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3

El llamamiento

El lago resplandece bajo el sol de la mañana, deslumbrado por el blanco caserío del barrio pesquero y la arena luminosa de la playa. Su espejo azul se quiebra levemente por la brisa, que esparce vuelos de gaviotas sobre la paz de las aguas.1

Recostado contra su barca, a la huidiza sombra de las velas, un joven pescador repasa sus redes, mientras vigila, sobre unos rústicos cañizos, unas ristras de peces puestos a secar.2

Remendar nudos no es una tarea agradable, y menos después de una noche de infructuosa captura.

Con gesto cansado, Simón deja caer la vieja red sobre la arena y se pasa el dorso del brazo por la frente, apartando hacia atrás sus rizos mojados. Su espalda desnuda, curtida por las intemperies, se estremece un instante, perlada de sudor.

Siempre lo mismo, cada día: por la noche a pescar, de mañana al mercado, después a repasar las redes, y más tarde a intentar dormir… para volver a empezar al anochecer. Y así un día tras otro, siempre igual. Como si su vida estuviera atrapada en redes aun más enmarañadas que las que tiene en las manos.

—Si al menos pudiéramos comprar mallas nuevas no tendríamos que pasar tanto tiempo cada día remendando estas, tan gastadas y rotas. Pero los tiempos son malos y los préstamos difíciles de pagar…

Simón permanece inmóvil, con la mirada perdida en el horizonte. Los destellos del sol sobre las aguas le obligan a entornar sus ojos soñadores. Él no quisiera ser un simple pescador toda la vida, atado a una vieja barca y a unas frágiles redes. Sobre todo, ahora que se ha casado y tiene que mantener a su mujer y a su suegra.

Ser pescador en Capernaúm es condenarse a una monótona sucesión de noches faenando y de días pugnando con el fugitivo sueño. Es seguir enredado en una lucha sin futuro contra la miseria. Nada que pueda satisfacer los deseos de un corazón como el suyo, sediento de aventuras y, por qué no, de grandezas.

Simón sueña, al igual que algunos de sus compañeros, con salir de allí y llenar con algo grande su vacío interior. Pero el único aliciente de cada jornada es la incierta captura con que llenar los cestos que lleva cada mañana su mujer al mercado. Unos días más, otros menos, pero siempre la misma rutina.

Excepto hoy, que el maestro al que sigue su hermano Andrés se ha acercado hasta él y le ha pedido prestada su barca. Quería hablar con más detenimiento a un grupo de seguidores, que beben sus palabras y que no le dejan salir del embarcadero. La fama del galileo no ha cesado de extenderse por la región, y una multitud variopinta quiere escuchar en persona al hombre del que se cuentan cosas increíbles.

Porque las palabras del maestro tienen tal encanto que atrapan como redes.

Allí siguen todavía muchos, incapaces de despedirse, mientras los niños chapotean entre risas y juegos por la playa.

Apoyado en la barca, con los pies descalzos metidos en el agua, este hombre incansable atiende, acogedor y paciente, a las gentes que se agolpan en torno suyo anhelando palabras de vida. Y de vez en cuando, alargando su mano a la superficie del agua, salpica a los pequeños que corretean provocándole, sin importarle que se le moje el borde del manto.

De vuelta a su tarea, la atención de Simón regresa a los enredos de sus nudos.

El pescador sigue a la espera de un acontecimiento decisivo que lo desligue de sus ataduras y transforme su monótona existencia en una aventura emocionante. Algo similar a lo que su hermano cree haber encontrado siguiendo al nuevo maestro, ese rabí de cuyo encanto no consigue escapar.

Fuera de eso nada parece cambia en su dura vida. Al puerto de Capernaúm, en este pequeño lago interior, jamás llegarán barcos mercantes de lejanas tierras, por donde Simón, que nunca ha podido salir de aquellos contornos, le gustaría viajar.

El ejército, quizás. Los romanos siguen reclutando soldados para expediciones de conquista en regiones remotas. Quién sabe si gracias a Roma podría alcanzar un poco de gloria, y su nombre quedaría inmortalizado para siempre en la historia del mundo. Pero ahora que está casado, eso le suena demasiado irreal, y esas quimeras se esfuman pronto de su mente, borradas como huellas en la arena, lavadas por las olas que incesantemente vienen a deshacerse a sus pies.

