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Cuando la tierra era niña

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–¡Déjame, Pegaso!—le dijo—. ¡Déjame o quiéreme!

En un instante, el caballo alado salió disparado hasta perderse casi de vista, remontándose a plomo sobre la cima del Monte Helicón. El sol se había puesto hacía ya tiempo, lo alto de la montaña estaba aún en el crepúsculo, y la comarca de alrededor en noche obscura; pero Pegaso voló tan alto, que alcanzó al día que se iba y se bañó en la luz que irradiaba el sol por las alturas. Subiendo cada vez más alto, parecía una mancha brillante, y al fin se perdió en la inmensidad del cielo. Temió Belerofonte no volverle a ver más; pero cuando estaba deplorando su locura, reapareció la mancha brillante y se fué acercando más cada vez, hasta descender por bajo de la luz del sol, y ¡allí estaba Pegaso de vuelta! Después de prueba tal, ya no había cuidado de que el caballo con alas se escapase. Él y Belerofonte fueron amigos, y se quisieron fielmente el uno al otro.

Aquella noche se echaron, y durmieron juntos con el brazo de Belerofonte sobre el cuello de Pegaso, no por precaución, sino por cariño. Ambos se despertaron al despuntar la mañana, y se dieron los buenos días, cada cual en su lengua.

De este modo pasaron varios días Belerofonte y el maravilloso caballo, conociéndose cada vez más y aficionándose más el uno al otro. Hacían largos viajes aéreos, y alguna vez subían tan altos, que la Tierra apenas parecía mayor que… la Luna. Visitaron países remotos y asombraron a los habitantes, quienes pensaron que aquel hermoso joven, montado en un caballo con alas, tenía que haber bajado del cielo. Recorrer mil kilómetros por día era cosa muy fácil para el veloz Pegaso. Aquel género de vida encantaba a Belerofonte, y muy a gusto habría vivido siempre así, en la clara atmósfera de las alturas, en donde hacía siempre buen tiempo, por muy desapacible y lluvioso que lo fuera abajo; pero no podía olvidar a la horrible Quimera y la promesa hecha al rey Iobates, de matarla. Por eso, cuando ya hubo aprendido bien la equitación aérea y sabía manejar a Pegaso con un ligero movimiento de la mano, y le enseñó a obedecer su voz, se dispuso a llevar a cabo la peligrosa aventura.

En consecuencia, al romper el día y tan pronto como abrió los ojos, dió un tironcito de orejas al caballo alado para despertarlo. Inmediatamente se alzó Pegaso del suelo, subiendo hasta media legua de altura, y dió, velocísimo, una gran vuelta a la cima de la montaña, como para mostrar que estaba bien despabilado y listo para cualquier excursión. Mientras duró ese vuelo estuvo dando fuertes, alegres y melodiosos relinchos, y finalmente descendió junto a Belerofonte tan levemente como habréis visto que se posan los pájaros sobre los arbustos.

–¡Muy bien, querido Pegaso! Bravo por mi cortacielos!—exclamó Belerofonte, dando unas palmaditas en el cuello del caballo—. Y ahora, mi raudo y hermoso amigo, tenemos que desayunar. Hoy vamos a pelear con la terrible Quimera.

En cuanto acabaron su comida matinal y bebieron agua fresca de la fuente llamada de Hipocrene, ofreció Pegaso la cabeza, espontáneamente, para que su amo pudiera poner la brida. Luego dió muchos brincos y cabriolas aéreas, mostrando su impaciencia por emprender la marcha, mientras Belerofonte se ceñía la espada, disponía el escudo y se preparaba para la batalla. Cuando estuvo todo listo, montó el jinete y (según solía hacer cuando iba lejos) subió cuatro kilómetros verticalmente, para orientarse mejor. Después volvió la cabeza de Pegaso hacia el Este, dirigiéndose a Licia. En su vuelo alcanzaron a un águila, pasando tan cerca, antes de que ella pudiera apartarse de su camino, que le habría sido fácil a Belerofonte cogerla por una pata. Avanzando a este paso, antes del mediodía divisaron las altas montañas de Licia, con sus profundos y agrestes valles. Si era verdad lo que a Belerofonte habían dicho, en uno de esos valles horrendos era donde tenía su guarida la espantosa Quimera.

