Solo las nubes dan permiso

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Lola le temía en solitario y en comandita, al por mayor y en especies. Formas de pavor desde que Muro, en montaraz ultraje, remecía su puesto como si fuera una botella de La Pitusa. En el embate, la pipera travestida de la España negra entregaba los alientos que quedaban para chillar como una rata que huye de las marmitas, mientras la mercancía, rala y pringosa, se esparcía por el suelo. Las risas limpias como las cuentas de un collar o la pintada del prefecto en las puertas del colegio.

De aquellos fastos se cerró el quiosco y Lola abandonó el chaflán, tal como la costra necesita plaquetas para sobrevivir y sosiego para seguir hurgando en el dolor. «Un atentado a la dignidad», decía Martín, que era el más conspicuo en la defensa de los derechos civiles y tenía ideas sociales porque su padre había sido linotipista.

Cuando la daban por muerta, la pipera regresó del mundo de los arcanos, que muy lejos no estaba ni parecía. Los ojos metidos en las cuencas, defensa de nuevos ataques convencionales.

Muro la había tomado con ella. Por no hablar, y menos irse así de la lengua, Martín fue el depositario del reloj aliñado en papel de periódico con el que vieron salir a Muro de su casa.

Era el más conspicuo, el más constante en la sonrisa rota, la cuchillada a las voces que servían para mellar el tiempo y hacer estropicios en los silencios en los que cabalgaba el cuerpo.

Martín, pequeño, con las piernas perladas por el frío, el pantalón remangado por la memoria de ese día, pobladas las cañas que subían por pelos hirsutos a fuerza de huérfanos. La nuez de Adán, y medio en mitad de la efigie, daba a la cara el aire inofensivo de una rata apaleada por sucesivas heladas y solaneras a no salir del escondrijo de su alma, sin fuerza para remontar los días.

Resistía como si fuera otra persona, no la esmirriada imagen que acompañaba como un pegote, la coma que yerra camino o el punto que no remata la comparsa. Nunca se quejaba, y menos de la fiebre, su compañera sentimental, que lo encamaba en cuanto su madre le echaba la vista encima o le tocaba la frente. Ojos vidriosos pero rientes a fuerza de recalentar la vista en el homo del caletre, raído de jersey, todo del color de su piel morena, estampada con las manchas que traía el invierno.

A la señal de Muro los demás esperaron fuera. La covachuela, el tablero recomido por el sol que engorda el tiempo, bandera de las transacciones que se practicaban en su seno.

Subió los escalones, sucios de orines y excrementos de perros y palomas, y desapareció tras la cortinilla que ocultaba aquel trasiego.

Al poco escucharon la campanilla por la que hablaba el antro. Asomó la cara del taimado, la mano metida en el bolsillo en seña de buena marcha del negocio.

En grupo Muro enfiló por Blasco de Garay con el orgullo de ignorar lo que hacía, realzada la confianza tocándose los genitales, la tarde en desacato buscando una almohada en la que hundir la felonía.

El aire complotaba con la confusa redondez que sacaba ahítos de norias y tiovivos, el humo de los churros, los carruseles y el definitivo desplante de los coches de choque, destartalados, conchabados y legendarios, que desplegaban su agresividad barata y sin sentido.

Hubo un momento en el que el cielo, hecho paraguas, se rebeló en volcado para tragarlos. La barra, aquella boa humana, recorría mareante la entraña del local del váter a la calle, oscilante como el reptil que ingería espuma negra, rubia, umbría, verdosa como la bilis, impregnada de distancias y sabores que existían fuera y dentro del cuerpo.

El camarero, ave tardía del paraíso, miraba como el portero del Pelayo para no dejar entrar, avezado en escorar la escena hacia un mundo agigantadamente confundido en la serpentina que atenazó el cerebro. Daba un brinco vomitivo en la aldaba del estómago, armazón que fundía alcohol y la razón que condujo a la desbandada de cada cual a su rama de olivo, mochuelos a la caza de la necesidad primera y tardía que embotaba el corazón para traducir el aire en gritos y humareda.

