Yo fui huérfano

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LOS BENEFICIOS

Esa estrategia comenzó a dar sus beneficios, yo ya era mirado de otra manera por las celadoras, por empezar, a la hora de comer, recibía una porción mayor que mis otros compañeros, y siempre la mejor parte, especialmente cuando el menú era más rico que lo habitual.

En el postre siempre me servían el doble de los demás, si por ahí me mandaba una “cagada”, es decir me portaba mal, hacían la vista gorda, tal vez me llamaban la atención y nada más.

Además, en el momento de cambiarnos la ropa personal, elegían la mejor para mí, es decir que no estuviese rota, manchada o algo por el estilo, desde luego, en el caso que me llamasen para “colaborar en la limpieza”, yo no tenía que fallarles.

Pero por supuesto eso me trajo otros beneficios posteriores, es decir, yo hacía la diferencia, se trataba de pasarla lo mejor posible ante una situación en donde el destino me puso sin saber por qué.

LA HERMANA SOR ERNESTA

En el asilo, cada tanto venían a los pabellones unas monjas que nos hablaban de manera muy dulce y agradable, nosotros no estábamos acostumbrados a ese lenguaje tan enternecedor y, además, como si fuera poco, se acercaban y nos acariciaban la cabeza halagando nuestros ojos y demás, también hacíamos juegos infantiles corriendo, saltando y ellas participaban con nosotros muy alegremente.

En nuestro pabellón siempre concurría la misma monja, se llamaba “sor Ernesta”, era alta, gordita y extremadamente buena, se quedaba con nosotros alrededor de dos horas varias veces por semana, todos esperábamos ansiosos que viniera porque nos sentíamos muy a gusto con ella y sus caricias eran infaltables.

—¡Qué bien nos hacía!… acostumbrados a las “palizas de las celadoras”.

Por desgracia, un día nos enteramos que la hermana sor Ernesta había fallecido, no podíamos creerlo, a nuestra edad, todavía no teníamos claro qué significaba eso.

Pero nos llevaron a la capilla y ahí encontramos mucha gente, en el centro vimos un cajón muy lustroso y en su interior estaba ella como dormida plácidamente, pero sin moverse para nada.

No sé, pero nuestro instinto nos hizo entender que ya no la veríamos nunca más.

Pasamos en fila india por al lado del féretro y la miramos con ternura, no nos permitían tocarla

Igual no lo hubiéramos hecho porque sentíamos una “cosa rara”, “algo extraño”, no respiraba y estaba muy blanca, después nos enteramos que la palabra “fallecer” significaba “morir”.

OTRA DUDA

Yo pensaba en ese momento, que, si existiese el “cielo”, seguramente ella estaría allí, porque en verdad se lo merecía, eso es lo que ya nos había inculcado el “cura” las veces que fuimos a la capilla y daba el sermón, nos llevaban muy seguido para asistir a la santa misa y de paso adoctrinarnos sobre la religión.

Mucho tiempo después me hacía la siguiente pregunta:

¿El cielo está arriba? ... porque el cura, cuando lo decía, señalaba para arriba.

¿Y el infierno está abajo?... porque también el cura señalaba para abajo.

¿O sea que el infierno estaba debajo de la tierra, más precisamente en su centro? ...

Todo esto tenía su aparente lógica porque, si mirabas para arriba, los días soleados, el cielo se veía hermoso, celeste.

En cambio, del centro de la tierra, muy a menudo, salían bocanadas de fuego por unos boquetes llamados volcanes, o sea, había mucho fuego en el centro de la tierra y siempre nos dijeron que el infierno estaba lleno de fuego.

Entonces el “purgatorio” …

¿Dónde estaba?...

Por simple razonamiento debería estar entre medio de los dos, sobre la misma tierra que es donde vivimos todos nosotros.

¿Significa eso que ya nacemos en el purgatorio?... difícil respuesta, ¿no?... esto da para largo, lo iré desarrollando más adelante.

PRIMERO INFERIOR

Ya había cumplido seis años, no solamente yo, sino también otros compañeritos míos con los cuales siempre jugábamos juntos, éramos como siete u ocho, en los primeros meses del año comenzaron a darnos clase de actividades manuales.

