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Cuando la tierra era niña

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–Diles—apuntó Azogue a Perseo—que se lo entregarás en cuanto te hayan dicho dónde puedes encontrar a las Ninfas que tienen las sandalias que vuelan, el saco mágico y el yelmo de la invisibilidad.

–Mis queridas, buenas y admirables señoras—dijo Perseo, dirigiéndose a las Tres Mujeres Grises—: no hay motivo para que se asusten ustedes de ese modo. No soy un malvado, ni mucho menos. Les devolveré a ustedes el ojo sano y salvo, brillante como nunca, en cuanto me digan dónde puedo encontrar a las Ninfas.

–¿A las Ninfas? ¡Pobres de nosotras, hermanas! ¿Qué dice este hombre?—gritó Espanto—. La gente asegura que hay muchísimas Ninfas: unas que se pasan la vida cazando en los bosques, otras que viven entre los árboles, otras que tienen cómoda habitación en el agua de las fuentes. De ninguna sabemos nada nosotras. Somos tres ancianas desdichadas, que vamos caminando en la obscuridad, que nunca hemos tenido más que un ojo para las tres, y ahora nos lo han robado. ¡Devuélvenosle, buen desconocido; quienquiera que seas, devuélvenosle!

Y las tres mujeres extendían la mano, intentando coger a Perseo. Pero él tenía buen cuidado de mantenerse fuera de su alcance.

–Respetables señoras mías—dijo, porque su madre le había enseñado a emplear siempre la mayor cortesía—: tengo el ojo en la mano, y lo conservaré con el mayor cuidado hasta que tengan ustedes la amabilidad de decirme dónde están las Ninfas. Las que yo voy buscando son las que tienen el saco encantado, las sandalias que vuelan y… ¿cómo se llama?… ¡ah, sí!, el yelmo de la invisibilidad.

–¡Desgraciadas de nosotras, hermanas! ¿De qué habla este joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Quebrantahuesos, dirigiéndose unas a otras con gran apariencia de asombro—. ¡Un par de sandalias que vuelan! Pero, ¿no comprende que si tuviera la locura de ponerse semejante calzado, los pies le echarían a volar por encima de la cabeza? ¡Y un yelmo de invisibilidad! ¿Cómo puede un yelmo hacer invisible a un hombre, a no ser que le cubra de pies a cabeza? ¡Y, por si era poco, un saco encantado! ¿Qué clase de bolso será ese? No, no, buen amigo; no podemos decirte nada de todas esas maravillas. Tú tienes tus dos ojos, y nosotras uno para las tres; mejor podrás tú que nosotras, pobres mujeres ciegas, encontrar todo lo que necesitas.

Perseo, oyéndolas hablar de aquel modo, empezó a creer que, en realidad, las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que les preguntara, y le daba pena tenerlas en apuro tan grande; tanto, que ya estaba a punto de devolverles el ojo, pidiéndoles perdón por la molestia que les había causado; pero Azogue le sujetó la mano.

–No consientas que se burlen de ti—dijo—. Estas Tres Mujeres Grises son las únicas en el mundo que pueden decirte dónde encontrarás a las Ninfas, y si no consigues saberlo, nunca conseguirás cortar la cabeza de Medusa con los cabellos de serpientes. No te ablandes, y todo saldrá bien.

Y sucedió como Azogue decía. Hay pocas cosas que la gente quiera más que la vista de sus ojos. Y las Mujeres Grises querían al suyo como si hubiese sido media docena. Viendo que no había otro medio de recobrarlo, acabaron por decir a Perseo lo que necesitaba saber. Y en cuanto se lo hubieron dicho, él, con el mayor respeto, puso el ojo en la órbita vacía de una de sus frentes, les dió las gracias por su amabilidad y se despidió de ellas. Antes de que el joven se hubiese alejado lo bastante para dejar de oirlas, ya habían empezado otra disputa, porque dió la casualidad de que había entregado el ojo a Espanto, que ya había disfrutado de él antes de que empezase la cuestión con Perseo.

Es muy posible que las Tres Mujeres Grises tuvieran demasiada costumbre de turbar su armonía con peleas de esta clase; lo cual era muy de sentir, ya que no podían vivir unas sin otras y estaban, evidentemente, destinadas a ser compañeras inseparables. Como regla general aconsejo a todos, hermanos o hermanas, jóvenes o viejos, que no tengan más que un ojo para disfrutarle entre varios, que cultiven la tolerancia y no se empeñen en gozarle todos a un mismo tiempo.

