Buch lesen: «Mi extraterrestre», Seite 3

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Uno de los tres seres que estaban de «servicio» se aproximó a un panel con botones y luces, y las teclas, a que me referí antes, se apretaron contra mi piel. En el panel surgieron líneas de signos, al mismo tiempo que de la máquina salía una hoja de papel metálico con aquellos signos grabados. Pulsó otro botón y la mayoría de los discos me liberaron, menos unos pocos, que dieron lugar a más signos y otra hoja metálica. Ya libre de todas las teclas, me hicieron señas de que permaneciera tumbado, y en una pantalla mayor se dibujó el contorno de mi cuerpo. Uno de los médicos aplicó una especie de micrófono a diferentes partes de mi organismo, que dio lugar a unas manchas de diversos colores en la silueta de la pantalla. Con una varilla aplicó líquidos de distinto color sobre varias partes de mi piel, poniendo sobre ellos el micrófono de nuevo.

Puesto en pie me inyectaron varios medicamentos. Las inyecciones eran sin agujas, a través de la piel, y los líquidos en muy pequeña cantidad. Volvieron a aplicarme los que llamo micrófonos, y más inyecciones, hasta que el esbozo de mi cuerpo en la pantalla, tomó un tono azul claro. Entonces Inime me quitó el casco.

Me llevaron a otra parte de lo que yo consideraba clínica y me pusieron una especie de yelmo, lleno de púas, en la cabeza, colocándome entre dos placas metálicas, a las que dieron energía. En una pantalla aparecieron líneas de signos. La cabeza me picaba. Me quitaron el yelmo y me hicieron ponerme sobre una plataforma metálica y circular, de unos 75 centímetros. Sobre mi cabeza había otra plataforma igual, en la que se fue formando un aro de luz azul, que bajaba lentamente y rodeándome. Aquello me produjo una sensación de bienestar como nunca la había sentido. Me puse mis ropas, limpias y perfumadas. Alguien trajo tres pequeños rectángulos metálicos, llenos de muy pequeños bultos y agujeros. Inime puso una cadena a uno de ellos y me lo entregó para que me lo colgara del cuello.

Pero me quedé con él en las manos, porque un hombre, un humano, venia, volaba debería decir, rodeado de extraterrestres. El hombre se desnudó y se puso en la plataforma sobre la que yo había estado. Bajo el aro de luz y al subir, muy lentamente, le desapareció el vello, los atributos sexuales se recogieron, y su cuerpo fue creciendo hasta llegar a ser otro de aquellos seres. Se embutió en su mono y se puso las botas, sin dejar de hablar con sus compañeros. Muy en silencio, para mí, pues lo hacían por telepatía. No me explicaba cómo podían entenderse, si todos pensaban a la vez. Tendría que preguntárselo a Inime. Yo estaba absorto, contemplando la escena, debía de tener los ojos como platos. Sulba se acercó a mí y afectuosamente me puso el brazo por los hombros, tomó la chapita metálica y me la colgó del cuello. Inime me entregó tres cajitas, del tamaño de una caja de fósforos pequeña, en tres colores, rojo, verde y amarillo, que contenían unos gránulos del mismo color y que debía tomar cada vez que sonaran las cajas. Eran unas medicinas que aligeraban la carga de la dimensión en que me crie.

Después de todas estas operaciones, y acompañado de los tripulantes de la nave, me pusieron ante la presencia de un ser, calvo, que aparentaba ser más viejo que todos los que me rodeaban, vestido de una túnica azul claro, que parecía estaba hecha de luz, aunque tanto no me atrevo a decir. Creo que en lo poco que me tuvo ante él, supo mi pasado, mi presente y mi futuro, así como todas las encarnaciones que he sufrido, y en qué momento mi ego despertó a la conciencia cósmica.

