Encuentros inolvidables

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Encuentros inolvidables
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Título: Encuentros inolvidables

Versión ilustrada de Encuentros

Autor: Roberto Badenas

Coordinación del proyecto: Editorial Safeliz, S. L.

Diseño y desarrollo: Avatar Estudio; Equipo Editorial Safeliz

Copyright © Editorial Safeliz, S. L.

Pradillo, 6 · Pol. Ind. La Mina

E-28770 · Colmenar Viejo, Madrid (España)

Tel. : [+34] 91 845 98 77 · Fax : [+34] 91 845 98 65

admin@safeliz.com · www.safeliz.com

Septiembre 2016: 1ª edición

ISBN : 978-84-7208-565-7

IMPRESO EN TAilandia

IMP01

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro

(texto, imágenes o diseño) en ningún idioma, ni su tratamiento informático,

ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo

y por escrito de los titulares del ‘Copyright’.

Índice

1 - En el desierto 7

2 - De noche 19

3 - Junto al pozo 33

4 - En la playa 43

5 - En la plaza 55

6 - Al pie de una montaña 65

7 - De madrugada 79

8 - De viaje 93

9 - A solas 105

10 - De camino 115

11 - Bajo un árbol 127

12 - En una fiesta 139

13 - En una cena 149

14 - Entre las columnas 157

15 - Al caer la tarde 177

16 - Despedida entre amigos 189

En el desierto

Buscando al Otro

El valle del Jordán es una garganta excavada en el desierto. Un desfiladero que se hunde casi trescientos metros por debajo del nivel del Mediterráneo hasta desembocar en las fétidas aguas del mar Muerto: el lugar más bajo de la tierra y uno de los más impregnados de historia…

Ese suelo, torturado por la erosión y calcinado por el fuego del cielo, es todo lo que queda de lo que en otros tiempos debió de ser la fértil vega de Sodoma: montañas desgarradas, pedregales estériles, barrancos siniestros y rocas malditas. Ni siquiera el oasis de Jericó, con el verdor lejano de sus palmeras, llega a romper la aspereza de aquel páramo desolado.

Unos viajeros salpican de vida la mañana mientras cruzan el vado en Betábara, paso obligado en la ruta de las caravanas. Según la tradición, por aquí cruzaron el Jordán a pie seco los antiguos israelitas al entrar en la tierra prometida guiados por Josué. Fue aquí también donde el profeta Elías se abrió paso entre las aguas turbulentas golpeando el río con su manto, poco antes de ser arrebatado al cielo en un carro de fuego.

Remontando un trecho la menguada corriente, los caminantes llegan a un amplio recodo. A un lado, una pared abrupta proyecta su sombra sobre un tranquilo remanso. El agua, que llega encajonada en un cauce tortuoso, se apacigua y retiene sobre un banco de arena que se eleva suavemente hacia los montes de Moab. Un verdadero auditorio natural, donde los recién llegados se acomodan, entre cañaverales, juncos, adelfas en flor y retorcidos algarrobos.

Al bajar a esa hondonada se pierde de vista la soledad escabrosa del desierto. El mismo barranco cierra el horizonte. El paisaje queda reducido a dos planos: tierra y cielo. Y en medio, el agua, limpia, azul, resplandeciente.

Ese es el lugar escogido por quien ellos buscan. Allí tiene su morada, su aula y su santuario. En la soledad, la gran escuela de los hombres superiores, donde nada distrae al pensamiento, se templó su espíritu austero y fuerte, definido por el ángel como «el espíritu de Elías». Porque esos viajeros vienen a escuchar a Juan el Bautista…

Campesinos de lejanas aldeas montañosas, pescadores de Galilea, artesanos de Judea y comerciantes de Jerusalén, van acudiendo tras un penoso camino. Hace tan solo unos meses que el mensaje del precursor sacude a Israel. Dios ha guardado silencio durante siglos y si ahora habla por boca de un profeta, ellos lo quieren oír.

Entre la gente que llega se van formando diversos grupos. A cierta distancia, y por encima de todos, sobresalen algunos jerarcas de la aristocracia terrateniente y sacerdotal. Elegantes, soberbios, detestados y envidiados por todos, viven de sus rentas, cargos religiosos o puestos en el gobierno.

