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Cuando la tierra era niña

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Durante todo este tiempo, sin embargo, sus dedos, medio inconscientemente, estaban ocupados con el nudo, y mirando a la cabeza ceñida con guirnalda de flores que estaba en la tapa de la caja encantada, le pareció que le hacía una mueca.

–Esta cara parece que me mira con malicia—pensó Pandora—. Puede que se ría porque estoy haciendo una cosa mal hecha. ¡Me dan unas ganas de echar a correr!…

Pero precisamente entonces, por casualidad, dió al nudo una vuelta, que produjo un resultado maravilloso. La cuerda de oro se desató sola, como por magia, y dejó la caja sin cierre de ninguna clase.

–¡Qué cosa más extraña!—dijo Pandora—. ¿Qué va a decir Epimeteo? ¿Y cómo me las voy a arreglar para hacer otra vez el nudo?

Intentó una o dos veces volver a anudarlo, pero pronto comprendió que no tenía habilidad para tanto. Se había desatado tan repentinamente, que no podía recordar cómo estaba hecho; y cuando intentaba recordar su forma y aspecto primitivos, parecía escapársele por completo de la memoria. No podía hacer otra cosa que dejar la caja como estaba, hasta que Epimeteo volviese.

–Pero—dijo Pandora—cuando se encuentre el nudo desatado, querrá saber quién lo desató. ¿Cómo le voy a hacer creer que no he mirado lo que hay dentro de la caja?

Entonces, en su corazoncillo perverso nació la idea de que, puesto que de todos modos habían de sospechar que había mirado dentro de la caja, más valía mirar de verdad. ¡Oh, loca y curiosa Pandora! Podías haber pensado en hacer lo que era debido y en dejar como estaba lo que ya habías hecho, y no en lo que tu compañero Epimeteo fuera a decir o a pensar. Y así hubiera sucedido, tal vez, si la cara encantada de la tapa de la caja no la hubiese mirado de modo tan incitante y tan persuasivo, y si no le hubiera parecido oir más claro que nunca el murmullo de vocecitas dentro. No podía saber si era imaginación o no, pero en sus oídos había como un pequeño tumulto de murmullos… Acaso era su curiosidad misma la que murmuraba:

–¡Déjanos salir, querida Pandora…; por favor, déjanos salir! ¡Si vieras qué buenos compañeros vamos a ser para ti! ¡Déjanos salir y verás!

–¿Qué será?—pensó Pandora—. ¿Habrá algo vivo en la caja? ¡Sea lo que quiera, estoy decidida a verlo! ¡Sólo una miradita, y luego vuelvo a cerrar la caja como antes! ¿Qué mal puede haber en que mire un poquito?

Pero ya es hora de que sepamos qué estaba haciendo Epimeteo.

Aquélla era la primera vez, desde que había llegado su compañera, que había intentado divertirse sin que ella le acompañase. Pero nada le salía a su gusto, ni era tan feliz como los demás días.

No podía encontrar frutas maduras y dulces, y si las encontraba le empalagaban. No había regocijo en su corazón, ni su voz surgía alegre como otras veces, al unirse a las de sus compañeros en sus bulliciosos juegos. En una palabra: se puso tan molesto y tan disgustado, que los otros niños no podían comprender lo que le pasaba. Tampoco él lo comprendía del todo. Porque debéis recordar que en el tiempo de que vamos hablando, todo el mundo tenía la costumbre de ser constantemente feliz. El mundo aún no había aprendido a ser de otra manera. Ni un solo cuerpo había estado enfermo, ni una sola alma había estado triste, desde que aquellos niños fueron enviados a la hermosa Tierra para divertirse y gozar de ella.

Por fin, descubriendo que algo le sucedía, fuese lo que fuese, dejó de jugar, y le pareció lo mejor ir a buscar a Pandora, que siquiera estaba de humor parecido al suyo. Pero con esperanza de darle una alegría, cogió unas cuantas flores, hizo con ellas una guirnalda y pensó ponérsela en la cabeza. Las flores eran muy bonitas—rosas y azucenas y flores de azahar, y otras muchas que iban dejando a su paso un rastro de fragancia—. Y la guirnalda estaba todo lo bien hecha que cabe por manos de un niño. Los dedos de las niñas, al menos a mí me lo ha parecido siempre, tienen más habilidad para hacer guirnaldas de flores; pero los niños de aquellos tiempos eran más hábiles que los de los nuestros.

