Solo las nubes dan permiso

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Solo las nubes dan permiso
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Letrame Editorial.

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© Enrique Morales Cano

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-837-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Dedicatoria

A mis padres, que me hicieron.

A la vida, que hizo todo lo demás.

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Dedicatoria

A los amigos de la ergástula.

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La vida es una carrera con el sol de frente. La madeja que hilvana desatinos. El centro está en todas partes menos en su sitio, como tú, que los años te privan de acomodo, entrando en la categoría fehaciente de no existir. ¿Qué hay de Montano incapaz de ser, la iglesia anidando culpas? Castilla abriéndose las venas en ceremonias oficiadas, morenas, amarillas, sin sangre apenas. Pone colores, los saca a la cara. Lagunas que lloran por ojos de sal, lagrimales con grumos de salar. Las voces callan como gozne de puerta sellada y la distancia se hace para comunicar silencios. Adonde vas no hay más misterio que el que eres: la vida es cuanto hace que no tenga sentido, lleno el tiempo de vacíos a cada batir de las horas. Pensar es tirar una pared para encontrar otra, porque las expectativas se inventan para romperlas. No saber qué hacer con las horas ni ellas contigo. Siempre te pasó lo mismo. No es que pasen lentas, es que gravitan demasiado. De forma que las cinco pueden ser las seis y media a poco que te descuidas y se propongan. Dar contenido es huir a campo traviesa. La fuerza está en perderse en este sol de dura madre que no te deja ver ni mirar, ni siquiera concentrarte en lo que no hace falta. En Montano los veranos con Rufa y el tío Luis, todo por determinar, como un reloj de maquinaria agotada. A rebosar de lo que se ignora ni tiene nombre. Recuerdos mal enterrados, peor sujetos, que vagan por ti con la asiduidad de andar por casa. Desde entonces sabía que la mejor forma de parecer tonto era serlo sin remedio ni torpes componendas, cuando todo deja de tener sentido y resistir sea acorazarte en la nada. El objetivo de ascender, empequeñecerse. El motivo por el que no se puede ser uno mismo es uno mismo. Nada cabe en su lugar y las vueltas que das te las resta la vida por delante y por detrás para que te ventiles. La cualidad del hombre: estar perdido, enfrentarse a lo más insoportable de él. No repetir es hacer versiones de lo mismo. La posibilidad se construye en sueño, se desarma en la vigilia. Parte y todo es el comienzo zambo sin paso adelante y huella atrás. Cuando no sueñas queda la vida, que es el sueño que no sabe despertar. Dime cómo te encuentras y te diré por qué no quieres saber tu nombre. El hombre no es traducible. Ningún canalla traductor puede matarle. Los hijos, en cambio, el invento para no salir corriendo y seguir con el mínimo emplasto posible. Los padres, la trama para que los hijos salgan adelante. Sin hijos estás incompleto, pero luego no encuentras piezas de repuesto... Queda la escritura que no valida el papel, el labio que no lee. Exprimiendo un limón compruebas que la vida no vale tanto. Que está sobrevalorada. Se ignora dónde se está o cómo se escribe lo que se siente, pero, desde aquí, veinte toneladas de silencio dan vida por aliento. Quizá se venga a meditar que no se está en parte alguna ni haga falta. Que la vida es el IVA, el valor añadido que pagar por creer que estás vivo. Todo recuerda lo que no hace falta, lo que es preciso desencajar de contexto. La vida es irrepetible, porque si hubiera otra sería irreparable. Las cabezas en el mostrador, como las pistolas y algunas las cartucheras. Aún no se ha inventado morir de ser, aunque sí de estar, porque no hay identidad que lo resista.