Su pecho, curtido por el agua y el sol, se levanta lentamente en un suspiro de nostalgia, y vuelve a hundirse despacio, vencido e impotente, cual torrente de energía contenida, que no encuentra —y teme no encontrar nunca— un cauce por donde valga la pena desbordarse.

Sentado sobre la arena, Simón sigue arreglando las redes, mientras el sol resbala sobre su piel morena y dibuja huidizas formas sobre el movimiento rítmico de sus robustos brazos. Sus pensamientos vagan sin orden ni concierto, estrellándose contra los muros invisibles de la prisión de su realidad: condenado a ser pescador toda la vida, pendiente cada día de un cesto de peces. Su futuro se vislumbra a la vez tan predecible e incierto como las olas sobre las que arriesga cada noche la vida para arrancarle al mar su mísero sustento.3

Pero así viven los escasos habitantes de ese barrio pesquero: él, su hermano, sus padres, Zebedeo y sus hijos, sus amigos... Simón habla a veces con ellos del aguijón punzante de su descontento y de sus locas ansias de superación. Sus amigos lo secundan, pero la carga misma del trabajo les impide dar alas a sus sueños, y se dejan llevar por la rutina sin pensar en otra cosa que en el pan de cada día, que hay que salir a buscar a todo trance sobre las olas de este modesto lago.

Esa misma noche ya estaban los barcos faenando cuando salió la luna, en un creciente exiguo que apenas conseguía hacer visibles las siluetas de las naves sobre las olas. Simón había esperado el momento oportuno para lanzar la red. A la señal convenida, en silencio, se puso a proceder como de costumbre: soltar las amarras y dejar caer lentamente, sin ruido, los plomos por el costado de la nave que las sombras dejaban oculto.

De las otras barcas le llegaba el ahogado rumor de la misma maniobra, como cada noche. Después venía el trabajo más delicado de izar rápidamente las mallas antes de que escaparan los peces. De la rapidez y pericia de esa maniobra dependía en gran medida la captura. Simón era un diestro pescador que conocía su oficio mejor que muchos.

Cuando percibió la señal de aparentes tirones, de un golpe brusco levantó la red. Pero estaba vacía. Había que intentarlo de nuevo, dejando caer otra vez la malla sobre el costado del barco. El pescador frustrado repitió sin fruto esta operación varias veces, a lo largo de toda la noche.

Simón estaba agotado. Le hacían daño las articulaciones de los brazos, y ese dolor de espalda volvía a aparecer. En sus labios resecos le quemaba el sabor amargo de la derrota.

El viento fresco de la madrugada hacía estremecer su cuerpo sudoroso, acusando el cansancio y la rabia del fracaso. En un último intento, volvió a tirar de los aparejos. Esta vez ofrecían resistencia. Sus ojos desorbitados se abrieron aún más para ver emerger a la superficie los plateados reflejos de la ansiada captura. Pero un rasguño sordo abrió un boquete en la malla, y esta apareció vacía y rota, desgarrada tal vez por el mástil de un viejo navío hundido.

La pesca, hasta ahora infructuosa, ahora se había vuelto imposible.

La exigua luna había desaparecido. Amparado por la oscuridad, Simón se dejó caer sobre las mojadas redes, y no pudo contener unas lágrimas de rabia. Se juró a sí mismo que, si pudiera, dejaría la pesca.

Empezaba a amanecer y al resplandor de la aurora, los pescadores regresaron, silenciosos y taciturnos, al embarcadero.

Junto a su hermano y unos amigos, se había quedado a reparar las redes, procurando retardar el momento terrible de volver a casa con los cestos vacíos, sin pesca y sin ganas de nada.

Y fue entonces cuando llegó el maestro.

A aquella playa no solían venir extranjeros tan temprano, pero Andrés y Juan lo reconocieron en el acto y corrieron a su encuentro. Simón, cohibido, se quedó mirando intrigado a aquel singular rabí que, unos días atrás, se había atrevido a jugar con su nombre…

—Vaya, te llamas Simón Bar Jonás —le había dicho—. Suena bien eso de «obediente hijo de la paloma», o lo de «fiel seguidor de Jonás». Espero que seas menos pesimista que el viejo profeta… Yo te veo más duro que dócil. Te cuadraría mejor llamarte Kepa,4 digamos, Pedro: ¿Qué te parece lo de «guijarro de playa»?

