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Cuando la tierra era niña

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Cuando la tierra era niña
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LA CABEZA DE LA GORGONA

EL PÓRTICO DE TANGLEWOOD

Bajo el pórtico de la quinta llamada Tanglewood, una hermosa mañana de otoño estaba reunido un alegre grupo de chiquillos, y en medio de ellos estaba en pie un joven alto. Habían proyectado una excursión para ir a coger nueces, y estaban esperando con impaciencia a que las nieblas se desvaneciesen en las vertientes de la montaña, y el sol derramase el calor del veranillo de San Martín sobre los campos y las praderas y en los escondrijos de los bosques. El día prometía ser de los más agradables que han regocijado nunca este hermoso y alegre mundo; pero la niebla de la mañana llenaba aún todo el valle, sobre el cual, en una altura de suave pendiente, se levantaba la quinta.

La masa de vapor blanco se extendía hasta unas cien varas de la casa. Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí, y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar la ancha superficie de la niebla. Cuatro o cinco millas hacia el Sur se levantaba la cima de una montaña elevadísima. Quince millas más lejos, en la misma dirección, se alzaba otra mucho más alta, tan azul y etérea, que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se extendía sobre ella. Las colinas más próximas, que bordeaban el valle, estaban medio sumergidas y manchadas con pequeñas guirnaldas de nubes, hasta en las mismas cimas. En resumen: había tanta nube y tan poca tierra sólida, que todo ello hacía el efecto de una visión.

Los niños antes citados, todos llenos de vida, se escapaban de debajo del pórtico y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda de la pradera. No puedo decir fijamente cuántos eran: no menos de nueve, no más de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y chiquillas. Eran hermanos, hermanas, primos, juntos con unos cuantos amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle para pasar unos cuantos días de la deliciosa estación, con sus hijitos, en la casa de campo. No me gusta deciros sus nombres, ni llamarles con nombre ninguno que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Primavera, Bellorita, Amapola, Romero, Ojos azules, Trébol, Madreselva, Capuchina, Flor de Limón, Tomillo, Girasol y Mariposa, aunque, a decir verdad, estos nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas, que de una reunión de niños de este mundo.

No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin la guarda de alguna persona mayor y especialmente seria. ¡De ningún modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un joven alto, que estaba en pie en medio del grupo. Su nombre (y os diré el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustaquio Bright. Era estudiante y había alcanzado en aquella época la respetable edad de diez y ocho años; de modo que casi se parecía a si mismo abuelo de Bellorita, Romero, Madreselva, Flor de Limón, Tomillo y los demás, que eran no más la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un par de ojos que tuviesen aspecto de ver mejor o más de lejos que los de Eustaquio Bright.

El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho vadear arroyuelos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la expedición botas fuertes de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una gorra de paño y un par de anteojos verdes, que se había puesto, probablemente no tanto para protegerse los ojos, como por la dignidad que daban a su apariencia. Sin embargo, pudiera habérselos dejado en casa, porque Madreselva, diablejo travieso, se subió en los hombros de Eustaquio cuando estaba él sentado en uno de los escalones del pórtico, le arrancó los lentes de la nariz y los plantó en la suya, y como al estudiante se le olvidó volverlos a coger, cayeron en la hierba, y allí se quedaron hasta la primavera siguiente.

Ahora bien: es preciso que sepáis que Eustaquio había alcanzado entre los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos, y aunque algunas veces fingía que le molestaba el que le pidiesen que les contase más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los ojos, cuando aquella mañana, Trébol, Amapola, Capuchina, Mariposa y la mayor parte de sus compañeros, le pidieron que les contase uno de sus cuentos, mientras aguardaban a que la niebla se desvaneciese por completo.

–Sí, primo Eustaquio—dijo Primavera, que era una alegre chiquilla de doce años, con los ojos de risa y la naricilla un poco respingona—: la mañana es la mejor hora para oir los cuentos con que tan a menudo pruebas nuestra paciencia. Correremos menos peligro de herir tu susceptibilidad, durmiéndonos en el momento más interesante… como hizo anoche Capuchina.

–¡Qué mala eres!—exclamó Capuchina, niña de seis años—. No me dormí: es que cerré los ojos, para ver por dentro lo que Eustaquio nos estaba contando. Sus cuentos son buenos para oirlos de noche, porque puede una soñar con ellos, dormida; pero también son buenos por la mañana, porque puede una soñar con ellos despierta. Así es que espero que nos va a contar uno ahora mismito.