Como colorear dibujitos de animales, casas, paisajes, flores, etc., para lo cual nos proveían de lápices de colores, cuadernos y los referidos dibujitos sin colorear.

En un salón grande al que llamaban aula, venía una maestra jardinera y nos daba todos los detalles de cómo hacer cada cosa.

No nos enseñaban ni a leer ni a escribir, eran nuestras primeras artes en lo que se llamaba “la primaria” y al que le decían “primero inferior”, nosotros ignorábamos completamente de qué se trataba, simplemente obedecíamos órdenes y además nos pareció algo nuevo y muy atractivo.

Ahí comenzaban a destacarse nuestras primeras dotes de artistas en el coloreado de los dibujitos, nuestra precisión en no sobrepasar las líneas negras de ellos.

Además, nos proveían de tijeritas cortas para recortar animalitos, flores, casitas, etc., que traían en distintas cartulinas y también a pegar papelitos de colores con engrudo hecho en un frasquito con harina y un poco de agua.

Dentro de todo era bastante entretenido, estuvimos casi el año entero haciendo eso, cada tanto nos llevaban a pasear por los jardines del asilo y nos enseñaban las flores mencionando sus nombres:

—Esto es una rosa, aquello una margarita, esos que ven allí son tréboles, aquellos árboles altos se llaman eucaliptos y les sacaban algunas hojas para sentirles el olor tan especial que tenían.

MI PRIMERA COMUNIÓN

Dentro de ese mismo año (1946) que cursaba el “primero inferior” de la primaria, un determinado sábado, después de tomar la merienda, antes de dar la orden de ir a jugar, la celadora comenzó a llamar a varios chicos por sus apellidos, la costumbre de siempre.

—¡Alderete, González, Fernández, etc.!… y por supuesto estaba yo incluido.

Éramos el mismo grupo de chicos, aquellos que ya teníamos los seis años de edad y que por suerte nos llevábamos muy bien, todos muy amigos que nos apoyábamos permanentemente en muchas “fechorías”.

Nos miramos sorprendidos

—¿Qué pasa ahora?...

—¡Los demás salgan a jugar al patio central!… —ordenó, y así lo hicieron.

—¡Ustedes vayan arriba y esperen ahí!…

—Arriba estaba el dormitorio y además un gran armario donde guardaban la ropa limpia, subimos la escalera murmurando entre nosotros y ahí nos quedamos un ratito, de inmediato llegó la celadora.

—¡Sáquense esa ropa sucia!…

—Y ahí nomás empezó a buscar ropa limpia del armario que básicamente consistía en unas camisas a rayas y pantalones cortos color gris.

—¡Tomá vos, vos, vos!… y así hasta completar a todos.

Como a esa edad no había mucha diferencia en nuestros físicos, cualquier ropa que te dieran daba igual, todas te quedaban bien.

De inmediato la celadora comenzó a explicarnos de qué se trataba todo ese preparativo, como yo expuse en sucesos anteriores, una de nuestras actividades era concurrir a la capilla para escuchar el adoctrinamiento del cura.

A tal punto que ya, todos los domingos, presenciábamos la celebración de la “santa misa”, por supuesto todavía no comulgábamos porque nos faltaba lo principal, confesarnos y precisamente después tomar la “primera comunión”.

—¡Mañana domingo se festeja el día de San…¡no recuerdo qué santo era porque justo me distraje conversando con otro compañerito y siguió diciendo:

—¡Por lo tanto van a tomar la “primera comunión”!…

Todos nos miramos perplejos, no lo podíamos creer, ya había llegado el día de ese extraordinario acontecimiento.

—¡Para eso es necesario que primero confiesen sus pecados con el padre!…

—¡Ustedes ya saben qué significa confesarse porque el padre ya les enseñó!…

Claro, qué fácil es decirlo, la cuestión es hacerlo, nos habían dicho que “pecado” era decir malas palabras, mentir, pegarle a un compañero, no hacerles caso a las órdenes impartidas por la celadora, etc., etc., etc.

Y después de confesarse no debías cometer ningún pecado porque, si comulgabas, cometías un “sacrilegio”, que era un “pecado gravísimo”.

¡Uf, qué difícil era no pecar!…

—¡Ahora van a venir conmigo hasta la capilla porque el padre los está esperando para que se confiesen y mañana a primera hora puedan tomar la primera comunión!…

—¡Pero ojo después con volver a pecar antes de comulgar, eh!…

—¡Sí, señorita!, —respondimos a coro.