El pescador, desconcertado, no había sabido qué responder. Porque en realidad así es como él se veía a sí mismo, como un guijarro de playa, desgastado por la rutina, incapaz de moverse de la orilla por sí solo. Su hermano le explicó más tarde que el nuevo maestro se atrevía a cambiar nombres porque estaba empeñado en transformar vidas.5

Intrigado por el encanto del misterioso rabí, tampoco supo resistirse cuando esa misma mañana le pidió prestada su barca.

¿Qué tiene ese hombre que lo hace tan irresistible, tan convincente? Su porte, su resolución, ese aire de saber lo que quiere, un no sé qué en la mirada… Así le gustaría ser a él. Sí, querría ser como él, con esa sobrecogedora personalidad.

Y al pensarlo nota que su corazón late más fuerte. Ese maestro que ya había transformado la vida de su hermano ahora estaba empezando a trastornarlo a él también.

El maestro ha terminado por fin de hablar con la gente, y avanza resuelto por la orilla. Le acompañan Andrés y sus amigos. En la gloriosa alegría de la mañana, su túnica blanca ondea al viento, como la vela de un navío sin amarras.

Paseando su mirada en torno suyo, como si otease el horizonte, el maestro se detiene de pronto, y se dirige hacia Simón. Este, avergonzado de haber abandonado su trabajo para espiar al visitante, baja la cabeza y recoge atolondrado la red, haciendo ademán de arreglarla.

 

Una extraña emoción lo embarga hasta el punto de no sentirse totalmente dueño de sus actos. No puede comprender por qué la llegada del maestro ha conseguido turbarlo hasta ese punto. Desde la primera vez que vio a Jesús, su imagen no deja de visitar sus sueños, y cada frase suya penetra en su corazón y lo hace palpitar. Porque sus palabras parecen tener vida propia6 y poner alas a sus sueños.

El maestro se acerca decidido al pescador.

—Ahí tienes tu barca, Pedro —el maestro se empeña en llamarlo así—. Te agradezco el habérmela prestado.

Y a renglón seguido, busca su mirada y le dice sonriente, implicando en el proyecto a sus acompañantes:

—Veo que se dio mal la pesca. ¿Por qué no recogéis las redes y volvéis mar adentro? Probad a echarlas otra vez, pero por el lado derecho.7

En otras circunstancias, Simón hubiera dicho que intentar la pesca tan a deshora era una locura, pero esta vez se contiene, y responde, taciturno:

—Maestro, después de bregar toda la noche no hemos pescado nada. Pero si tú lo dices, en tu nombre echaré la red.

Simón mira receloso en torno suyo, esperando que nadie del gremio lo vea, y se siente un poco ridículo volviendo a la pesca en pleno día. Pero su hermano y sus amigos le preceden entusiasmados. Quizá el deseo inconsciente de escapar al magnetismo del nazareno lo empuja a aparejar la barca y a ponerse a remar en contra de toda lógica.

Mientras se aleja de la orilla Simón no puede evitar volverse hacia la costa y mirar de reojo al extraño maestro, que sigue de pie en la arena, dirigiendo la operación, sin dejar de sonreír con la espléndida blancura de sus dientes, como si viera más allá de lo que se podía ver a simple vista.

—Sí, ahí, a la derecha.

Al gesto del nazareno, los pescadores echan las redes recién remendadas, como siempre, como tantas veces esa noche. Pero al ir a levantarlas… Simón no puede creerlo. ¡Rebullen de una captura increíble! No entiende nada de lo que está ocurriendo. Esto es más que un milagro.

Los peces saltan salpicándole la cara, plateados, centelleantes bajo los rayos del sol. ¡Nunca ha visto una pesca mayor! Por fin van a poder comprar nuevas redes, y si acuden a tiempo sus vecinos para echarles una mano y entre todos consiguen arrastrar los pescados a la playa sin que las mallas se vuelvan a romper, ¡quizá hasta podría comprarse una barca nueva!

Siguiendo las indicaciones del misterioso maestro su sueño de toda la vida se está haciendo realidad. Esta captura supera a la mejor que había imaginado nunca. Sus amigos llegan con dos barcazas más para ayudarle, y los tres barcos repletos de pescado amenazan hundirse bajo el peso de su preciosa carga. Quizá, a pesar de todo, la vida de pescador no sea tan ingrata.