–¡Gracias, Capuchina!—dijo Eustaquio—. Tendrás el mejor de los cuentos que yo sea capaz de inventar, aunque sólo sea por haberme defendido tan bien contra esta perversa Primavera. Pero, niños, os he contado ya tantos cuentos de hadas, que me parece que no queda ninguno que no me hayáis oído por lo menos dos veces. Y temo que si vuelvo a repetir alguno de ellos, os vais a quedar dormidos de veras.

–¡No, no, no!—exclamaron Ojos azules, Bellorita, Girasol y otra media docena—. Los cuentos que más nos gustan son los que hemos oído dos o tres veces.

Y es verdad que los cuentos parecen aumentar de interés para los niños, no con una o dos, sino con innumerables repeticiones. Pero Eustaquio Bright, en la exuberancia de sus recursos, desdeñaba el aprovecharse de una ventaja que hubiese agradecido un narrador más viejo.

–Sería lástima—dijo—que un hombre de mis conocimientos (pasando por alto mi fantasía original) no pudiese encontrar cada día del año un cuento nuevo para chiquillos como vosotros. Os contaré uno de los que se inventaron para distracción de nuestra vieja abuela la Tierra, cuando era una chiquilla con refajito y delantal. Hay lo menos ciento, y me maravilla que hace mucho tiempo no se hayan puesto en libros de estampas para niñas y niños. En cambio, muchos sabios viejos, con largas barbas grises, se queman las pestañas leyéndolos en librotes llenos de polvo, escritos en griego, y se rompen los cascos queriendo adivinar cuándo y cómo y para qué se inventaron.

–Bueno, bueno, bueno, bueno, primo Eustaquio—exclamaron a una todos los chiquillos—: no hables más de tus cuentos, y empieza a contar.

–Sentaos todos—dijo Eustaquio—, y callad, porque a la primera interrupción, sea de la malvada Primavera, del infeliz Romero o de cualquier otro, daré un mordisco al cuento, y me tragaré el pedazo que falte por contar. Pero, en primer lugar, ¿alguno de vosotros sabe lo que es una Gorgona?

–Yo, sí—dijo Primavera.

–¡Pues, cállatelo!—replicó Eustaquio, que hubiese preferido que no hubiese sabido la chiquilla nada sobre el asunto—. Callad todos, y os contaré un cuento preciosísimo de la cabeza de una Gorgona.

Y así lo hizo, como podéis empezar a leer en la página siguiente.



LA CABEZA DE LA GORGONA

Perseo era hijo de Danae, que a su vez era hija de un rey. Y cuando Perseo era muy pequeño, unos malvados le pusieron con su madre en un arca y los lanzaron a las ondas. Sopló el viento fuertemente, y alejó el arca de la costa. Las ondas la sacudieron como si fuera una cáscara de nuez. Danae estrechó a su hijito entre sus brazos, temiendo por momentos que una ola mayor que las demás les sepultara para siempre en el fondo del Océano. El arca siguió, sin embargo, navegando, y no se hundió ni zozobró, hasta que al llegar la noche navegaba tan cerca de una isla, que se enredó entre las redes de un pescador y la sacaron con ellas a la costa. La isla se llamaba Serifo, y reinaba en ella el rey Polidectes, que era hermano del pescador que había recogido por casualidad en sus redes a los pobres náufragos.

Este pescador era hombre justo y compasivo. Trató con gran bondad a Danae y a su hijo, y continuó protegiéndoles hasta que Perseo llegó a ser un hermoso mancebo, fuerte y activo, y habilísimo en el manejo de las armas.

Mucho antes había visto el rey Polidectes a los dos extranjeros, madre e hijo, que en un arca frágil habían llegado a sus playas. No era Polidectes bueno y amable como su hermano el pescador, sino en extremo malvado, y resolvió enviar a Perseo a una empresa peligrosa, en la cual probablemente perdería la vida, y entonces, quedándose la madre sin defensa, podría él causarle algún daño grande. Con este fin, aquel rey de mal corazón pasó tiempo y tiempo pensando cuál sería la hazaña de más peligro que un joven pudiera emprender. Cuando, por fin, dió con una empresa que prometía tener el fatal resultado que deseaba, mandó llamar a Perseo.