El pueblo los odia por sus abusos de autoridad, su rapiña y su opulencia. Han venido a distraerse y a evaluar el peligro. Son los herodianos y los saduceos. También han venido los portavoces del Sanedrín, cómplices de Herodes y espías de Pilato. Para ellos Juan puede resultar un agitador político.

Apartados también del resto de la gente están los fariseos. Si los saduceos representan la fortuna y el poder, los fariseos encarnan el saber y la ciencia. Son los escribas, letrados, rabinos, doctores, maestros, abogados, teólogos, jueces y dictadores de la opinión pública. Piensan, influyen. Su arrogante suficiencia es la fuerza más hostil y refractaria a la predicación del Bautista. ¿Qué puede enseñarles ese pobre ignorante? Seguros bajo su manto de cultura, de religiosidad y de respetabilidad burguesa, les preocupa, sin embargo, el radicalismo del joven profeta. Han venido a analizar las declaraciones inquietantes del nuevo predicador; a proteger la ley; a salvaguardar la ortodoxia; a defender la tradición. Para ellos Juan es un fanático peligroso.

Entre la multitud centellean las armaduras de los soldados. Algunos, de servicio, patrullan la zona para evitar tumultos. Pero otros están ahí por iniciativa propia. De permiso, demasiado lejos de sus casas, llenan como pueden el vacío de la tregua. Tras la sangre vertida, buscan la manera de olvidar el pasado o de acallar la voz que turba su reposo. Tratan de escapar del círculo infernal de violencia legalizada en el que se han metido y encontrar alguna razón para luchar más satisfactoria que el dinero.

Escabulléndose de los soldados, se esconden entre el gentío varios zelotes. Los delatan tanto la rebeldía que aflora en su mirada como las dagas que se adivinan bajo sus capas. Combaten por la independencia del país, contra la ocupación militar. En su lucha están dispuestos a todo: al levantamiento, a la guerrilla, al asesinato. Son tan idealistas como crueles, serán capaces de dar la vida o de quitarla por su causa. El gobierno los califica de terroristas. El pueblo los teme, los admira y los encubre. Son la conciencia nacional, pero confunden la religión con la voz de la raza. Su sed de libertad y de justicia los ha traído al Jordán, porque Juan denuncia, al igual que ellos, los abusos de los poderosos, la corrupción de la corte y la connivencia del clero. Y ellos esperan a un líder, un mesías que libere a su pueblo y lo salve, por fin, de todos sus males.

Cerca del agua, en un pequeño círculo del que los demás procuran apartarse sin disimular su desprecio, conversan los publicanos: recaudadores de impuestos, empleados de Hacienda, aduaneros y tesoreros. Por ser los colaboradores y beneficiarios de la ocupación romana, los publicanos representan la burocracia y el fisco: los verdugos y los buitres del yugo imperial.

Los acompañan unas cuantas mujeres de llamativo aspecto, cargadas de vistosas joyas y de perfumes penetrantes. Despreciadas por unos, explotadas y deseadas por otros, viven con los publicanos la solidaridad de los marginados: un poco de dinero por un poco de compañía. Su vida transcurre a caballo entre el hampa y la burguesía y han venido al Jordán porque la soledad es triste. Porque, como seres humanos, necesitan respeto, comprensión y ayuda. Porque tal vez su vida no las satisface y sueñan con otra.

De vez en cuando se advierte entre la muchedumbre el blanco hábito de los monjes esenios. Absortos en sí mismos, como en otro mundo, viven, austeros, su ascetismo místico. Su fervor fatalista los ha llevado a abandonar toda acción que no sea proselitismo o penitencia. A la sombra de su monasterio, al margen de las necesidades de los demás y de los problemas del presente, representan otra forma de sectarismo, entre la militancia y la inhibición.

El resto del auditorio son gentes de clase media, campesinos, obreros, amas de casa con sus niños; un enjambre de pobres, mendigos y enfermos; y muchos jóvenes. Son gente común, cada uno con su historia a cuestas, arrastrando problemas familiares y conflictos personales, amores y odios, heridas e ilusiones, pasiones y temores, frustraciones y esperanzas.