El regreso a la costa es una entrada triunfal, un momento estelar en la rutina de su existencia. Jadeante de excitación, Simón exulta entre los gritos de alegría de sus compañeros. El alborozo es tal que una multitud de vecinas curiosas, de pescadores intrigados y de chiquillos semidesnudos acude al encuentro de las barcas acarreando cestos y más cestos que se van llenando de peces saltarines.

Radiante y agitado, Simón brega de un lado para otro disfrutando de aquella hora de gloria, de aquella súbita riqueza, que lo ha convertido en un héroe.

Cuando las redes, que han aguantado de milagro los tirones de tanto peso, quedan por fin vacías, y los cestos han desaparecido hacia el mercado sobre la cabeza de las mujeres y en los brazos vigorosos de los hombres, Simón se vuelve hacia el maestro, que sigue allí, como si lo estuviese esperando. Descalzo sobre la playa, se entretiene en devolver al agua algunos pececillos que, por demasiado pequeños, fueron despreciados por los pescadores, y saltan inquietos centelleando sobre los guijarros.

Simón se adentra en el lago para asearse un poco, saboreando el placer de sentir el frescor del agua subir en oleadas relajantes sobre su cansado cuerpo, sucio de algas, de sudor y arena.

Al salir ya limpio, su mirada queda atrapada por los ojos risueños y penetrantes del maestro, que le sigue esperando. Entonces le escucha formular una inesperada invitación:

—Si me sigues, Pedro, un día pescarás hombres.

Simón vacila un instante ante el insólito llamamiento. No es que no se fíe del nazareno, pero le da vértigo constatar que en su decisión se juega su futuro, allí mismo, en ese mismo momento. Puede optar por seguir pescando, quizá hasta con una barca nueva. O puede decidir seguir al maestro, que lo está llamando en serio, y que le promete enseñarle a «pescar hombres», como a su hermano Andrés, y a sus amigos Juan y Jacobo.

¿Qué es lo que, de veras, más quisiera en el mundo?

Esta pesca milagrosa le deja clara al menos una cosa: un solo momento con Jesús vale más que toda la vida sin él.

Turbado, Simón cae de rodillas ante el maestro y le dice:

—No, rabí, yo no soy digno de ser tu discípulo. Aléjate de mí, que soy más pecador que pescador.

El maestro extiende su mano hacia su hombro, que se estremece ligeramente ante el cálido contacto y, con un enérgico abrazo, lo atrae hacia sí como se abraza a un amigo.

Simón —¿o era ya Pedro?— aguanta la mirada de aquel que lee el corazón, y ve en sus ojos algo que le promete colmar sus mayores ilusiones. Algo capaz de dar por fin sentido, dirección y propósito, a su vida. Intuye que lo de pescar hombres tiene que ver con colaborar en la enorme misión que el nazareno llevaba entre manos, de intentar salvar al mundo.

Las extrañas palabras del maestro, que se dirigen también a sus amigos pescadores, resuenan llenas de fuerza y misterio en los oídos maravillados del nuevo discípulo:

—Seguidme y yo os haré pescadores de hombres.

Simón, que ahora ya es Pedro, entiende bien lo que Jesús le pide:

—Deja aquí tus redes y tu barca con tu familia. Ellos las van a necesitar. Yo a ti prometo embarcarte en otro tipo de nave, enseñarte a usar otras redes y a buscar otra pesca. Y desde luego, en otro mar. Sin orillas.

Pescador de hombres. Si eso es ser como Jesús, eso es lo que Pedro desea. No comprende el exacto significado de esas palabras, pero viniendo de quien vienen las acepta turbado.

Sobre la dorada arena de la playa van quedando marcadas las huellas del maestro, como una estela luminosa que le invita a seguirlas. Sobre ellas se van confundiendo las huellas, entre vacilantes y vigorosas, de quien ya no quiere seguir siendo un simple pescador de peces.

El sol de la tarde resplandece aún con fuerza sobre el lago.

A lo lejos va quedando la pequeña aldea de pescadores, su casa, su barca y sus redes. Allí queda también, ocupada en el mercado del puerto, su familia disfrutando de la pesca milagrosa. Todo va quedando atrás, mientras Pedro ve abrirse ante sí un futuro radiante, como aquel sol que casi le ciega sobre las olas.

Los suyos no entienden que lo deje todo ahora. No saben que lo que le espera vale mucho más que todo lo que deja. No ven todavía la diferencia abismal que existe entre la incierta satisfacción de capturar peces y el gozo supremo de guiar a seres humanos hacia el reino de Dios.