 

El muchacho fué a palacio, y encontró al rey sentado en su trono.

–Perseo—dijo el rey Polidectes, sonriendo hipócritamente—, eres todo un buen mozo. Tú y tu excelente madre habéis recibido muchísimos favores, tanto míos como de mi hermano el pescador, y supongo que sentirás no poder pagar algunos de ellos.

–Con permiso de Vuestra Majestad—respondió Perseo—, arriesgaría con gusto mi vida por lograrlo.

–Muy bien; entonces—continuó el rey, siempre con la sonrisa en los labios—, tengo una aventura de poca monta que proponerte; y como eres un joven valiente y emprendedor, estoy seguro de que te alegrarás de tener tan buena ocasión de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que estoy en tratos para casarme con la hermosa princesa Hipodamia, y es costumbre, en ocasiones como ésta, regalar a la novia algo elegante y extraño, que haya tenido que irse a buscar muy lejos. Debo confesar que he estado bastante perplejo, sin saber dónde encontrar cosa capaz de agradar a princesa de gusto tan exquisito. Pero esta mañana me parece que he encontrado precisamente lo que necesitaba.

–¿Y puedo yo ayudar a Vuestra Majestad a conseguirlo?—exclamó Perseo con vehemencia.

–Puedes, si eres tan valiente como yo me figuro—repuso el rey Polidectes con la mayor astucia—. El regalo de boda que quiero ofrecer a la hermosa Hipodamia es la cabeza de la Gorgona Medusa, con sus cabellos de serpientes, y de ti depende el traerla, querido Perseo. Así es que como estoy deseando terminar los tratos para mi casamiento con la princesa, cuanto antes vayas en busca de la Gorgona, más me complacerás.

–Saldré mañana, por la mañana—respondió Perseo.

–Te ruego que lo hagas así, valiente joven—aseguró el rey—. Y al cortar la cabeza de la Gorgona, ten cuidado de dar el golpe limpio para no estropearla. La traerás aquí lo mejor acondicionada que sea posible, porque la princesa Hipodamia es muy delicada de gusto.

Perseo salió del palacio, y apenas había pasado la puerta, el rey Polidectes se echó a reir; le divertía mucho, tan malvado era, que el pobre muchacho hubiese caído en la trampa. Pronto corrió la noticia de que Perseo se había decidido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Todo el mundo se alegró al saberlo, porque casi todos los habitantes de la isla eran tan malvados como el mismo rey, y se hubiesen alegrado muchísimo de que les sucediese algún mal muy grande a Danae y a su hijo. Parece que el único hombre bueno en aquella desdichada isla de Serifo era el pescador. Cuando Perseo iba por la calle, las gentes le señalaban con el dedo y le hacían muecas de desprecio y le ridiculizaban, levantando la voz cuanto se atrevían.

–¡Ay!, ¡ay!—exclamaban—. Las serpientes de Medusa le van a morder lindamente.

Ahora bien; en aquel tiempo vivían tres Gorgonas, y eran los monstruos más extraños y terribles que hubieran existido desde que el mundo es mundo, y después no se ha visto ni se volverá a ver cosa más terrible que ellas. La verdad es que no sé por qué nombre de monstruo nombrarlas. Eran tres hermanas, y parece que tenían cierta remota semejanza con las mujeres; pero, en realidad, eran una temerosa y dañina especie de dragones. De veras es difícil imaginar qué espantosos seres eran las tres hermanas. Porque en vez de cabellos, tenía cada una en la cabeza cien serpientes enormes, vivas todas, que se retorcían, se enredaban, se enroscaban, sacando sus venenosas lenguas, ahorquilladas por la punta. Los dientes de las Gorgonas eran terriblemente largos. Las manos las tenían de bronce. Y el cuerpo cubierto de escamas, que si no eran de hierro, eran por lo menos tan duras e impenetrables como él. También tenían alas, y hermosísimas, os lo aseguro, porque todas las plumas eran de oro purísimo, brillante, centelleante, bruñido, y figuraos cómo resplandecería cuando las Gorgonas iban volando a la luz del sol.