Estando ya tan cerca del término de su viaje, descendieron poco a poco, aprovechando para ocultarse unas nubes que flotaban sobre aquellas ingentes cimas. Dando la vuelta por la parte superior de una nube y asomándose al borde, pudo Belerofonte ver claramente la parte montañosa de Licia, y mirar a la vez todos sus umbríos valles. Nada de extraordinario encontró a primera vista. Era aquélla una zona desierta, pedregosa, con altas y escarpadas montañas; en la parte baja y más llana del país había ruinas de casas quemadas y esqueletos de animales, desparramados entre los pastos que les sirvieron de alimento.

–Por fuerza que es obra de la Quimera todo esto—pensó Belerofonte—; pero, ¿dónde está el monstruo?

Como ya he dicho antes, nada de extraordinario se observaba, a primera vista, en ninguno de los valles y barrancos que había entre las imponentes montañas. Nada absolutamente, salvo que tres espirales de humo negro salían de algo como la boca de una caverna y subían pesadamente por la atmósfera, confundiéndose en una sola columna antes de llegar a la cumbre de la montaña. La caverna estaba casi a plomo, bajo el caballo alado y su jinete, a cosa de unos trescientos metros. El humo tenía un color hediondo, sulfuroso y asfixiante, que hizo resoplar a Pegaso y estornudar a Belerofonte. Tanto desagradaba al maravilloso caballo (acostumbrado a respirar únicamente el aire más puro), que agitó las alas y se lanzó como un kilómetro fuera del alcance de aquellos molestos vapores.

Pero, al mirar hacia atrás, vió Belerofonte algo que le indujo a tirar de las riendas primero, y a dar vuelta después. Hizo una seña, que el caballo alado entendió, y éste bajó por el aire lentamente hasta que sus cascos estuvieron a poco más de la altura de un hombre sobre el suelo roquizo del valle. Enfrente, y a tiro de piedra, estaba la boca de la caverna con las tres espirales de humo que de ella brotaban.

Dentro de la dicha caverna parecía haber un montón de extrañas y terribles criaturas enroscadas unas con otras. Sus cuerpos estaban tan juntos, que Belerofonte no acertó a distinguirlos; pero, a juzgar por sus cabezas, uno de los animales era una serpiente inmensa, el segundo un fiero león y el tercero una cabra horrible. El león y la cabra estaban dormidos; la serpiente estaba despierta del todo y le miraba fijamente con su par de grandes y feroces ojos. Lo más asombroso del caso era que las tres columnas de humo salían evidentemente de las narices de aquellas tres cabezas. Tan extraño era el espectáculo, que aun cuando tanta tiempo había estado esperando verlo, la verdad, no se le ocurrió al pronto que aquélla era la terrible Quimera de tres cabezas. Había dado con la caverna de la Quimera. La serpiente, el león y la cabra no eran tres criaturas distintas, como había supuesto, sino un monstruo solo.

¡Qué cosa más horrible y más odiosa! Aun dormitando, como dormitaban, sus dos terceras partes, tenía entre sus abominables mandíbulas los restos de un infortunado corderillo, o tal vez (pero se me resiste el pensarlo) fuera de algún pobre niño que las tres bocazas habían estado mordiscando, antes de quedarse dormidas dos de ellas.

De pronto, como si saliese de un sueño, cayó Belerofonte en la cuenta de que era aquélla la Quimera. Pegaso pareció también comprenderlo, y dió un relincho, que sonó como un clarín de guerra. Al oirlo se alzaron erguidas las tres cabezas y vomitaron grandes llamaradas. Antes de que Belerofonte pudiera pensar lo que debía hacer, se lanzó el monstruo fuera de la caverna y se fué derecho a él, con las inmensas fauces abiertas y arrastrando su cola de serpiente de una manera horrible. Si Pegaso no hubiera sido tan ágil como un pájaro, tanto él como su jinete se habrían visto arrollados por la acometida de la Quimera, y habría acabado así el combate antes de comenzar en realidad. Pero el caballo alado no se dejaba atrapar tan fácilmente. En un abrir y cerrar de ojos se elevó casi hasta las nubes, resoplando con furia. También temblaba, pero no de miedo, sino del asco producido por aquel ser aborrecible y ponzoñoso con sus tres cabezas.

