Yo fui huérfano

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HÉCTOR RODRÍGUEZ

Yo fui huérfano
Mis vivencias en los asilos


Rodríguez, Héctor Yo fui huérfano : mis vivencias en los asilos / Héctor Rodríguez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2320-4

1. Autobiografías. I. Título. CDD 808.8035

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com

ÍNDICE

1  1) MI INFANCIA

2  2) MI NIÑEZ

3  3) LA PUBERTAD

4  4) LA ADOLESCENCIA

5  5) LA JUVENTUD

Landmarks

1 Table of Contents

DEDICATORIAS

Siempre escuchaba de mis mayores que en la vida debíamos cumplir tres premisas, plantar un árbol, criar un hijo y escribir un libro.

Yo cumplí holgadamente con las dos primeras, faltaba la tercera que, increíblemente fue la que más me costo, no soy escritor, ni sabía como hacerlo.

Tengo un gran respeto y admiración por ellos y no me parecía serio que lo intentara.

Al final me animé a escribir esta obra con lo poco que pude recopilar sin tener certeza que fuese aceptada por algún lector.

Es indudable que habré cometido varios errores, en la sintaxis y la forma de narrar, ya había ocurrido con las premisas anteriores, ¿quién está exento de ellos?.

De todos modos, la idea es, cumplir con la última y, además, dedicarles este testimonio a las personas más cercanas que tanto quiero, y, por qué no, a los “niños” hoy mayores que han pasado por la misma situación.

Comienzo por mi querida y amada esposa “Haydecita” que siempre fue una leal e incondicional compañera. Mis hijos “Marcelito y Andrecito” a quienes adoro con todo el corazón. Mis nietos “July, Prisci y Sebas” que son la luz de mis ojos. Mis dos queridas nueras “Vicky y Nati”, divinas compañeras de mis hijos. “Estela” (la “pochita”), hermana de sangre que me quiso desde siempre. Mis dos hermanos adoptivos “Nilda y Luisito” a quienes les debo mucho haberme aceptado en su hogar junto a “María y Pedro”, sus padres que me recibieron con un cariño inigualable.

A todos ellos, gracias, gracias, muchísimas gracias por tanto amor.

INTRODUCCIÓN

Siempre me hice las preguntas que todos los mortales alguna vez nos hemos hecho: ¿quién creó el mundo, el universo?... ¿qué es la vida?… ¿por qué estamos?... ¿para qué vivimos?… ¿cuál es la razón de existir?… Antes de nacer, ¿permanecíamos en algún otro lugar?… ¿o simplemente no existíamos?… ¿por qué morimos?… y después de morir, ¿a dónde vamos?… ¿seguimos existiendo de alguna otra forma?… ¿o desaparecemos para siempre?…

Desde luego, he leído muchas opiniones al respecto, algunas de origen científico, filosófico y otras de origen teológico, pero ninguna ha sido tan convincente para mí.

¿A qué vienen estos interrogantes? —Precisamente a relacionarlos con la historia de esta biografía personal, la que iré desarrollando en cada etapa y ver si, de alguna manera, puedo encontrar ahí la respuesta a ellos, los que en varias ocasiones y por distintos motivos los repetía frecuentemente.

Todos tenemos grandes recuerdos de nuestra infancia, pero nadie, que yo sepa, rememora el momento justo de su nacimiento, ni siquiera de su primer año de vida.

Con mucho esfuerzo algunos comienzan a recordar experiencias vividas a partir de los dos años de edad, tal vez existan bebés genios que sí puedan hacerlo antes de ese tiempo, pero son la excepción.

Sin embargo, a lo largo de varios años, percibí haber estado presente en algún lugar un tiempo antes de cumplir los dos años de edad.

En mi memoria surgía una y otra vez el recuerdo de estar sentado junto al cordón de una vereda, en un lugar determinado, que no podía precisar, y a mis espaldas existían varias casas entre las cuales, supongo, estaba la mía

¿Y por qué destaco este hecho?, en un momento dado, un coche negro que se desplazaba por la calle se arrimó al cordón en dirección hacia mí, para estacionar unos metros antes de donde me encontraba yo sentado.

En aquella época, año 1941, todos los coches conocidos, marca Ford, o Chevrolet, eran de color negro y sólo lo tenían personas con mucho dinero porque naturalmente recién comenzaban a fabricarse, eran importados, muy caros y no estaban al alcance de cualquiera.