Pero cuando alguien alcanzaba a atisbar un reflejo de aquel resplandor, pocas veces se detenía a mirarlo, sino que corría y se escondía a toda prisa. Acaso os figuráis que tenía miedo de que le mordiesen las serpientes que servían de cabello a las Gorgonas, o de que le destrozasen los terribles colmillos, o las garras de bronce. Todos esos peligros, aunque grandísimos, no eran los más difíciles de evitar. ¡Lo peor de aquellas abominables Gorgonas era que si un pobre mortal miraba de frente a una de aquellas caras, estaba seguro, en el mismo instante, de que su carne y sangre caliente se convirtiesen en piedra inanimada y fría!

Así es que, como comprenderéis perfectamente, la aventura que el malvado rey Polidectes había buscado para el pobre muchacho, era peligrosísima. El mismo Perseo, cuando se detuvo a pensar en ello, no pudo menos de comprender que tenía muy pocas probabilidades de salir con bien de ella, y que era mucho más probable convertirse en estatua de piedra que conseguir la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Dejando a un lado otras dificultades, había una que hubiese puesto en apuro a cualquier hombre de mucha más edad que Perseo. No sólo tenía que luchar con un monstruo de alas de oro, de escamas de hierro, de larguísimos dientes, de garras de bronce, con serpientes por cabellos, y cortarle la cabeza, sino que mientras estuviese luchando contra él, no podía mirar a su enemigo. Porque si lo miraba, al levantar el brazo para herirle se convertiría en piedra y se quedaría con el brazo en el aire siglos y siglos, hasta que el tiempo y el viento y el agua le destruyesen por completo. Y sería bien triste que le ocurriese esto a un joven a quien tantas cosas grandes quedaban por hacer y tanta felicidad que gozar en este hermoso mundo.

Tanto desconsolaron a Perseo todos estos pensamientos, que no tuvo valor para decir a su madre lo que se había comprometido a hacer. Por consiguiente, cogió su escudo, se ciñó la espada y atravesó la isla, yendo a sentarse a un lugar solitario; apenas podía contener las lágrimas.

Pero cuando estaba más pensativo y triste, oyó una voz junto a él.

–Perseo—dijo la voz—, ¿por qué estás triste?

Levantó la cabeza de entre las manos, en las cuales la había escondido, y ¡oh, asombro!, aunque creía estar completamente solo, encontró a su lado un desconocido. Era un joven de aspecto animoso y extraordinariamente inteligente, cubierto con una capa, y que llevaba en la cabeza un gorro muy extraño y en la mano un bastón trenzado, también de modo sorprendente, y colgada al costado una espada corta y muy retorcida. Tenía aspecto de gran ligereza y soltura de movimientos, como hombre acostumbrado a ejercicios gimnásticos, a correr y a saltar. Y, sobre todo, tenía una expresión tan alegre, tan inteligente y tan servicial—aunque, por supuesto, un poco maliciosa—, que Perseo no pudo menos de animarse inmediatamente que le miró a la cara. Además, como en realidad era valiente, le dió muchísima vergüenza que alguien le hubiese encontrado con las lágrimas en los ojos, como a un chiquillo de la escuela, cuando, después de todo, puede que no hubiera motivo para desesperarse. Enjugóse los ojos, y respondió al desconocido prontamente, poniendo la cara más alegre que pudo.

–No estoy triste—dijo—, sino pensando en una aventura que he emprendido.

–¡Oh!—respondió el desconocido—. Cuéntame en qué consiste, y puede te sirva yo de algo. He ayudado a muchos jóvenes en aventuras que al principio parecían bastante difíciles. Acaso hayas oído hablar de mí. Tengo varios nombres; pero el de Azogue me cae tan bien como otro cualquiera. Dime en qué consiste la dificultad, y hablaremos del asunto y veremos lo que se puede hacer.

Las palabras del desconocido animaron por completo a Perseo. Resolvió contarle a Azogue todas sus dificultades, ya que las cosas no podían ponerse peor que estaban, y acaso su nuevo amigo pudiera darle algún consejo que le sirviese de algo. Así es que en pocas palabras le explicó el caso: cómo el rey Polidectes necesitaba la cabeza de Medusa, con la cabellera de serpientes, para dársela como regalo de boda a la hermosa princesa Hipodamia, y cómo se había comprometido a ir a buscarla, pero temía verse convertido en piedra.

–Y sería lástima—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—. Es verdad que serías una estatua de mármol de muy buen ver, y que pasarían unos cuantos siglos antes de que el tiempo pudiera desmoronarte del todo; pero más vale ser joven unos pocos años, que estatua de piedra muchos.