Rufa cogió la escoba tras limar el suelo con asperón, frotándolo como si fuera un artículo de fe. Tenía diecisiete años y meses antes había venido del pueblo. Tan suelta de cuerpo como de ideas, sin otra recomendación que la de don Luis, en cuya casa enredaba más que otra cosa.

Allá, el tejido de los campos se montaba en los verdes que cedían terreno a la cuchilla del asfalto, camino de Villares de la Sal y Horcajos, parajes que vivían de reblandecer la manoseada inmaterialidad de la Mancha, sábana que se tensaba hasta rasgarse en el recuerdo del día siguiente.

En verano, el pueblo se enroscaba como una gargantilla de la que no cabía huir, ahogado en el olor de las eras, resbalando a ambos lados de la tierra de nadie en la que se dividía el misterio de su conciencia, los escalones que, contraviniendo su naturaleza conductora, no llevaban a ningún lado, mientras la luna le inundaba el camisón.

Al crepúsculo se dejaba llevar por afán de que algo blandiera a sus pies junto al castillo, en la llanura sin alicientes ni fisuras que conectara con parte alguna, hacia las ruinas, adelantando alientos salobres que no acababan de secar el cañonazo de los sueños.

Juntas, tragándose resplandores del cielo como golosinas de un mundo aparte, las chicas arracimaban sus cuerpos al compás de risas asomadas a la boca de un augurio que no se movía. El viento, una imagen metafórica de su impotencia empujando el abismo abierto entre sus piernas, la resonancia de las tardes de tormenta y el reuma del pasado. La ciudad señuelo espolvoreada de bocaditos de nata. Como si no supiera ver el agujero de Andrés Mellado atenazado de tinieblas de repollo y los guisos de doña Lula. Pasar por las horcas caudinas del portero, medio gitano, cojo de silletazo brindado en reyerta y tuerto entero de clavarse, ebrio, el pico de una mesa mientras cantaba el alirón del Madrid en una taberna.

Cuando Rufa, en espera de algo imposible, creía que todo estaba perdido, sonó el timbre. Resignación que se tragaba la tarde, la casa en brumas donde no mandaba nadie y todo se hacía por dejación de poderes o silencio administrativo.

Aún tenía que vaciar el cubo en el baño. Así llamaba la señorita el cuchitril donde apenas cabía la taza del váter y por cuya ventana asomaban los paisajes desconchados del patio que el niño le nombraba para instruirla en Geografía. La mancha que llegaba al tercero desde la promiscua fermentación del patio, almacén de cochambre, era Andalucía gracias a un caprichoso meteoro empeñado en descartes.

Tiró el delantal sin reparar en que caía sobre los últimos orines sueltos que no había tenido tiempo de limpiar. Siempre esperaba algo. El corazón acelerado. Se alisó el pelo pensando en hacer la maleta y marcharse al pueblo. Se ajustó el jersey que llevaba desde no sabía cuándo.

Era guapa, se dijo mirándose en el espejo roto carcomido de lepra y tiempo en uno de los bordes. Qué duda cabía.

El corazón alborotado pensando quién sabía qué cuando salió a abrir, sometido a anónimas descargas de adrenalina, gruesas por incautas.

Al ver a Antonio se le erizó la nuca.

Días antes había intentado meterle mano en la escalera, al bocado de una oscuridad que tiznaba y de los tufos desfallecidos que subían del patio. Raudo en palparle las carnes, si bien tiernas, siempre escasas.

Con Antonio se sabía cómo acababan las cosas: por lo general, echándolo sin más reparo. Pero se las arreglaba para saber cuándo estaba sola o con el crío, que era igual, sujeta a la carencia de un todo crónico. Tenía prohibido poner los pies en la casa, y menos las manos, desde que Lourdes acudió al piso de enfrente para hablar con doña Lula, la madre del desafuero, «como se hablan cosas de hijos casquivanos y doncellas atropelladas», le dijo Lourdes alterada a quien solo podía arrimar la cara a las ollas para pagar las culpas del primogénito y de paso sentir los calores del infierno. La madre de aquel tesoro, aprendiz sempiterno de sastre que se hacía viejo sin pasar de los rudimentos del oficio. Doña Lula, confinada a sus perolas, bastante tenía con ese hijo reventón que no sentaba plaza, ni cabeza, ni buscaba las conquistas fuera de casa, sino que tenía frita a la Rufa, que huía de él como de la gangrena.