Y aquí llega el momento de decir que una gran nube negra hacía ya algún tiempo que andaba por el cielo, aunque todavía no había ocultado la luz del sol. Pero cuando Epimeteo entró en su casita, la nube interceptó la luz, y produjo una repentina y triste obscuridad.

Entró Epimeteo despacito, porque quería, a ser posible, llegar sin que le sintiese Pandora, y ponerle en la cabeza la guirnalda de flores, antes de que ella se hubiese dado cuenta de su presencia. Pero no había necesidad de entrar tan despacio. Aunque hubiese dado pasos pesados y ruidosos, tan ruidosos como los de un hombre, casi iba a decir como los de un elefante, es probable que Pandora no le hubiese oído llegar.

Estaba demasiado absorta en sus malos propósitos. En el momento en que Epimeteo entró en la casita, la chiquilla había puesto la mano en la tapa, y estaba a punto de abrir la caja. Epimeteo la miró. Si hubiese dado un grito, Pandora probablemente hubiese retirado la mano, y el misterio tremendo de la caja no se hubiese sabido nunca.

Pero Epimeteo, aunque nunca hablaba de ello, tenía también su poquito de curiosidad por saber lo que había dentro. Comprendiendo que Pandora estaba resuelta a descubrir el secreto, decidió que su compañera no había de ser la única en enterarse de él. Y si dentro de la caja había algo bonito o que valiese la pena, también él quería tener su parte. Así es que, después de tantos prudentes consejos a Pandora para que demorase su curiosidad, Epimeteo se volvió casi tan insensato como ella, y casi tan culpable como su compañera. De modo que si echamos la culpa a Pandora de lo que sucedió, no debemos dejar de echársela también a Epimeteo.

Cuando Pandora levantó la tapa, la casita se quedó muy obscura y muy triste, porque la nube negra había ocultado por completo el sol y parecía haberlo enterrado vivo. Desde hacía un rato venían oyéndose truenos lejanos, que de repente se hicieron terribles. Pero Pandora, sin oirlos, levantó la tapa y miró al interior de la caja. Parecióle que un enjambre de criaturitas aladas salía de ella volando, y en el mismo instante oyó la voz de Epimeteo en tono lamentable, como si le doliese algo.

–¡Ay, me han mordido!—exclamó—, ¡me han mordido! Pandora, Pandora, ¿por qué has abierto esa caja maldita?

Pandora dejó caer la tapa, y volviéndose rápidamente, miró a ver qué había sucedido a Epimeteo. La tormenta había obscurecido de tal modo la habitación, que no podía ver bien dónde estaba. Pero oyó un zumbido desagradable, como si muchas moscas muy grandes o muchos mosquitos gigantescos estuviesen volando en derredor suyo. Y cuando se le acostumbraron los ojos a la escasa luz, vió multitud de feísimas y diminutas formas con alas de murciélago, que parecían encolerizadísimas y armadas de terribles aguijones en la cola. Una de ellas era la que había picado a Epimeteo. No pasó mucho tiempo sin que Pandora empezase a llorar con no menos dolor y susto que su compañero, y haciendo muchísimo más ruido que él. Uno de aquellos odiosos monstruos diminutos se le había posado en la frente, y no sé hasta cuándo la hubiese estado picando, si Epimeteo no hubiese corrido a espantarle.

Y ahora, si queréis saber quiénes podían ser aquellos feísimos animalejos que se habían escapado de la caja, os diré que eran la familia entera de los males del mundo. Eran todas las malas pasiones. Eran las muchísimas especies de cuidados. Eran más de ciento cincuenta penas distintas; eran las enfermedades, en gran número, de miserables y dolorosas formas; eran muchas más clases de calamidades de las que yo puedo deciros.