La Quimera, por su parte, se irguió hasta sostenerse únicamente sobre el extremo de la cola, pateando en el aire de un modo furioso y escupiendo fuego a Pegaso y al jinete con sus tres bocas. ¡Cómo rugía, silbaba y bramaba, hijitos míos! Belerofonte, entretanto, se ponía el escudo al brazo y sacaba la espada.

–Ahora, mi querido Pegaso—murmuró al oído del caballo alado—, has de ayudarme a matar este insufrible monstruo, o si no, habrás de volverte a tu solitaria cumbre sin tu amigo Belerofonte; porque, o muere la Quimera, o sus tres bocas se comerán esta cabeza mía, que tantas veces ha dormitado sobre tu cuello.

Pegaso relinchó, y volviendo la cabeza, frotó cariñosamente el hocico contra la cara de su jinete. Así decía, a su manera, que aún tenía alas y era caballo inmortal; mejor perecería, si lo inmortal pudiera perecer, que dejar tras sí a Belerofonte.

–Gracias, Pegaso—respondió Belerofonte—. Y ahora, vamos a pelear al monstruo.

Diciendo estas palabras, sacudió las riendas, y Pegaso descendió oblicuamente, rápido como una flecha, hacia la triple cabeza de la Quimera, que todo aquel tiempo había estado irguiéndose en el aire cuanto podía. Cuando lo tuvo al alcance de su brazo, dió Belerofonte un gran tajo al monstruo; pero su caballo siguió adelante sin dejarle ver si había aprovechado el golpe. Pegaso continuó su carrera; pero pronto viró en redondo, aproximadamente a la misma distancia de la Quimera que antes. Belerofonte vió entonces que había cortado al monstruo, casi del todo, la cabeza de cabra, que colgaba de la piel y parecía enteramente muerta.

Pero, en compensación, la cabeza de león y de la serpiente habían adquirido toda la fiereza de la otra, y escupían llamas, y silbaban y rugían con mucha más furia que antes.

–No te importe, mi bravo Pegaso—exclamó Belerofonte—; con otro golpe como ese haremos que cese el rugir y el silbar.

 

De nuevo sacudió las riendas. El caballo alado se lanzó oblicuamente y veloz, como antes, hacia la Quimera, y Belerofonte, al pasar, asestó un golpe recto a una de las dos cabezas restantes. Pero esta vez, ni él ni Pegaso escaparon tan bien como la primera. Con una de sus garras hizo el monstruo al joven un profundo arañazo en un hombro, y con la otra estropeó un poco el ala izquierda del caballo volador. Belerofonte, por su parte, había herido mortalmente la cabeza de león, de tal modo, que caía colgando, con su fuego casi extinguido y lanzando bocanadas de humo negro y espeso. Sin embargo, la cabeza de serpiente (la única que quedaba ya) era entonces dos veces más fiera y más venenosa que nunca. Vomitaba chorros de fuego de quinientos metros de largo y lanzaba silbidos tan altos, tan ásperos, tan penetrantes, que el rey Iobates los oyó a cincuenta millas de distancia, y se estremeció hasta hacer temblar al trono debajo de él.

–¡Ay de mí!—pensó el pobre rey—. Esto es que la Quimera viene a devorarme.

Pegaso, mientras tanto, se había parado otra vez en el aire y relinchaba colérico, echando de sus ojos chispas de un fuego puro como el cristal. ¡Qué diferente el fuego cárdeno de la Quimera! Ni el espíritu del caballo aéreo ni el de Belerofonte decayeron.

–¿Echas sangre, mi caballo inmortal?—exclamo el joven, cuidándose menos del mal propio que del de aquella criatura que no debía haber conocido nunca el dolor—. ¡La execrable Quimera pagará este daño con su última cabeza!

