Yo fui huérfano

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2) MI NIÑEZ
ASILO MARTÍN RODRIGUEZ - MERCEDES
EL TRASLADO

Ya estábamos en el verano de 1947, cierto día de enero, por la mañana, como siempre jugando en el patio, apareció la celadora con una lista y empezó a llamar a varios de nosotros por sus apellidos.

—¡González, Alderete, Ramírez!... etc., yo estaba incluido entre ellos, los que ya teníamos siete años de edad, nos cambió de ropa y luego fuimos a la Dirección del Asilo, en total éramos siete u ocho chicos, los mismos, como de costumbre.

Subimos al micro (combi) que nos estaba esperando y fuimos trasladados hasta otro lugar ubicado en Mercedes, nosotros no entendíamos nada, porque nunca te decían o anticipaban qué iba a ocurrir.

Seguíamos siendo unos “paquetes” que nos llevaban de aquí para allá, el micro estacionó en la entrada principal, frente a la Dirección de ese sitio y nos hicieron bajar. Ahí nos esperaba una mujer gorda y petisa, nuestra celadora le entregó una lista, donde figurábamos nosotros y la mujer empezó a llamarnos uno por uno mientras iba tildando en el papel.

De pronto el micro se fue con la celadora y nos dejó ahí solos con la mujer, nos miramos como diciendo:

¿Y ahora qué?... la mujer nos ordena:

—¡Esperen un momento ahí que ya los hago pasar!…

Por suerte el día estaba lindo, pero hacía bastante calor, ya serían las once de la mañana, desde la vereda miramos a nuestro derredor y vimos varias casas que estaban enfrente separadas por una calle ancha de tierra y al costado un alambrado que dividía a un gran terreno perteneciente al lugar señalado, adentro se veía una gran cancha de fútbol.

Al ratito, la mujer salió de la Dirección y nos hizo pasar adentro, ahí había un hall central, enfrente la capilla, a un costado un mostrador que sería la mesa de entradas y detrás unas oficinas.

El director no se encontraba, pero sí un fotógrafo, uno a uno fuimos pasando y nos iba sacando una foto tipo carné, evidentemente nos estaban “fichando”, hasta ahí, aun ignorábamos todo.


Siete años de edad – Mercedes – 1947

¡Qué estaba pasando!… los hechos se iban sucediendo uno tras otros.

¿Y nosotros?... Bien, gracias, o sea, seguíamos en “ascuas”.

A pesar de que de vez en cuando deslizábamos alguna pregunta, no nos daban bola, la mujer repetía:

—¡Guarden silencio!… esa era la respuesta, alguno que otro murmuraba:

—¡Che, no se puede preguntar nada, carajo!…

Al final de las fotos, ya eran las doce del mediodía, vino una celadora nueva que naturalmente no conocíamos y nos dijo:

—¡Formen fila de a dos y acompáñenme!…

Ya dentro de ese lugar, recorrimos unos patios amplios y pasillos internos hasta llegar al comedor general para almorzar.

Nunca había visto un recinto tan enorme, estaba lleno de chicos de distintas edades, celadoras por todos lados, mesas de mármol tremendas y bancos a todo lo largo, cubiertos y platos de lata como en Riglos, ventiladores de techo y el infaltable jarro de lata para tomar agua.

Nos sentamos en una mesa que habían preparado para nosotros los recién llegados y de inmediato trajeron un fuentón lleno de sopa.

—¡Por Dios!… cuando nos sirvieron esa sopa en los platos hondos de lata, era agua sucia con fideos cabellos de ángel flotando en su interior, ya estábamos acostumbrados a comer porquerías, pero no tanto, lo gracioso fue que todos nos mirábamos y pensábamos lo mismo.

¿A dónde fuimos a caer?… después no trajeron un guiso de lentejas, algo que yo detestaba, y de postre una compota de ciruelas.

LOS PABELLONES

Evidentemente, al poco tiempo comprendimos que nos habían cambiado de Asilo, claro, en el asilo de Moreno, no existía la enseñanza primaria, ahí estabas hasta los seis años inclusive y después te trasladaban a éste donde sí tenían educación primaria.

De hecho empezabas a los siete años y terminabas a los doce.

Lo curioso del caso es que yo no extrañaba nada del Asilo anterior parecía como que no tenía “apego” a los lugares ni a las personas que conocí, me ocurrió lo mismo que cuando, a los dos años me internaron en el “Riglos” ahí lloraba, pero sin preguntar por “mamá” o “papá”.