La lucha fue intensa pero corta. Esa tarde, rayando el oscurecer, las paredes listas para echar el cierre a la esperanza, Antonio parecía más bestia que de costumbre. Rufa no había podido contenerle y el otro la empujaba con fuerza. Su cuerpo rebotó contra el gotelé y allí intentó agarrarla. Ella acordándose de Pablo y gritando su nombre como los primeros cristianos invocaban a Saulo para disfrutar de ventajas eternas. Una invocación que llegó a lo que Lourdes llamaba la sala de estar y donde Pablo estudiaba Geografía, para variar, lo único que le gustaba en este mundo, quizá por volar con los ojos. En la mesa camilla se fagocitaba una lección de Canadá que sacaba del marasmo de sentidos revueltos. Evidencia de que el mundo seguía existiendo, era amplio, sin saber aún que también era ajeno.

Dejó que las Montañas Rocosas se metieran en el país vecino para atender al revuelo del pasillo con voces a medio desvestir, sofocadas y agrestes, incursiones directas al cauce del San Lorenzo que se estaba merendando. La lucha proseguida otro tanto sin responderse en palabras, y así surgió el rostro alborotado de Rufa con restos de mocos y el mordisco que el otro le había dado en el hombro, en la parte huérfana de jersey. Encendida como si hubiese fuego, buscaba la salida natural del balcón para caer sobre el quiosco donde Antonio se proveía del Coyote y Rip Kirby, y ella de Florita. Se agarró a la mesa mientras Pablo se protegía con la Columbia Británica, que en los nervios había pasado de hoja. La escena puso grumos verdes en los espacios insospechados del cielo, de haberse podido ver afuera.

 

Antonio no se arredró. Sabía que las dificultades estaban de su lado, esto era lo que llevaba a los delincuentes a hacer heroicidades libres de toda sospecha. Se subió la bragueta, que hasta entonces había permanecido boquiabierta en demostración de principios no consumados. Los obstáculos le hacían crecer, le daban cancha, pero el tiempo jugaba en contra pasada la sorpresa. El tufo de coña alentándolo a no soltar la presa.

Rufa gritó una vez tuvo recompuestas las partes del jersey asaltadas y entró en el capítulo de reproches y vergüenzas, tantas que en el desahogo se sacó el pecho más pequeño y fugaz que jamás había tocado la luz ni visto nadie, primicia que era del desconsuelo. Pecho que estragó la conciencia sin estrenar del explorador de Alberta, precipitadamente puestos los ojos en la superpoblada Indonesia, allí habían ido a parar las manos.

Pablo no sabía qué hacer. Contentado con no ver su primera clase de sexo, que los escolapios no estaban por la materia. Tampoco había mucha masa continental en la que apoyarse, pero sí mucho talud, mucho fuego.

Solapado el interés por Canadá, donde esas cosas no pasaban y los lagos copulaban castamente con los bosques bajo el silencio otorgante de la Administración, la pareja giraba en una acometida de caderas por la cara oronda de la mesa camilla, convertida ahora en principal testigo de cargo. No había a quién echar mano. Su padre perdido en México, lección 18, Yucatán. Pablo pensaba en México, concretamente en el Golfo de Campeche y el Mar de Cortés, cuando Rufa se agarró a sus hombros y le clavó las uñas, un pecho fugaz y el otro jadeante por las galopinas a las que le obligaba el hijo de doña Lula, que de nuevo la perseguía por el pasillo como escuela trotadora de Viena. Antonio suelto de ijares y escaso de fondo, hosco y temeroso de la reincidencia que presentaba ante el jilguero, mudo de espanto. Tanto que al día siguiente apareció patas por alto poniendo colofón a su pájara existencia.