Entre aquella multitud de curiosos, indiferentes, inquietos o resignados, no muy distintos a ellos, esperan también dos pescadores, Juan y Andrés; una mujer de profesión dudosa, llamada María; un joven doctor en derecho preocupado por su futuro; un banquero de turbio historial; un enfermo desahuciado, que se cree poseído por el diablo; y unos muchachos muy sanos en busca de un ideal…

El fondo de sus miradas delata insatisfacciones similares y luchas afines. Todos quisieran superar su mediocridad, sus callejones sin salida, aquella rutina gris que arrastran sin saber por qué. Han venido buscando aliciente y esperanza. Porque presienten que vivir puede ser algo más que trabajar o estar en el paro, sufrir y divertirse. Están ahí porque quisieran encontrar lo que les falta. Han venido a orillas del Jordán a escuchar la palabra de Dios de boca del profeta…

En cuanto el Bautista aparece sobre las rocas, un silencio expectante sobrecoge a los presentes. Ese fulgor en su mirada es el de un enviado de Dios. Hijo único de un venerable sacerdote, ha renunciado a la vida fácil del templo para seguir su arriesgada vocación. El Espíritu le revela la palabra en el desierto, él la proclama a las masas con toda la fuerza de su juventud.

Juan es la conciencia insobornable del que no teme a nada ni a nadie: ni al gobierno, ni al clero, ni al pueblo. Tanto fustiga los vicios más comunes de la plebe como condena los crímenes más secretos de los poderosos. Tiene la elocuencia irresistible de quien proclama la verdad. Su mensaje es claro, sencillo y directo: «Dios nos va a visitar. El reino del Mesías se está acercando. Preparaos para recibirlo».

 

Juan es un alma fuerte, pero sensible ante el sufrimiento y la injusticia. Se indigna y compadece al mismo tiempo. Sus palabras reprenden a unos y animan a otros. Su proclamación no tiene el pesimismo amargo de las aves de mal agüero. Más que un reformador, el Bautista es un mensajero de esperanza.

Juan cita al profeta Isaías y compara a sus oyentes con el desierto que los rodea: un yermo agreste que debe ser trabajado para convertirse en campo fértil o en camino transitable por el que «viene uno más fuerte». Porque el Señor se acerca, como el campesino que «recogerá el trigo en su granero y quemará la paja en fuego» (Lucas 3: 16-17); o como el rey a visitar a sus súbditos que han de preparar el camino y allanar el sendero para que pueda llegar:

—Voz del que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo valle se rellenará y se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos allanados, y verá toda carne la salvación de Dios»

(Lucas 3: 4-6).

Su mensaje, incontenible, penetra en la conciencia de sus oyentes hasta turbar la indiferencia de unos, irritar el fanatismo de otros, y encender la inquietud espiritual en algunos que se preguntan:

–¿Cómo nos hallará el Mesías cuando venga? ¿Seremos trigo o paja, pedregal o camino?

A los representantes del poder establecido, que se cierran a cualquier reforma, les dirá:

—¡Generación de víboras!, ¿quién os enseñó a huir de la ira venidera? Producid, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos: «A Abraham tenemos por padre», porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras. Además, el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego (Mateo 3: 7-10).

La voz dura del profeta se suaviza ante los seres afligidos y resuena entre las piedras como un grito de liberación. Los despreciados por la gente «decente», conscientes de su necesidad, son los primeros en reaccionar.

—¿Qué haremos?— preguntan los publicanos.

—Dejad la codicia. No exijáis más de lo justo. Descubrid la solidaridad.

—¿Qué haremos?— preguntan los militares, que saben hasta qué punto corrompe el poder.

—Dejad la violencia. No abuséis de la fuerza. Vivid en fraternidad.

—¿Qué haremos?— sigue preguntando la gente.

—Dejad el egoísmo. Compartid con los que no tienen nada. Probad

la generosidad.

La poderosa voz sigue vibrando en el aire:

–Arrepentíos. Cambiad de rumbo. Cesad de dar vueltas en el desierto y avanzad de una vez hacia la tierra prometida, tras el Salvador que está a punto de llegar. Puesto que todos estamos contaminados por el mal, necesitamos limpiarnos. El bautismo simboliza la purificación. Si queréis restablecer vuestra armonía con Dios, entrad en el agua.

Juan ha terminado de hablar. En silencio desciende hasta el centro del río. Algunos sienten que en su interior arde una nueva llama e intuyen que la vida y la esperanza quieren renacer.

