Buch lesen: «Agente Cero », Seite 8

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CAPÍTULO NUEVE

La caída se sintió increíblemente larga.

Mientras las llantas delanteras del todoterreno se perdían en el suelo debajo de ellas y salieron rodando sobre nada, Reid abrió la puerta del lado del conductor y, con un estallido de adrenalina, saltó fuera del auto. Medio segundo antes de que gritara “¡Salta!” Escuchó el agudo alarido de miedo de Otets mientras él también abría la puerta.

Y entonces, cayeron a través de la oscuridad hacia el torrente de agua debajo. Reid pensó que era extraño, en ese momento, que no hubiera ningún tirón hipnótico, ninguna sensación de caída cuando cayeron rápidamente hacia el Mosa — y luego pensó que era aún más extraño que su mente pudiera estar tan consciente y lúcida mientras caía por un precipicio.

Ellos golpearon la superficie del río medio segundo antes que el todoterreno y a varios pies de distancia. Un choque eléctrico quemó todo el cuerpo de Reid al golpear el agua helada. Cada músculo estaba tan tenso como bandas elásticas estiradas hasta el límite. El aire salió de sus pulmones tan rápido que casi se desmayó. El pesado vehículo se balanceó por un momento y luego se hundió; la succión de este los hizo caer una y otra vez en la oscuridad hasta que no supo por dónde estaba la superficie.

Finalmente, su cabeza salió a la superficie. Aspiró con dificultad, su cuerpo ya amenazaba con ceder ante el agua helada. Miró a su alrededor por Otets pero no vio más que burbujas. Está muy oscuro como para ver debajo de la superficie. Si Otets se hubiera hundido con el auto, si no hubiera salido a tiempo, no habría nada que Reid pudiera hacer. Ya estaría muerto…

Algo atravesó el agua a pocos pies de él. Se acercó y lo agarró por la ropa empapada. El cuerpo del Ruso estaba débil. Había perdido la consciencia — al menos, esperemos que eso sea todo. Arrastró a Otets hacia él y se aseguró que su cabeza estuviera fuera del agua. Sería difícil llegar a cualquier parte con un hombre inconsciente.

No entres en pánico. Mueve tus extremidades.

Reid se posicionó en movimientos de mariposa hacia atrás y envolvió sus piernas alrededor del torso de Otets. Movió sus manos en círculos amplios, lentamente y metódicamente — no quería chapotear demasiado y potencialmente dar su posición a cualquiera que mirara hacia abajo desde arriba. Dudaba que los coches deportivos y los hombres de Otets simplemente se rindieran y fueran a casa.

La corriente era fuerte, pero dejó que los llevara hacia el sureste mientras se dirigían a la orilla. Les llevó varios minutos, pero pronto fue lo suficientemente poco profundo como para que pudiera ponerse de pie. Subió el cuerpo de Otets sobre sus hombros como en un agarre de bomberos y lo arrastró en un estrecho tramo de playa rocosa.

El frío era peor fuera del agua. El viento bajo cero sopló a través de él y endureció su ropa mojada. Dejó caer a Otets y se aseguró de que aún respiraba sosteniendo un dedo debajo de sus fosas nasales. Sintió que respiraba superficialmente, de forma irregular — Otets estaba vivo, pero probablemente había tragado una buena cantidad de agua.

Reid se acurrucó, frotando su pecho rítmicamente con ambos brazos. Necesitaba encontrar refugio, y rápido, antes de que ambos sucumbieran a la hipotermia. Estimó que tenían entre cinco y diez minutos antes de que ambos estuvieran muertos. Apretó los dientes para evitar que chasquearan y volvió a levantar a Otets. Para distraer su mente del frío crudo y mordaz, y de la sospecha de que podrían congelarse en minutos, intentó pensar en otra cosa, en cualquier cosa. Playas cálidas. Duchas calientes. Una chimenea acogedora. Su mente se dirigió a sus hijas, sentadas en un hotel en alguna parte y preocupadas por dónde podría estar su padre y que estaba pasando. Pensó en Kate, su difunta esposa y madre de sus hijos, y que haría ella en esta situación. Casi se rió amargamente — Kate nunca se habría metido en una situación como esta. Apenas sabía como él se había metido en una situación como esa.