A la casa del tío Luis le faltaba el patio, que fue rebanado para hacer una calle por la que no circuló ni el recuerdo del corral de gallinas, su microcosmos de clausura. Volver es descubrir que nada está en su sitio. Que te han engañado. Como si hubiera lugares, no nichos, donde dejar la memoria, el perejil que nos cocina por dentro. ¿Cómo podría ser de otra manera lo que no es de ninguna forma? Notas que mueven el alma cuando se va, la muy tránsfuga. Solo se asegura que nada es como es, que conforme te tratas te apartas de ti. Según hablas, yerras. Nadie es más suyo que el que no se pertenece. Nos sostienen las fobias tras habernos casado varias veces con los recelos, el pequeño mundo de partes inmensas para que la magnitud esté hecha de no tener medida y carecer de remedio. Estar bajo de moral y que te hagan un enema... Antes se vivía para pagar un piso, hoy naces para ello. Un pedazo de papel en los planos, aire desde el suelo. De nada valdrían los sueños sin la nostalgia que todo lo embrolla cuando el sentimiento deja de existir de pura incandescencia. No hay afueras porque no hay adentros, y el alma, instalada en su grupo mixto, es el camisón del deseo. El hombre filfa, proclive al chantaje de alojar la conciencia en algún cajetín del recuerdo. El caos: echar de menos todo y nada a la vez, mientras nos come la insularidad del marasmo. A la vida la salva no tener cara para rompérsela. Muy estructurada en su falta de vértebras y venero sin palabras, en su construcción inversa, como los hombres que se beben y eructan. Solo una cosa es más completa que estar muerto y es estar cada vez más acabado. Morirse es un seguro de vida. Primero te destrozan y luego piden que aplaudas. El hombre lo hace todo al revés, pero a destiempo. A cada uno le da Dios su respectiva incompetencia para que se calme, se convenza de lo que quiera. Sin ella no podría tener consuelo ni conservar las piernas. La herramienta de todos los días, como la hogaza de pan, El Ángelus de Millet o la radio. Todos los recuerdos pesan como si hubieran sucedido. Todo daría igual si ya no diera lo mismo.

Sorprendía no encontrar los muros de la iglesia, los ritos pegados a la boca del estómago, solapa de un sueño en barbecho. Sustituida por viviendas enfiladas como los cursos que iban a dar a la capilla, aguas sin mar. Ladrillos que refractaban los gritos del patio, el trallazo feroz de las persianas defendiéndose del sol, de la vida, los girasoles de la memoria envueltos en el ruido de un equilibrio de antemano muerto. Entre capas de polvo, ristras de domingos y un pasado que no sabía por qué tenía que haber ocurrido, la iglesia resurgía como una posibilidad por nadie interpuesta, remota en la asunción de los frescos de la bóveda, las destempladas imágenes de San Lorenzo, San Fernando y Santiago Matamoros al acecho, parrilla y sable en mano, destacados a rabiar en la impunidad sonora del altar mayor, pintarrajeado de azulenco. Traspuesta la sacristía, el cura se encaraba. Ferocidad compartida por la agitación remecida de los bancos. Luego, se encogía marchando al negocio del trasaltar, los bancos rechinando de rodillas genuñexas, las voces perdidas al final de un canto, desprovistas de tiempo, de carne, desgarradas de esencia donde hincar el diente.

Pese a sustraídos a los años, Andrés Mellado conservaba su fisonomía habitual. Muchos locales proseguían en su sitio con aire de haber perdido el candor y cumplido su deber. Pero los rótulos apuntaban a otro lugar, a funciones nuevas y desconocidas familiaridades, traspasos que digería la calle. El tiempo traducía las cosas en algo infranqueable. Ocurría en las esquinas troqueladas de la memoria y en el acople de los chaflanes con la impávida tapia del colegio, larvado el cromo en la imagen que se desmorona. Todo caía a fuerza de piqueta y el mazazo resonaba en el cerebro. La capilla, el corazón del barrio. Por los recónditos ventanales, que querían ser góticos sin reparar mucho en las formas, se filtraban los paladines de la Reconquista, que allí parecían cobrar resuello, bajarse del caballo para echar un tiento y reponerse del saqueo de las tropas. Gozar del privilegio de anclarse para siempre en un pasado testicular y fangoso que olía malamente. Los muros, los confesionarios, el altar como el croquis de un desengaño que humedecía las paredes de despropósitos, la rodilla devastada por el restriego sin piedad del asperón y el estropajo de las señoras de la limpieza. La caja cernida de tardes de invierno, el agujero por el que trascendían los cantos a la calle, dormida por el paso transparente de las horas muertas.