Bueno, eso creo yo, de haberlo hecho, no me enteré.

Este Asilo de Mercedes era enorme, se llamaba “Asilo Gral. Martín Rodríguez”, contenía varios pabellones grandes muy separados entre sí, aunque todos conectados con pasillos externos con solamente techos de chapa para cubrirse de alguna lluvia.

Todos estos pabellones tenían nombre de santos para los más chicos, que éramos nosotros, siete años, se llamaba “Santa Inés” y estaba cerca de la ruta cinco.

Al lado, separado por un pasillo cubierto con ventanas se encontraba la enfermería, muy amplia, por cierto.

Y delante de la enfermería el pabellón “San Roque”, yo pasé por todos, menos por éste.

El siguiente pabellón se llamaba “Santa Teresita”, entre éste y el San Roque, había un espacio verde enorme y en el centro la pileta de natación, que para nosotros fue una gran novedad, ahí aprendí a nadar.

“Santa Teresita” tenía un gran patio externo que se comunicaba con todas las aulas donde impartían las clases de primaria, además de otros locales internos, depósitos de ropa, zapatos, etc.

A continuación de estos locales estaban el pabellón “Santo Domingo”, “San José” el “Sagrado Corazón” y “San Miguel”, todos separados por grandes patios internos, corredores, pasillos y otros locales para distintos servicios.

Al final de los últimos dos pabellones se veían las canchas de fútbol que observamos al principio y delante de éstas, el enorme comedor con la cocina.

En fin, no faltaba nada, este Asilo estaba completísimo, se parecía más a un regimiento del ejército que a un albergue de niños.

Por si fuera poco, contaba con una enorme huerta, frutales y criadero de lechones y gallinas, además de usina propia, herrería, carpintería y un enorme tanque de agua que abastecía a todo el Asilo.

Atrás del pabellón “San Miguel”, pegado a él, había una vivienda donde se alojaba el director del Asilo, seguro que en toda esta descripción me estoy olvidando de algún otro detalle.

El pabellón Santa Inés

El primer día, después de almorzar, una celadora nos trasladó a todos los “nuevitos” al pabellón que se llamaba “Santa Inés”, donde ya había otros chicos pequeños.

Estaba algo retirado del comedor principal, estos chicos, al igual que nosotros, venían de otros Institutos o Asilos, o tal vez de alguna familia que los dejó ahí, no sé.

La cuestión que eran como cuarenta, más nosotros, llegábamos casi a cincuenta.

Este pabellón tenía dos grandes dormitorios separados por un ancho pasillo central, cada uno con un gran baño, además otro baño independiente donde nos bañaban en un enorme piletón, con agua mezclada con líquido desinfectante llamado “acarohina”, contra los piojos, pulgas y demás, por último, otras piezas chicas.

A propósito de estas piezas, tengo una anécdota que más adelante la voy a contar.

A cada uno nos asignaron una cama sin barandas, de entrada, nos asustó, porque en el Riglos, estábamos acostumbrados a dormir en cunas con barrotes para que no nos cayésemos al suelo.

Bueno, ocurrió lo que tenía que ocurrir, al principio, más de uno se iba al suelo cuando dormía en esas camas y por supuesto yo no fui la excepción, los “porrazos” que me pegué, pero dicen que “a golpes se hacen los hombres”.

En este pabellón dos celadoras se encargaban de cuidarnos, una se ocupaba de un sector con veinticinco chicos y la otra con el otro sector también con la misma cantidad, la mayoría de las veces nos juntaban a todos en el pasillo central.

¡Los “quilombos” que se armaban entre todos los chicos!…

—¡Silenciooo!o!… — gritaban las celadoras, nadie les daba bola, nosotros seguíamos con la nuestra.

—¡Ah, sí, ahora van a ver!… y empezaban a los “cachetazos” de aquí para allá, corríamos para un lado, corríamos para el otro, pero nos tenían acorralados en esa galería.

Finalmente lograban poner orden separándonos por grupos, en esa época, a pesar de ya contar con siete años, todavía éramos unos “boluditos”, no teníamos “calle” como se dice cuando no tenés experiencia a diferencia de los pibes de hoy que agarran un celu, tablet, compu, y las hacen de “goma”.

Increíblemente son más “vivos” de lo que éramos nosotros.