Kent sabía. En algún lugar de su mente estaba ese conocimiento, el conocimiento de Kent, de lo que había pasado y por qué, por un tiempo, ya no era Kent Steele. Ahora era más claro para él; no había forma de negarlo. Eran recuerdos, y no eran falsos recuerdos implantados como algún proyecto secreto de control mental de la CIA u otras tonterías de mitos urbanos. La CIA, estas visiones destellantes… eran suyas. Eran sus instintos, su voz, su entrenamiento. Ningún recuerdo implantado podría simular la intuición, la compulsión y el conocimiento situacional que había exhibido en las instalaciones o en el sótano con los Iraníes.

No sabía cómo, pero era Kent Steele. Agente Cero. No sabía por qué, pero él — o alguien más, quizás — le había quitado todo eso. Repentinamente, el Profesor Reid Lawson se sintió como una mentira. Esa otra vida, la vida tranquila en el Bronx y las caminatas al deli y las charlas sobre piratas, todo se sentía implantado y falso.

No, se dijo así mismo. Esa era su vida también. Las niñas son tus hijas. Kate era tu esposa. Todo era tuyo.

Pero esto también lo es.

Reid ni siquiera se dio cuenta de que había llegado a una carretera hasta que las luces de los faros nublaron su visión. Entrecerró los ojos, entró en pánico, atrapado en los faros como un ciervo medio congelado. Los hombres de Otets lo habían encontrado. Debía haber un puente o algún camino rápido a través del río, y él había tropezado descuidadamente justo en el camino que tenían en frente. No podía correr — incluso si dejaba caer a Otets, le quedaban muy pocas fuerzas en sus heladas extremidades.

El carro se detuvo bruscamente y permaneció allí unos segundos. Entonces la puerta del conductor se abrió. Reid no podía ver a nadie, ni siquiera una silueta, más allá de las luces.

“¿Hallo?” la voz de una mujer, pellizcada por el nerviosismo. “¿Heb je hulp nodig?”

El no reconocimiento de sus palabras despertaron la mente de Reid. “Um, ¿D-deutsche?” tartamudeó. “¿I-Inglés? ¿Francais?”

“Francais, oui”, respondió ella. “¿As-tu besoin d-aide?” ¿Necesitan ayuda?

“Oui, si’l vous plait”, dijo sin aliento. Sí, por favor. Dio un par de pequeños pasos hacia el auto. Escuchó su grito de sorpresa — debe haber tenido un aspecto terrible. La escarcha había brotado en su cuello y en su cabello, y era probable que sus labios fueran de un rico tono azul. Le dijo en francés: “Nos caímos en el río…”

“¡Rápido!” dijo ella con urgencia. “¡Entren al auto! Vamos, sube”. Su acento Francés registró algo dentro de él — no en el lado de Kent Steele, sino en el lado de Reid Lawson. Ella era Flamenca, y su primer intento de hablarle debe haber sido en Holandés.

Ella abrió la puerta trasera y le ayudó a recostar a Otets en el asiento. El aire caliente se precipitó sobre Reid como una brisa de bienvenida. La mujer sacó una manta delgada del maletero. En lugar de ponerla sobre el Ruso, Reid la puso en forma de bola y la usó para apoyar los pies de Otets, para ayudar a que la sangre circule a su corazón y evitar que convulsionara. Luego subió al asiento delantero y sostuvo sus manos en los conductos de ventilación.

La mujer Flamenca volvió a subir al auto y alcanzó el botón para subir la calefacción. “Espera”, dijo Reid en Francés. “Lento es mejor”. Sabía que si intentaban calentarse muy rápido, incluso después un principio mínimo de hipotermia, ambos podrían entrar en shock — especialmente Otets, si es que ya no lo estaba.

“Debería llevarlos a un hospital”, dijo la mujer mientras abrochaba su cinturón. “No está muy lejos…”

“Nada de hospitales, por favor”. Tenía el presentimiento de que los hombres de Otets podrían revisar los hospitales. Además, no quería ser interrogado — de hecho, él planeaba hacer el interrogatorio, tan pronto como estuviera en condiciones para hacerlo.