Convocados a sagrado se rememoraban grandezas, la muerte de algún papa. Señales venidas de un mundo desprovisto de sustancia como en invierno el bocadillo adquiría ribetes señeros, perfiles tiritones que alargaba el polvo helado, las manos azuladas, las ideas traslúcidas a falta de peso en el patio desolado. Centenares de cuerpos pateaban ya un balón sin fueros, huérfano de contenido, humano, empujado por la marea que dirigía la bola a la portería. Pelotas y balones de todas clases y linajes iban y venían en el galimatías empeñados en batir el hueco que defendían tres o cuatro porteros. El silbato ponía fin al alboroto. El ruido caía muerto como el golpe de un pájaro ciego. El viento palidecía más de la cuenta y el polvo se asentaba en los cuerpos, prefigurando que todo volvería a ser como nunca. El silencio, la argamasa fuera de época. Más chocolate en una taza vacía. Sacudía la piel vuelta del revés en la que se estiraba el patio como un sudario que cumplía con lo esperado. La paz volvía a rincones poblados de palabras, recatos rebotados como animalejos aplastados contra las tapias. El barrio sabía que tras las bardas erizadas de bárbaros cristales verdes comenzaban las clases, azules y blancas, las torrecillas desmochadas de ladrillos.

 

Pabuchi le daba con el codo, Pablo miraba esquinado. ¿Qué año corría? Entre las diferencias adiposas del patio, las suyas eran las más sanas y lustrosas para los tiempos en boga. Gordo por la gracia de Dios, crecía en grosor mientras se desmerecía a su lado, menguada la envidia de nuevo y viejo cuño. Pretérito el tiempo para todo: para quitarse la pegajosa sensación de que la vida cambiaba con solo salirle al paso, para darse de bruces con lo que no terna nombre acuciados por las clases. Fernando el Católico, el tranvía aplastando las chapas, relucientes que parecían otra cosa, más nobles que las perras chicas. Lo poco que brillaba en la época junto al dispensario antituberculoso. Las tapias del asilo, el Cristo de la Victoria, el desagüe de Guzmán el Bueno en los bulevares antes de que el gran comercio acabase con el barrio de las Luces. Calles metidas en su recapitulación sin fronteras, levitando en imágenes de media tarde lo que no había podido antes. Caminar, lo único que estaba permitido y se daba por hecho, lo que decía del madrileño que era gato nada doméstico.

Absurdo, Pabuchi. Cebado de gorrino.

—¡Silencio! —La voz del frío se arrellanaba en la sotana.

El delegado tomó nota.

En su presencia, la cohorte de soplones se veía preservada. Martínez era implacable; su mirada parda, proverbial. En ello le iba la matrícula, que ni era de familia numerosa ni su madre fregaba suelos, pero echaba una mano en la cocina para que el hijo levantara cabeza.

Se había quedado sin cine por mucho que añorara el túnel húmedo de imágenes, fresco de oscuridad y el resplandor que cubría la pantalla, saciada y agitada como pez de fondo sacado de un mundo desgarrador y dormido para hacerle la respiración artificial y agradecer la presencia del público.

El Pelayo ejercía la fascinación del tabernáculo, de lo que excluye pero deja vivir después de clavarte el aguijón del asombro, el sortilegio de las impresiones que pujaban desde atrás sin ver nada delante.

Los tiempos, de espaldas a lo permisivo, acrecentaban la extrañeza de un destello captado en cautiverio, devorado en el silencio clandestino de la butaca.

Martínez daba al prefecto el mínimo de diez nombres exigidos. Pabuchi, siempre apuntado, se sacaría la espina. Ninguna mancha en su historial. Los demás, nacidos de padre y madre, contaban con robustos expedientes. Un carácter, su amigo. Conducta velada por la indiferencia del rencor, como si dispusiera de la bula que exime del trato con la contingencia diaria, el mercadeo que su padre se traía con el colegio. El primero en ser llamado por el padre Lucio, contra lo que no había réplica. Pasillos que bajaban al sótano, junto al jardín de lo que había sido una residencia particular y entraba en el cuarto repleto de libritos que olían a tinta, a goma y a papel recién descapullado, como pequeñas joyas de pastelería. Folletos edificantes que exhalaban cosas de provecho que no atañían a nadie. Dos o tres más de su cuerda eran invitados a dejar el aula, única exclusión permitida durante clases junto con la muerte. Traspasaban el aire embalsamado con tiza y encierro del que se impregnaban las galerías pintadas con falsas vetas de mármol y jade tramposo que tampoco pretendían engañar a nadie, artimaña que nunca pasó por buena.