Pasamos al refectorio. A disposición de quien quisiera, había unas bandejas conteniendo unos discos del tamaño de un duro actual, en varios colores. Unos canapés delgados, de unos dos centímetros cuadrados, que contenían una pasta verde claro entre dos láminas de algo como galleta. Y unas frutitas parecidas a drupas de cafeto. Para mí, trajeron unas hamburguesas, que sabían a carne de pollo y fuagrás, tenían un buen sabor. Además de que yo necesitaba comer. Lo que no vi fueron botellas de agua u otra bebida.

─ ¿Esto es lo que coméis?─, pregunté a Inime.

─Sí, nosotros lo que ingerimos lo asimilamos totalmente, sin dejar residuos. Por esta razón, nuestra raza ha perdido la mayor parte del aparato digestivo vuestro, ahorrándonos el defecar y orinar. Tú comerás, en todo el tiempo que estés junto a nosotros, un alimento más en consonancia con vuestras costumbres de ingerir carne, para que tu organismo no sufra alteraciones por falta de proteínas y vitaminas, a las que estáis acostumbrados. Te daremos a beber un líquido que, aparte de quitarte la sed, te hará que sientas menos hambre. Nosotros comemos lo que has visto, pero tenemos la facultad de poder incorporar a nuestro organismo la energía de los rayos solares y cósmicos.

Salimos del comedor. Aquellos seres, que tenían casi el doble de estatura que yo, me miraban con simpatía. Había muchos de ellos. La caverna debía de ser una estación de reposo y repuesto. La mayoría vestían mono, túnica, los menos. Lo que más me sorprendió la primera vez que los vi, es que no caminaban, sino que se deslizaban por encima del suelo con solo su deseo mental, cuando querían. Después, yo aprendí y pude realizarlo, pero solo lo pude lograr en la gruta.

─Vamos─, me dijo Inime, ─que el tiempo apremia, si quieres hacer todo lo propuesto en los días que tienes libres, y de los cuales no te das cuenta de que van corriendo.

Entramos otra vez en la nave, que comenzó a temblar, siendo sus vibraciones más intensas a cada momento hasta desaparecer. Salimos del agua en posición vertical pero al segundo ya estábamos horizontalmente. Era de noche a juzgar por el brillo de la Luna. Por una de las ventanillas vi a la Tierra, que se alejaba rápidamente. Era un espectáculo hermoso y terrible al mismo tiempo. Tuve un momento de pavor y me acordé de la película E.T., cuando el monstruo decía: «mi casa», «mi casa». Salí de mi estado abstraído. Inime, a mi lado, no cesaba de mirarme.

─ ¿A qué velocidad vamos?─, pregunté, por decir algo.

─A una velocidad suave para que no te perjudique. A diez kilómetros de los vuestros.

─ ¿A diez kilómetros por hora?─, exclamé, confuso y sorprendido.

─No, amigo mío, no. Nosotros no medimos, ahora, el tiempo por horas de las vuestras ni por minutos de los vuestros. En el espacio no hay ciclos; o está parado o corre velozmente, según convenga al ser que lo experimenta. En este momento medimos la velocidad por segundos de los vuestros, tenlo en cuenta para futuras comparaciones. También nosotros, cuando estamos en nuestro mundo, tenemos que medir las etapas con arreglo a la rotación de nuestro planeta. Pero en el espacio, donde no hay pasado ni futuro, sino relativo, donde todo está en presente, el tiempo es según la máquina que empleamos o la mente que lo utiliza. Leo en tu aura que estás pensando en los planetas de tu sol, donde transcurre el tiempo que tú conoces, en parte. Toma a estos mundos como instrumentos de una fuerza, cuya magnitud, ni tú ni yo podemos medir.

Tenía razón. Yo no podía medir el tiempo que estábamos utilizando con arreglo al de la Tierra, ni al suyo, y mucho menos comparándolo al ambiente en que ellos se desenvolvían, cuando podían pasar de una dimensión a otra, de un tiempo a otro, si es que en aquellos espacios, en aquella nada, existen tiempo, épocas y años.