Azogue y Perseo, entretanto, caminaban lo más de prisa que podían en busca de las Ninfas. Las viejas les habían dado indicaciones tan detalladas, que no tardaron mucho en encontrarlas. Eran muy distintas de Pesadilla, Quebrantahuesos y Espanto, porque en vez de ser viejas, eran jóvenes y bonitas; en vez de un ojo para tres, cada Ninfa tenía un par de ojos muy brillantes, que miraban a Perseo con la mayor amabilidad. Parecían ser muy amigas de Azogue, y cuando les contó la aventura que Perseo había emprendido, no pusieron dificultad alguna para entregarle los valiosos objetos que estaban confiados a su custodia. En primer lugar, trajeron lo que parecía ser una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y le encargaron mucho que cuidase de ella, para no perderla. Éste era el saco encantado. Las Ninfas sacaron después un par de zapatos o sandalias con un lindo par de alas sujetas al talón de cada una.

–Póntelas, Perseo—dijo Azogue—. Con ellas te encontrarás tan ligero de pies como puedas desear para todo el resto del viaje.

Perseo empezó a ponerse una y dejó la otra en el suelo, a su lado. De repente la sandalia que había dejado abrió las alas y saltó del suelo, y probablemente hubiese echado a volar, si Azogue no hubiese dado un salto y la hubiese atrapado al vuelo.

–Ten más cuidado—dijo a Perseo—. Los pájaros se asustarían si viesen una sandalia volando a su lado.

Cuando Perseo se hubo calzado las dos sandalias maravillosas, se sintió demasiado ligero para andar por la tierra. Dió un paso o dos, y—¡oh, maravilla!—se levantó en el aire muy por encima de las cabezas de Azogue y de las Ninfas, y le costó mucho trabajo volver a bajar. Las sandalias con alas y todas las cosas de esta clase resultan muy difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra a ellas. Azogue se echó a reir de la involuntaria ligereza de su compañero, y le dijo que era menester no apresurarse tanto, porque aún tenían que aguardar a que les trajesen el yelmo de la invisibilidad.

Las amables Ninfas sostenían el yelmo con su hermoso penacho de ondulantes plumas, dispuestas a ponérselo en la cabeza a Perseo. Y entonces sucedió el incidente más maravilloso de todos los que os vengo contando. El momento antes de que le pusieran el yelmo, allí estaba Perseo, joven, buen mozo, con ensortijada cabellera rubia y mejillas sonrosadas, con la retorcida espada en el cinto y el bien pulido escudo al brazo: figura que parecía hecha de valor, fuego y gloriosa luz. Pero en cuanto el yelmo se apoyó en su frente blanca, ¡nada se vió ya de Perseo! ¡Nada, sino el aire vacío! ¡Hasta el yelmo que le cubría con su invisibilidad se había desvanecido!

–¿Dónde estás, Perseo?—preguntó Azogue.

–Aquí—respondió Perseo tranquilamente, aunque su voz parecía salir de la transparente atmósfera—. Donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?

–No te veo, no—respondió su amigo—. Estás oculto por el yelmo. Y si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Sígueme, y probaremos qué tal maña te das para usar las sandalias con alas.

Con estas palabras, el gorro de Azogue abrió las alas, como si la cabeza fuese a volar separándose de los hombros; pero todo su cuerpo se levantó en el aire, y Perseo le siguió. Cuando hubieron subido unos cuantos metros, el joven empezó a sentir cuán delicioso era dejar abajo la tierra dura y poder volar como un pájaro.

Era ya completamente de noche. Perseo miró hacia arriba y vió la redonda, brillante y plateada luna, y pensó que le gustaría más que nada levantar el vuelo, llegar a ella y pasarse allí la vida. Entonces volvió a mirar hacia abajo y vió la Tierra con sus mares y sus lagos y el curso de plata de sus ríos, y los nevados picos de sus montañas, y lo ancho de sus campos, y la mancha obscura de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco.

Y con la luz de la luna cayendo sobre ella, era la Tierra tan hermosa como pudiera serlo la luna misma o cualquier otra estrella. Y sobre todo, vió la isla de Serifo, donde estaba su querida madre. Algunas veces, él y Azogue se acercaban a una nube que, de lejos, parecía estar hecha de vellones de plata, aunque cuando entraban en ella se encontraban mojados y llenos de frío por la niebla gris. Tan rápido era su vuelo, sin embargo, que en un instante salían de la nube otra vez a la luz de la luna. Una vez pasó casi rozando a Perseo un águila que volaba muy alto. Lo más hermoso de todo lo que vieron fueron los meteoros, que centelleaban repentinamente, como si en los aires se estuviesen quemando fuegos artificiales, y hacían palidecer la luz de la luna muchas millas en derredor.