Se llamaba Roberto. Con él se fue el mayor encanto, por gratuito y arbitrario, que había en Andrés Mellado. Rufa se juntó más al ver que Antonio reculaba y Pablo abarcaba no sabía qué, quizá el perímetro de un patio de butacas sembrado de sillas verdes. Era invierno, pero veía el cálido cine iris de verano, escuchaba la música previa a apagarse las luces y encenderse el fulgor que acometía la pantalla. Ese fulgor que impedía ver, pero permitía adivinar lo que en cuatro horas pasaría en ese mundo aparte donde la noche movía a sus criaturas para sellarlas sin importar compartimentos estancos. Luego, el sol se doraría en exceso desechando el día para ocuparse de los ardores que perseguía la noche que entubaba el patio, sin más armas que oponer que el avance sin alas del sueño que envolvía el cuerpo. Un sol purificador de toda lámina de agua se ceñía a los pisos más elevados como última conquista, impensada posesión de azoteas donde desfallecía tras dejarlo todo calcinado: la conciencia, las manos, los ojos de cualquier encrucijada, las franjas de vida impensada adosadas a la calle. Eso veía Pablo con los ojos vueltos para adentro.

Pasado el peligro, Rufa volvió a abrazarle, histérica, encantada como una heroína. Antonio encendía un bisonte a lo Bogart, con aire pitañoso, confundido con él en todo lo que no era la pantalla. Tirar el cigarrillo, aplastarlo como solo el maestro sabía hacerlo, marchar cabizbajo por el pasillo, donde tropezaría con el cubo que había dejado Rufa, y alcanzar la maceta de una patada que le supo a Chesterfield. Mascullando frases que no llegaban a puerto por falta de calado pero partían del tropiezo, se fue creyendo haber hecho un favor a la chica, esa rata medrosa que no tardaría en morir de inanición.

Oyeron aclararse la voz en la cueva herida de su boca, escupió y luego se cerró la puerta. Ni siquiera un portazo, lo que devaluaba notablemente la escena.

Casi no se veía. Rufa seguía con su llanto aferrada al geógrafo, que continuaba sin saber qué hacer, molesto por el olor a lejía de las manos y el hervor a cruda sobaquera, casi radiactiva, de la chica, justificable, por otro lado, por la imposibilidad de lavarse que había en el piso, pues el agua solo corría por la pila de abluciones, que por excusado las demás se hacían en el retrete.

Rufa se enderezó cuando su peso escoraba dos grados de Tampico. Encendió la luz, si aquello podía relacionarse con Edison. Ya había luces en la casa de enfrente. En algún lugar daba la hora Radio Intercontinental. Aquí, Madrid. La noche estaba por acertar la estocada al día. En Canarias, una hora menos. Misterio cuyo análisis dejaba para otro momento.

—¿Cenas?

Rufa, al hablar, pensaba en otra cosa y se tocaba el pecho. No estaba allí. Tampoco estaba mucho en ningún lado, lo que los unía. Lloraba. De los sobacos le caían frondosos rosetones fruto de la lucha que había entablado. Se enjugó el sudor y adelantó a la boca el placer que olisqueaba la derrota.

Sorbidos y enjugados los mocos con el jersey, que el delantal se había roto en el forcejeo, restañó las lágrimas que salían prietas, dichosas de resbalar por las mejillas como un gotelé autónomo.

Al rato, volvió a preguntar si quería cenar.

—¿Hay algo?

Rufa cobraba su anterior primitivismo.

—Voy a ver.

Con Pabuchi velaba guardia el ojo oblongo de las primeras pantallas que aparecieron en el mercado, estrellas del escaparate hasta entonces dominado por aparatos mastodónticos que batían, aspiraban, picaban y traían la ilusión de una vida mejor al doméstico desmadeje. Pabuchi hablaba de la joya del hogar, una Telefunken embutida en el ambiente con el protuberante rayo catódico que parecía dar algo de espiritualidad al que se acercase. Gema que, por primera vez, no ostentaba la pechera de su madre ni lucía su padre con lo que brillaba con ellas puestas, sino la trilogía que unía el ojo cíclope en ubre amalgamada del hogar.

Martín ayudaba en lo sustancial, que para eso era invitado, visto el ropaje que sustentaban sus canillas. El chasquido de los huesos de sus manos trazaba las líneas maestras de los problemas con los que no daban abasto. Sin embargo, eran tan formidablemente resueltos que el cabeza de familia, el gran burócrata, veía a su hijo como un futuro contable de la Administración. Martín, matemático de cuna, él que dormía en tan mala cama, se estrujaba el cerebro de ecuaciones y quebrados, violencia que los demás soslayaban.