La Luna era cada vez mayor, creciendo a un ritmo desconcertante para mí. Su luz era ya molesta para mis ojos. Inime me entregó unas gafas como las de los motoristas.

─Póntelas─, me dijo. ─Te serán un poco molestas, pero protegerán tus nervios ópticos.

La luz de nuestro satélite me llegó a ser agobiante. Por las ventanas de la nave vi que nos dirigíamos hacia un cráter de gran diámetro y altas paredes. Al pie de aquellas fantásticas masas de roca se abría un gran túnel, por el que entramos. La excavación era de tal magnitud, que nuestra nave se perdía en ella como mota de polvo. La máquina se posó y paró en un hangar donde había otras naves de distintos tamaños, en cantidad casi incalculable. Salimos al cráter, era desmesurado, de muchos kilómetros de diámetro. La luz del Sol, afortunadamente, llegaba atenuada y sentí frío. Inime se dio cuenta y me cogió las manos, invadiéndome un calor que me duró largo tiempo.

─Cuando vuelvas a sentir frío, dile a uno de nosotros que te dé la mano─, me recomendó Inime.

De nuevo contemplé el cráter y cuanto más lo examinaba más grande me parecía. Era una obra de titanes, por lo menos respecto a nuestra medida. Me admiraba esta obra ingente y el modo de cómo esta gente, no sé si llamarla humanidad, había aprovechado la Naturaleza sin destruirla, contrariamente a como hacemos nosotros los humanos. Bajo la superficie de la Luna había sido excavada, o aprovechada, esta gran caverna y me hubiera gustado saber cuándo, cómo y para qué fin fue hecha esta colosal obra. Lo que yo llamo hangar estaba ocupado por muchas naves intergalácticas, de diversos tamaños y formas. Sobre todas resaltaba una, que según Inime, tenía un kilómetro de diámetro. Era una máquina nodriza. No pude acercarme a ella, pero desde lejos su aspecto era verdaderamente impresionante.

Le pedí a Inime me diera datos sobre esta caverna, su proceso y realización.

─Es un poco largo de hacértelo saber. Para nosotros es fácil, pues tenemos la facultad de poder retroceder en el pasado y saber cómo fue el amanecer de la Tierra y las distintas humanidades que la han poblado. Pero de todo eso tenemos tiempo de hablar en Las Palmas.

─Pero ¿qué es eso que dices de humanidades en la Tierra? ¿Es que las civilizaciones nacen y mueren como los seres?

─Vosotros estáis empeñados en medir el tiempo cósmico con arreglo al vuestro. Cada civilización es un grupo de egos, de muchos millones, que vienen a la Tierra a desarrollar su parte mental. Cuando todos alcanzan un grado de evolución pasan a otra dimensión, y son sustituidos por otro gran grupo de elementales a seguir el mismo proceso.

─Te confieso, Inime, que no acabo de comprender bien lo que me has dicho. Tendremos que volver sobre este tema y yo procuraré meditar despacio sobre ello.

─Hablemos mientras vamos─, me dijo, y me tomó por los sobacos para practicar el vuelo rasante. Una nave, mucho mayor que la que nos trajo aunque parecida en la forma, salía del hangar hacia el cráter. Un nutrido grupo de extraterrestres, en todo, o en casi todo, semejantes a mis amigos, venia al encuentro de la nave que se disponía a salir. No todos vestían de blanco, también usaban el color azul. Uno de los que venían me descubrió entre mis compañeros y, por lo visto, les interrogó mentalmente, pues se pararon y estuvieron muy atentos los unos para los otros. Estando en esta conversación, el resto del grupo también se dio cuenta de mi presencia y, por lo que deduje, llovieron las preguntas sobre Inime y compañeros. No parecían hacerlo como nosotros, que hablamos a la vez. Aguardaban su turno y las preguntas eran concisas, lo deduje por la actitud de cada uno. Se agolpaban para verme, por lo que avancé hacia ellos, que se abrieron en corro para verme mejor. Me sonreían. Alguien me dijo en castellano, por lo menos yo lo oí: “Bienvenido a nuestro mundo”. Me emocioné, su amistad me rodeaba, arropándome.