Por las mañanas, al levantarnos de dormir, elegían cinco o seis chicos para hacer la limpieza del dormitorio y los baños, al principio nos extrañó, porque estábamos acostumbrados en el “Riglos” a que ese trabajo lo hacían las mismas celadoras.

Y por lo tanto nadie sabía cómo se hacía esa limpieza, los llamaban al azar.

—¡Tomá vos, vos y vos estas escobas y empiecen a barrer debajo de las camas!… —

¡Qué problema para mis compañeros! … nunca habían agarrado una escoba y el palo largo les chocaba por todos lados cuando pretendían pasarlo debajo de las camas, hacían de todo menos barrer la basura, que por suerte no había demasiada.

Como a mí la primera vez no me llamó, me quedé “piola” mirando “cancherito” cómo se quemaban los otros, yo ya tenía experiencia de haber barrido y pasado el trapo de piso en el “Riglos”, entonces esperé la oportunidad.

 

Parecía que yo tenía suerte porque la celadora nunca me elegía a mí para hacer la limpieza que era todas las mañanas, claro, éramos veinticinco y sólo elegía a seis.

El azar no estaba de mi lado, en realidad nunca lo estuvo, por lo tanto, decidí emplear la misma estrategia que había usado en “Riglos” porque esta situación al final me perjudicaba.

Necesitaba ganarme a la celadora, en consecuencia, cada vez que empezaba a decir “vos, vos, y…”, yo levantaba inmediatamente la mano ofreciéndome para limpiar.

Al principio me miró sorprendida, pero me dijo:

—¡Bueno, vení!…

No sólo había que barrer sino, además, con un balde de agua, desparramar y pasar el secador y luego el trapo de piso para secar.

Yo estaba “canchero” en todo eso y lo hacía con total soltura, la celadora, al verme, se quedó “pasmada”, no podía creerlo.

Encima le hacía la operación completa, barría, buscaba el balde, le ponía agua, la desparramaba debajo de las camas, pasaba una escoba rápido, luego el secador, por último, el trapo de piso que cada tanto lo retorcía en el balde para escurrir el agua y como si fuera poco ayudaba a mis compañeros diciéndoles cómo tenían que hacer todo ese tipo de tareas.

Bueno, a partir de ahí era el predilecto de la celadora, estaba “chocha” conmigo.

Había logrado mi objetivo, pero todavía faltaba más.

Resulta que la ropa sucia se mandaba al lavadero central del Asilo, menos las medias que usábamos diariamente, el lavado y limpieza de éstas estaba a cargo de las celadoras, no sé por qué razón, pero era así.

A un balde grande de chapa, le ponían agua y varios trozos de jabón blanco de lavar, con un cepillo para pasar el trapo de piso, empezaban a batir el agua con jabón y hacían una “jabonada”, así le llamaban cuando se formaba la espuma, había que batir un buen rato para lograrlo.

Luego ponían las medias en su interior y comenzaban a refregar una por una —flor de laburo—, ¡te imaginás lavar las medias de veinticinco chicos!…

Yo la observaba atentamente y rápidamente comprendí cómo se hacía el trabajo, no me parecía difícil, en una de esas le digo:

—¿Quiere que la ayude, señorita?...

—¿Te animás?...

—¡Sííí!…

Y entonces tomo la primera media, refriego bien los talones, la puntera y el resto y voy pasando cada una a otro balde con agua limpia para después enjuagarlas una y otra vez hasta sacarles todo el jabón.

Las retorcía para escurrir el agua y de ahí iban a una palangana para tenderlas afuera.

Para la celadora esto fue lo máximo, me la había ganado por completo, le había aliviado este trabajo que, a mí, al fin y al cabo, me entretenía.

Era demasiado aburrido estar sin hacer nada, quedé siendo el “encargado de lavar las medias”, mirá qué título.

LOS COMENTARIOS

Cuando íbamos a comer al enorme salón comedor, lo hacían simultáneamente todos los internados del Asilo llevados por sus correspondientes celadoras, eran alrededor de trescientos o algo más de chicos de diferentes edades, naturalmente el murmullo general estaba a la orden del día, a pesar de que nos tenían controladitos y sin chistar o te ligabas un tirón de pelos, de orejas o un cachetazo.