Mientras los dos compañeros volaban uno junto a otro, Perseo creyó oir a su lado un ligero rumor, como si fuera el roce de un vestido: era al lado opuesto a aquel en que veía a Azogue. Miró con atención, pero no vió nada.

–¿De quién es este vestido—preguntó—que parece moverse a mi lado con la brisa?

–¡Oh! ¡Es el de mi hermana!…—respondió Azogue—. Viene con nosotros, como ya te lo había anunciado. Nada podríamos hacer si mi hermana no nos ayudase. No tienes idea de lo sabia que es. ¡Y tiene unos ojos…! En este momento te ve como si no fueras invisible, y apuesto cualquier cosa a que ella es la primera que divisa a las Gorgonas.

En su rápido viaje por los aires, habían ya



llegado a la vista del gran Océano, y pronto volaron sobre él. A lo lejos, las olas se amontonaban tumultuosamente en medio del mar o se rompían formando una ancha franja de espuma sobre los peñascos de la orilla, con un ruido que en el bajo mundo parecía el del trueno, pero que en lo alto llegaba a los oídos de Perseo como un suave murmullo, como la voz de un niño medio dormido. Precisamente en aquel momento una voz habló a su lado. Parecía ser de mujer, y era melodiosa, aunque no precisamente dulce, sino grave y serena.

 

–Perseo—dijo la voz—, ahí están las Gorgonas.

–¿Dónde?—exclamó Perseo—. ¡No las veo!

–En la costa de esa isla, debajo de ti—replicó la voz—. Si dejases caer una piedra, caería entre ellas.

–Ya te dije yo que ella era la primera que había de verlas—dijo Azogue a Perseo—. Y ahí están.

Abajo, en línea recta a unos mil metros de distancia, Perseo alcanzó a ver un islote y el mar rompiendo en espuma en torno de su costa rocosa, excepto por un lado, donde había una playa de arena blanca como nieve. Descendió hacia ella, y mirando con atención hacia algo que brillaba, a los pies de un precipicio de roca negra vió a las terribles Gorgonas. Estaban echadas en el suelo, profundamente dormidas, arrulladas por el atronador ruido del mar; porque hacía falta un estruendo que hubiese dejado sordo a cualquier mortal para conseguir que se durmiesen aquellas criaturas terribles. La luz de la luna centelleaba sobre sus escamas de acero y sobre sus alas de oro, que caían perezosamente sobre la arena.

Las garras de bronce, horribles, se agarraban a los fragmentos de la roca, mientras las dormidas Gorgonas soñaban que estaban despedazando a algún pobre mortal. Las serpientes que les servían de cabellos, también parecían estar dormidas, aunque de cuando en cuando una se retorcía o alzaba la cabeza y sacaba la ahorquillada lengua, emitiendo un adormilado silbido, y dejándose luego caer entre sus hermanas serpientes.

Las Gorgonas se parecían más a alguna tremenda gigantesca especie de insecto—inmensas abejas con alas de oro o moscas-dragones o cosa por este estilo—, que a ningún otro ser vivo; sólo que eran como un millón de veces más grandes que insecto ninguno. Y a pesar de todo, había en ellas algo humano también. Afortunadamente para Perseo, tenían la cara escondida por la postura en que se encontraban; porque si las hubiese mirado un solo instante, hubiera caído pesadamente del aire, convertido en imagen de piedra.

–Ahora—susurró Azogue, que seguía al lado de Perseo—, ahora es el tiempo que has de aprovechar para tu hazaña. ¡Apresúrate, porque si una de las Gorgonas despierta, será demasiado tarde!

–¿A cuál es a la que debo herir?—preguntó Perseo sacando la espada y bajando un poco más—. Las tres parecen iguales. Las tres tienen cabellera de serpientes. ¿Cuál de las tres es Medusa?

Hay que saber que Medusa era la única de aquellos tres monstruos a quien Perseo pudiese cortar la cabeza, porque a las otras dos era imposible hacerles el menor daño, aunque hubiese tenido la espada mejor templada del mundo y la hubiese estado afilando una hora seguida.