–¡Oh, mucho más!—exclamó Perseo con los ojos húmedos otra vez—. Y además, ¿qué sería de mi madre, si su hijo tan querido se convirtiese en piedra?

–Esperemos que el asunto no tenga tan mal fin—repuso Azogue en tono animoso—. Precisamente soy la persona que acaso pueda ayudarte más eficazmente. Mi hermana y yo haremos todo lo posible por que salgas con bien de esta aventura, que ahora te parece tan desagradable.

–¿Tu hermana?—repitió Perseo.

–Sí, mi hermana—respondió el desconocido—. Es muy sabia, te lo aseguro; y en cuanto a mí, también suelo tener todo el talento que me hace falta. Si tú eres valeroso y prudente, y haces caso de nuestros consejos, no tienes que temer, por ahora, convertirte en estatua de piedra. Lo primero que has de hacer es pulir el escudo, hasta que puedas verte en él como en un espejo.

Esto le pareció a Perseo un principio de aventura más bien extravagante, porque pensó que más importaría que el escudo fuera lo bastante fuerte para defenderle de las garras de bronce de la Gorgona, que el que estuviese bastante reluciente para poderse ver la cara en él. Pero pensando que Azogue sabía más que él, inmediatamente puso manos a la obra, y frotó el escudo con tal diligencia y buen deseo, que pronto brilló como la luna en el mes de Diciembre. Azogue le miró y sonrió, aprobando. Entonces, quitándose la espada corta y retorcida, se la colgó a Perseo del cinto, en vez de la que llevaba.

–No hay espada en el mundo que pueda servir mejor al propósito que llevas—observó—. La hoja tiene temple excelente, y corta el hierro y el acero como un tallo tierno. Y ahora, en marcha: lo primero que tenemos que hacer es ir en busca de las Tres Mujeres Grises, que nos dirán dónde podemos encontrar a las Ninfas.

–¡Las Tres Mujeres Grises!—exclamó Perseo, a quien esto parecía únicamente una dificultad más en la aventura—. ¿Quiénes son esas Tres Mujeres Grises? Nunca he oído hablar de ellas.

–Son tres viejecitas muy raras—dijo Azogue, riendo—. No tienen más que un ojo para las tres, y un diente. Tendrás que encontrarlas a la luz de las estrellas o en las sombras de la noche, porque nunca se dejan ver cuando brillan el sol o la luna.

–Pero—dijo Perseo—, ¿a qué gastar el tiempo con esas Tres Mujeres Grises? ¿No sería mejor ir desde luego en busca de las terribles Gorgonas?

–No, no—respondió su amigo—. Hay bastantes cosas que hacer antes de encontrar el camino que te ha de llevar a las Gorgonas. No hay más remedio que ir a caza de esas tres señoras. Y cuando las hayamos encontrado, puedes estar seguro de que las Gorgonas no andarán muy lejos. De modo que vamos ligerito.

Perseo tenía ya tanta confianza en la sagacidad de su acompañante, que no hizo más objeciones, y aseguró que estaba pronto para emprender inmediatamente la aventura. Empezaron a andar, y a buen paso. Tan ligero, que a Perseo le costaba trabajo seguir a su amigo Azogue. A decir verdad, se le ocurrió la peregrina idea de que Azogue llevaba un par de zapatos con alas, lo cual, naturalmente, le ayudaba a las mil maravillas. Y, además, al mirarle de reojo, porque no se atrevía a volver del todo la cabeza, le pareció que también tenía alas a los lados de la cabeza, aunque si le miraba de frente no se veían las alas, sino un gorro muy raro. Lo que sí era seguro es que el bastón trenzado le servía a Azogue de grandísima ayuda para caminar, y le hacía andar tan de prisa, que aunque Perseo era muchacho fuerte, ya empezaba a perder el aliento.

–¡Vamos!—exclamó al fin Azogue, que de sobra sabía, vivo como era, el trabajo que a Perseo le costaba seguirle a su paso—; toma este bastoncito, que me parece que lo necesitas bastante más que yo. ¿No hay en la isla de Serifo mejores andarines que tú?

–Mejor podría andar—dijo Perseo, mirando atrevidamente los pies de su compañero—, si tuviese un par de zapatos con alas.

–Buscaremos un par para ti—respondió Azogue.