En resumen: todo cuanto desde entonces ha afligido los cuerpos y las almas de la Humanidad, estaba encerrado en la misteriosa caja, y se les había entregado a Epimeteo y a Pandora para que lo custodiasen cuidadosamente, para que los felices niños del mundo no sintiesen nunca la menor molestia. Si hubieran cumplido fielmente su encargo, todo hubiese ido bien. Ninguna persona mayor hubiese estado triste nunca; ninguna niña hubiese tenido nunca motivo para derramar una sola lágrima, desde aquella hora hasta este momento.

Pero—y por esto podéis comprender cómo una mala acción de un solo mortal es una calamidad para el mundo entero—, por haber Pandora levantado la tapa de la caja, y por no habérselo impedido Epimeteo, aquellos males se han instalado entre nosotros, y me parece que no tienen prisa de volver a marcharse. Porque era imposible, como comprenderéis, que los dos niños tuvieran encerrado el enjambre feísimo dentro de su casita. Por el contrario, lo primero que hicieron fué abrir de par en par las ventanas, a ver si podían librarse de ellos, y allá salieron volando los males, y de tal modo atormentaron y afligieron a toda la gente menuda que fueron encontrando al paso, que en mucho tiempo ninguno de los niños volvió a sonreir. Y, lo que es más extraño, todas aquellas flores llenas de rocío de la tierra, ninguna de las cuales se había marchitado hasta entonces, ahora empezaron a marchitarse y a deshojarse, y ninguna dura más de un día o dos. Los niños también, que parecían inmortales en su infancia, empezaron desde entonces a crecer día por día, y pronto se hicieron jóvenes, y luego hombres y mujeres, y ancianos, antes de poder darse cuenta del triste cambio.

Entretanto la malvada Pandora y el no menos malvado Epimeteo se quedaron en su casita. Los dos habían sido picados dolorosamente y tenían bastante dolor, que les parecía más intolerable porque era el primero que habían sentido desde que empezó el mundo. Como no tenían costumbre alguna de sufrir, no podían comprender lo que el sufrimiento significaba. Además, estaban de muy mal humor uno contra otro, y cada uno contra sí mismo. Epimeteo se sentó en un rincón de espaldas a Pandora, y Pandora se tiró al suelo y apoyó la cabeza en la caja fatal y abominable. Lloraba y sollozaba como si fuera a rompérsele el corazón.

 

De repente oyó un ruidito suave dentro de la caja.

–¿Qué dirá?—preguntó Pandora, levantando la cabeza.

Pero Epimeteo no había oído el ruido, o estaba de demasiado mal humor para darse por enterado: el caso es que no respondió.

–¡Qué poco amable eres!—dijo Pandora volviendo a sollozar—; ya no quieres hablarme.

¡Otra vez el ruido! Sonaba como si los nudillos de una manecita de hada golpeasen ligeramente, y por juego, el interior de la caja.


—¿Quién eres?—preguntó Pandora con un poco de su antigua curiosidad—. ¿Quién eres tú, que aún estás dentro de esta maldita caja?

Una vocecilla dulce respondió desde dentro:

–Levanta la tapa, y lo verás.

–No, no—respondió Pandora echándose a llorar de nuevo—. No quiero volver a levantar la tapa. Dentro de la caja estás, maligna criatura, y dentro te quedarás. Bastantes de tus feísimos hermanos y hermanas andan ya volando por el mundo. No pienses que voy a ser tan loca que a ti también te deje salir.

Miró hacia Epimeteo al decir esto, acaso esperando que la alabase por su prudencia. Pero el niño, enojado, dijo que a buena hora se acordaba de tener prudencia.

–¡Ah!—dijo la dulce voz—, más os valdría dejarme salir. No soy de esas malignas criaturas que tienen aguijones en la cola. No eran hermanos ni hermanas míos los que han salido, como veréis si queréis mirarme. Ven, ven, Pandora mía. Estoy segura de que me vas a dejar salir.

Había una especie de amable hechicería en el tono de la voz, que hacía imposible negar nada de lo que pidiera. El corazón de Pandora se había ido aliviando insensiblemente a cada palabra que salía de la caja. También Epimeteo, aunque sin salir de su rincón, se había vuelto un poco, y parecía estar de mejor humor que antes.