–Sé prudente—le dijo la misma voz tranquila que antes le había hablado—. Una de las Gorgonas empieza a moverse en su sueño, y precisamente se va a volver. ¡Esa es Medusa! ¡No la mires! ¡Su vista te convertiría en piedra! Mira el reflejo de su rostro y de su cuerpo en el brillante espejo de tu escudo.

Perseo comprendió entonces por qué motivo le había aconsejado Azogue que puliese su escudo con tanto afán. En aquella superficie podía mirar con tranquilidad el reflejo del rostro de la Gorgona. Y allí estaba aquel rostro terrible, reflejado en la brillantez del escudo, con la luz de la luna cayendo de plano sobre él y descubriendo todo su horror. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa no les permitía dormir por completo, se le enroscaban sobre la frente. Era el rostro más fiero y más horrible que nunca se haya visto ni imaginado, y sin embargo, había en él una extraña, terrible y salvaje belleza. Los ojos estaban cerrados, porque la Gorgona dormía aún profundamente; pero sus facciones estaban conturbadas por una expresión inquieta, como si el monstruo sufriese algún mal sueño. Rechinaba los dientes y arañaba la arena con sus garras de bronce.

Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él cada vez más. Se trenzaban unas con otras en nudos tumultuosos, se retorcían furiosamente y levantaban cien sibilantes cabezas sin abrir los ojos.

–¡Ahora, ahora!—murmuró Azogue, que se iba impacientando—. ¡Hiere al monstruo!

–Pero con calma—dijo la voz, grave y melodiosa, al lado del joven—. Mira a tu escudo mientras vas volando hacia abajo, y ten cuidado de no errar el primer golpe.

Perseo bajó, volando cuidadosamente siempre, con los ojos fijos en el rostro de Medusa, reflejado en su escudo. Cuanto más se acercaba, más terrible se iba poniendo el rostro, rodeado de serpientes, y el cuerpo metálico del monstruo. Por fin, cuando estuvo sobre ella a distancia en que podía alcanzarla con el brazo, Perseo levantó la espada. En el mismo instante todas las serpientes que formaban la cabellera de la Gorgona se alzaron amenazadoras, y Medusa abrió los ojos. Pero despertó demasiado tarde. La espada era cortante. El golpe cayó como un rayo, y la cabeza de la horrible Medusa rodó separada del cuerpo.

–¡Admirablemente hecho!—dijo Azogue—. Apresúrate y mete la cabeza en el saco mágico.

Con gran asombro de Perseo la bolsita bordada que se había colgado al cuello aumentó de tamaño lo bastante para contener la cabeza de Medusa. Pronto, como el pensamiento, la levantó, cuando aún las serpientes se retorcían en torno de ella, y la metió en el saco.

–Tu misión está cumplida—dijo la voz serena—. Ahora vuela, porque las otras Gorgonas han de hacer cuanto puedan para vengar la muerte de Medusa.

Era verdaderamente necesario alzar el vuelo, porque Perseo no había realizado su hazaña tan silenciosamente que el ruido de la espada, el silbar de las serpientes y el golpe de la cabeza de Medusa, al caer sobre la arena, batida por el mar, no hubiesen despertado a los otros monstruos. Se incorporaron un instante, frotándose los ojos adormilados con los dedos de bronce, mientras que todas las serpientes de sus cabezas se revolvían con sorpresa y venenosa malicia, no sabiendo contra quién. Pero cuando las Gorgonas vieron el escamoso cuerpo de Medusa sin cabeza, con las alas de oro erizadas y caídas y sobre la arena, fué realmente terrible oir sus alaridos. ¡Y las serpientes! Lanzaron mil silbidos, todas a un tiempo, y las serpientes de Medusa contestaron desde el saco mágico.

Apenas estuvieron las Gorgonas completamente despiertas, se levantaron en el aire, blandiendo sus garras de bronce, rechinando sus dientes horribles y moviendo las alas tan furiosamente, que algunas de las plumas de oro se arrancaron y cayeron a la playa. Y puede que aún estén allí desparramadas. Levantáronse, como digo, las Gorgonas, mirando horriblemente de un lado para otro con la esperanza de convertir a alguien en piedra. Si Perseo las hubiese mirado o hubiese caído en sus garras, su pobre madre nunca hubiera vuelto a besarle. Pero tuvo buen cuidado de volver la vista a otro lado, y como llevaba el yelmo de la invisibilidad, las Gorgonas no supieron en qué dirección seguirle, ni tampoco dejó él de hacer el mejor uso posible de las sandalias con alas, subiendo en línea perpendicular un kilómetro próximamente. A aquella altura, cuando los gritos de las abominables criaturas ya llegaban hasta él muy débiles, se dirigió en línea recta hacia la isla de Serifo, para entregar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.