Con años de anticipación para que no se metiera nadie por medio, Pabuchi tenía reservada una plaza en el Instituto San Isidro y el Colegio Mayor José Antonio para alternar con la élite, que a comer iría a su Gaztambide natal en el camino de completar Derecho, carrera trampolín en opinión de doña Laura. Esta, repartiendo pastas a las amigas, echaba ya miradas a un despacho de tronío, decía, donde instalar el bufete del retoño. Plan de ataque que solo Muro, a distancia, y Mangada, echando el bofe, hubieran podido seguir, condenada la demás canallada a su estrellada carta astral.

«El tiempo dirá», decía y relamía el aire la dueña de la casa con los labios pintados de color carmín y el collar de perlas en el pecho, tal como doña Carmen bebía de futuro cuando su marido fuera más preboste, pues todo se alcanzaría. Toda previsión era poca para que el hijo resbalase al éxito sin trompicones, por más que su indolencia sentara cátedra cada día.

Aquella otra joya de la corona, algo en bruto para ser engarzada, siempre dispuesto a compartir bocadillo, quizá de los mejores del recreo, estaba al margen de las contingencias de la calle donde tenía el corazón y el nido como el resto.

A Mermo lo habían heredado. Era repetidor. Se lo habían encontrado sentado en los últimos pupitres de la clase como una escoba olvidada por la señora de la limpieza o cualquier otra fregatriz del sistema, talante hecho a que todo cambiase sin alterar el huidizo sentido de las cosas. Muro se sentía importante en la medida en que lo era y no se defraudaba a sí mismo, raíz de su fuerza, de la determinación que los tenía encandilados. Sin excederse en nada que no extralimitase de propia mano, en todo parecía irle la vida. Nadie discutía el liderazgo esforzado en ejercer su magisterio con equidad y todo el hedonismo posible. Era el más alto y el único claramente rubio de un surtido de cabezas en el que solo Mangada se atrevía a equipararse oxigenado por amor a su madre.

Su sombra cabía en la prolongación de la tarde, el ocaso de las expectativas que cercenaba la precariedad, la falta de alicientes traducida en el horizonte abierto de Rosales, incendiado de nubes, donde los árboles presagiaban alturas que surcaban carros de fuego.

Pasó la noche volando en aprensiones que caían sobre las terrazas de enfrente, la ingravidez atenazando las manos, las ondas aspiradas por el viento en la oquedad que exigía el sueño. Sucedía como su contrario de luces muertas, que se inmiscuían en el agua como el cuchillo antes de faltar el aire. El océano de cielos clavados sobre la superficie, ahora convertida en pesadilla. Las estrellas destilando miel y leche fría, húmeda la noche que veía caer, como cortina de baño sobre el mar, la belleza intacta y por eso siempre gratuita que se hundía en las aguas. Hasta que el sofocón del frío o el calor, lo que enseñorease la mente, mostraba la ventana en la que dormía la noche.

Qué distinta era la luz del verano, los jerséis en destierro, el patio reinando en mangas de camisa. El enjambre humano levantaba nubes de polvo sobre los que trataban de averiguar dónde estaba la pelota, perfecto acople con el sentido de la vida. Algo corría y los demás detrás. Al pitido, la plaga abandonaba el campo hacia los urinarios al paso de oca los más granados, hornacinas laicas que no daban abasto a la materia prima de evacuación sumaria. La cola llegaba hasta la mitad del patio. De espaldas a los que meaban se abrían lavabos desportillados que restañaban el calor de los que habían corrido tras la pelota sin llegar a tocarla, lo que ocurría por generaciones. En eso, como en todo, se vivía del cuento, del mimetismo de aparentar que se hacían filigranas. Recompuesta hacia el centro del campo, la barahúnda se desentendía de los tránsfugas escapados a cumplir con las obligaciones de la vejiga o eran asaltados por la bocanada de fuego que cercaba la garganta. En la cueva donde esto confluía habían desaparecido las puertas de los retretes ante el hallazgo de dibujos obscenos trazados con mano documental y leyendas nada laudatorias para la reverenda casta sacerdotal, los escolapios que tapias adentro se encargaban o daban cuenta de ellos.