La nave, con una intensa trepidación que de momento estremeció la máquina y después desapareció, se elevó a la luz solar y emprendió su camino. La Luna desapareció tan rápidamente que de nuevo pregunté a Inime, que, junto con Sulba y los demás de mi grupo, no se separaba de mí, la velocidad que desarrollábamos.

─Una velocidad de medio crucero, unos veinticinco kilómetros de los vuestros por segundo de vuestro tiempo. Nos estamos apartando de los cinturones de energía que rodean a la Tierra, como a otros planetas, para que no anulen a nuestros motores ni los dañen. Después tendremos que eludir el cordón de asteroides pues, aunque tenemos aparatos para avistarlos desde larga distancia y destruirlos, lo mejor es evitarlos. A la velocidad que vamos nos rodeamos de una onda de atracción, y un choque con alguno de ellos, aunque fuera pequeño no interesa. Nuestras naves son de un metal muy duro, en el cual no harían mucha mella sus golpes, a no ser de gran tamaño, y esos, como ya te he dicho, se pueden divisar desde muy lejos─. Me dio unas amplias explicaciones, con muchos detalles sobre este asunto, pero que yo, por mi falta de conocimiento, no pude comprender del todo. Mucho lamenté en aquel momento, y en otros posteriores, mi deficiente formación científica, y mi descuido posterior en no haberme procurado una mayor información del mundo que me rodea y de sus posibilidades, aunque tampoco sabía yo que iba a realizar este viaje.

─El desplazamiento de las naves se hace a base de aprovechar la energía atómica de los fotones y rayos cósmicos, y para los viajes largos, donde se supone que no hay luz, se emplea la energía eléctrica de una especie de acumuladores-generadores, llamados esplés, que son unas enormes balizas, fijadas en los espacios y que despiden fluido eléctrico al ser activadas. Mientras no lo son, permanecen inertes. Son impulsores, a la vez que radiofaros y guías. Así mismo, cuando sobrevuelan algunos planetas, aprovechan la energía que se desprende de ellos al ser tocados por los rayos del Sol. Pueden viajar por los mundos paralelos y pasar de una dimensión a otra─. También parece se pueden desplazar a través de los pasos intersiderales. Desde luego era mucha ciencia para un profano en ellas como yo, y lego en tantas materias. Tengo la esperanza de que, como poseen tan alta técnica, hayan descubierto el modo de meterme en la cabeza esa ciencia infusa, por medio de inyecciones.

Nos acercábamos a un planeta, un mundo enorme, al cual llegamos en poco tiempo, pero no aterrizamos en él, sino en uno de sus satélites y lo hicimos penetrando en una montaña, donde estaba lo que podemos llamar, el aparcamiento. Otra vez sentí temor. Todo el viaje lo pasé entre el recelo y el optimismo, según caían las pesas. Me parece que no tengo madera de explorador.

─Antes de salir─, me advirtió Inime: ─Ponte el casco, hasta que comprobemos otra vez cómo está tu aparato respiratorio, pues la atmósfera de este mundo difiere un poco de la que tenemos en la caverna de la Tierra. Me puse el casco.

Sulba e Inime me acompañaban cuando, por medio de un tobogán de luz, bajamos al suelo. «Mi» tripulación, previa consulta con Inime, se despidió de nosotros poniendo la palma de su mano derecha sobre la mía. Sulba se quedó. Yo iba ya percibiendo, mentalmente, las ideas emitidas por otros, y cuando hablaba lo hacía como me había indicado Inime, lentamente, pero son tan rápidos en pensar que, aunque ya digo que iba haciendo progresos, se me escapaban los conceptos. Sulba no se apartaba de mí. No puedo decir ahora, concretamente, lo que en aquel entonces sentía, pero notaba que me iba enamorando de Sulba, o que yo vivía en su cariño hacia mí.