“¿Pero qué hay de tu amigo?” protestó ella. “¡Él podría morir!”

“Nada de hospitales”, dijo Reid firmemente.

Ella lo miró y su mirada se encontró con la de él. Podía ver la incertidumbre parpadeando detrás de sus ojos verdes, un conflicto entre querer hacer lo correcto y potencialmente ponerse en algún tipo de peligro.

Él la miró rápidamente; ella tenía unos cuarenta años, de aspecto sencillo, con callos en los dedos y ligeros grabados que cruzaban el dorso de sus manos. Un granjero. Probablemente cebada, considerando la zona.

El resto de la conversación fue en Francés. A Reid le resultaba extraño hablarlo, conocer de repente las palabras cuando le venían a la mente en Inglés, pero era aún más extraño escuchar un idioma extranjero y entenderlo al instante tal como se hablaba.

“Estábamos bebiendo”, explicó. “No mirábamos por dónde íbamos, y chocamos contra el río...”

“¿Tu coche está en el río?”, exclamó. “¡Tienes suerte de estar vivo!”

Reid frotó su pecho. Sus miembros ya se estaban calentando, aunque sus ropas aún estaban tiesas por la brisa helada de la noche. Mientras se encogía de hombros ante su chaqueta mojada, dijo: “Sí, pero no estamos heridos. No muy mal, de todos modos. Si vamos al hospital, nos harán preguntas. Y si encuentran la verdad, tendrán que llamar a la policía”.

Ella negó con la cabeza. “Eso fue extremadamente estúpido de su parte”.

“Lo sé. Pero por favor, nada de hospitales. ¿Hay algún lugar donde podamos pasar la noche? ¿Una posada o un hostal, quizás?”

“Pero tu amigo”, dijo ella de nuevo, “parece que necesita ayuda…”

“Él estará bien. Sólo está muy borracho”. Reid esperaba que no se hubiera dado cuenta de la herida en la pierna de Otets donde la bala le había rozado.

La mujer suspiró y sacudió su cabeza. Ella murmuró algo en Holandés, y entonces dijo algo en Francés: “Tengo una granja no muy lejos de aquí. Hay una cabaña. Pueden pasar la noche allí”. Su mirada vacilante se encontró de nuevo con la suya: “Sería muy bueno que no me arrepienta de esto más tarde”.

“No lo hará. Se lo prometo. Gracias”.

Condujeron en silencio por varios minutos. Otets ocasionalmente emitía un suave quejido, y en un momento dado vomitó una pequeña cantidad de agua de río en el piso del auto.

Al tiempo, la mujer le preguntó: “¿Eres Estadounidense?”

“Sí”.

“¿Y tu amigo?”

“También es Estadounidense”. Reid no quería que la mujer estuviera en la línea de fuego de nadie si los hombres en las instalaciones de Otets iban a buscar a un Estadounidense con un Ruso.

El reloj digital de la radio de su coche le dijo que era casi la una de la mañana. “¿Puedo preguntar qué hacías afuera a estas horas de la noche?”, se aventuró.

“Mi madre está enferma en Bruselas”, él le dijo. “Estaba justo regresando de visitarla”.

“Lamento escuchar eso”.

“Los doctores dicen que vivirá”.

El resto de su viaje fue tranquilo. Reid tenía la clara impresión de que la mujer sabía que él estaba mintiendo pero no quería preguntar. Esa fue una buena idea de parte de ella — una creíble negación — y además, él no iba a compartir la verdad, a pesar de lo hospitalaria que ella estaba siendo.

Después de unos quince minutos, llegaron a un camino de tierra que atravesaba un campo de cebada de invierno de tallo corto. Al final de la estrecha carretera había una pequeña cabaña, un único piso hecho de piedra y madera con un techo alto. Aparcó el coche delante de ella.

“¿Necesitas ayuda para llevarlo adentro?” preguntó ella.

“No, no. Yo lo llevaré. Ya has hecho más que suficiente”. Reid no quería dejar el cálido auto, pero obligó a sus piernas a moverse de nuevo. Un dolor en los nervios le pinchaba los músculos como agujas, pero se las arregló para poner a Otets sobre sus hombros una vez más y llevarlo a la cabaña.