Tras un momento de recogimiento, un soldado deja en el suelo su armadura y entra en el Jordán. Después lo sigue un publicano. Tras él, dos mujeres. A continuación, unos muchachos se acercan resueltamente a la orilla. Pero algo los retiene…

Ante ellos, un hombre joven, a quien no habían visto llegar, se despoja de su túnica. Por la musculatura de sus hombros y brazos podría tratarse de un atleta o de un carpintero. Pero hay en él algo fuera de lo común que llama poderosamente la atención. Su rostro juvenil, curtido por la intemperie, refleja una serenidad tal, una integridad, una fuerza, una nobleza de carácter que no habían visto jamás en nadie, y que eclipsa incluso al Bautista. Su presencia inspira admiración y respeto. Como si irradiase una atmósfera sobrenatural.

Todos los ojos están fijos en el extraño desconocido. El mismo Juan se ha quedado paralizado. Al ver que avanza hacia él, lo detiene. Ha descubierto quién es: Jesús de Nazaret. Y exclama:

–He aquí el Mesías esperado, el salvador del mundo. A él os conviene seguir y no a mí (Juan 1: 15, 29-34).

El Bautista está desconcertado, porque Jesús sigue acercándose:

–Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Yo solo bautizo en agua. Tú puedes bautizarnos en el Espíritu Santo (Mateo 3: 11).

Pero Jesús ya está en medio del río.

–Sí, Juan. Aunque no lo comprendas, yo también quiero ser bautizado (Mateo 3: 13-15). Hoy empieza también para mí una etapa nueva, la más importante en mi vida.

Con mano temblorosa, Juan lo sumerge. Al volver a la superficie, Jesús permanece ensimismado por un momento. El agua resplandece a su alrededor, como iluminada por un rayo del cielo. Las nubes se entreabren. Hay un revuelo de luz. Un trueno rasga el silencio y se oye una voz que dice:

–Este es mi Hijo amado, en quien me complazco (Mateo 3: 16-17).

Al pasar a su lado, saliendo del agua, algunos sintieron que Jesús los miraba, que con su gesto los invitaba a rehacer sus vidas, que había entrado en el Jordán por solidaridad con ellos, y que había orado por ellos.

Más tarde, cuando impulsados por su ejemplo viviesen la experiencia del bautismo, todavía recordarían en el fondo de su ser el cielo abierto y la voz de Dios que les decía, también a ellos:

–Tú eres mi hijo amado. Estoy satisfecho de ti.

Aunque al salir del río Jesús desapareció en la distancia, presintieron que él sería el maestro que andaban buscando, y que nada llenaría su ausencia hasta volver a encontrarlo.

De noche

¿Que he de… renacer?

La débil claridad de la luna todavía iluminaba las desiertas calles. Enfundado en su capa, avanzaba con cautela para evitar cruzarse con nadie. La vida en la gran ciudad le había enseñado a desconfiar de las sombras. Sin embargo, prefería el riesgo de la oscuridad a que alguien descubriera con quién iba a encontrarse aquella noche. Solo su impaciencia era más fuerte que sus temores.

La actuación de un extraño forastero durante las fiestas de la Pascua le había causado una tremenda impresión. Sentía la necesidad imperiosa de indagar quién era aquel desconocido que se había atrevido a expulsar a los mercaderes del templo con tanta valentía. En su búsqueda había escuchado a muchos maestros, pero nunca había oído a nadie como Jesús.

Lo fascinaba y desconcertaba su peculiar estilo. En su mensaje no se percibía el sello distintivo de ninguna secta, ni las consignas de ningún partido. No había conocido a nadie con una personalidad tan independiente. Ni tan convincente. Cuando exponía un tema, hasta los más complejos parecían fáciles. ¿De dónde sacaba recursos tan profundos y a la vez tan simples? Como profesional le intrigaba el secreto de su técnica.

Aunque lo que más lo atraía era su magnetismo espiritual. A su lado, todos los guías religiosos que conocía, incluyéndose él mismo, resultaban superficiales, incompetentes, huecos.

Como alumno aventajado de las escuelas rabínicas, Nicodemo había pasado mucho tiempo preparándose para ser doctor de la Ley. Habiendo alcanzado la cima dentro del poderoso grupo de los fariseos, gozando de una excelente reputación por su dominio de las Escrituras, siendo miembro del Sanedrín y contándose entre los jefes de la nación, difícilmente podía aspirar a subir más alto.