Inime me tomó de la mano y elevándome un poco del suelo salimos al exterior, sobrevolamos un corto trecho de la superficie de aquel mundo deteniéndonos después. Tenía la sensación de que allí pesaba menos y para cerciorarme de ello salté, y no me di el porrazo porque Inime, que por lo visto estaba atento a todo lo que yo hacía, me sujetó. Todo lo que yo veía era una extensa pradera de un verde muy claro salpicada de flores azules y violetas, en la que destacaban algunos pequeños grupos de árboles, por regla general no muy altos. Poblaciones y ciudades, no se veían.

─ ¿Dónde vivís?, no veo casas ni ciudades.

─Ya las verás─, me contestó Inime, ─queda tiempo. Vamos, sobre todo, a comprobar cómo están tus pulmones, pues te tenemos a nuestro cargo y no podemos dejar nada al azar.

─O sea, que sois mis niñeras y niñeros.

─Si no te enfada, te diré que algo como eso es.

Me cogieron de las manos y nos deslizamos sobre aquel césped, dejando atrás un grupo de mujeres y hombres, ya había yo aprendido a diferenciarlos, quizás debido a la compañía de Sulba, sentados sobre la hierba y a la sombra de unos árboles que tenían unas flores grandes y vistosas. Aunque los paisanos de Inime no se sorprenden, al parecer, por nada, aquella gente me siguió con la vista al pasar junto a ellos. Cerca del túnel, o aparcamiento, vimos salir unas máquinas voladoras donde iban tres personas. Tenían la forma de un huevo, un huevo grande, dado el tamaño de sus tripulantes, pero no les noté motor alguno. Se lo pregunté a Inime.

─A su tiempo lo sabrás─, me contestó. Dentro de la cavidad subterránea, que me pareció artificial, junto al hangar, estaban reunidos muchos de aquellos artificios voladores, que por lo visto eran de uso libre. Nos metimos en uno. Ya dentro, me di cuenta de que en la punta tenían algo que pudiera ser el motor. Sulba me explicó que aquello servía para hacerles ingrávidos y volar. Volábamos por encima de los árboles para que yo pudiera contemplar a mi sabor el paisaje. Todo eran prados y bosquecillos, de ciudades nada. Me llamó la atención la abundancia de unas montañas grandes y achatadas, muy grandes, que me recordaban a un pecho de mujer, de mujer de la Tierra, claro. No parecían naturales. Al pasar cerca de una, algo mayor, me di cuenta de que estaba llena de orificios. Tuve la sensación de que eran entradas de túneles, pero no me cabía en la cabeza que estos amigos, tan sofisticados, habitaran en cavernas. La solución la dejé para otro momento. A lo lejos empezó a brillar tenuemente algo como un lago encerrado en un gran cráter, redondo y enorme.

─ ¡Un lago!─, exclamé, lleno de entusiasmo. Inime miró hacia mí.

─No tenemos lagos ni agua─, me dijo. ─Cuando necesitamos agua tenemos que ir a buscarla a tu planeta y la traemos en forma de hielo o líquida. Tenéis un auténtico tesoro que nunca habéis valorado en lo que realmente vale, y que vuestros gobiernos, en su inconsciencia, están destruyendo en perjuicio de vuestro mundo y otros.

Lo que me pareció un lago era una ciudad grande cubierta de plástico, cristal o metal transparente, ya me ocuparía de saberlo. Sobre esta cubierta protectora, así la juzgué a primera vista, sobresalían unas azoteas en forma de elipses que servían de aeropuertos y en las cuales estaban aparcados muchos «huevos», algunos mayores para varias personas. Bajamos y nos dirigimos a una puerta que daba acceso a un ascensor.