La mujer flamenca les abrió la puerta. Pulsó un interruptor y una sola bombilla se iluminó por encima. Reid dejó a Otets en un pequeño sofá verde que podría haber sido mayor que él. La cabaña olía a moho y parecía que no se había usado en mucho tiempo; había una fina capa de polvo en cada superficie, y cuando encendió la estufa eléctrica en la esquina, esta estaba acompañada de un suave olor a quemado.

“El olor se desvanecerá”, le dijo ella. “Hay una cama en la habitación trasera y algunas toallas en el baño. Puede que haya algo de comida en la alacena — sírvanse lo que quieran”. Se mordió su labio, como si estuviera considerando si preguntar o no. “¿Estás seguro de qué estarán bien? No cualquier día uno encuentra a dos hombres congelados a un lado de la carretera…”

“Estaremos bien”, le aseguró. “No puedo agradecerte lo suficiente”. Al menos podría tratar, pensó. Aún tenía un montón de euros en su bolsillo. Estaban blandos y mojados, pero sacó dos billetes, cada uno de cien, y se los ofreció. “Por las molestias”.

Ella sacudió la cabeza. “No es molestia. Estoy feliz ayudar a los necesitados”.

“No tenías que hacerlo”. Le puso los billetes en la mano. “Por favor”.

Ella los tomó y asintió gentilmente. Luego hizo un gesto hacia la ventana. “¿Ven esa luz sobre el campo? Esa es mi casa”. Ella añadió rápidamente: “No estoy sola allí”.

“No seremos molestias. Te doy mi palabra. Nos iremos en la mañana”.

La mujer asintió una vez y luego salió apresurada de la cabaña. Un momento después, Reid escuchó el motor de su auto mientras se alejaba del camino de tierra.

Tan pronto como se fue, cerró las cortinas y se quitó los zapatos y la ropa mojada. No fue fácil, rígido con escarcha y aferrado a su piel como estaban. Se dio cuenta de lo cansados que estaban sus músculos — que tan exhausto estaba él en general. ¿Cuándo fue la última vez que durmió sin ser drogado o estando inconsciente? Apenas podía recordar.

Puso su ropa en el mantel sobre la estufa eléctrica y luego se maró frente a ella por varios minutos, llevando puesto sólo unos bóxer y lentamente calentando su cuerpo y flexionando sus extremidades para que la sangre fluyera completamente otra vez.

Luego desvió su atención a Otets.

Primero le quitó al Ruso su traje gris carbón. Le sacó sus zapatos de punta de ala, sus zapatos mojados y fríos, la chaqueta, los pantalones, y finalmente su camisa blanca. Cuando giró a Otets para sacar la camisa debajo de él, Reid se dio cuenta de que su espalda estaba cubierta de cicatrices verticales de un color rosa pálido, cada una entre cuatro y seis pulgadas de largo. O eran golpes superficiales de un cuchillo, o latigazos; no pudo saber cual era, peo se veían como si tuvieran décadas de antigüedad, adquiridas en la juventud.

Otets ocasionalmente murmuraba ininteligiblemente en voz baja. Reid no podía entender si hablaba Ruso o Inglés, pero a juzgar por el gruñido de su labio, todo lo que decía no era agradable. Bruscamente, tiró la ropa empapada en un montón, y luego hizo rodar a Otets desde el sofá y lo arrastró hasta la estufa eléctrica, poniéndolo sobre la alfombra desgastada frente a ella.

La cocina de la cabaña era poco más que un corto pasillo con un fregadero de acero, una placa calefactora, un bloque de corte y dos cajones. Reid llenó un vaso con agua del grifo. Cuando lo trajo de vuelta, Otets se las había arreglado para levantarse un poco, apoyado en sus codos.

“Tú”, dijo débilmente en Inglés. “Eres un demente. ¿Lo sabes?”

“Estoy empezando a darme cuenta de eso”, dijo Reid. “Bebe”.

Otets no discutió; se bebió el vaso completo y, luego cuando terminó, respiró varias veces con dificultad. Se miró a sí mismo como si acabara de darse cuenta de que estaba despojado en calzoncillos. “¿Qué estás haciendo?” preguntó.