Miró a Martínez. Subían por galerías abiertas hacia el hueco de las aulas que sugerían catacumbas. Atrás, el redil del padre prefecto, ennegrecido de gafas y sotanas, humeante de perplejidades y masturbaciones. El cubículo del hombre lobo. Texturas que exudaban secreciones, efluvios de sobaquera exhalados por lustros sin piedad. Visiones carentes de sustancia que el sonido aquejaba de luces y sombras, las medias tintas de verdades muertas.

En clase, alguien reparaba en una oscuridad más fría que la usual. Entraba el cura con el faldeo recogido, fasto preciso para empezar la función. Costaba desprender los ojos de la ventana, un órgano hueco. Para eso se hacían, para filtrar la vida sin pulso que barría la calle, centrar términos en desánimos y desaciertos, deshacerse del influjo que animaba a las manos.

Pesado como su nombre, don Pedro tardaba muchísimo en surgir del légamo del que salía asfixiado para empezar la clase, en enhebrar las flemas escatológicas previas a recomponer la mirada, en escapar del objeto en cuestión y polivalente de su figura (daba Arte, Historia y Matemáticas), ajeno a la res pedagógica. Carroña, la redoma de la clase, vuelta del revés en su hipogeo. Don Pedro inspiraba una lástima no exenta de lamparones de sotana.

Bandidos montaraces, a la lista de Martínez iban los mismos sin saber cómo se las arreglaban. Martín, su silencio de granito berroqueño, concentrado en cómo su madre se afanaba de la costura del colegio. Muro, Mangada y Merino, fijos. Merino manchaba la lista con sus fluidos al cerciorarse de estar inserto, cábalas en las que no había misterios. En ese ambiente, más una metáfora abastardada, descollaba la figura del padre prefecto. Borrado tras sus gafas, oculta la mirada en la inmensidad de la licantropía de la que nunca sabrían, el paso por sus vidas se teñía del color de la sotana, la caspa como puntos distintivos del maná de lo sobrenatural, la voz seca del padre Saura adscrita a otra galaxia.

El tiempo mejoraba. El curso, harto de ir a la deriva y perder carga, enfilaba las estribaciones de las escolleras, por delante capear los exámenes. El padre prefecto osciló su cuerpo, la tarima crujió como una bolsa de polillas o patatas fritas, de termitas sucesivamente devotas de reencarnación tardía. Flanqueado por don Julián, el profesor de Lengua, y don Arturo, que daba Formación del Espíritu Nacional, la asignatura estrella, el prefecto comenzó el exordio, alisó la sotana, la boca más llena de dientes de lo recomendado, sobremontando molares en judería de caninos:

—Sabéis —un estertor de cueva herida salía de la sotana, untadas las golas como podía—. Sabéis —repitió para cobrar conciencia de lo que hacía entre aquellos menesterosos—, el benefactor de la casa ha entregado su alma a Dios. Alma buena —prosiguió entre agónicos carraspeos de tráquea—. Se nos fue sin damos tiempo —dijo— de reaccionar, de agradecerle sus favores y largueza. Hoy, queridos niños, hermanos en Cristo, hemos de sentirnos huérfanos de su figura de prócer, de su carisma vigorizante y benemérito... —Paró porque sus ojos se anegaron de una sustancia acuosa que no eran lágrimas, sino lubricante de su mala conciencia. En el patio decían que era de «cristalino flojo», sin saberse de qué clase de vidrio se trataba.

Aquello era bastante y además era invierno. El frío constreñía lo que para algunos sería el ánimo, de haber tal. La sensación afectaba a las paredes. Ninguna a resguardo, exhausta la presión ambiental. Cada cual aventurado a su medida en el entierro que prestaba su luz a la caricatura del cielo, despojo de mazos que amenazaban sin descargar. La luz escamoteada en los rincones. Las ventanas con motas, sellos de agua, nódulos inmersos en la masa descerebrada del cristal que mandaba reflejos pardos y verduscos a la clase. Aprovechado el vacío de la escena, el orador se restañaba lágrimas de caimán, lamía heridas abiertas como babosas en losetas, rango natural de la crónica falta de humor, siquiera vítreo. El padre Fidalgo, que en vida fuera el marqués de los Sargazos de Quintana Roo, que así ya podía, decía Muro, se había desplomado al patio. Siempre rocambolesco, Muro veía en ello una mano delictiva.