Sin embargo, su posición no le aportaba la satisfacción esperada. Su situación y la de su pueblo le producían un insoportable malestar. Se consideraba un intelectual abierto. Incluso el nombre que usaba, ‘La victoria para el pueblo’, revelaba sus inquietudes y el cariz de su formación. Ahora bien, había algo en su vida que no llegaba a ver claro. Parecía que le faltaba una dimensión. Pero apenas podía hablar abiertamente de sus sentimientos con nadie.

Descontento por la trayectoria de los dirigentes de Israel, intuía en Jesús el talante del reformador que el país necesitaba. Este hombre parecía tener lo que él buscaba para realizarse plenamente, como líder y como persona. Necesitaba saber más de él. Quería averiguar quién era y qué se proponía.

Con todo, acercarse a Jesús era muy comprometido. Arriesgaba al hacerlo su reputación. Algunos de sus amigos también admiraban la actividad del Galileo, pero tampoco se atrevían a decirlo. El nuevo maestro no había caído bien en las altas esferas del poder. Era mejor, de momento, no dejarse ver en su compañía.

Quiere evitar que su consulta parezca demasiado personal. La hará en nombre del grupo que comparte sus ideas.

Llegado al lugar de la cita, sus aprensiones se esfuman, se encuentra inmerso en un clima de absoluta confianza. El carpintero de Nazaret tiene, al margen y por encima del doctorado oficial, una capacitación superior, que impulsa a Nicodemo a saludarlo con el título de Rabí y a presentarse ante él como quien consulta a un maestro.

La esencia de su conversación, sin duda muy densa, ocupa en el Evangelio de Juan apenas una página. Detrás de lo que el texto transmite y los personajes dicen, podemos intuir entre líneas lo que no está escrito pero nos gustaría saber…

Nicodemo no sabe cómo empezar. La denuncia de Jesús contra el mercado del templo no es la de un agitador. Ningún político se habría atrevido a tanto. Su actitud es la de un enviado de Dios. Pero, ¿en calidad de qué?

—Maestro, sabemos que vienes de Dios, pues nadie podría hacer lo que tú haces si Dios no estuviese con él de un modo muy especial.

De haber sido el Fundador de una nueva escuela, Jesús se habría sentido halagado al recibir el homenaje que le tributaba uno de los principales personajes de Jerusalén, y sin duda se habría esforzado por asegurarse tan importante seguidor. Pero a Jesús le interesaba más despertar conciencias que ganar adeptos. Puesto que Nicodemo se presenta como discípulo, él va a actuar como maestro. Y su primera lección no será la que el alumno pide, sino la que necesita.

Nicodemo ha venido hasta Jesús porque espera la venida del Mesías y, con ella, la reforma que haga reinar a Israel sobre el resto del mundo. Cree que el nacimiento del nuevo orden es responsabilidad humana y quiere saber cómo acelerar su llegada. Jesús, saliendo al paso de sus ideas, le dice sin más preámbulos:

—Si de verdad quieres ver el reino de Dios, tienes que nacer de nuevo. Para que tu mundo cambie, tienes que empezar a cambiar tú

(Juan 3: 3).

Nicodemo queda desconcertado. No entiende lo que Jesús quiere decirle. Que es preciso enmendar muchas cosas para que el mundo sea mejor está claro. Precisamente lo que él quiere es un gran cambio. Pero no ve ninguna relación entre la renovación deseada y una modificación de su propia manera de ser. ¿Volver a empezar, nacer otra vez, nacer de arriba? ¿Qué quiere decir el misterioso maestro?

La idea de renacer lo sorprende. Una transformación absoluta, radical, por su parte le parece no solo imposible sino innecesaria. De este Nicodemo honrado, sincero, religioso, ¿no se puede recuperar nada?

¿Acaso es posible romper totalmente con el pasado y comenzar otro camino con mejores supuestos? ¿Podía él llegar a ser otra persona, con otros ideales, otras metas, muy superiores a los que ya tenía?

Si entiende bien a Jesús, ha de poner en entredicho hasta los criterios que considera más seguros e intocables: sus convicciones religiosas. ¿Querrá eso decir que ni siquiera un seguimiento de su religión tan riguroso como el suyo no basta para introducirlo en el «reino de Dios»?