Claro, hay que pensar que yo tenía 1 año y medio aproximadamente, pero no más de dos, por supuesto a esa edad ya sabía caminar bastante.

¡Qué miedo y susto me pegué al ver acercarse esa cosa negra sobre mí!…

Así lo interpretaba yo, me levanté del cordón como un resorte y corrí presuroso a buscar refugio contra la pared de la casa que tenía detrás de mí, estuve un rato ahí petrificado y respirando profundamente sin entender absolutamente nada de lo que había pasado.

Pensé que me quería llevar “puesto” —defensa propia—, ya tenía “instinto de supervivencia”.

Eso me marcó para siempre porque era la pregunta de rigor que me hacía permanentemente, ¿dónde había ocurrido ese hecho a tan temprana edad?…

Mucho tiempo después encuentro la explicación, que no voy a adelantar ahora porque está en la narrativa de la etapa “Juventud”.

Tengo que aclarar que la “terminología” que voy a emplear en el relato, va a ser la auténtica, la que utilizábamos todos los internados e incluso algunos superiores en ese momento, para no desvirtuar su esencia, por ello pido mil disculpas a los lectores si les resulta soez, grosero.

El lenguaje común entre los chicos internados era ese y yo no podía ser la excepción.

1) MI INFANCIA
EL ASILO LASALAS Y RIGLOS - MORENO
MIS COMIENZOS

Yo diría que mi vida real comienza a partir de los recuerdos que tengo de diversos sucesos y en forma sostenida, desde los dos años de edad, en ese entonces corría el año 1942, pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, a partir de ahí puedo narrar con muchos detalles cada momento de mi vida, no los voy a precisar a todos porque esto se haría demasiado extenso.

Estaba sentado en una camilla de una enfermería llorando como un marrano mientras una enfermera que me atendía gritaba:

—¡Callate, guacho de mierda, o te voy a poner un trapo en la jeta!…

Desde luego, yo todavía no sabía hablar muy bien, pero entendí perfectamente lo que decía, su asquerosa mirada lo expresaba todo. Le clavé mis ojos llenos de lágrimas de manera furibunda como queriendo retrucarle:

—¿Por qué no te vas al carajo?...

Esos términos yo aún no los conocía, pero esa era mi intención.

¿Qué había ocurrido?…

Luego me enteré que en el muslo superior de la pierna izquierda tenía un flemón que se estaba infectando por la enorme cantidad de tierra acumulada de tanto arrastrarme por todo el piso sucio.

Y veía cómo esta “desgraciada” me apretaba para sacar todo el pus que se había juntado, después agregaba agua oxigenada, tintura de iodo y crema cicatrizante, finalmente una gasa y venda alrededor de la pierna superior. Hoy todavía tengo la cicatriz y cuando la miro me recuerda ese momento.

Desde luego, las celadoras me llevaron varios días a la enfermería para curarme hasta que finalmente lo lograron.


Dos años de edad – Riglos - 1941

Desde chico fui muy travieso, como todos los de esa edad, me encontraba acompañado por otros compañeritos pequeños como yo, de dos a cuatro años a lo sumo, jugábamos a cualquier cosa, nos agarrábamos, nos peleábamos y muchas veces recibíamos cachetadas de las celadoras que nos decían:

—¡Portate bien, desgraciado!...

Curiosamente, por alguna razón, yo no extrañaba a mi mamá ni a mi papá, porque en realidad no tenía ni noción de dónde estaba. Es como si mi conciencia o mi mente tomaran como natural esa situación.

LA MÁQUINA DE VAPOR

Cuando tenía tres años, en las vacaciones de ese verano, junto con otros diez o quince chicos, muy tempranito, nos subieron a un colectivo de esa época, que era pequeño, más parecido a una combi de ahora y después de un largo recorrido nos encontramos en la estación Constitución.

Por supuesto, voy a adelantar algunos detalles, de los cuales me enteré mucho tiempo después, para que el lector pueda ubicarse en el tiempo y espacio del que estoy narrando.

Había estado internado en la Casa Expósitos, que supongo, era la antigua Casa Cuna, y dependía de la Sociedad de Beneficencia de la Capital, desde ahí fuí trasladado al Instituto de Asistencia Infantil Mercedes de Lasalas y Riglos, más conocido como “El Asilo”, ubicado en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires.