Las calles eran anchas y completamente peatonales. De trecho en trecho había unas bajadas, con escaleras automáticas, que daban a una especie de «metro» pero sin vagones, consistentes en grupos de asientos, sin conductor ni toma de energía, por lo menos visibles, que se paraban en el apeadero deseado apretando un botón. Todo el túnel estaba profusamente iluminado con la misma luz que tenía la caverna de las Canarias, y que tienen todas sus construcciones. La temperatura era agradabilísima y me complacía estar allí, sentado, disfrutando de aquella placidez. Aquel «metro» circundaba la gran ciudad.

Nos dirigimos a un hospital, clínica o lo que fuera. No era grande, por lo visto allí la gente no se enfermaba. Me pusieron desnudo entre dos placas metálicas, más altas que yo, a las que dieron energía. En una pantalla fueron apareciendo signo y número, que se borraron para dar paso a unas pocas cifras. Los médicos me pintaron con líquidos de varios colores diversas partes de mi cuerpo. Después con un láser de amplia luz me enfocaron y las pinturas entraron en mi piel. Volvieron a manejar la computadora, digo computadora para dar una idea de similitud, y debieron quedar contentos de lo hecho a juzgar por la expresión de sus semblantes. Me hicieron ponerme en un aparato con una plataforma, muy parecido al de la gran caverna de Canarias. Se formó el aro azul y recorrió mi cuerpo de arriba abajo, que por lo visto era lo que me falta para quedar perfecto. El aro parecía la llama de gas butano. Sulba se acercó para darme la mano al bajar y entregarme mis ropas. Sulba, Sulba, me acuerdo mucho de ti. No sé si me estás escuchando, pues es difícil, por lo menos para mí, saber nada de vosotros y mucho menos si me oís o no, pero ahí va mi pensamiento hacia ti. Dejamos el consultorio y nos incorporamos a los viandantes. Caminaban despacio, intercambiando pensamientos. Se notaba que saboreaban plenamente aquel momento de su vida. La gente no hacía mucho caso de mí, lo que me produjo un pequeño complejo de frustración, acostumbrado como estaba a que estos seres, casi el doble de altura corporal que yo, detuvieran su atención en mi persona. Era una ciudad placentera, con muchos jardines y cómodos asientos entre ellos, y otros detalles gratos para disfrutarlos. Me paré a contemplar un amplio jardín poblado de flores entre exóticas y extrañas.

─Veo que te gusta─, sentí a Inime. ─No es una ciudad para vivir sino para convivir. Nosotros, debido a nuestra naturaleza sexual, no constituimos matrimonios sino grupos de amigos, unidos por una afinidad de vibraciones o sentimientos.

Por sus palabras comprendí que esta gente tenía más vida pública que privada, sin perder su independencia respecto los unos a los otros. Los ojos de Sulba, que en aquel momento me miraba, estaban chispeando. Me abracé a ella, por la cintura, claro. Nos metimos en un auditórium donde alguien estaba dando un concierto. El instrumento musical consistía en unas varillas metálicas con distinta tensión eléctrica, que emitían sonidos diferentes según el ejecutante acercaba o alejaba la mano. En la derecha, pues parece que esta gente es zurda en su mayoría, tenía puesto una especie de dedales de diversos metales que provocaban la emisión de sonidos de dos varillas más gruesas. Las varillas eran cinco en total. El sonido me recordaba al violín y la flauta, muy melodiosa. Lo encontré muy grato, además de la novedad de la ejecución. Inime me tiró de la manga, yo le hice señas de que esperara, pero como no había más remedio, al fin, me levanté.

─ ¡Bonita música!─, comenté.

─Y eso que tú no has percibido sino el sonido.

─ ¿Qué me quieres decir con eso?─, le pregunté.

─Todo instrumento musical en nuestra dimensión, y en la tuya para los videntes astrales, al mismo tiempo que da la vibración sonora, emite una vibración lumínica con distintas formas y tonos de color, que aumenta la belleza de la ejecución. Quédate entre nosotros y te enseñaré a percibirla.