No tengo tiempo de contaros varias cosas maravillosas que sucedieron a Perseo al volver a su casa, tales como matar a un horrible monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo convirtió a un enorme gigante en montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la Gorgona. Si dudáis de esta última historia, podéis hacer un viaje a África, cualquier día de éstos, y veréis la montaña, que todavía lleva el antiguo nombre del gigante.

Por último, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su madre querida. Pero durante su ausencia el malvado rey había tratado tan mal a Danae, que se había visto obligada a huir y a refugiarse en un templo donde unos cuantos sacerdotes ancianos y buenos la habían recogido. Estos sacerdotes, dignos de alabanza, y el pescador de buen corazón, que fué el primero en dar hospitalidad a Danae y a Perseo, niño, cuando los encontró flotando en el arca, parecen haber sido las únicas personas de la isla que se preocupasen de hacer el bien. Todo el resto del pueblo, lo mismo que el rey Polidectes, eran notablemente malos y no merecían mejor destino que el que vais a saber que cayó sobre ellos.

No habiendo encontrado a su madre en casa, Perseo se fué derecho a palacio, e inmediatamente lo llevaron a presencia del rey. Polidectes no se alegró gran cosa de volver a verle, porque casi tenía por cierto, con regocijo de su mal corazón, que las Gorgonas habrían hecho pedazos al pobre muchacho y se lo habrían comido inmediatamente. Pero al verle volver sano y salvo, puso la mejor cara que pudo y le preguntó qué había hecho.

–¿Has cumplido tu promesa?—preguntó—. ¿Me traes la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? Si no, hijo mío, te va a costar caro, porque necesito un regalo de boda para la princesa Hipodamia, y sé que no hay nada en el mundo que pueda ser tan de su gusto.

–Sí, Majestad—respondió Perseo tranquilamente y como si no hubiera por qué asombrarse de que un joven como él hubiese llevado a cabo tal hazaña—. Os traigo la cabeza de la Gorgona con todos sus cabellos de serpientes.

–¡De veras! Pues haz el favor de enseñármela—dijo el rey Polidectes—. Debe de ser



espectáculo curioso, si todos los viajeros que me han hablado de ella han dicho la verdad.

–Vuestra Majestad está en lo cierto—repuso Perseo—. Realmente es un objeto capaz de fijar las miradas de todo el que lo vea. Y si Vuestra Majestad quiere, me permitiré aconsejar que se declare el día de hoy fiesta nacional y que se llame a todos los súbditos de Vuestra Majestad para que vengan a contemplar esta curiosidad maravillosa. ¡Me parece que pocos serán los que hayan visto una cabeza de Gorgona, y acaso nunca puedan volver a verla!

Bien sabía el rey que todos sus súbditos eran haraganes rematados, aficionadísimos a espectáculos como suelen serlo todas las gentes perezosas; así es que siguió el consejo del joven y envió en todas direcciones heraldos y mensajeros para que tocasen la trompeta en todas las esquinas y en las plazas y mercados, y dondequiera se encontrasen dos caminos, y llamasen a todo el mundo a la Corte. Vino, pues, gran multitud de gentes inútiles y vagabundas, que todas, por puro amor al mal, se hubiesen alegrado muchísimo de que a Perseo le hubiese sucedido algún daño en la lucha con la Gorgona. Si algunas buenas personas había en la isla (yo quiero creer que las hubo, aunque la historia no dice nada de ellas), de seguro se quedaron tranquilamente en casa atendiendo a sus quehaceres y cuidando a sus hijos. Muchos de los habitantes, sea comoquiera, corrieron a palacio a toda prisa, y gritaron, y se empujaron, y se dieron codazos por afán de estar cerca de un balcón donde se veia a Perseo con el saco mágico y bordado en la mano.

En una tribuna colocada enfrente del balcón estaba sentado el rey Polidectes, con sus malvados consejeros y sus cortesanos aduladores, formando semicírculo en derredor suyo. Monarca, consejeros, cortesanos y pueblo, todos miraban ansiosamente a Perseo.

–¡Enseña la cabeza de la Gorgona!… ¡Enséñala!—gritaba el pueblo. Y había en sus gritos tal fiereza, que parecían querer hacer pedazos a Perseo, si lo que había de enseñarles no les satisfacía—. ¡Enséñanos la cabeza de Medusa con la cabellera de serpientes!