“Te necesito coherente”. Atrás en las instalaciones de Otets, el plan de Reid era sacar al Ruso para entregarlo a las autoridades. Pero necesitaba saber que estaba pasándole — a él, y posiblemente a muchos más, si su corazonada sobre una amenaza era correcta. Había oído hablar más de una vez de un plan de algún tipo. Y él era, después de todo, Kent Steele, agente de la CIA. Ya se había dado cuenta de esto antes, o al menos parte de ello. Descubriría lo que pudiera, y luego entregaría a Otets al poder y recuperaría su vida.

“No te diré nada”. La cabeza de Otets se encogió un poco. Sus ojos estaban medio cerrados y llorosos. No estaba en posición de defenderse, y mucho menos de escapar.

“Ya veremos”. Reid recuperó la Glock del bolsillo de su chaqueta. La Beretta se había ido; probablemente la había perdido en el río. Volvió a la cocina, puso el vaso en el fregadero y desmontó la pistola. Sabía que seguiría disparando bien a pesar de la caída en el río, pero el agua en la cámara podía corroer el cañón. Puso las piezas sobre un trapo de cocina y luego abrió cada uno de los dos cajones.

Está bien, se preguntó a sí mismo, ¿qué podemos usar?

El contenido de los cajones era escaso, pero entre ellos encontró un cuchillo dentado para carne — viejo, pero robusto y afilado. La sostuvo en alto y miró su reflejo en la hoja. Se le revolvió el estómago ante la idea de usarlo contra una persona.

Decidió que era hora de enmendar su acrónimo. Con sus niñas, se preguntaba con frecuenta: “¿Qué haría Kate?” Las letras eran las mismas — ¿QHK? — pero el nombre era diferente.

¿Qué haría Kent?

Respondió con calma de inmediato. Ya sabes la respuesta.

Se estremeció un poco. Era extraño tener otra voz en su cabeza — no, no otra voz, ya que la voz de Kent era la suya. Era otra personalidad en su cabeza, tan diferente de la de Reid Lawson que pensó que era casi nauseabunda.

Kent mató personas.

En defensa propia.

Kent estuvo encubierto en conocidas células terroristas.

Necesario para la seguridad de nuestra nación.

Kent conducía autos sobre precipicios.

Por necesidad. Además, fue divertido.

Reid se inclinó sobre el fregadero de acero con ambas manos, hasta que la pasó la leve sensación de náusea. Fue por tragar agua de río y nada más — definitivamente, no por la locura que se arrastraba en él, se dijo a sí mismo.

Quería desesperadamente la información que Otets conocía, o incluso la información que Kent conocía, pero no podía quitarse de encima la horrible sensación de que quizás se había hecho esto a sí mismo. No parecía tener sentido, no se basaba en lo que él sabía actualmente, pero aún así no podía sacarse la idea de la cabeza. ¿Y si se hubiera tropezado con algo tan peligroso y potencialmente dañino que necesitara olvidarlo? ¿Y si él, como Kent Steele, tuviera el supresor de memoria implantado para su propia seguridad — o para la seguridad de su familia?

“¿Por qué?” se preguntó a sí mismo con calma. “¿Por qué paso esto?” Ningún recuerdo chispeó. Ninguna visión destelló.

Suspiró, y luego recogió sus provisiones. De los cajones cogió el cuchillo para bistec y una vieja extensión marrón de dos puntas. Encontró una tetera en el armario y la llenó de agua, y luego sacó una toalla del pequeño baño en la parte trasera de la cabaña. Luego los trajo todos de vuelta a Otets.

El Ruso parece que estaba recuperando algo de fuerza, o al menos, algo de sentido. Miró fijamente a Reid mientras este colocaba los cuatro objetos en el suelo entre ellos.

“Tienes la intención de torturarme”, dijo en Inglés. No era una pregunta.

“Pretendo obtener respuestas”.

Otets se encogió de homrbos. “Haz lo que quieras”.

Reid se quedó callado durante un largo momento. ¿Valía la pena obtener información con lo que tenía pensado hacer?