Como fariseo, piensa que el hombre puede salvarse por su propio esfuerzo, mediante el cumplimiento de las leyes divinas. Afirmar que no se halla en condiciones de entrar en el reino de Dios cuando ya se creía en él, que necesita una existencia perfectamente nueva y no nuevas prácticas de perfección, en fin, que se encuentra en un estado espiritual embrionario, cuando imaginaba haber alcanzado ya una respetable madurez, ¿no es excesivo?

Nicodemo no entiende el planteamiento de Jesús. Su propuesta le parece utópica. Cada uno es hijo de su pasado; de un ambiente familiar y social, de unas circunstancias y de unas vivencias únicas e irrepetibles, que lo condicionan en gran medida. Nadie puede prescindir de su historia y pretender realizarse rompiendo con todo y empezando de cero.

 

Pero Jesús insiste. Ni siquiera la mejor herencia y la mejor educación religiosa garantizan la entrada en esa esfera de realidad llamada «reino de Dios». En realidad se trata, sencillamente, de aceptar que Dios reine plenamente en nosotros. Y estamos tan lejos de permitírselo que acceder a ello equivale realmente a nacer de nuevo.

Nacer de arriba es comenzar a vivir plenamente. Porque los seres humanos estamos marcados por la finitud y no nacemos totalmente «vivos». Desde que llegamos a la vida llevamos en nuestro ser gérmenes de muerte. Nacer de arriba es alcanzar la plenitud humana al recuperar la dimensión espiritual que habíamos perdido. Es liberarnos del duro cascarón que nos envuelve haciéndonos creer que este mundo que nos rodea es la única realidad. Es abrir los ojos a la luz de otra existencia más profunda. Es descubrir que, al conectarnos a Dios, los límites de nuestra vida pueden ser trascendidos.

El sentido común de Nicodemo siente vértigo ante lo que empieza a intuir. Sin embargo, le cuesta admitir su desorientación y abandonar sus puntos de vista. La aclaración que pide suena entre ingenua e irónica:

—¿Cómo puede alguien nacer cuando ya es viejo?

¿Lo era él? ¿O consideraba que, aun sin serlo, era demasiado tarde para volver a empezar?

Sin embargo, sus objeciones no manifiestan, necesariamente, torpeza ni mala voluntad. Son propias de alguien que, sabiéndose involucrado, quiere ir hasta el fondo de la cuestión. Su formación y su inercia lo llevan, antes de abandonar sus posiciones, a verificar la solidez de un terreno en el que no le resulta fácil entrar.

Nicodemo no entiende, a partir de sus categorías humanas, cómo Dios puede cambiar al hombre respetando su libertad. La lección nocturna de Jesús va a mostrarle que la idea de nacer otra vez es menos absurda que la de tratar de salvarse mediante sus propias fuerzas; que las garantías de éxito son infinitamente mayores si, en lugar de construir nuestra vida a partir de nuestros ideales y recursos, lo hacemos a partir del ideal y con la fuerza de «arriba». Porque Dios no exige

lo imposible, sino que

propone lo inimaginable.

El nuevo nacimiento no es algo que se nos pide, sino algo que se nos da. Porque nadie puede darse nacimiento a sí mismo. Para nacer se depende siempre de otros. La experiencia del nuevo nacimiento se parece al parto físico hasta en el hecho de que rara vez suele ocurrir sin dolor. En realidad, nadie se hace a sí mismo. El hombre es incapaz de reconstruirse sin ayuda exterior. Para iniciar una vida realmente nueva, resulta imprescindible que cada ser humano tome antes conciencia de su necesidad de ayuda.

Ante la perplejidad de Nicodemo, Jesús le repite lo mismo con otras palabras: se trata de «nacer de agua y del Espíritu». Para un doctor en Sagrada Escritura la mención de esos elementos primordiales (en hebreo la misma palabra designa el aire, el viento, el soplo vital y el espíritu) era una alusión clara a los principios de la creación (Génesis

1: 1-3). El nuevo nacimiento es una nueva creación. Dicho de otro modo: No se trata de un acto humano, sino de una intervención divina.

Jesús le explica que en el hombre se dan dos niveles de existencia, uno carnal y otro espiritual. Cada uno transmite la vida que posee. La carne transmite la débil condición humana; el espíritu, la fuerza de Dios.