Se quedaron sin recreo, pues fueron llevados a la capilla para rezar por el difunto.

Muro, timoneando el percance como todo, constató que al marqués se le habían cruzado los cables. Un cortocircuito, que el finado explicaba Electricidad. Incluso los curas ricos, a la par que nobles, caían en la deferencia crepuscular. Al occiso se le había cruzado el arcano con la ley de Ohm, que para eso era aristócrata, blanca la cabeza, sobado el Libro de Horas que le acompañaba como un hijo tonto. Olisqueó un último deseo de llevarse algo del frescor del viento (acababa de llover); salmodió las palabras que conjuraban el silencio y adelantó sus ojos a la nieve incipiente de Guadarrama, precaria como una calva, mordaza que a toda prisa venía en su busca. Cayó el breviario en la terraza en hoja que no se sabía para morirse adelantando unos pasos, y eso que no se había suicidado, seguía Muro que estaba en todo y hacía caer a los demás en lo que no reparaban, empujado por la inmaterialidad aviesa del aire que estrenaba el patio. Faldas abajo, porque los curas morían armados y bragados, propulsados sin más bagaje ni afán chagalliano que la caída en manzana a las pistas de baloncesto recién estrenadas, como su muerte. Despoblada de gritos, prontas al recreo. Sumida la explanada en la profusa colección de balcones y ventanas que circundaban el colegio por encima de las tapias, de los ruidos sucintos de la calle maquillados a la hora por el choque de vacíos contrapuestos y pie cambiado.

«La muerte salió a su encuentro como un acreedor más», acotaba Muro, quizá porque debía decir algo. El primer cura que se iba al otro mundo sin permiso de conducir por más bula que tuviera. La muerte del padre Fidalgo, cuya cosmética se trataba de maquillar o, al menos, afeitar de astifinos detalles, añoraba a los cachetes del padre Saura el mejor carmín de sus palabras. Muro recordaba que en un retiro, o así, en medio de un pasaje especialmente bíblico, el prefecto propinó tal sopapo al micrófono que saltó a las primeras filas de badulaques, desde entonces menos concurridas.

Pabuchi le invitaba a su santo. Todo intimidaba allí, empezando por su madre, doña Laura. Las luces que llegaban al techo despreciando el suelo, tan relucientes se las gastaban. Doña Laura tenía algo de cisne al estirar el cuello, arabescos cultivados con éxito. El padre de Pabuchi llevaba una carrera que no se detendría hasta ocupar un puesto, para lo que hacía acopio de méritos. Tronco y retoño nimbados por el triunfo, indolentes. Orondos, cariñosos ahora, bien vestidos, amables a escala maleable y con la deferencia de la buena crianza requerida para llegar a todas partes, incluso a la parada del tranvía. El tiempo no encargado aún de poner nada en ningún sitio para desajustarlo luego de otra manera, el esplendor de la casa cautivando como a un gato una sardina.

La casa de Lourdes, ya se sabía. Llegó tan pequeño. Esqueje y gemación fuera de tiesto. A esa edad pasaban años antes de reparar unos ambientes de otros, hacer inventario de las difusas posibilidades que ofrece el día. La casa de Pabuchi era otro mundo: retazos del Pelayo los jueves si Martínez no disponía otra cosa y tenía dinero, la aventura de lo improbable que hacía prescindible el gel de la pantalla, el ozonopino que espolvoreaba el portero en la sala.

Dejó la fiesta de noche. Había comido. No metería las manos en la fresquera cuando tía Lourdes regresara de sus meriendas y se acostara con la excusa de la migraña.

Rufa le abrió con su aire deshilachado mientras se sorbía los mocos a falta de otra cosa, las manos hinchadas como guantes de béisbol, enrojecidas por el agua de la pila. Se sonó con la punta del delantal sin recatarse. Le dijo que su tía estaba ya acostada y la puerta se cerró, siendo engullidos por la oscuridad sin nombre del pasillo.