 

Frente al Asilo circulaba la ruta 7 que va desde la Capital Federal hasta la provincia de Mendoza, y a la par también corría el ferrocarril Sarmiento.

Es lógico imaginar que yo a los dos años de edad era simplemente un “muñeco” al que trasladaban de un lado para el otro sin tener la menor idea de lo que pasaba.

Continuando con el relato anterior, ahí en la Estación Constitución, por el ferrocarril Roca, nos tenían que llevar hasta Mar del Plata, nos hicieron esperar un rato, mientras tanto mirábamos una máquina de vapor, negra, grandota, enorme, con varios vagones de pasajeros que permanecía estacionada en el andén.

De repente, la máquina de vapor comenzó poco menos que a “aullar” tocando el pito a todo lo que da y largando una columna negra de humo por la chimenea, parecía una bestia enfurecida que hacía un escándalo aterrador.

—¡Uy, mama mía!…

¡Qué “julepe” nos pegamos todos los chicos que estábamos esperando en ese lugar!...

Jamás habíamos visto semejante animal, a tal punto que salimos corriendo despavoridos y a los gritos sin saber a dónde ir. La celadora que nos cuidaba también se asustó, pero no de la máquina sino del desparramo que hicimos en la estación entre toda la gente que también esperaba tomar el tren en el andén.

MI PRIMER VIAJE EN TREn

Las cosas se fueron calmando y subimos al tren, teníamos un vagón para nosotros solos, a todo esto, eran como las ocho de la mañana cuando el tren empieza a moverse; fue la primera vez en mi corta vida que viajaba en un vehículo tan largo y que metía tanto ruido. El viaje fue larguísimo, aunque no demasiado aburrido, todos nos entreteníamos mirando por las ventanas del tren las grandes extensiones de campo y sembradío que, para nosotros, pequeñas criaturas, eran una gran novedad. Por momentos veíamos una enorme cantidad de vacas pastando y moviendo la cola, cruzar alguno que otro río y puentes de gran tamaño y también cada tanto nos acompañaba la ruta dos; no circulaban prácticamente vehículos como coches o micros, sólo algún que otro camión. Desde luego, todavía Mar del Plata no era una ciudad netamente turística como lo fue más adelante.

En el verano, ahí iba la gente “cheta”, de mucha plata, que tenía grandes mansiones que ocupaban una manzana en el famoso barrio Los Troncos; de hecho, cuando cumplí catorce años, tuve oportunidad de conocer ese barrio y quedé extasiado de lo hermoso y fastuoso que era.

Siguiendo con el viaje, el tren paró en dos o tres lugares a los que llamaban “estaciones” y aprovechábamos para bajar y estirar un poco las piernas.

Al mediodía nos dieron el almuerzo, era un sándwich de milanesa con una taza de agua fría, no conocíamos ninguna otra bebida, como gaseosas, cerveza, vino, etc.

Al fin llegamos a Mar del Plata, eran como las seis de la tarde y nos estaban esperando con un colectivo al que lo llamaban “bañadera” porque efectivamente tenía esa forma; desde las ventanas para arriba y todo el techo lo cubría una lona gris claro.

Este colectivo nos llevó desde la estación hasta el Instituto Unzué, quedaba aproximadamente entre lo que hoy es la avenida Martínez de Hoz y la avenida Constitución, justo frente al mar.

Por supuesto todo era camino de tierra, solo había asfalto en la parte céntrica de la ciudad que de por sí recién comenzaba a prosperar como lugar turístico; no tenía edificios altos y no sé si ya existía el famoso casino.

El Instituto estaba ocupado por monjas y algunas nenas que eran atendidas por ellas, a nosotros nos habían reservado dos salitas para dormir, una cocina, comedor, baños y un amplio patio central con una gran palmera en el centro.

Jamás me olvidé de esos detalles, por eso los menciono, para mí era algo totalmente nuevo y por supuesto para todos mis compañeritos. De hecho, muchísimos años después volví a entrar a ese Instituto e increíblemente estaba exactamente igual, tal vez algo deteriorado, pero nada cambió, ya no había monjas, sólo algunos chicos correteando en ese lugar y seguramente alguna celadora cuidándolos.

CONOCIENDO EL MAR

Al día siguiente, nos levantaron tempranito, desayunamos y luego nos dieron una malla o pantaloncito de gamuza o lanita color azul para colocarnos, no sé bien qué tela era y además una batita de toalla tipo salida de baño para cubrirnos el cuerpo.