Si eso significa mantener a las personas vivas — especialmente a mis niñas — entonces sí.

“Voy a ser honesto contigo”, dijo Reid. Otets levantó la mirada con sorpresa, pero sus ojos se mantuvieron entrecerrados y sospechosos. “Sabes quién soy. Kent Steele, Agente Cero de la CIA, ¿correcto? El problema es… que no lo sé. No sé lo que significa. O al menos no lo sabía, hasta hace muy poco”. Señalo a la venda de mariposa en su cuello, donde el interrogador Iraní había cortado el supresor de memoria. “Parece que mi memoria fue alterada. No sé por qué. Sé algunas cosas — ellas regresan en destellos — pero no es suficiente”.

¿Por qué les estoy diciendo todo esto?

Sabes por qué. Porque el no puede salir de esta habitación con vida.

No matare a un hombre herido y desarmado.

Tienes que hacerlo.

“No te creo”, dijo Otets con firmeza. “Es es una… um, cómo se dice… una artimaña. Esto es un truco”.

“No lo es”, dijo Reid simplemente. “Y no necesito que me creas. Necesito resolver esto por mí mismo, de verdad. Yo estaba en algo — mejor dicho, Kent estaba en algo. Los hombres que aprehendimos en Zagreb, Teherán, Madrid… he tenido este sentimiento de que estaban conectados, y ahora tengo la clara impresión de que estaban conectados a ti. El jeque, Mustafar, sabía cosas. Nos dio esas cosas, pero no sabía lo suficiente. Estaba construyendo un caso contra algún plan, un ataque tal vez, pero no sé lo suficiente para saber lo que es”.

Otets sonrió con la mitad de su boca. “El jeque no sabía nada”.

“El jeque nos dio cosas”, respondió Reid. Lo había visto en su flashback. “Nombres, fechas, lugares…”

La sonrisa se convirtió en una mueca despiadada. “El jeque sabía solo lo suficiente para mantenerlo involucrado. Esa es la belleza de nuestra operación. Cada uno de nosotros es meramente una pieza en el rompecabezas, ninguno es más importante que el siguiente. Tortúrame si lo deseas, Agente, pero no puedo decirte lo que no sé — y sé sólo lo suficiente para mantenerme involucrado también”.

“Los Iraníes que me capturaron”, dijo Reid. “Y Yuri, el Serbio, el Estadounidense que mencionó y los hombres del Medio Oriente en tus instalaciones… todos están trabajando juntos. ¿Cuál es la conexión?”

Otets no dijo nada. Simplemente lo miró desafiante, con su boca en línea recta.

Reid tomó casualmente el cable de extensión y lo midió en tramos, con un largo de cada brazo. “¿Sabes para qué son estas cosas?” Tomó el cuchillo de carne y cortó el cable de extensión en dos pedazos.

“Gulag”, dijo Otets. “Conoces esta palabra, ¿‘gulag’?”

“Campo de prisioneros Ruso”, dijo Reid.

“Sí. Tu gobierno cree que todos los gulags estaban cerrados cuando la Unión Soviética se disolvió. Pero no”. Otets tiró de un pulgar sobre su hombro, haciendo gestos hacia las cicatrices entrecruzadas en su espalda. “No hay nada que puedas hacerme peor de lo que ya me han hecho”.

“Ya veremos”. El brazo de Reid salió disparado y agarro la muñeca de Otets. El Ruso trató de alejarla, de luchar contra él, pero todavía estaba muy débil. Reid sacó su codo opuesto y rápidamente golpeó la frente de Otets. El golpe lo aturdió lo suficiente para que Reid atara ambas muñecas firmemente con el cordón de extensión cortado. La otra pieza la ató alrededor de ambos tobillos.

Forzó a Otets a acostarse boca arriba, y luego Reid se sentó sobre su pecho, sentado encima de él inmovilizando sus brazos con todo su peso.

Imagínate si esa mujer entrara aquí ahora mismo, dijo el lado Kent de él. ¿Qué pensaría ella que está pasando?

Cállate. No quiero hacer esto. Incluso si lo pensaba, sus manos estaban buscando la toalla.