Pero el bastón ayudaba de tal modo a Perseo, que no volvió a sentir el menor cansancio. Parecía estar vivo en su mano y comunicar algo de su vida a Perseo. Él y Azogue caminaban ahora al mismo paso, con la mayor facilidad, hablando amistosamente, y Azogue contaba historias tan divertidas sobre sus aventuras anteriores, y lo bien que su ingenio le había servido en muchas ocasiones, que Perseo empezó a considerarle como persona maravillosa. Evidentemente conocía el mundo, y nada es tan encantador para un joven como un amigo que posea esta clase de conocimiento. Perseo escuchaba con ansia, esperando aumentar su propio ingenio con todo lo que oía.

 

Por fin recordó que Azogue había hablado de una hermana suya, que había de prestar ayuda en la aventura que tenían emprendida.

–¿Dónde está?—preguntó—. ¿La encontraremos pronto?

–En cuanto la necesitemos—dijo su compañero—. Pero debo advertirte que esta hermana mía tiene un genio completamente distinto del mío. Es muy seria y muy prudente; no sonríe casi nunca; no se ríe jamás, y tiene por regla no pronunciar ni una sola palabra cuando no tiene algo muy profundo que decir. Ni tampoco escucha conversación alguna que no sea absolutamente razonable.

–¡Pobre de mí!—exclamó Perseo—. No me atreveré a pronunciar ni una sílaba delante de ella.

–Es una persona instruidísima, te lo aseguro—continuó Azogue—, y tiene al dedillo todas las artes y las ciencias. En una palabra: es tan asombrosamente sabia, que muchas gentes la llaman la sabiduría personificada. Pero, para decirte la verdad, para mi gusto le falta viveza, y dudo que a ti te pareciese tan agradable como yo para compañera de viaje. Tiene cosas buenas, desde luego, y ya verás de cuánto te sirve para tu encuentro con las Gorgonas.

Ya había anochecido casi por completo. Llegaron entonces a un sitio completamente desierto, silvestre, cubierto de malezas y zarzas, y tan solitario y silencioso, que parecía como si nunca nadie hubiese vivido en él ni hubiese pasado por allí. Todo estaba vacío y desolado en el crepúsculo gris, que a cada instante se hacía más obscuro. Perseo miró en derredor, más bien con desconsuelo, y preguntó si tenían que ir mucho más lejos.

–Chiss, chiss…—susurró su compañero—. No hagas ruido. Precisamente éstos son el tiempo y el lugar propicios para encontrar a las Tres Mujeres Grises. Ten cuidado de que no te vean antes de que tú las hayas visto, porque aunque no tienen más que un ojo para las tres, es tan perspicaz como media docena de ojos vulgares.

–Pero, ¿qué tengo que hacer—preguntó Perseo—cuando las encontremos?

Azogue explicó a Perseo cómo se las arreglaban las Tres Mujeres Grises con su único ojo. Parece que tenían la costumbre de usarle por turno, como si hubiese sido un par de lentes o—cosa que les hubiese convenido mejor—un monóculo. Cuando una de las tres le había disfrutado durante algún tiempo, se le sacaba de la órbita y se le daba a otra de las hermanas, la cual inmediatamente se le ajustaba en la frente y gozaba un ratito de la vista del mundo. Fácil es de comprender por esto que sólo una de las mujeres veía, mientras las otras dos permanecían en la obscuridad, y además, en el instante en que el ojo estaba pasando de mano en mano, ninguna de las pobres señoras veía gota. He oído contar muchas cosas extrañas en mi vida y he visto bastantes; pero ninguna, a mi parecer, puede compararse con la rareza de estas Tres Mujeres Grises, todas mirando con un ojo solo.

Esto mismo pensó Perseo, y estaba tan lleno de asombro, que llegó a figurarse que su compañero se estaba burlando de él y que no existían en el mundo semejantes mujeres.

–Pronto te convencerás de si es verdad o no—observó Azogue—. Chiss, chiss, chiss… ¡Ya vienen!