–Mi querido Epimeteo—exclamó Pandora—, ¿has oído esa vocecita?

–Sí la he oído, sí—respondió Epimeteo con no muy buenos modos—. ¿Qué tenemos con eso?

–¿Quieres que vuelva a levantar la tapa?—preguntó Pandora.

–Haz lo que te parezca—dijo Epimeteo—. Ya has hecho tanto daño, que puede que no importe que hagas un poco más. Un mal, añadido al enjambre que has echado a volar por el mundo, no significa nada.

–Podías hablarme con mejores modos—murmuró Pandora, limpiándose los ojos.

–¡Ah, niño, niño!—exclamó la voz dentro de la caja en tono medio serio, medio de burla—. De sobra sabes tú que estás deseando verme. Ven, Pandora, ven; levanta la tapa. Tengo prisa por consolaros. Déjame que respire un poco el aire libre, y ya veréis cómo las cosas no son tan tristes como os parecen.

–Epimeteo—exclamó Pandora—, pase lo que pase, estoy decidida a abrir la caja.

–Y como me parece que la tapa pesa mucho—exclamó Epimeteo corriendo por la habitación—, te ayudaré.

Así, de común acuerdo, los dos niños levantaron de nuevo la tapa. Salió volando una radiante y sonriente mujercita, que revoloteó por toda la habitación, arrojando luz por dondequiera que pasaba. ¿No habéis hecho bailar nunca un rayo de sol con un pedazo de espejo? Pues eso parecía el alado regocijo de aquella mujercita como un hada, en la obscuridad triste de la habitación. Voló hacia Epimeteo y puso ligeramente el dedo en el sitio en que el mal le había picado, e inmediatamente cesó el dolor. Luego besó a Pandora en la frente, y también curó el daño.

Después de realizar esta buena obra, la alegre desconocida revoloteó juguetonamente sobre las cabezas de los dos niños, y los miró tan dulcemente, que ambos empezaron a creer que no era realmente tan malo haber abierto la caja, puesto que, de otro modo, su gozosa huéspeda se hubiese quedado prisionera para siempre entre aquellos malvados duendes con sus aguijones en la cola.

–¿Quién eres, hermosa criatura?—preguntó Pandora.

–¡Hay que llamarme Esperanza!—respondió la mujercita—. Y porque soy tan alegre y sé dar tanto ánimo, aunque soy tan pequeña, me encerraron en la caja, para consolar al género humano de todo el enjambre de males que estaba destinado a caer sobre ellos. ¡No temáis! Ya veréis cómo lo pasamos muy bien, a pesar de todos.

–Tus alas tienen muchos colores, como el arco iris—exclamó Pandora—. ¡Qué bonitas son!

–Sí, son como el arco iris—dijo la Esperanza—, porque aunque soy alegre por naturaleza, estoy hecha tanto de lágrimas como de sonrisas.

–¿Y te quedarás con nosotros?—preguntó Epimeteo—. ¿Siempre y para siempre?

–Siempre que me necesitéis, me tendréis—dijo la Esperanza con su placentera sonrisa—, y me necesitaréis mientras estéis en el mundo. Prometo no abandonaros nunca. Vendrán tiempos y ocasiones, de cuando en cuando, en que me he desvanecido por completo. Pero otra vez, y otra vez, y otra y otra, cuando menos lo penséis, veréis el resplandor de mis alas en el techo de vuestra cabaña. Sí, hijos míos, y sé que luego os van a dar una cosa muy buena y muy bonita.

–¡Oh, dinos qué es!—exclamaron los niños—, ¡dinos qué es!

–No me preguntéis—repuso la Esperanza, poniéndose un dedo en los labios de rosa—. Pero no desesperéis de alcanzarlo, aunque no os llegue mientras viváis en la tierra. ¡Creed en mi promesa, porque es verdad!

–¡Te creemos!—exclamaron a un tiempo Pandora y Epimeteo.