Es la única manera. Aparte del cuchillo. O del arma. ¿Preferirías uno de esos?

Las náuseas volvieron a aparecer en su barriga, pero respiró profundamente por la nariz y la obligó a volver a bajar.

Otets le miró pasivamente. Sabía que no tenía fuerzas para luchar. “Haz lo que quieras”, dijo. “No te diré nada”.

Reid envolvió la toalla alrededor de la cara de Otets, agrupando los extremos detrás de su cabeza y tirando de ella con fuerza. Lo agarró con fuerza con un puño bajo la cabeza del Ruso.

“Última oportunidad”, dijo. “¿Cuál es el complot? ¿Cuál es la conexión entre los Iraníes, el jeque y tú?

Otets no dijo nada. Sus respiraciones se volvían rápidas y ansiosas.

“Bien”. Reid agarró la tetera y vertió agua sobre la toalla.

Algunos llamarían al submarino una técnica de interrogación. La mayoría simplemente lo llamaría tortura. Se hizo público en 2004 cuando los informes filtrados de la CIA detallaron su uso en sospechosas células terroristas. Reid sabía todo esto, pero sabía más, y le volvió a inundar mientras echaba agua generosamente sobre la cara de Otets.

El submarino simula los efectos del ahogo. La superficie porosa — en este caso, una toalla — se vuelve saturada e impermeable. El cautivo no puede respirar; el agua llena sus vías.

El adulto promedio puede contener la respiración por menos de un minuto.

Después de pocos minutos, la hipoxia se instalará — la falta de oxígeno en el cerebro — y cautivo se desmayará. Por supuesto, querrás mantenerte dentro de ese límite.

Los efectos secundarios potenciales son el daño a los pulmones. Daño cerebral. Dolor extremo. Consecuencias psicológicas a largo plazo. Y, a veces, la muerte.

Los músculos del cuello de Otets se tensaron, poniéndose firmes contra su blanca piel. Intentó sacudir la cabeza, pero Reid lo sujetó con fuerza. De todos modos, no tenía adónde ir, ni adónde escapar del agua. Gruñó y se sofocó bajo la toalla. Sus miembros atados se retorcieron bajo Reid.

Contó hasta sesenta y luego quitó la toalla.

Otets aspiró un grito ahogado. Su esclerótica estaba abultada y enrojecida — se le habían reventado algunos pequeños vasos sanguíneos en los ojos. Sus hombros se elevaron.

“¿Cuál es el complot?” preguntó Reid de nuevo. “¿Cuál es la conexión?”

Otets le miró con ira, con los dientes apretados y respiraba siseando. Aún así, no dijo nada.

“Como tú quieras”. Reid colocó la toalla sobre su cabeza de nuevo, apretándola con fuerza. Otets gruñó e intentó golpear, pero no podía moverse. Reid vertió el agua. Otets estaba amordazado y se ahogaba bajo la toalla.

Reid contó de nuevo, mirando a la pared. No quería que el recuerdo de lo que estaba haciendo quemara en su mente — pero la visión llegó de todas formas.

Un sitio negro de la CIA. Un cautivo, atado a una mesa con una ligera inclinación. Una capucha sobre su cabeza. Agua, vertiendo. Sin detenerse. El cautivo se golpea tan fuerte que se rompe su propio brazo…

Se estremeció y volvió a quitar la toalla. Otets aspiró un profundo y tembloroso aliento. Pequeñas manchas de sangre venían con su exhalación; se había mordido la lengua.

“Ambos sabemos”, balbuceó Otets, “que no saldré de esta cabaña con vida”.

“Tal vez no”, dijo Reid. “Pero tenemos horas hasta la mañana. Podemos hacer esto una y otra y otra vez. Y esto se puede poner, mucho peor. Me dirás lo que quiero saber. Depende de ti cuánto tiempo lleve”.

Otets tragó y se estremeció. Miró al techo. Estaba pensando — y Reid sabía que aunque fuera un asesino, aunque fuera un terrorista, todavía había un hombre sensato ahí dentro. Sabía que Reid tenía razón.

“Yuri usó la palabra ‘conglomerado’”, dijo Reid con calma. “¿Qué quizo decir con eso?”