─ ¡Imposible!, exclamé, aterrado ante las consecuencias de lo que podría acontecer, allá en Las Palmas, de quedarme. Que alguien trabajara por mí, no me parecía mal, pero que hiciera de marido y padre, ya era otra cosa.

Inime me miraba en silencio. Estaba siguiendo el hilo de mis pensamientos. Al mirarle le noté muy complacido. Debía de estarle produciendo el mismo efecto que una película humorística. Alejé de mi toda idea de enfurruñamiento y animosidad.

─Vas creciendo─, me dijo. Has conseguido empezar a ver los problemas como una distracción y no como un tormento.

Entramos en un templo. Los orantes, mejor dicho, los meditadores, están sentados en cómodas butacas, cada cual encerrado en sí mismo. El silencio era tan intenso que parecía detener el tiempo. No me podrá explicar de qué forma se valían, ya que hablaban por telepatía, para que los pensamientos y sensaciones de cada uno no alteraran la mente de los demás, especialmente los que estaban cerca.

Quise que Inime me lo aclarara, pero me dijo:

─No me hagas preguntas, tenemos el tiempo contado para realizar el programa que nos hemos propuesto. En Las Palmas tendremos más días y ocasiones, y sin prisas, además, para informar y notificarte todo aquello que desees saber, y estés en disposición de recibirlo y entenderlo. Recuerda bien todo lo que veas, para que yo te detalle la faceta interesante. Con el tiempo te iremos haciendo ver cosas que ahora no creerías.

Sulba debió decirle algo a Inime, puesto que este se la quedó mirando fijamente, y que debió aprobar, ya que me dijo: vamos. Y sin más, fuimos en busca de nuestro «huevo» y nos dirigimos a una de aquellas montañas, que yo había visto anteriormente y entramos por uno de sus agujeros, que en realidad era una calle que daba a un extenso hangar. Allí estaban varias dependencias del gobierno de la nación. Descendimos por un tobogán de luz hasta la planta baja, amplia y llena de departamentos. Nos dirigimos hacia la parte de las incubadoras y criadoras. Nos pusimos tras una amplísima ventana de cristal metálico donde ya estaban algunos de aquellos seres, creo que femeninos. Sulba metió su chapa de identidad en una ranura, saliendo la chapa por otra parte más baja. A poco, se presentó ante nosotros una caja alargada y transparente con un niño dentro, con todo el aspecto de un feto. Tenía una gran cabeza y un cuerpecito esmirriado. Yo debí poner un gesto de desagrado, porque me dijo Inime:

─No pongas esa cara, ese es tu hijo, de ti y de Sulba. Y es perfectamente normal. Nosotros primero procuramos que se desarrolle fuertemente el cerebro, como principal motor de nuestras actividades. Después, la fuerza de ese cerebro ayuda al desarrollo del cuerpo, que la mente moldea a su placer.

Otra vez en el huevo nos dirigimos hacia otra parte del satélite. Entramos en la otra montaña, el piso superior era un hangar o garaje. Bajamos hasta la planta donde vivían los padres de mi amigo, sin que yo pudiera definir, por mucho que los miraba, quién había sido la madre y quién el padre, pues yo los veía idénticos. Con ellos, y por propia iniciativa, residían la mujer de Inime y los dos hijos permitidos, que ya habían sido devueltos de la incubadora. Al parecer, por lo que me dijeron, no percibía tan bien sus pensamientos como los de Inime. Las madres se dedicaban al desarrollo de la parte corporal y de la mental, hasta cumplir los siete años, años de ellos, que cualquiera sabia los siglos terrestres a que correspondían. A los siete años de su vida pasaban a los colegios estatales, no había otros, donde los formaban y, al cumplir los, sus quince años, se reintegraban a la sociedad con toda plenitud de derechos y deberes. A mí me parecieron que aquellos niños, que ya eran de mi altura, podían tener unos cinco o seis años, pero vaya usted a saber, tuve que abandonar estos silogismos antes de salir mareado. Me recibieron como de la familia, con un gran afecto que aún recuerdo con añoranza; solamente que Inime y Sulba tuvieron que servirme de intérpretes porque confiados en que los comprendía, sus ideas mentales no llegaban a mi entendimiento, por la rapidez de emisión.