Dicho y hecho, nos trasladamos por el extenso pasillo del edificio y llegamos a la capilla donde, efectivamente nos estaba esperando el padre, nos arrodillamos y después de rezar algunas oraciones nos hizo pasar uno a uno por el confesionario, algo que ya conocíamos pero que nunca lo habíamos usado, en cuyo interior se metió el Padre y cada uno debía inclinarse en un costado frente a una ventanilla cerrada con ranuras o agujeritos.

Ahí “confesabas” todos los pecados mientras el padre escuchaba del otro lado.

Cuando me tocó a mí, no sabía por dónde empezar, ¡eran tantos los pecados que tenía!…

—¡Ya hacía seis años que venía pecando!… y esta era la primera vez en mi vida que me confesaba, me imagino que a los otros les habrá ocurrido lo mismo.

—¡Dije muchas malas palabras!…

—¡Me burlaba de la señorita!…

—¡Me peleaba con fulano y zutano!…

Y no sé cuántos “pecados” más, la cuestión es que, cuando terminé, ya cansado, el padre me dijo:

 

—¡Hijo mío, Dios perdona tus pecados, pero no vuelvas a hacerlo más!…

En ese momento pensé:

¡Uy, a ver si se lo alcahuetea a la celadora y ésta me revienta a cachetazos!…

Pero no, después me enteré que la confesión era algo secreto que nadie se debía enterar, por último me dijo.

—¡Ve al banco y reza un padrenuestro y tres avemarías!…

Desde luego a todos nos decía lo mismo.

Ya con la conciencia tranquila, me tenía que cuidar de no volver a pecar, por lo menos hasta el día siguiente en que debía comulgar.

¡Qué difícil compromiso!…

¡Había tentaciones por todos lados!…

Y encima el resto del día se me hizo larguísimo, pero lo logré, no sé cómo la habrán pasado los otros compañeros que también estaban en la misma situación.

Al día siguiente, bien temprano, ya era domingo, nos levantaron y, en primer lugar, a los que debíamos tomar la comunión, nos dieron un uniforme espectacular, una camisa blanca y almidonada, pantaloncito corto azul marino y una especie de saquito mangas largas y solapa al cuello, haciendo juego con el pantalón, además corbata azul muy delicada, y para rematarla, un moño blanco muy sedoso colocado en el brazo izquierdo, supuestamente del lado del corazón, también zapatos negros de cuero muy brillantes y medias blancas.

Para comulgar, era obligatorio estar en ayunas, así que partimos del pabellón sin desayunar, acompañados por la celadora hacia la capilla, siempre por ese largo corredor interno, llegamos y nuestra sorpresa fue mayúscula cuando entramos en la iglesia, había flores por todos lados, velas encendidas y luces por doquier y además ya estaba llena de gente murmurando, que no sé de dónde salieron.

Muy coquetos con nuestra vestimenta nueva, fuimos trasladados por los pasillos internos de la capilla hasta llegar a los primeros bancos frente al altar, en cierto modo éramos los homenajeados porque tomábamos la primera comunión y todas las miradas estaban puestas en nosotros.

De pronto comenzó a escucharse una música suave y casi celestial y que hacía eco en todos lados de una manera singular, instintivamente casi todos miramos hacia arriba para ubicar de dónde llegaba esa hermosa melodía y pudimos ver en la parte superior, al fondo, un conjunto de barras o caños altos por donde salía el sonido.

Más tarde supe que a ese instrumento musical lo llamaban “armonio”.

Se empezó a escuchar una campanilla tocada por un “monaguillo” y detrás de él venía el padre vestido con un atuendo espectacular propio para esa ocasión.

Y ahí nomás se inició la santa misa, que a nosotros nos resultó familiar porque ya habíamos concurrido en otras ocasiones hasta que llegó el momento tan esperado.

El padre, con toda la liturgia y la ceremonia, levantó una copa grande, seguramente bañada en oro o algo así, porque brillaba como los dioses, y estaba llena de “hostias”.

Después de decir unas palabras en latín.