Claro, se trataba de que nos iban a llevar al mar, algo que para todos nosotros era la primera vez en la vida que lo conoceríamos.

Desde el Instituto cruzamos la calle de tierra y en la vereda opuesta se desplegaba una escalera de madera que bajaba hasta la playa, estábamos sobre una gran barranca muy por arriba del mar, cuando empezamos a bajar, realmente nos dio mucho miedo, no era demasiado segura, a algunos escalones se los notaba bastante destruidos, pero al final llegamos a la arena.

De ahí, se divisaba el mar a una distancia bastante importante.

¡Mmm...¡

¡Qué fragancia intensa!... El aroma especial que todos percibíamos de esa mezcla de arena con agua salada del mar con olor a peces, más una suave brisa que corría con el sol acariciando nuestro cuerpo, me quedó grabado para siempre en la memoria.

¡Qué sensación inigualable de placer y bienestar!... era algo mágico, sobrenatural, a tal punto que, inesperadamente, mi mente comenzó a divagar, sentía que ya había estado en un lugar así, increíble, no entendía nada; eso es disfrutar de la naturaleza, no te podés olvidar jamás.

Posteriormente, toda vez que tuve oportunidad de ir nuevamente al mar en cualquier lugar que fuese, volver a percibir ese aroma me remontaba a este primer momento de mi vida cuando conocí el mar.

EL HELADO

También fue aquí donde probé por primera vez el sabor de un helado de crema.

Resulta que unas de las tardes bastante calorosas, permanecíamos sentados en el patio central del Instituto, no fuimos al mar porque había muchas nubes y la celadora tenía miedo que pudiera llover y no sea cosa que nosotros estemos en la playa, hecho que era muy común que eso ocurriera

No sé dónde lo compró, pero la celadora estaba comiendo un helado en esos vasitos que también se pueden comer, y mientras tanto nos miraba cómo nos portábamos nosotros.

Lo hacía con una cucharita de madera cuyo uso antes era común, yo sentadito y callado la observaba atentamente y con muchísima curiosidad, no sabía qué cosa saboreaba, se ve que le dio lástima mi actitud porque atinó a darme una cucharadita con helado. —

¡Sentí una sensación en mi boca tan particular!…

Mi lengua y el paladar se enfriaron de golpe y el sabor a crema y vainilla, que jamás había probado, me dejaron estupefacto, no lo podía creer, pero sólo me dio una, me quedé con las ganas de seguir comiendo helado porque la celadora terminó tomándoselo todo, pasó mucho tiempo para que volviese a probar lo que era un helado.

Las vacaciones en Mar del Plata llegaron a su fin, habremos estado un mes, luego retornamos al Instituto, no recuerdo cómo fue el regreso, sólo que me di cuenta cuando me desperté al día siguiente en el Asilo, habíamos comenzado la rutina de siempre.

En la mañana temprano nos levantaban, íbamos al baño a higienizarnos, habitualmente lo hacían las mismas celadoras porque nosotros éramos muy torpes y mojábamos todo el baño.

De ahí a tomar el desayuno, que consistía en una taza de lata en cuyo interior contenía mate cocido cortado con algo de leche y acompañado con un pedazo de pan bastante viejo, no te servían otra cosa, además teníamos hambre y no mirábamos lo que nos daban, lo comíamos igual.

EL CHOCOLATE

Era costumbre que, antes de tomar el desayuno, una vez por mes, la celadora preguntara en voz alta:

—¿Quién cumple años este mes?…

Por supuesto, algunos levantaban la mano, tal vez ni siquiera sabían cuándo cumplían años, yo era uno de ellos, pero la mano la levantaba todos los meses el día que la celadora hacía esa pregunta.

—¿Qué pasaba ese día tan especial?…

A todos los que cumplían años ese mes, los separaban en una mesa del comedor y les servían chocolate con leche acompañado de unas riquísimas masitas.

—¡Por Dios, eso no me lo podía perder!…

Por eso levantaba la mano todos los meses, lo extraño era que las celadoras no se daban cuenta de que yo levantaba la mano siempre, o al menos eso creo yo.

Tal vez se hacían las otarias para dejarme disfrutar de tan hermoso momento, al fin y al cabo, a ellas no les costaba nada.