Todas las habitaciones eran redondas u ovaladas, no se veían aristas ni rincones, aunque yo, acostumbrado a un mundo de ángulos y cuadrados, no comprendía del todo este otro mundo de esferas y círculos. Me trajeron, y entonces recordé que no había comido, desde la caverna de Canarias, ningún alimento, la especie de hamburguesa que ya conocía y una taza de un líquido ambarino que supuse sería vino, pero al probarlo noté que no tenía alcohol pero que tampoco era refresco. Sabía bien y me reconfortó estupendamente inundando mi cuerpo de energía. No usan neveras, los alimentos, los pocos que tienen que conservar, los preservan por medio de radiaciones que en nada perjudican a los comestibles ni a los que los ingieren. No lo hacen todo automático, pues se veían pocos aparatos, de uso desconocido para mí, y en los cuales, con gran placer, hubiera hurgado, para intentar conocerlos por dentro.

─ ¿Quieres salir?─, me preguntó Inime.

─Bueno─, contesté, y me quedé a la espera de algo, pues sabia, por experiencia, que cuando me hacia una proposición es que ya, de antemano, tenía trazado un plan.

Salimos a la calle acompañado por todos los familiares de Inime. Me di cuenta de que la calle, el túnel, mejor dicho, tenía forma redondeada. Todo estaba iluminado con la luz azulada que ya conocía, luz difusa como si fuera producida por tubos de neón, pero que parecía emanar de las paredes. Toda la ciudad estaba climatizada con una temperatura placentera, que tampoco pude precisar cómo lo conseguían. Cerca de la salida me sorprendió la negrura del exterior. Inime me miraba, yo lo había previsto. Miré para Sulba, que tenía una sonrisa de complicidad. Era de noche. Retrocedimos hasta el centro de la ciudad y por el tubo de luz amarilla subimos hacia la cima. Una vez allí nos detuvimos y salimos al exterior.

En el oscuro cielo se destacaban las estrellas, no las que conocemos en la Tierra, y como no había muchas nubes se veían bien. Como sentía fresco me dieron una capa de tela muy delgada, pero que daba mucho calor. La oscuridad no era espesa sino opaca.

─Estate atento al borde del planeta─, me dijo Inime. Así lo hice. La sombra de aquel enorme astro ocultaba buena parte del cielo. Una parte del borde era luminoso, pero aparte de esa luminosidad, se empezó a notar otro punto de fosforescencia, que fue en aumento, hasta aparecer una brillante estrella que disipó la oscuridad, dejando aquel mundo en penumbra. Es el Sol, sentí que me decían.

─Necesitas dormir, vamos dentro─, me indicó Sulba.

Bajamos por el tobogán de luz y, junto a la vivienda de la familia de Inime, me dieron una casa para mí solo. La alcoba era circular, o casi circular, donde había una cama de forma oval, como medio huevo, mejor dicho como la cáscara de medio huevo, dura y cómoda a la vez. Probé a meterme dentro, pero me encontraba ridículo y molesto. Ridículo porque me sobraba la mitad de la cama y molesto porque sentía como una picazón.

─Esta cama no sirve para ti─, me dijo Inime. ─Nosotros aprovechamos el sueño para renovar y vigorizar nuestras células físicas, pero es mucha radiación para tu cuerpo terrestre. Sin embargo, te sugiero que estés unos minutos, porque te hará bien.

Acepté la invitación y volví a meterme en aquella cama. Me picaba el cuerpo como si tuviera sarna y tenía unas ganas terribles de rascarme, y si no lo hice fue por no tener tantas manos como centros de picor. Miré para Inime, su cara estaba seria pero sus ojos eran risueños y no una risa de burla, sino de afecto.

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