Aclaro que toda la misa, en esa época, se decía en latín, nadie entendía un pepino lo que oraba, incluso un gran libro llamado Las Sagradas Escrituras que tenía sobre el altar estaba escrito en latín y lo gracioso era que los monaguillos también respondían igual en cada ocasión.

Bajó la copa y se adelantó hacia nosotros mientras una celadora nos indicaba que debíamos arrimarnos en fila india a un reclinatorio frente al altar.

De fondo, nos acompañaba esa música celestial, la sensación extraordinaria que todos sentíamos en ese momento era indescriptible, evidentemente estábamos compenetrados en ese acto con total devoción.

El padre comenzó uno a uno a darnos la hostia, más o menos yo tenía idea de que era redonda, blanca, finita y relativamente pequeña porque la había visto en misas anteriores, desconocía su sabor.

Cuando me tocó a mí, saqué la lengua y sobre ella el padre apoyó la hostia, metí con cuidado la lengua en mi boca tratando de no lastimarla con mis dientes, que en ese entonces eran muy filosos, porque me habían dicho que estaba recibiendo el “cuerpo de Jesús”.

Ahí pude probar el sabor, era bastante agradable, se disolvió rápidamente y la tragué, respiré profundamente y como los demás retornamos a nuestro banco para orar.

El padre continuó dando hostias prácticamente a todos los presentes, así que ese acto tardó bastante en completarse.

Luego siguió con la misa hasta terminarla, por último, nos vino a saludar a nosotros, los que habíamos tomado la “primera comunión”.

Colocándonos a cada uno, el dedo pulgar de su mano en nuestra frente y diciendo:

—¡Dios te bendiga, hijo mío!…

—¡Amén!…

Esa acción me sorprendió porque ahí demostró el padre lo excelente persona que era y en cierto modo cómo nos apreciaba, era un “gran tipo”.

Cuando salimos de la iglesia, varios familiares de algunos chicos, que acompañaban a los presentes, fueron a saludarlos, abrazarlos, besarlos y todo eso.

Yo, junto con otros dos o tres más, observábamos desde lejos, ya estábamos acostumbrados a que nadie viniese a visitarnos, éramos los mismos “huérfanos” de siempre.

Posteriormente, estábamos sin desayunar, nos hicieron un agasajo extraordinario en un salón adornado con guirnaldas y diversas figuritas colgantes, para tomar un exquisito chocolate con leche acompañado de masas y muchas cosas ricas.

Nunca me olvidé de este momento porque fue muy especial, si se quiere, fue el primer agasajo importante en mi corta vida, incluyendo por supuesto el acto de tomar la “primera comunión”.

PLAZA DE MAYO

Durante el mismo año en curso, 1946, cierto día del mes de octubre, estábamos jugando “al don pirulero” con la maestra jardinera en el patio central del pabellón, todos sentaditos en el suelo, era de mañana con un sol radiante, de repente aparece la celadora acompañada con un señor vestido muy elegante con traje y corbata.

Como es lógico, todos detuvimos el juego y de paso los mirábamos a ambos, vimos cómo la celadora, mientras conversaba con el señor, señalaba con el dedo a González y a mí.

Tanto él como yo, nos mirábamos y girábamos la mirada hacia ellos sin saber de qué se trataba el asunto, de pronto nos hicieron seña para que fuéramos ahí y así lo hicimos.

El señor nos observó atentamente y asintió con la cabeza como aprobando la elección que la celadora había hecho, de inmediato trajeron dos uniformes de “granaderos” para probarnos.

Pantalón largo de una tela especial color azul con raya al medio, camisa blanca de poplín almidonada, una chaqueta especial como usan los granaderos, medias blancas y botas negras o borceguí, no sé qué era, ah, y también guantes blancos.

Como decía en otras oportunidades, el talle de esos uniformes nos cayó a la medida tanto a González como a mí, cosa que siempre ocurría con cualquier otra ropa que nos pusieran porque todos éramos de igual estatura.

Nosotros no entendíamos nada lo que estaba pasando, sólo obedecíamos órdenes.

Como ya era la hora de almorzar, nos rogaron que por favor no mancháramos los uniformes mientras comíamos, de todos modos, nos pusieron a los dos un delantal enorme para evitar cualquier salpicón de comida en nuestra ropa.