Perseo miró ansiosamente a través de la obscuridad de la noche, y con seguridad, a poca distancia, vió a las Tres Mujeres Grises. Como la luz era tan escasa, no pudo darse cuenta exacta de qué caras tenían; sólo descubrió que sus cabellos eran largos y grises; y cuando se acercaron, vió cómo dos de ellas no tenían sino una órbita vacía en medio de la frente. Pero en medio de la frente de su hermana había un ojo brillante, que centelleaba como un diamante en una sortija, y tan penetrante parecía ser, que Perseo no pudo menos de pensar que poseía el don de ver en la media noche más obscura lo mismo que a mediodía. La vista de tres pares de ojos de persona estaba concentrada en aquel ojo único.

De este modo las tres ancianas se arreglaban, después de todo, casi tan cómodamente como si todas pudiesen ver a un tiempo. La que tenía el ojo en la frente llevaba a las otras dos de la mano, mirando intensamente en derredor suyo; tanto, que Perseo temía que pudiese atravesar con la vista la espesa zarza tras de la cual él y Azogue se habían escondido. ¡Decididamente, era terrible encontrarse al alcance de ojo tan penetrante!

Pero antes de llegar a la zarza, una de las Tres Mujeres Grises exclamó:

–¡Hermana, hermana Espanto, ya hace mucho tiempo que tienes puesto el ojo! Ahora me toca a mí.

–Déjamelo un momento más, hermana Pesadilla—respondió Espanto—. Me parece que veo algo detrás de aquella zarza.

–Bueno, ¿y qué?—respondió Pesadilla con malos modos—. ¿No puedo yo ver tan bien como tú lo que haya detrás de la zarza? El ojo es tan mío como tuyo, y me parece que sé usarle tan bien como tú, por no decir mejor. Quiero que me lo entregues inmediatamente.

Pero al llegar aquí, la tercera hermana, cuyo nombre era Quebrantahuesos, empezó a quejarse, y dijo que a ella era a quien le tocaba tener el ojo, y que Pesadilla y Espanto siempre le querían sólo para ellas. Para terminar la disputa, Espanto se quitó el ojo de la frente y le levantó en la mano.

–Pues tomadle vosotras, y sea de quien quiera—exclamó—, y acabemos con esta disputa necia. Por mi parte, me alegraré muchísimo de estar un rato en la obscuridad. Agarrarle pronto, o me lo vuelvo a poner en la frente.

Pesadilla y Quebrantahuesos extendieron las manos, procurando ansiosamente arrebatar el ojo de la mano de Espanto. Pero como las dos estaban ciegas, no acertaban a encontrar la maño de su hermana; y como en aquel momento Espanto estaba tan ciega como ellas, tampoco acertaba a poner el ojo en sus manos. Así, como comprenderéis fácilmente, las tres viejas estaban en grandísimo apuro. Porque aunque el ojo brillaba y centelleaba como una estrella, ninguna de las tres mujeres alcanzaba una sola chispa de su luz, y estaban todas en obscuridad completa por su demasiada impaciencia por ver.

A Azogue le divertía tanto ver a Pesadilla y a Quebrantahuesos esforzándose en vano por encontrar a su hermana Espanto, que apenas podía contener la risa.

–Ha llegado el momento—dijo en voz muy baja a Perseo—. Vivo, vivo, antes de que alguna pueda pescar el ojo. ¡Quítaselo de la mano!

Y en un instante, mientras las Tres Mujeres Grises seguían disputando, Perseo saltó de detrás de la zarza y se hizo dueño de la presa. El ojo maravilloso, al pasar a su mano, centelleó más brillante que nunca, y pareció mirarle a la cara con aire de inteligencia, con la misma expresión que si hubiese tenido un par de párpados para hacer un guiño. Las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que había sucedido, y suponiendo cada una de ellas que el ojo estaba en poder de una de las otras, empezaron a disputar de nuevo. Por fin, Perseo no quiso que las pobres viejas se insultasen más de lo necesario, y creyó que había llegado el momento de las explicaciones.

–Señoras mías—dijo—, tengan ustedes la bondad de no disgustarse unas con otras. Si hay aquí algún culpable, ese soy yo, porque tengo el honor de llevar en la mano vuestro brillantísimo y excelentísimo ojo.

–¡Tú, tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú?—chillaron a un tiempo las Tres Mujeres Grises. Porque, naturalmente, se asustaron muchísimo al oir una voz extraña y comprender que su vista había caído en manos no sabían de quién—. ¡Ay, hermanas, hermanas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Todas estamos en la obscuridad! ¡Danos nuestro ojo precioso y único! ¡Tú tienes dos para ti solo!