Otets no dijo nada. Reid volvió a hacer un gesto con la toalla.

“¡Espera!” gritó roncamente. “Espera”, Otets respiró un poco. “Somos… muchos”, dijo al fin. No se fijó en la mirada de Reid, pero continuó mirando el techo. “Una vez fuimos independientes unos de otros, trabajando dentro de nuestras propias regiones y países. Nos llamábamos a nosotros mismo libertadores y activistas. Ustedes nos llaman extremistas, fanáticos y terroristas”.

“¿Qué significa eso de, muchos?” preguntó Reid. “¿Hablas de diferentes facciones, células, trabajar juntos?” De repente, las palabras del jeque volvieron a pasar por su mente: “Hubo otras conversaciones sobre los planes, pero estaban en Alemán, Ruso… ¡No entendía!”

“Unificados”, dijo Otets, “bajo Amón”.

“¿Amón?” repitió Reid. “¿Quién es Amón?”

Otets se burló. “Amón no es un quién. Amón es un qué. Como te dije, cada uno de nosotros sólo sabe lo suficiente para mantenernos involucrados. Amón promete un nuevo mundo. Oportunidades para todos. Amón nos ha reunido”.

Reid agitó la cabeza. Ese nombre, Amón, despertó algo en su memoria — pero no sus nuevos recuerdos como Kent Steele. Estaba en su mente académica, el lado del Profesor Lawson. “¿Estás hablando de Amón-Ra? ¿El dios Egipcio?”

Otets sonrió maliciosamente. “No sabes nada de Amón.”

“Ahí es donde te equivocas” Él sabía de Amón, o Amón-Ra, como se llamaba al antiguo dios Egipcio después de que el Reino Unido se estableció. Pero el dios tenía una historia mucho antes de eso. Reid no tenía idea de si este dios Amón tenía algo que ver con lo que Otets estaba describiendo, pero su cerebro se estaba agitando.

“Amón comenzó como una deidad de poca monta en la ciudad de Tebas”, dijo Reid. “A medida que la ciudad crecía, también lo hacía la influencia de Amón. Finalmente Tebas se convirtió en la capital del imperio y Amón, a lo largo de los siglos, fue aclamado como el ‘rey de los dioses’, un creador, muy parecido al Zeus de los Griegos. A medida que Egipto crecía, la deificación de Amón absorbió a otros dioses, como al dios Tibetano de la guerra, Monthu, y al dios del sol Ra… de ahí su rebautizado homónimo en el Nuevo Reino como Amón-Ra”.

“La decimoctava dinastía de Egipto trajo algunos cambios al régimen de Amón. El faraón Amenhotep IV trasladó la capital de Tebas, y promovió un culto monoteísta a un dios llamado Atón, junto a muchos cambios gubernamentales estrictos que les quitaron el poder a los sumos sacerdotes de Amón. No duró mucho; inmediatamente después de la muerte de Amenhotep, los sacerdotes borraron el nombre del faraón de la mayoría de los registros, revocaron sus enmiendas burocráticas y restauraron la adoración a Amón”.

“Incluso convencieron al nuevo faraón, el hijo de Amenhotep, a cambiar su nombre a Tutankamón — que literalmente significa ‘la imagen viviente de Amón’”.

“Por más de dos mil años Amón fue la deidad más elevada de Egipto, pero lentamente su influencia fue decayendo a medida que el Cristianismo y el Imperio Bizantino se esparció. Es decir, hasta alrededor del siglo VI, cuando el último ‘culto de Amón’, como se les conocía antes, se extinguió”.

Reid sonrió un poco, habiendo llevado proverbialmente a Otets a la escuela. La breve charla le había hecho sentir un poco más parecido a Reid Lawson de nuevo — y, curiosamente, le había parecido casi extraño. Hizo una nota mental para que se mantuviera cauteloso al respecto.

Altersbeschränkung:
16+
Veröffentlichungsdatum auf Litres:
10 Oktober 2019
Umfang:
431 S. 2 Illustrationen
ISBN:
9781640299504
Download-Format:
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Erste Buch in der Serie "La Serie de Suspenso De Espías del Agente Cero"
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