Y así lo hicieron. Y no sólo ellos, sino todo el que ha vivido, ha creído en la Esperanza. Y para deciros la verdad, no puedo menos de alegrarme (aunque desde luego fué cosa muy mal hecha), no puedo menos de alegrarme, digo, de que nuestra loca Pandora levantase la tapa de la caja. Sin duda… sin duda… los males siguen revoloteando por el mundo, y han aumentado en multitud, en vez de disminuir, y son una serie de duendes feísimos, y llevan en la cola los aguijones más envenenados. Yo he tropezado con ellos y me han picado, y espero que me picarán mucho más, según vaya siendo más viejo. Pero, ¿y la luciente y amable figura de la Esperanza? ¿Qué haríamos en el mundo sin ella? La Esperanza espiritualiza la tierra. La hace siempre nueva; y aunque miremos el mundo en su aspecto mejor y más brillante, la Esperanza nos dice que toda esa luz no es sino la sombra de una bienaventuranza infinita que hemos de encontrar después.

–Primavera—preguntó Eustaquio, tirándole de una oreja—, ¿te gusta mi pequeña Pandora? ¿No piensas que es tu vivo retrato? Pero tú no hubieras vacilado tanto antes de abrir la caja.

–Bien castigada hubiese estado por mi maldad—replicó la chiquilla agudamente—, porque lo primero que hubiese salido de ella al levantar la tapa, hubiese sido el señor Eustaquio Bright, en forma de Calamidad.

–Primo Eustaquio—dijo Amapola—, ¿contenía la caja todo el mal que ha sucedido en el mundo?

–¡Sin faltar una miga!—respondió Eustaquio—. Esta misma nevada, que ha echado a perder mi partida de patines, estaba allí encerrada.

–¿Y qué tamaño tenía la caja?—preguntó Romero.

–Unos tres pies de largo—dijo Eustaquio—, dos de ancho y dos y medio de alto.

–¡Ah!—dijo el niño—, ¡te estás burlando de mí, primo Eustaquio! No hay males en el mundo para llenar una caja tan grande. Y lo que es la nevada, no es mal, que es diversión; de modo que no estaba en la caja, de seguro.

–¡Miren ustedes el chiquillo!—exclamó Primavera con aire de superioridad—. ¡Qué poco sabe de los males del mundo! ¡Pobrecillo! ¡Ya hablará de otro modo cuando tenga tanta experiencia de la vida como yo!

Y diciendo esto, empezó a saltar a la comba.

Entretanto el día iba llegando a su fin. Fuera, el paisaje tenía aspecto tenebroso. Había a lo lejos, en el crepúsculo que se acercaba, como un rebaño de nubes grises que pasaban corriendo; en la tierra se habían borrado todos los caminos, y la nieve que se había amontonado sobre los escalones del Pórtico demostraba que nadie había entrado ni salido durante muchas horas. Si un niño solo hubiese estado en la ventana mirando el paisaje invernal, acaso se hubiese entristecido. Pero media docena de chiquillos juntos, aunque no puedan convertir el mundo en un Paraíso, pueden desafiar al invierno y a todas sus tormentas, que no serán capaces de entristecerlos. Eustaquio Bright, además, aguijoneado por las circunstancias, inventó varios juegos nuevos, que les conservaron llenos de alegría hasta la hora de irse a la cama, y sirvieron para pasar con felicidad la tormenta del día siguiente.


LAS TRES MANZANAS DE ORO


AL AMOR DE LA LUMBRE

La nevada duró un día más; qué fué de ella después, no puedo figurármelo. Fuese donde fuera, durante la noche desapareció por completo, y cuando salió el sol a la mañana siguiente, brilló sobre las montañas cubiertas de bosque con la mayor alegría del mundo. La escarcha había cubierto de tal modo los vidrios de las ventanas, que era casi imposible lanzar una mirada al paisaje exterior. Pero, mientras esperaba el desayuno, la gente menuda de Tanglewood había hecho agujeros en la escarcha con las uñas, y había conseguido ver con gran deleite que excepto en dos o tres sitios demasiado pendientes de la montaña, o sobre los bosques cuyas ramas negras, mezcladas con la nieve, formaban una mancha gris, todo el resto del mundo que se alcanzaba a divisar estaba blanco como una sábana. ¡Qué precioso! Y para colmo de felicidad, hacía un frío capaz de helarle a uno las narices en un segundo. Si una persona tiene dentro del cuerpo vida bastante para soportarlo, no hay nada que le ponga de tan buen humor y le haga bailar y saltar la sangre más vivamente que un arroyo colina abajo, que una buena helada.