Parece que tenían mucho apuro porque de inmediato nos llevaron por los extensos pasillos internos de los pabellones mientras se iban agregando a nosotros otros chicos, también vestidos de granaderos hasta completar casi diez.

Bajamos las escaleras que están al frente de la Dirección y subimos a la famosa “combi” que nos estaba esperando ahí, nos acompañaban dos celadoras y el señor de traje que, después me enteré, era el director del Asilo.

En todos los años que estuve ahí, jamás lo vi, vaya contacto que tenía con los chicos, esa fue la primera vez.

En el Asilo no nos llevaban a pasear a ningún lado, salvo aquella primera vez que fuimos a Mar del Plata, y si lo hicieron en alguna otra oportunidad, honestamente no me acuerdo, por eso me extrañó mucho lo de este viaje.

La “combi” partió del Asilo hacia la ruta siete rumbo a la Capital Federal, en ese momento yo tenía seis años y me faltaba poco para cumplir los siete, por lo tanto, ya entendía bastante bien algunos eventos que ocurrían.

Mientras viajábamos, el director nos comentaba algo de ese viaje y el porqué de la vestimenta que teníamos puesta.

Llegamos casi de noche a la Capital Federal, como aún no conocía bien lo que era esa gran urbe, no sé cómo, pero lo cierto es que, en un momento dado, me encontraba junto con los otros compañeros al costado de la Casa Rosada, donde había gente a montones, gritando consignas de todo tipo.

Desde luego, todos estábamos como despavoridos, jamás habíamos visto una multitud de semejante envergadura.

Cerquita de nosotros había una banda de música que supongo era de alguna fuerza militar, porque estaban uniformados como nosotros, de pronto comenzaron a tocar los instrumentos musicales una especie de marcha que desconocíamos.

Nos pegamos un “cagazo” de aquellos porque el sonido de los tambores, bombos y clarinetes era tan estridente que nos aturdía por completo.

A la Plaza de Mayo, que estaba enfrente de la Casa Rosada, prácticamente no pudimos entrar, era tal la cantidad de gente que había que nos fue imposible penetrar.

De todos modos, el director del Asilo con las celadoras que nos acompañaban, nos iban trasladando, todos tomados de la mano para no perdernos, por distintos pasillos que nunca pude identificar.

Tampoco supe qué “pito” tocábamos nosotros con esos uniformes que teníamos puestos, era un desorden total.

Este suceso lo recuerdo tal como lo he narrado, tiempo más tarde me enteré que se trataba de una fecha muy especial para los trabajadores de todo el país: era el famoso 17 de octubre de 1945.

BREVE SÍNTESIS DE ESTA ETAPA

Si hago un balance de mi vida en estos primeros 6 a 7 años, podría decir que pasaron “sin pena ni gloria”, salvo algunos hechos puntuales, el resto fue pura rutina diaria.

Levantarse, higienizarse (la mayoría de las veces lo hacían las celadoras), desayunar siempre lo mismo – formar fila – jugar en el patio central del pabellón – lavarse las manos – almorzar – dormir la siesta – merendar – jugar – cenar e ir a dormir – al otro día lo mismo – de vez en cuando salíamos a pasear al parque o los eucaliptos chicos y grandes.

Claro, éramos criaturas y no percibíamos esas rutinas, nuestra mentalidad no llegaba para tanto, eso sí, si te portabas mal, o hacías alguna tontería, recibías flor de paliza cada vez que pasaba la celadora al lado nuestro, era inevitable levantar el brazo como para atajarnos de algún posible “sopapo”, nunca sabías por dónde venía el “viandaso”.

Eso nos enseñó a estar alertas y vigilantes contra el “enemigo”.

Una cosa quedó clara, desde que tomamos la primera comunión, era obligatorio ir todos los domingos a misa y comulgar, previa confesión mediante de no hacerlo, implicaba cometer un gran pecado, el famoso “sacrilegio”.

¡Uy, no!… nadie quería que eso ocurriera.

Llegó a tal punto la cosa que una vez, porque me descompuse y estuve largo rato en el baño, me perdí la misa.

La celadora me llevó caminando hasta la iglesia de los franciscanos, que quedaba muy retirado de ahí, para concurrir a la misa de ellos que empezaba más tarde que la nuestra, todo para que yo no cometiera el tan mentado “sacrilegio” por no asistir a la santa misa ese domingo.