1 . Gabriel Miró describe así el lago de Genesaret desde Capernaúm: «El confín se cerraba con la rubia serranía de Djaban. Más a la izquierda asomaban las sienes de nieve del Gran Hermón; a la diestra, el llano pomposo; y lejos, el Thabor, ancho, desnudo, fuerte, semejando la cúpula de la patria hebrea» (Figuras de la pasión, Madrid: Biblioteca Nueva, 1973, 9ª edición, pág. 17).

2 . Mateo 4: 18-22; cf. Marcos 1: 16-20.

3 . E. G. White evoca esta escena diciendo de Pedro que «mientras miraba sus redes vacías, el futuro le parecía oscuro» (El Deseado, pág. 212).

4 . El arameo Kepa o Cefas significa ‘piedra’, ‘canto rodado’, en griego petros, término que ha evolucionado en castellano hasta dar el nombre de Pedro.

5 . Juan 1: 42.

6 . Cuando Jesús pregunte a sus discípulos si desean abandonarlo para seguir con sus vidas de antes, Pedro responderá: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6: 68).

7 . Pasaje inspirado en Lucas 5: 1-11.

4

La boda

La aldea está de boda.

Todo rebulle de emoción. Hasta el entorno del caserío parece haberse vestido de gala, con esa cola de muros de adobe recién blanqueados desparramada por la ladera de la colina.

Bordeando bancales rojizos y pardos, festoneados de mirtos, se abren camino el maestro y los suyos entre campos floridos, estrechas viñas y algunos barbechos. Tras los almendros se esconden arrullos de tórtolas.

Al acercarse al lugar de la fiesta, del horno llega un recio aroma a leña que arde y a pan recién hecho, y por los senderos que afluyen al poblado avanzan rumores de panderos y flautas.

Una excitación febril vibra en el aire.

Para los contrayentes y sus allegados, la boda es la ocasión de su vida. Llevados por su euforia convidan al festejo hasta a los viajeros de paso. Porque en la vieja Caná de Galilea, los amigos de los amigos son también amigos.1 Ya se sabe: los que tienen mucho tienden a ser avaros, pero los que tienen poco fácilmente comparten.2 Así que el maestro, todavía conocido aquí como «el carpintero de Nazaret» o «el hijo de María», ha sido invitado también al casamiento. Le acompaña un grupo de jóvenes que lo siguen con admiración y que le llaman rabí.3

Él y su grupo se unen al convite con natural alegría.4 El maestro dice haber venido a traer «vida abundante» y se siente feliz en medio del gozo.5 Guía a los suyos por el camino angosto de ciertas renuncias y les enseña que la puerta del Reino es estrecha,6 pero eso no significa para él que todas las privaciones lleven al cielo.7 Si el sueño de Dios es hacernos felices eternamente, no puede por menos que desear nuestra felicidad también aquí y ahora.

La bendición de un casamiento aldeano es una ceremonia sencilla, familiar, y corta. Los amigos del novio han erigido sobre la era del caserío una rústica jupá 8 blanca, que las muchachas se han encargado de decorar con yedras y flores. A su sombra se sienta la novia en lo que representa un trono, a la derecha del sitial previsto para el novio. Allí espera ataviada con sus mejores galas, entre las que no pueden faltar joyas de oro, aunque sean prestadas, porque como dice el salmo evocado en el rito: «A tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir».9

Hoy la novia, por pobre que sea, será «reina» por un día.

Cuando llega el novio escoltado por su séquito, entre tímido y nervioso, levanta con mano trémula el velo del rostro de la doncella,10 a quien apenas ha visto desde sus desposorios, y se sienta a su lado en medio del regocijo de todos. Ella da siete vueltas en torno a él antes de sentarse de nuevo en su sitial, bajo el dosel, mientras alguien salmodia el oráculo de Jeremías: «Jehová ha creado una cosa nueva sobre la tierra: la mujer rodeará al varón».11

Entonces llega el momento central del rito, el kiddushin, o ceremonia de la alianza. Es el intercambio de votos y promesas solemnes, mediante el cual los jóvenes se entregan y «consagran»12 el uno al otro.

En el silencio expectante que rodea este momento, el novio, emocionado y tenso, dice a la novia mirándola a los ojos:

—He aquí tú te consagras a mí y yo a ti, con esta alianza según la ley de Israel.