En cuanto desapareció el desayuno, toda la chiquillería, bien arropada en pieles y estambres, se desparramó sobre la nieve. ¡Vaya un día de diversión! Deslizáronse colina abajo, resbalando hasta el valle, unas cien veces, y, para divertirse más, haciendo volcar los trineos y dando volteretas y llegando al fondo cabeza abajo, la mayor parte de las veces. Y una vez, para mayor seguridad, Eustaquio Bright se subió en el mismo trineo con Margarita, Amapola y Flor de Limón, y echaron a correr cuesta abajo de prisa, de prisa, de prisa; pero a mitad de camino el trineo tropezó con un tronco escondido bajo la nieve, ¡y allí cayeron en un solo montón los cuatro pasajeros!, y al levantarse no encontraron al más pequeño, que era Flor de Limón. ¿Qué había sido del pobre muchacho? Y mientras se lo estaban preguntando y buscándole, Flor de Limón sacó la cabeza de entre un montón de nieve, con la cara colorada como si fuese una inmensa flor escarlata que hubiese brotado de repente en medio del invierno. ¡Había que oirles reir a todos!

Cuando se cansaron de resbalar colina abajo, Eustaquio ocupó a los niños en cavar para hacer una cueva en el montón de nieve más alto que encontraron. Por desdicha, cuando estuvo terminada y toda la chiquillería se metió en el hueco, se hundió el techo sobre sus cabezas, y les enterró vivos a todos. Un minuto después todos sacaban las cabecitas de entre las ruinas, y la del estudiante aparecía en medio y encima de todas, canosa y venerable con el polvo de nieve que se había enredado entre sus rizos obscuros. Y entonces, para castigar al primo Eustaquio por haberles aconsejado que cavasen caverna tan ruinosa, los niños le atacaron en grupo y le apedrearon con bolas de nieve, de tal modo que tuvo que echar a correr. Huyó, y llegó a los bosques, y desde allí a la margen del Arroyo Umbrío, donde pudo oir el rumor del arroyuelo que corría bajo grandes montones de nieve y hielo, que apenas le dejaban ver la luz del día. Había témpanos diamantinos, que rebrillaban en torno de sus pequeñas cascadas. De allí llegó corriendo a la orilla del lago, y se encontró con una llanura blanca e intacta, que iba desde sus pies al pie de la inmensa montaña. Y como ya casi se estaba poniendo el sol, Eustaquio pensó que nunca había visto espectáculo más hermoso. Se alegró de que los niños no estuviesen con él, porque su animación y su actividad desaforada hubieran disipado su estado de ánimo, elevado y grave; así es que sólo hubiese estado alegre (como, en efecto, lo había estado durante el día entero), pero no hubiese gozado la suavidad de la puesta de sol en invierno, entre las montañas.

Cuando el sol hubo descendido bastante, nuestro amigo Eustaquio volvió a casa a cenar. Después de la cena se encerró en el despacho, con el propósito, me figuro, de escribir una oda, o dos o tres sonetos, o versos de cualquier clase, en elogio de las nubes púrpura y oro que había visto en torno al sol poniente. Pero antes de que hubiese afirmado la primera rima, se abrió la puerta, y Primavera y Margarita aparecieron.

 

–¡Marchaos, chiquillas! ¡Ahora no puedo perder el tiempo con vosotros!—exclamó el estudiante, mirándolas por encima del hombro con la pluma en la mano—. ¿Qué mil diablos queréis? ¡Creí que estabais todos en la cama!

–Óyele, Margarita—dijo Primavera, hablando como si fuera una persona mayor—. Parece olvidar que yo ya tengo trece años, y puedo irme a la cama todo lo tarde que se me antoje. Primo Eustaquio, puedes abandonar tus aires solemnes y venir con nosotros al salón. Los niños han hablado tanto de tus cuentos, que mi padre desea oir uno de ellos, para saber si puede hacernos algún daño oirlos.