Luego sacudió las riendas, dando grandes gritos, y guió a Pegaso, no oblicuamente como antes, sino derecho a la repugnante cabeza del monstruo. Tan rápida fué la embestida, que en la duración de un relámpago llegó Belerofonte al alcance de su enemigo.

A esto, con la pérdida de su segunda cabeza, había caído la Quimera en una pasión ardentísima de dolor y rabia. Se revolcaba, mitad en tierra y mitad en el aire, siendo imposible decir en qué elemento descansaba. Abrió su bocaza de serpiente, con tan abominable anchura, que estoy por decir que podía haber pasado Pegaso derecho a la garganta, con las alas desplegadas y con jinete y todo. Cuando se acercaron, lanzó un chorro tremendo de su encendido aliento, y envolvió a Belerofonte y a su caballo en una atmósfera de llamas, chamuscando las alas de Pegaso, quemando al joven los dorados rizos de todo un lado y caldeando a los dos, de la cabeza a los pies, mucho más de lo cómodo.

Pero esto no es nada para lo que sucedió después. Cuando el caballo alado llegó en su acometida a la distancia de unos cien metros, la Quimera dió un salto y lanzó su enorme, horrible, ponzoñoso y detestable cuerpo sobre el pobre Pegaso; se enroscó a su alrededor con gran fuerza y retorció su cola de serpiente hasta formar un nudo. El caballo aéreo volaba más alto, más alto, más alto, por encima de los picos de las montañas, por encima de las nubes, hasta perder de vista casi a la tierra sólida; pero el monstruo terrestre no soltó presa y fué llevado hacia arriba con la criatura del aire y la luz. Belerofonte, mientras tanto, se volvió y se encontró frente a frente con la horrible fealdad de la Quimera, y sólo resguardándose bien con el escudo, pudo librarse de morir abrasado o de ser partido por mitad de un mordisco.

Por la orillita del escudo miró fieramente a los salvajes ojos del monstruo. La Quimera estaba tan enloquecida por el dolor, que no se resguardaba, como en otro caso habría hecho. Después de todo, para luchar con una Quimera, tal vez sea lo mejor el acercarse a ella todo lo posible. En sus esfuerzos por clavar a su enemigo los horribles garfios, el monstruo dejó su pecho enteramente al descubierto. Al verlo, Belerofonte clavó hasta el puño la espada en su cruel corazón. La cola de la serpiente desató en seguida su nudo. El monstruo soltó a Pegaso y cayó desde aquella enorme altura. El fuego que llevaba en su pecho ardió, en vez de extinguirse, más vivo que nunca, y pronto comenzó a consumir aquel cuerpo muerto.

Cayó del cielo, inflamado enteramente. Como se hizo de noche antes de llegar a tierra, lo confundieron con una estrella errante o con un cometa; pero al despuntar el día salieron unos labriegos a su labor y vieron, con gran asombro, que varias hectáreas de terreno estaban salpicadas de cenizas negras. En medio de un campo había un montón de huesos calcinados, mucho más alto que una gran pila de heno. ¡Nada más volvió a verse de la espantosa Quimera!



Cuando Belerofonte hubo ganado la victoria, se inclinó hacia adelante y besó a Pegaso con lágrimas en los ojos.

–¡Vuelve ahora, mi caballo bienamado—le dijo—, vuelve a la Fuente de Pirene!

Pegaso hendió el aire más rápido que nunca, y llegó a la fuente en muy poco tiempo. Allí encontró al viejo apoyado en su báculo, al campesino dando agua a la vaca y a la hermosa doncellita llenando su cántaro.

–Ahora me acuerdo—advirtió el viejo—. Cuando yo era un chiquillo, vi una vez este caballo con alas. Pero en mi tiempo era diez veces más hermoso.

–Tengo un caballo de tiro que vale tres veces lo que él—dijo el campesino—. Si este pingo fuera mío, lo primero que hacía era cortarle las alas.

La pobre muchachita no dijo nada, porque tenía el sino de asustarse fuera de tiempo. Echó a correr, dejó caer el cántaro y lo rompió.

–¿Dónde está—preguntó Belerofonte—el simpático niño que solía acompañarme, y nunca perdió la fe y nunca se cansaba de mirar en la fuente?