A lo que la novia responde, con rubor:

—Yo soy de mi amado y mi amado es mío.13

A renglón seguido, el novio firma la ketuba, o certificado de matrimonio, donde constan las obligaciones de los esposos. La lee en voz alta y se la entrega a la novia, quien se ocupará a partir de ese momento de su custodia.

A continuación, ya en un ambiente más relajado, los novios reciben las siete bendiciones rituales, pronunciadas por el rabino o por los ancianos de la familia:

«Bendito sea quien creó al ser humano a su imagen y semejanza,

 

y ha provisto para su procreación y su dicha…

Bendito sea el creador del novio y de la novia,

del gozo y de la fiesta, del regocijo y del júbilo,

del placer y del deleite,

del amor y la hermandad,

de la paz y la amistad…

Señor, permite que esta pareja sea muy

feliz, así como tú hiciste felices a tus criaturas en el jardín del Edén».

Las bendiciones culminan en una plegaria final, a la que se unen todos: «Bendito seas, Adonai nuestro Dios, rey del universo, creador del fruto de la vid. Porque nunca hay gozo sin vino...».

Los novios beben entonces un trago de vino del mismo vaso de barro, que después el novio arroja al suelo y rompe con un fuerte taconazo, para recordar la fragilidad de todo gozo humano, incluido el conyugal.14

Esta parte del rito concluye con un largo aplauso de los presentes mientras cantan el Mazal tov deseando a los novios felicidad y suerte.

En ese momento entrañable de alegría y buen humor, los músicos hacen sonar flautas, tamboriles y panderos, y todo el mundo sigue a la flamante pareja.

Los novios se miran nerviosos e impacientes, con ojos dulces y asustados, deseando y temiendo a la vez el momento de encontrarse por fin solos. Porque ahora, sin más dilación, deben retirarse a la alcoba engalanada para el acto de consumación del matrimonio,15 mientras la novia recibe entre el júbilo de los presentes la bendición de Rebeca, coreada por las mujeres:

—Sé madre de millares, y posean tus descendientes las puertas de sus enemigos.16

Y el novio recibe la bendición de los hombres:

—Jehová haga a la mujer que entra en tu casa como a Raquel y Lea, las cuales edificaron la casa de Israel; que te haga ilustre en Efrata, y tengas renombre en Belén. Sea tu casa como la casa de Fares, el que Tamar dio a Judá, por la descendencia que de esa joven te dé Jehová.17

Mientras esperan entre bromas la salida de los novios de tan íntimo trance, los familiares y amigos terminan la preparación del banquete. Las doncellas hacen tiempo danzando en corro, coronadas de margaritas, dejando flotar al viento sus túnicas y sus melenas, mientras los mozos ruborosos, que las miran llenos de deseos, corean las romanzas tradicionales propias de las nupcias: «No te cautive la gracia, que vana es la hermosura: la mujer virtuosa, esa será alabada».18

Tras el júbilo de izar la sábana con las pruebas de que el matrimonio se ha consumado, como una bandera blanca ondeando al viento contra toda eventual objeción, se da paso a la parte más festiva de la boda.

Hay cosas que cambian poco con el tiempo, y las que atañen a la celebración de los casamientos siguen, en el fondo, más o menos iguales: parabienes, regalos y bromas de los amigos. Y desde luego, el banquete, presentado en rústicas mesas de madera prestadas por los vecinos, apenas decoradas con algunas flores silvestres.

A partir de ahora se come, se bebe, se conversa, se cuentan historias, se canta y se baila.

No sabemos cuanto tiempo después,19 pero mucho antes del previsto para el fin de los festejos, algo pasa en las cocinas. La animación de los que sirven deja paso a un embarazoso silencio. María, la madre de Jesús, persona cercana a las familias de los contrayentes, ayuda con el ajetreo de servir a las mesas y se da cuenta del drama que se avecina. Antes de que se enteren los novios, se acerca compungida a su hijo y le dice en voz baja:

—Se acabó el vino. Tinajas, odres, cantaros, ánforas y jarras… todo está vacío…

Las bodas rurales suelen tener lugar en otoño, después de recoger las cosechas y de acabar la vendimia, cuando ya ninguna tarea urge en los campos. Es el tiempo en el que el vino, por lo general, abunda, ya que se acaba de cosechar el nuevo mosto. Por eso el drama que se anuncia resulta más patente, porque deja en evidencia la pobreza de los contrayentes. Sea que la familia hizo mal los cálculos y han hecho corto; sea que los modestos recursos de los novios no dan ya para más; sea que por el calor la gente ha bebido más de la cuenta o que se han agregado demasiados invitados imprevistos, el resultado es el mismo: falta precisamente lo esencial, la bebida. No queda vino en la despensa y muy pronto va a faltar también en las mesas.

