestra, tras la que siempre intenta camuflarse la del diablo.

Superado este momento decisivo, exhausto, al borde del abismo, Jesús saborea la incomparable dicha de la victoria sobre la tentación. Efímera, momentánea, como todas las nuestras,32 sin testigos, pero heroica.

Habiendo vencido los asaltos del enemigo aferrado a Dios, el maestro sale fortalecido y, por consiguiente, más apto para superar sus próximos ataques.33

El enemigo ha huido. «Ahora se puede oír la quietud del desierto en toda su profundidad. No la quietud anterior a la tormenta, ni la quietud que impera cuando todo ha terminado, sino una quietud que cubre solo otra quietud aún más profunda».34

Al cargarse al hombro la mochila para abandonar el desierto, camino hacia otras luchas, Jesús ya ha decidido que será maestro, y que va a dedicarse a enseñar a los mortales, uno a uno, el difícil arte de sobrevivir en un mundo sitiado.

Sabe que, para llevar a cabo su plan, tendrá que afrontar nuevos peligros.

Lo que todavía ignora es que ya le están esperando sus primeros seguidores.

1 . En el mundo bíblico los desiertos son lugares propicios para encuentros transcendentes. Grandes líderes espirituales, como Moisés y Elías, pasaron en el desierto algunos de los periodos más decisivos de su vida. Siguiendo su ejemplo, a lo largo de la historia miles de hombres y mujeres han renunciado al mundo buscando en la vida apartada la iluminación espiritual o la comunicación con el cielo.

2 . Jesús solía retirarse a lugares desiertos para orar, a veces incluso de noche (Mateo 14: 23; Marcos 6: 46; Lucas 6: 12, 9: 28).

3 . Véase Roberto Badenas, Encuentros, Madrid: Editorial Safeliz, 2000, págs. 13-27.

4 . Marcos 1: 11; Mateo 3: 17; Lucas 3: 22.

5 . Marcos 3: 20-21; 6: 4; Juan 7: 5.

6 . Lucas 4: 24; Mateo 13: 47.

7 . Giovanni Papini, Historia de Cristo, Madrid: ABC, 2004, pág. 47.

8 . Véase por ejemplo, el caso del profeta Elías (1 Reyes 19: 4).

9 . Estos cuarenta días de soledad en el desierto recuerdan otras cuarentenas bíblicas, vividas siempre como periodos de prueba: el éxodo de cuarenta años del pueblo de Israel en el desierto, que lo llevó de la esclavitud de Egipto a la tierra prometida; los cuarenta días que esperó Moisés en el Sinaí antes de recibir la revelación de la ley divina (Éxodo 34: 28); o los cuarenta días que estuvo refugiado Elías en el desierto hasta encontrar la fuerza que le permitiría afrontar la ira de la reina Jezabel (1 Reyes 19: 8).

10 . Fiódor Dostoyevski, en su parábola titulada «El gran Inquisidor» reconoce que «solo llega a dominar la libertad humana aquel que tranquiliza su conciencia» (Los hermanos Karamazov, Madrid: Cátedra, 2006, pág. 410).

11 . Elena G. White, El Deseado de todas las gentes, Buenos Aires: ACES, 1971, pág. 91.

12 . El relato de las tentaciones de Jesús en el desierto se encuentra en los Evangelios de Mateo (4: 1-11), Marcos (1: 12-13) y Lucas (1: 1-13); pero solo Mateo y Lucas dan detalles sobre las tentaciones. Lucas varía el orden de las dos últimas. Aquí seguimos el orden de Mateo debido a que este fue discípulo directo de Jesús, y su relato las presenta en un orden claramente progresivo (cf. E. G. White, El Deseado, págs. 100-105).

13 . Sobre el sentido del ayuno bíblico, que no implica siempre ni necesariamente el no probar bocado o el no beber, véase Isaías 58: 5-11.