Un sentimiento de pena y de lástima sobrecogió a Perseo.

–¡Oh, rey Polidectes—exclamó—, y vosotros pueblo: no quisiera mostraros la cabeza de la Gorgona!

–¡Ah, canalla, cobarde!—gritó el pueblo, más furioso que nunca—. Se está burlando de nosotros. No tiene la cabeza de la Gorgona. Enséñanosla, si la has traído, y si no te cortaremos la tuya para hacer con ella una pelota de foot-ball.

Los malos consejeros hablaron al rey al oído; los cortesanos murmuraron, todos a una, que Perseo estaba faltando al respeto a su rey y señor, y el gran rey Polidectes levantó la mano y le ordenó, con la voz austera y grave de la autoridad, que enseñase la cabeza al pueblo, si no quería perder la suya.

–Muéstranos la cabeza de Medusa, o mando cortar la tuya.

Perseo suspiró.

–¡Ahora mismo!—repitió Polidectes—, o mueres.

–¡Miradla entonces!—exclamó Perseo con voz que resonó como un clarín.

Y alzó de repente la terrible cabeza. Ni un solo párpado tuvo tiempo de entornarse, y el rey Polidectes y sus malvados consejeros y sus feroces súbditos quedaron al punto convertidos en imágenes de un monarca y su pueblo. Todos quedaron fijos para siempre en su actitud de aquel instante. ¡La vista de la cabeza de Medusa les había transformado en blanco mármol! Y Perseo volvió a meter la cabeza en el saco, y fué a decir a su madre querida que ya no había por qué tener miedo al malvado rey Polidectes.

 

–¿Qué, no ha sido un cuento bonito?—preguntó Eustaquio.

–¡Ay, sí, sí!—exclamó Capuchina, palmoteando—. ¡Y esas viejas tan raras, que no tenían más que un ojo para las tres! ¡Nunca he oído cosa más extraña!

–En lo del diente—observó Primavera—no hay prodigio alguno. Supongo que sería un diente postizo. Pero, ¿qué es eso de haber convertido a Mercurio en Azogue, y de hablar de su hermana? ¡Es una ridiculez!

–¡Ah!, ¿no era hermana suya?—preguntó Eustaquio—. Si se me hubiese ocurrido antes, la hubiese descrito como una solterona que tenía un buho favorito.

–Bueno—dijo Primavera—; después de todo, con el cuento se ha desvanecido la niebla.

Y, en verdad, mientras el cuento se iba contando, los vapores habían desaparecido del paisaje casi por completo. Ahora se descubría un panorama, que los espectadores casi podían figurarse que había sido creado desde la última vez que habían levantado los ojos en la dirección donde ahora se extendía. A una media milla de distancia, en el regazo del valle, aparecía ahora un hermoso lago, que reflejaba una perfecta imagen de sus propias orillas, cubiertas de bosques, y de las cimas de las colinas más lejanas. Brillaba en cristalina quietud, sin huella de la más ligera brisa en parte alguna de su superficie. Al otro lado de su más lejana orilla estaba el alto monte, que parecía estar tumbado en el valle. Eustaquio le comparó a una inmensa esfinge sin cabeza, envuelta en un chal alfombrado; y verdaderamente era tan rico y tan diverso el follaje otoñal de sus bosques, que la imagen del chal no era en modo alguno demasiado exagerada de color respecto de la realidad. En el terreno bajo, entre la casa de campo y el lago, los grupos de árboles y los linderos del bosque estaban llenos de hojas amarillas o castaño obscuras, porque habían sufrido más con las heladas que el follaje de las vertientes de las colinas.

Sobre todo el paisaje brillaba alegre el sol, mezclado con ligerísima neblina, que hacía la luz imponderablemente suave y tierna. ¡Oh, qué día de veranillo de San Martín tan hermoso! Los niños cogieron apresuradamente sus cestillos, y se pusieron en marcha, saltando, corriendo, dando volteretas, mientras el primo Eustaquio demostraba lo muy digno que era de presidir la reunión, corriendo mucho mejor que ellos y dando algunos saltos tan perfectos, que ninguno de ellos podía ni imitarlos. Acompañábales también un perro, cuyo nombre era Ben. Era uno de los cuadrúpedos más respetables y de mejor corazón del mundo, y probablemente estaba convencido de que estaba en el deber de no dejar alejarse a los niños sin mejor guardián que aquel cabeza loca de Eustaquio Bright.