Las aspiraciones humanas suelen quedar, por más que se ponga la mejor voluntad, al nivel del bienestar económico, la satisfacción familiar o el prestigio personal. En este plano el hombre nunca conseguirá llevar a cabo el proyecto total que Dios tiene para él, ni vencerá la debilidad innata a su naturaleza: «Lo que es nacido de la carne, es carnal; solo puede ser espiritual lo que nace del espíritu» (Juan 3: 6, BCP). El hombre solo puede vencer su impotencia espiritual con el poder divino.

El nuevo nacimiento supone entrar en una nueva realidad cuyo centro no está en el hombre. Pasar de una vida dependiente, restringida y acotada en el seno de lo humano a una vida propia, libre y abierta a todas las posibilidades del Ser. Pasar de una existencia antropocéntrica (centrada en el hombre) a una existencia teocéntrica (centrada en Dios). Pasar de una realidad condenada a la muerte a una realidad abocada a la Vida.

Sorprendido por el lenguaje de Jesús, Nicodemo se pregunta cómo es posible ese cambio. Con un leve asomo de ironía, Jesús le ayuda a entrever que es preciso buscar la noción de la vida nueva fuera de los límites de su propia formación religiosa:

—¿Tú eres profesor de teología y no lo sabes?

Nicodemo sabía mucho. La religión era su especialidad. Se movía en un mundo de argumentaciones teológicas en el que destacaba como erudito. Pero, aparentemente, ignoraba algo muy elemental. No había aprendido todavía que la vida espiritual no depende de nuestros conocimientos sobre Dios, sino de nuestra relación concreta con él.

—No te extrañe —prosigue Jesús— que insista en hablarte de volver a nacer sin esperar a que llegues a entenderme. El Espíritu es como el viento; sus efectos se notan sin que sea necesario comprender los mecanismos de su funcionamiento.

Al renacer espiritualmente, hombres violentos se convierten en defensores de la paz. Seres bloqueados por el odio son capaces de perdonar. Egoístas profundos se entregan a las más generosas empresas… No importa que no se sepa razonar el proceso de la regeneración. Lo que importa es que se produzca. Y para ello lo único imprescindible, aunque no suficiente, es el consentimiento de nuestra voluntad. El resto viene de la mano de la poderosa energía de la gracia. No se puede precisar cómo surge pero, en un momento dado, irrumpe en nuestra vida y la transforma. El nuevo nacimiento no se explica; se experimenta. Y no una vez por todas, sino cada día (1 Corintios 15: 31; 2 Corintios 4: 16).

Nicodemo descubre, por fin, el limitado alcance de sus conocimientos. Ha intentado comprender desde su marco de referencia, pero la creatividad divina no se puede encerrar en ningún credo. El fallo, sin embargo, no radica en sus fuentes, sino en su interpretación; ya que todo el Antiguo Testamento es una continua lección de la increíble iniciativa del amor divino. Pero, así como al materialista le cuesta concebir realidades distintas a las materiales, al legalista le cuesta entender que exista algún tipo de relación con Dios distinto al cumplimiento de unas normas. Nicodemo sigue perplejo.

En el resto del diálogo, el fariseo se mantiene a la defensiva y se limita a hacer preguntas que manifiestan su confusión.

—¿Cómo puede ser eso?

Estas serán las últimas palabras registradas de su conversación de aquella noche. A partir de ahí Nicodemo se sume en el silencio y escucha, sin interrumpir, a un singular confidente que comparte con él la seguridad de sus convicciones (Juan 3: 9- 11):

—Nosotros hablamos porque sabemos.

Nicodemo se basa en tradiciones y teorías. Jesús sabe por experiencia. El fariseo conoce la letra. Jesús vive el espíritu. El doctor busca todavía la luz que ya están propagando unos simples aldeanos de Galilea.

Una luz que rompe todos sus esquemas, empezando por sus expectativas mesiánicas. Él espera un Mesías que reine sobre Israel. Pero Dios ha previsto reinar sobre la humanidad entera. Su enviado será rey de todos los que quieran nacer a la vida sin fin, en el reino del amor sin fronteras.

—Porque Dios ama tanto al mundo que le ha dado a su Hijo (Juan

3: 16).

Si Dios ama sin barreras y desea la felicidad sin medidas, su objetivo al enviar al Mesías no puede ser el juicio, como el grupo de Nicodemo esperaba. El juicio será la última consecuencia de la libertad humana. Su misión es llevar a la vida. Ahora y siempre. No destruir a algunos y salvar a otros, sino traer esperanza para todos.

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