–¡Bah, bah, Primavera!—exclamó el estudiante, un poco molesto—. No me creo capaz de contar ninguno de mis cuentos en presencia de personas mayores. Además, tu padre es un erudito y un humanista: no es que me dé miedo su erudición, porque no dudo que estará tan enmohecida como un cuchillo viejo. Pero estoy seguro de que discutirá la admirable tontería que he puesto en estas maravillosas historias, sacada de mi propia cabeza, y que constituye su mayor encanto para chiquillos como vosotros. Ningún hombre de cincuenta años, que haya leído los mitos clásicos en su juventud, puede comprender mi mérito como reinventor y mejorador de todos ellos.

–Puede que todo eso sea verdad—dijo Primavera—, pero no tienes más remedio que venir. Mi padre no abrirá su libro, ni mamá el piano, hasta que nos hayas regalado con algunas de tus tonterías, como tú mismo las llamas muy acertadamente. De modo que sé bueno, y ven.

Por mucho que dijese, el estudiante se alegraba muchísimo de aprovechar la oportunidad de demostrar al señor Pringle qué excelente facultad poseía para modernizar los mitos de los tiempos antiguos. Hasta que cumple los veinte años, un joven debe sentir cierta timidez al enseñar su prosa y sus versos; pero a pesar de toda su timidez, tiene cierta tendencia a pensar que si sus producciones fuesen conocidas, le pondrían en la más alta cumbre de la literatura. Por lo cual, sin hacerse de rogar demasiado, Eustaquio consintió en que Primavera y Margarita le arrastrasen al salón.

Era una habitación amplia y cómoda, con una ventana semicircular en uno de los extremos, en cuyo hueco había una copia en mármol del Ángel y el Niño, de Greenough. A un lado de la chimenea había muchos estantes con libros severa y ricamente encuadernados. La luz blanca de la lámpara que colgaba del techo y el reflejo rojo del hogar, hacían la habitación brillante y alegre, y junto a la lumbre, en un gran sillón, estaba sentado el señor Pringle. Era un caballero alto y simpático, con una gran calva, y siempre estaba tan bien vestido, que Eustaquio Bright no se atrevía nunca a presentarse ante él sin detenerse un momento en la puerta para arreglarse el cuello de la camisa. Pero ahora, como Primavera le llevaba cogido de una mano y Margarita de la otra, se vio obligado a entrar con un aspecto bastante desaliñado, como si se hubiese pasado el día rodando por un montón de nieve, lo cual era verdad.

El señor Pringle se volvió hacia el estudiante con benevolencia, desde luego, pero de un modo que le hizo sentir lo despeinado y mal cepillado que estaba, y lo mal peinados y mal cepillados que estaban también sus pensamientos.

–Eustaquio—dijo el señor Pringle con una sonrisa—, me he enterado de que estás causando sensación grandísima entre el pequeño público de Tanglewood con el ejercicio de tus facultades de narrador. Primavera, como la llaman los pequeños, y los demás chiquillos, han elogiado de tal modo tus cuentos, que mi mujer y yo quisiéramos oir una muestra de ellos. Y a mí me agradará especialísimamente, porque parece que los cuentos son un intento de trasladar las fábulas de la antiguedad clásica al idioma del sentimiento y la fantasía modernos. Al menos, eso he sacado en consecuencia de unos cuantos incidentes que han llegado hasta mí de segunda mano.

–No es usted precisamente el oyente que yo hubiese elegido, señor—observó el estudiante—, para fantasías de esta naturaleza.

–Es posible que no—replicó el señor Pringle—. Sospecho, sin embargo, que el crítico más útil para un autor joven es precisamente aquel que menos hubiese querido elegir.

–Creo que la simpatía debe tener algo de parte en la opinión de un crítico—murmuró Eustaquio—. En fin, señor, si usted encuentra paciencia, yo encontraré historias que contar. Pero tenga usted la bondad de recordar que me dirijo a la imaginación y a la simpatía de los niños, no a la de usted.

E inmediatamente el estudiante aprovechó el primer tema que se le presentó. Sugiriósele un plato de manzanas que alcanzó a ver sobre la chimenea.