Las celadoras, que estaban rondando por las mesas, se juntaban entre ellas y chusmeaban unas con otras de vaya a saber qué, sin embargo, como yo seguía muy atento a todos los sucesos, observé que mi celadora, señalándome, les comentaba a las otras algo que evidentemente se refería a mí.

Al rato, como ellas eran las encargadas de repartir la comida a cada chico, cuando llegó donde estaba yo, me sirvió un plato lleno de comida, cosa que no era lo habitual, mientras decía:

—¡Comé bien que te lo merecés, vos trabajás mucho!…

Y ni hablar del postre, me daba la mejor parte y en abundancia.

Lógico, aquí se veían los resultados de mi estrategia, llevarse bien con la celadora era fundamental para pasarla lo mejor posible en los Asilos, la jugada era la misma que había empleado en el “Riglos”.

Pero yo tampoco descuidaba el compañerismo con los demás chicos, jamás fui con alcahueterías de ningún tipo, al contrario, cuando realizábamos alguna “fechoría”, siempre fui compinche de todos y si rompíamos algo, como puede ser un vidrio, la celadora preguntaba:

—¡Quién fue!…

Y todos éramos “mudos”.

—¡Ah, nadie fue!…

—¡Todos en penitencia, formen file, se toman los codos por la espalda y me cuelgan bien la cabeza y sin chistar!… —y había que hacerlo porque si no te empezaba a cachetear hasta dejarte morboso.

La lealtad entre nosotros era lo primero, pero después de la penitencia, que duraba más de una hora y nos dejaba el “marote” todo dolorido y los brazos también, venían los reproches al que había roto el vidrio o lo que fuere.

—¡Che, pelotudo, no viste lo que hiciste, al final la ligamos todos por culpa tuya!…

—¡Y, bueno, ¡qué querés, se me fue la mano!… —pero no pasaba de ahí.

LA “SIMONA”

Cierta noche, después de cenar, estábamos en el pasillo central del pabellón todos los chicos juntos haciendo “quilombo” como siempre, las celadoras gritaban.

—¡Cállense, guachos de mierda!…

—¡Si no lo hacen, vamos a llamar a la “Simona”!…

¿Qué era eso?...

La Simona era el “cuco”, una mujer “muy mala”, parecida a una bruja que se llevaba a los chicos que no hacían caso, ese era el “verso” que las muy “turras” nos habían hecho y nosotros como pendejos inocentes todavía nos creíamos.

Se habían puesto de acuerdo las dos celadoras, una se fue afuera, la noche estaba muy oscura, empezó a golpear violentamente la persiana de uno de los dormitorios y con voz gruesa gritaba:

—¡Soy la Simonaaa!a!…

—¡Me voy a llevar a todos los chicos que se portan mal!…

¡Mama mía, qué desbande se armó!…

Todos gritábamos como locos y corríamos de un lado para el otro sin saber dónde refugiarnos, la celadora que estaba con nosotros perdió el control total, al final fue peor el remedio que la enfermedad.

Finalmente, y despacito la cosa se fue calmando, los que tenían que ir al dormitorio donde había golpeado “la Simona”, no querían saber nada de entrar ahí, de pronto apareció la otra celadora y entre las dos lograron convencer a los chicos para que fueran a la cama.

—¡Le dije a la Simona que se fuera tranquila porque ustedes me prometieron que se van a portar bien!…

—¡De acuerdooo!… —gritó.

—¡Sí, señorita!… —dijeron todos a coro.

—¡Bueno, bueno, vamos todos a la cama!…

EL PARQUE DE MERCEDES

Durante ese verano, un día, después de almorzar, nos hicieron subir a la “bañadera”, era un colectivo chato, igual que aquel que usaron en “Riglos” cuando nos llevaron a Mar del Plata, nos acomodamos en los asientos y comenzó su marcha hacia un portón grande que daba hacia la ruta cinco, el Asilo estaba ubicado en una punta de la ciudad de Mercedes, justo cuando se inicia viniendo de la Capital Federal.

Mercedes tenía una forma casi rectangular bastante larga y estaba dividido por cuadras numeradas, sin nombre, los números pares corrían a lo ancho y los impares a lo largo de esa figura geométrica.

Resultaba muy fácil ubicar una dirección cuando alguien te decía:

—¡Queda en la calle 25 número 340 entre 16 y 18!…

Listo, sólo tenías que caminar hasta ese sitio sin preguntar nada a nadie, te fijabas en los números que había en las esquinas y llegabas seguro.