El frío se prendía de todos los rincones: en los dibujos del jersey, en las vetas del pelo. Abrió la cama y se arrebujó en las mantas. Escuchaba a Rufa en la cocina. Rufa comía algo antes de cantar y defenestrar el día, dar distraída cuenta de la lámpara de cristal que le mandaba limpiar los miércoles la señorita para demostrar que allí había un principio de disciplina. Atravesaba la puerta acristalada del cuarto de huéspedes, por entonces desocupada, y llegaba a la sala de estar, cruzada la cortinilla que separaba del dormitorio de Lourdes, para lo que necesariamente tenía permiso. Bordeaba la mesa camilla con el tapete de ganchillo como conurbación de la que habían huido sus habitantes por falta de pago o exceso temperamental. Abría la cama plegable que en el día ejercía de altar para el Niño Jesús gordezuelo y sonrosado que desde su lecho de virutas bendecía todo lo que parecía carecer de importancia en la casa, empezando por sus habitantes. Las paredes granuladas, de un color que en algún tiempo fue verde o amarillo hasta camuflarse en una pasta de indefinible edad. Allí se metía pensando que estrangulaba un día más, coloreando su Cuenca natal, su Montano, donde la madre aún servía a don Luis, el hermano de la señorita. Pensó en las vacaciones: derrengada de no hacer nada, pegada la molicie al cuerpo, echado otro palote a los meses que hacía que no le pagaban.

 

Muro era admirable, pensó atenazado por el frío que apretaba tuercas, convertido en la imagen de la desolación, una dolorosa laica entregada a las tareas domésticas. El reloj permanecía en el cuchitril del portero y solo quedaba recogerlo. Martínez estaba malo, gracias a Dios. No había castigos. El grupo seguía a Muro con disciplina perruna. Tenía en la cabeza sin asimilarla, como una borrachera de confetis y colores, de chispas que amenazaba con prenderlo todo, incluso el silencio en que navegaba la oscuridad, el día en que Muro cogió el reloj. Era un bárbaro. Nadie había contravenido así las normas de saber lo que eran. Hacía lo que los demás temían y no osarían ejecutar en la vida. En el otro platillo estaba la cerveza negra, «la Venus de ébano», decía el cursi de Mangada que se acababa de aprender la palabreja, hablando con cabal desconocimiento de la materia.

Jugaban al gua en tapas de alcantarilla, bendición de época por precisión de contornos y rotundidad de vías acotadas. Aristas que laminaban el recuerdo. Salto del barro a las canicas, tan perfectas en el fulgor de cueva fosilizada de ojos de gato, la belleza de las maléficas lenguas de fuego que asomaban al corazón como un tesoro irrescatable. Como los Super G Constellation que empezó a regalar El Corte Inglés una vez implantado en suelo patrio.

Olisqueaban el aire recogiendo carteras. Martín, Mangada, Merino, nombres sucesivos de la lista con la que Muro creaba clanes hasta la diáspora de la gesta académica, formando la piña temprana que marchaba a la Moncloa, centro de operaciones.

Muro conocía el terreno que pisaba y, si no, lo inventaba, ciencia en la que conseguía logros mayores. Fechas antes se había apoderado del reloj de boda de sus padres que lucía en la chimenea. Un ropavejero, el socorrido señor Matías, perista de fechorías, consintió el trueque para la escapada a la cervecería, arrojo incesantemente debatido como promesa en verbenas e incursiones al Parque del Oeste.