–Aquí estoy, querido Belerofonte—dijo el niño tiernamente.

El muchachito había pasado día tras día a la orilla de Pirene, esperando que volviera su amigo; pero cuando vió a Belerofonte bajando a través de las nubes, montado en su caballo alado, se internó en el boscaje. Era un niño muy delicado, de gran ternura, y temía que el viejo y el campesino vieran brotar las lágrimas de sus ojos.

–Has logrado la victoria—dijo gozosamente, abrazándose a una pierna de Belerofonte, que aún estaba montado sobre Pegaso—. Conozco que la has ganado.

–Sí, niño querido—replicó Belerofonte, bajándose del caballo alado—; pero si no me hubiese ayudado tu fe, nunca hubiera yo aguardado a Pegaso, ni marchado por encima de las nubes, ni venciera jamás a la terrible Quimera. Todo lo hiciste tú, mi amado amiguito, y ahora devolvamos a Pegaso su libertad.

Y diciendo esto, quitó la brida encantada de la cabeza de aquel caballo maravilloso.

–¡Sé libre para siempre. Pegaso mío!—exclamó con cierto dejo de tristeza en la voz—. ¡Sé tan libre como rápido eres!

Mas Pegaso apoyó la cabeza en el hombro de Belerofonte, y no hubo manera de inducirle a emprender el vuelo.

–Bien; pues—dijo Belerofonte, acariciando al aéreo caballo—estarás conmigo mientras quieras. Vámonos sin tardar a decir al rey Iobates que la Quimera ha sido destruída.

Belerofonte abrazó a aquel niño tan bueno, y le prometió volver a verle, y se puso en marcha; pero, años después, aquel niño voló sobre el caballo aéreo mucho más alto que nunca lo hiciera Belerofonte, e hizo cosas mucho más honrosas que la victoria de su amigo sobre la Quimera. Porque, siendo tan tierno y delicado, llegó a ser un poderoso poeta.



CUMBRE PELADA

Eustaquio Bright contó la leyenda de Belerofonte con tanto fervor y animación como si realmente hubiese ido a galope sobre un caballo con alas.

Al terminar se llenó de alegría, al comprender, por el rostro radiante de sus oyentes, lo mucho que les había interesado.

Todos los ojos bailaban, excepto los de Primavera: en los ojos de la chiquilla positivamente había lágrimas, porque se daba cuenta de que había algo en la leyenda que los demás aún no tenían edad de comprender.

Era un cuento de niños; pero el estudiante había conseguido poner en él el ardor, la generosa esperanza y la imaginación emprendedora de la juventud.

–Ahora te perdono, Primavera—dijo—, todo el ridículo que has intentado echar sobre mis cuentos. Una lágrima paga muchas risas.

–¡Ay, señor Bright!—respondió Primavera, limpiándose los ojos y lazándole otra de sus maliciosas sonrisas—: esto de estar encima de las nubes eleva el pensamiento. Te aconsejo que no vuelvas a contar más cuentos, si no estás, como ahora, en la cumbre de una montaña.

–O cabalgando sobre Pegaso—replicó Eustaquio, riendo—. ¿No te parece que he conseguido a las mil maravillas mi propósito de apresar al corcel maravilloso?

–¡Sí, ha sido un bonito salto mortal!—exclamó palmoteando—. Me parece que le veo a caballo sobre él, a tres millas de alto, por los aires, cabeza abajo!

–¡Ojalá tuviese aquí a Pegaso en este instante!—dijo el estudiante—. Le montaría inmediatamente, y haría una visita por todo el país a cada uno de mis autores favoritos.

Charlando de Pegaso y sus hazañas, empezaron a andar colina abajo. A poco Bruin empezó a ladrar, y le respondió el gua-gua solemne del respetable Ben. Pronto vieron al buen perro viejo, haciendo guardia cuidadosa sobre la gente menuda. Los pequeños, repuestos por completo de su fatiga, se habían puesto a buscar fresas, y al divisar a sus compañeros, echaron a correr cuesta arriba para salir a su encuentro.

Así reunidos, todos los excursionistas pasaron otra vez por los huertos, y se encaminaron despacio a Tanglewood.

FIN