En la simbología bíblica de Israel, el vino es alegría, es placer y vida. Y si se acabó el vino, se acabó la fiesta. No está bien visto escatimar la bebida en una boda. Es de mal augurio, porque el mosto representa la bendición, como se ha recordado en la ceremonia nupcial.

Los invitados siguen pidiendo de beber. Han apurado sus vasos sin llegar a saciarse. Los sirvientes han vaciado uno tras otro los viejos odres de vino añejo, y los nuevos de vino nuevo, pero los comensales todavía tienen sed... Y alguien, en alguna parte, exclama espantado:

—¡Se acabó el vino!

El pánico cunde entre el personal más allegado y empieza a reflejarse en los rostros de algunos más, que presienten la vergüenza que se avecina. Porque decir: «No queda vino» va a ser muy mal recibido por los invitados, que van a quejarse de falta de previsión o de poca hospitalidad. Despedir a los huéspedes con sed es una ofensa inaceptable. Falta el vino pero no van a faltar burlas y comentarios crueles, y lo que empezó como una fiesta gozosa puede terminar en catástrofe familiar.

No es difícil imaginar lo que podrían decirse aquellos novios en este caso:

—¿Te das cuenta de lo que está pasando? No hay bastante bebida y es culpa tuya, que tenías que haber planeado mejor el banquete. Eres un irresponsable.

—Pero ¿no eran tus padres los que quedaron encargados del vino? Pídeles cuentas a ellos.

—Pídeles cuentas tú a los tuyos, que si no fueran tan tacaños habrían contribuido un poco más con los gastos de la fiesta.

—No te metas con mi familia que si yo empiezo a decirte lo que pienso de la tuya…

Sabemos que esta conversación no llegó a tener lugar, porque conocemos el resto del relato. Lo que olvidamos a veces es que la primera parte de esta historia se reproduce en la vida de un número incalculable de parejas, más tarde o más temprano. Un hombre y una mujer se aman y deciden emprender una nueva vida juntos. Esperan ser siempre felices y se expresan su amor con atenciones, gestos de cariño y regalos. Hasta que, en un momento dado… algo esencial se acaba.

Hay un detalle que nadie debe olvidar ni siquiera en el día de su boda: el que recuerda el vaso vacío, caído en el suelo, que el novio ha roto de un pisotón. Y es que las provisiones humanas de felicidad, como las reservas de vino de las bodas de Caná, no son inagotables.

En la vida de todos pueden llegar momentos decisivos en que se termina el vino. Situaciones en que se acaba la salud, el trabajo, el dinero, la paciencia, el buen humor, el encanto, la atracción del otro, o las ganas de seguir luchando juntos, y nuestra felicidad como individuos y como pareja se ve amenazada. Sencillamente porque somos seres humanos, que casados o solteros, enamorados o no, seguimos viviendo en un mundo real.

En las bodas de Caná, como suele ocurrir también en las nuestras, primero se sirve el buen vino y después el peor, o nada. La alegría, las atenciones, la ilusión del principio van disminuyendo y llega un momento en que se acaban. Lo que empezó con amor, caricias y besos termina a menudo en indiferencia, en hastío y hasta en ruptura.

Las razones pueden ser muy diversas, pero se podrían sintetizar en que no podemos vivir indefinidamente de nuestras reservas. Porque la capacidad de nuestras provisiones de amor, de comprensión o de paciencia es limitada, y por fuerza se va agotando. De la misma manera que los víveres de cualquier despensa se terminan si no se reponen, también el cariño se acaba si no se renueva.

Con el paso del tiempo, con las obligaciones y la presión del trabajo, con la carga de los hijos, o simplemente con la rutina de la vida cotidiana, el mosto de los gestos cariñosos se agria, las tinajas del amor se vacían, y empiezan a surgir problemas. Primero pequeños problemas y después problemas grandes. Problemas humanos, en suma, para los que no siempre encontramos solución. No porque no la tengan, sino porque, como la gente en las cocinas de las bodas de Caná, no se la vemos. Nuestros ojos no van más allá del fondo de nuestras tinajas vacías.

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