Pablo crecía en el olvido de sí mismo y lo elusivo de su capacidad adquisitiva, de la que ignoraba que existiera. Lourdes disponía de una pensión de huérfana que cada año desamortizaba menos los recuerdos y vestía sus coordenadas de desánimo. En aquella casa, el habilitado era contertulio de solera, por años introducido con aplomo pasillo adentro, daguerrotipo de época, los desconchones de las paredes a punto de echarse a llorar. Asido a la cartera, pieza fácil para un catálogo de mariposas muertas. En el comedor retiraban el terciopelo que cubría la mesa como una marea negra, altar y piedra sacrificial dedicada a ese cometido, que salieran a relucir los papeles. El BOE, recortes de periódico sobre fluctuaciones del mercado, tan rematado en palabras de don Mamerto que con las mismas terminaba de posar los labios en la taza de café que venía presta. Allí los dejaba, plantados con los billetes sobre la mesa, coloreados con la forma del deseo, para enfundarse el abrigo y salir de gafas negras escoltado al ascensor entre reverencias y protestas de gratitud y amistad que parecían nipones. A su paso encendían las luces, por lo general prohibidas salvo de noche, pondrían la alfombra de tenerla, descorrían cortinas, cerraban puertas y Rufa se apresuraba a lavar la taza dejada por don Mamerto. Rito menstrual como la eventualidad de que la casa, el barrio, el colegio, la plaza, el mercado, las salas de juventud y las verbenas no se evaporaran al sacudir la estera pisada por don Mamerto a las capas amontonadas de vecindad. Precariedad de persianas echadas a la calle, exhaustas, el silencio del pasillo, la incongruencia de los muebles y el apartijo que el tiempo hacía en los moradores de la casa, descosidos en la misión de levantarse de la cama, volver secos a ella por la luz que rozaba las aceras, la apariencia de los árboles que pedían clemencia.

Al desgaire, el habilitado preguntaba por la salud (eran años de repetir lo mismo antes de recoger el abrigo). Agradecía ofrendas como un dios maya acepta las atenciones con gesto cardenalicio, de no ser funcionarial. El diálogo de palacio fascinaba a Pablo por la templanza cartuja de aquel hombre que ni afirmaba, ni negaba, ni concedía, ni extrapolaba que el Gobierno subiese algún día la pensión a la tía. Don Mamerto, pequeño pero con impronta de grandes ambiciones, había estado en la División Azul y tenía un primo que acompañó a Moscardó en todo aquello... Era el nexo de las paredes encerradas con un solo juguete de Andrés Mellado, lo más importante que ocurría en su seno. Se tomaba el café sin pasteles, con la misma dignidad de María Antonieta antes de subir al cadalso, en una taza que Lourdes se había traído de Melilla, donde había nacido en su pasado militar, barruntando el cometido. Se atusaba el bigote de actor de Casablanca con Rufa en el papel de la Bergman, con un gesto de señorito que ha dejado de serlo para meterse en más severas retaguardias. Las vetas azulencas cubriéndole las sienes, la misoginia amparándose en huérfanas de guerra. La legión de viudas voraces que alimentaban la rapiña de la memoria de sus deudos para apuntalar esperanzas que habían dejado de existir en la corte de los milagros. Contingente nunca acabado de ancianas de moño enhiesto, torcidas de cuerpo, prendidas del reuma y la mirada en el suelo, como don Mamerto en sus visitas, que siempre parecían nocturnas.

Extendía la libreta, que la tía firmaba feliz de salvarse otro mes del naufragio, embotada en el Floyd del habilitado, que aprovechaba la visita para afeitarse en la peluquería de abajo.

Suspiros de España: las quejas conformes de Rufa a fin de mes, cuando cosechaba otra negativa a cobrar. El cerebro en lasitud de imágenes. El calendario del tedio que pronto empaparía de sudor el verano se helaría después de las babas depuradas del brasero.

Muro les descubrió la verde atracción de los billares. Todo era nuevo, sin la experiencia para ejercerlo. Salas cegadas de humo masticado, obscenamente deglutido. El jefe pegado a su colilla, feo como endriago, mano a la faltriquera resobada de generaciones de estudiantes, mandilón para guardar los cuartos, abrir el artilugio de las bolas pegadas a la pared, mondas como calvas de verano. Una guarida empedrada de toses y voces golfas, donde las blasfemias estallaban promiscuas como trallazo de látigo. Un sagrado profano de desvergüenzas.

Por gracia mortificaban a Lola, a cuyo tribunal se acudía con ánimo de gastar lo que Muro decía que era una broma, una chanza tribal que se repetía a la salida de clases. Muro decía que el destino de Lola era sufrir por ellos y perdonarlos como Jesucristo en el cruce de Donoso Cortés con Andrés Mellado, donde había sentado sus pocos reales, alma en pena escapada de alguna ciénaga de la Edad Media. Una muerta viva huida en última instancia del purgatorio para pagar sus cuentas. La pobre que no sabía leer, apuntaba Martín, arrimada a la pared para sostenerse como todo en la vida.