El colectivo partió de la ruta cinco, que en realidad era la calle número 2, hacia la calle 29, ahí dobló a la derecha en dirección al centro de la ciudad, después de cruzar dos vías de ferrocarril, tres cuadras más adelante, esta calle se ensanchó, abarcaba cuatro manos, dos de ida y dos de vuelta.

Pasamos por la plaza central donde había una iglesia, el municipio, el banco y el cine.

Para nosotros todo eso era una novedad, en el otro Asilo nunca nos habían sacado a conocer la ciudad.

El colectivo siguió derecho por la avenida 29 hasta cruzar una vía angosta a la que la llamaban “trocha angosta” o “la trochita”, no recuerdo bien, a partir de ahí el camino continuaba de tierra.

Hicimos un trecho bastante largo hasta que llegamos a un gran portón de madera, entramos por ahí y ese era el famoso “parque de Mercedes”, tenía muchísimos árboles y caminos internos de tierra, algunas parrillas, bancos para sentarse, juegos infantiles, etc. Era enorme y mucha gente paseando, tomando mate, jugando a la pelota, en fin, así y todo sobraba espacio para ubicarnos a nosotros.

Nos acomodamos en un espacioso lugar con mucha sombra, hacía bastante calor.

Bajaron unas canastas del colectivo, seguramente era la merienda, y nos sentamos directamente en el césped mientras observábamos el movimiento del resto de la gente.

En determinado momento, la celadora nos dice:

—¡Levántense, vamos a salir a caminar para que conozcan este parque, pero tómense de la mano para no perderse!…

—¡Sí, señorita!… —respondimos todos, el chofer del colectivo se quedó para cuidar las cosas que habíamos dejado en el lugar.

Primero nos llevó hacia un gran paredón y nos comentaba:

—¡Esta es la “¡Liga Mercedina”, aquí se practican deportes y se juega mucho al fútbol!

—Se hacen campeonatos entre los clubes deportivos de la ciudad enfrentándose también contra equipos de otros pueblos!…

Continuamos caminando y llegamos a orillas de un río.

—¡Este es el río Luján, viene desde bastante lejos y desemboca en el delta del Paraná y en el Río de La Plata!…

Cuando uno desconoce los nombres que te van diciendo, no entiende nada de qué están hablando y eso nos pasaba a nosotros, alguien preguntó:

—¿Y eso donde queda, señorita? …

—¡En Buenos Aires!…

Ahí, a la Capital Federal y alrededores le decían Buenos Aires, como si no estuviésemos en la provincia del mismo nombre, pero era la costumbre y había que respetarla.

Recorrimos un buen rato el río, pero no vimos ningún pescado, el agua corría bastante lenta y tenía cierto olor a podrido, más tarde nos enteramos que cerca de ahí había una curtiembre que tiraba los desechos en ese río, por eso el agua tenía ese olor tan feo.

Mientras tanto, la gente que nos veía comentaba:

—¡Ahí vienen los del Asilo!…

¿Cómo sabían?...

Claro, la vestimenta que llevábamos puesta nos delataba y a mí me daba una bronca tremenda y en general a todos, porque encima lo hacían de un modo despectivo, “los del Asilo”, como si fuéramos sapo de otro pozo, parece que teníamos mala fama.

Mientras tanto la hora iba pasando, la tarde estaba hermosa pero no logramos recorrer todo el parque porque era inmenso y ya teníamos que merendar.

Retornamos a nuestro sitio y sentados en el césped nos sirvieron un mate cocido con leche y un sándwich de pan con una sorpresa.

Adentro, en vez de milanesa, fiambre o algo similar, tenía una galletita grande y redonda que abarcaba todo el pan, la verdad es que nunca creí que fuera tan rico.

A todos nos gustó mucho porque salía de lo habitual.

Ya comenzaba a caer el sol y la celadora nos ordenó levantar las cosas y subir al colectivo que estuvo ahí toda la tarde esperándonos, antes de pegar la vuelta, nos llevó a recorrer el parque por los distintos lugares donde no habíamos llegado, internamente los caminos se bifurcaban para todos lados.

Todavía quedaba bastante gente tomando mate, nos dejó impresionados lo extenso que era ese predio, en realidad habíamos pasado una tarde muy buena, fuera de lo común para nosotros.

Y lo bueno es que a este paseo durante el verano lo reiteramos en varias oportunidades.

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