En cierta oportunidad, junto con otro compañerito que era más loco que yo, nos metimos en la cocina, que era pequeña y se encontraba a continuación del comedor, ahí guardaban todos los alimentos de consumo inmediato que traían de la cocina mayor, la que abastecía a todo el Instituto.

Por suerte, la celadora no estaba en ese momento, así que aprovechamos a revisar y hurguetear en todos los cajones y también en las alacenas que no eran muchas, fue grande nuestra sorpresa cuando encontramos varios paquetes con barras de chocolate, eran las que nos daban los fines de mes con motivo de nuestro cumpleaños.

— ¡Qué festín nos hicimos!… mi compinche me decía:

— ¡Tomá, aquí hay más!... Teníamos que dejar algunas para que la celadora no se diera cuenta.

Comimos a rabiar, las barras eran gruesas y grandes y nos habremos mandado cinco o seis cada uno.

—¡Qué bestias!… ¡qué estómago de fierro teníamos!...

Era la primera vez que comía chocolate puro y negro, la marca del chocolate hoy sigue en vigencia, todos la deben de conocer, sólo que ahora vienen más finitas y menos barras en cada envase.

Es una manera de cobrarte lo mismo por menos cantidad.

LOS CASTIGOS

Era costumbre que, cuando pasaba la celadora cerca de nosotros, levantásemos el brazo para cubrirnos de algún “cachetazo” que pudiera venir, ellas no te avisaban, si estabas cometiendo alguna falta, ahí nomás te zampaban uno sin ningún miramiento ni aviso previo, ibas a parar al piso y sobre la marcha te gritaban:

—¡Parate, guacho de mierda!…

—¡Te voy a dar a vos hacerte el gracioso!…

Había varios tipos de castigos, todo dependía de la celadora que estaba ese día.

Algunas te ponían en penitencia en un rincón del salón, mirando hacia la pared durante largo rato, y guay de moverte de ahí.

Otras te daban tremendas palizas que te dejaban desecho por un buen rato, además de insultarte en todos los idiomas.

Pero la peor de todas, al menos para mí, era cuando nos teníamos que bañar, ellas se encargaban de hacerlo, uno por uno, porque naturalmente nosotros todavía éramos muy chicos y no sabíamos bañarnos solos.

Las muy “guachas” iban llamando de a uno, mientras el resto esperaba afuera en un pasillo.

—¡González!…

Él iba al baño, le sacaba toda la ropa y ya tenía la bañera llena de agua, ahí metía a cada chico y lo enjabonaba y refregaba con un trapo, en ese entonces no había esponjas, después lo enjuagaba bien, lo secaba y le volvía a poner la ropa mandándolo al pasillo.

El problema era cuando el chico que llamaba había cometido una falta de conducta, que para ellas cualquier travesura merecía un castigo.

—¡Martínez!…

—A éste, directamente lo agarraba de los pelos, le quitaba la ropa, lo tomaba de los dos pies y las manos y lo zambullía en la bañera ahogándolo por varios segundos que se hacían interminables, lo único que podía hacer era patalear desesperadamente porque si gritaba se tragaba toda el agua, mientras escuchaba:

—¡Vas a aprender a portarte bien, desgraciado!…

Cuando alcanzaba a sacar la cabeza del agua, atinaba a gritar…

—¡Me voy a portar bien!

—¡Me voy a portar bien!, qué… gritaba ella y lo volvía a meter debajo del agua.

Cuando volvía a sacarle la cabeza del agua tenía que decir:

—¡Me voy a portar bien, señorita!…

Recién ahí, lo enjabonaba, lavaba y secaba, ponía la ropa y continuaba amenazándolo que volvería a ahogarlo la próxima vez que se portara mal.

Yo recibí dos o tres veces ese castigo y puedo asegurar que no se lo deseo a nadie.

 

Nunca entendí qué era “portarse mal”; ¿acaso era charlar, reírse, correr, saltar, esconderse, y todas las cosas que hacen los nenes de esa edad?…

Bueno, un rotundo SÍ para las celadoras, eso era considerado “mala conducta”, sólo se podía hacer cuando ellas lo permitieran, así que “cuidadito con portarse mal”, era una desobediencia y como tal merecía un castigo.

Y desde luego, tenían un horario para permitir “jugar” a los chicos, fuera de él, la boca cerradita, nada de muecas y estar sentadito o paradito sin moverse del lugar, esa era la disciplina que nos imponían, así que nos teníamos que acostumbrar, obedecer si no queríamos ligar una paliza.