Sonó el timbre.

Los depositarios de pelotas las dejaron en manos del padre Luis, del que no se conocía más habilidad suasoria que esta y vender cuadernos en un cuchitril habilitado para estar siempre lleno y que olía tan bien que mareaba. Había empezado su carrera encargándose del gimnasio, un sótano umbrío donde las camisetas resudadas y vueltas a poner desde tiempos ancestrales habían destilado un moho y una permanente penumbra de pantano tuberculoso que parecía radiactivo, apto para que los gatos entregaran la última de sus siete vidas y quedaran allí fosilizados como testimonio crónico del embalsamamiento ecológico. Todo en orden para que nada faltase. Casi sin luz, el panorama se completaba con la exigible falta de aire.

El reino del padre Luis, señor de las catacumbas. Así como la atribución expresa de vigilar las duchas de pago, no fueran a irrumpir las hordas en el internado, intención que atajaba su silbato en bandolera.

Allí y en los recodos del patio, santuario donde tenían su asiento los grifos, Muro completaba sus enseñanzas canónicas, mesías de nuevo cuño, mucho más instructivas que en las aulas, pedagogía alternativa centrada en demostraciones prácticas, como enseñar la longitud notable que le había alcanzado el pene en las últimas semanas o lo largo que meaba. Lo hacía en parábola, no sabían si bíblica o profana, tan desproporcionada y tiesa para la media de la época. Nada recatado, soltando frases que siempre daban en la diana.

—¡Si creéis que esto sirve para mear, vais listos! —espetaba orgulloso del palo enhiesto, espada flamígera que desentonaba con el aspecto de la cueva donde se reunían los catecúmenos, salvaguardada la vigilancia. Parsimoniosamente, ante caras atentas, enseñaba a evacuar líquidos de forma fisiológica con rabiosas sacudidas que salpicaban a la concurrencia, entretenida en incrementar el llanto de los siempre llorosos urinarios, como habían visto en las películas con el champán.

 

Tardaba en abrocharse antes de ponerse a disposición pública para atajar dudas e ilustrar conceptos.

—A ver, ¡preguntas! —decía.

Didáctico, y logrado el efecto, sacaba su mejor baza, la Baraja Erótica, truco que a la postre fue su perdición. Plato fuerte. Judías con chorizo de conciliábulos que no dejaba dormir y la puerta abierta a la indagación de si aquello era posible o mera lucubración de los sentidos.

La Cueva de Orines, un lugar digno de figurar en alguna aventura del Quijote, era una mina y él, su chamán.

Muro explicaba premioso la topografía femenina como si fuera el ágora, una montaña por escalar, el artífice de su origen constituyente y padre de la patria de aquel terreno expropiable y sin labrar, siempre en barbecho. Un territorio que ninguno había pisado ni siquiera en el ámbito de las ilustraciones anatómicas. Auspiciador de lo que años después sabrían que era la libido.

Ante las preguntas sacaba el bolígrafo y adoctrinaba en las paredes del váter, las hornacinas exangües como soporte académico, donde ya era difícil encontrar páginas en blanco. Los retretes, con sus trazos firmes y resueltos entre algunas joyas de didáctica racional, constituían la Capilla Sixtina de aquel saber protervo y cavernario que no sabía de horario ni tarifas para completar enseñanzas más de lo humano que de lo divino, para qué se iban a engañar.

Dibujos perpetrados en la memoria que una mano aviesa borraba cada varios días para sustituirlos por la versión corregida y aumentada, pues en ello veía la naturaleza su correa de transmisión.

Se sabía en quién confiar y de quién tener cuidado a la vista de expulsiones ya olvidadas, desaparecidas sin otra explicación que el silencio, que tapiaba su memoria como un sudario sin color, como un “Juaquín” mítico que nunca aprendió a decir su nombre y resultó demasiado para el prestigio del colegio y así lo echaron.

Muro se creía libre de sospecha, seguro gracias a los donativos que su padre ofrecía regularmente para las obras pías con la saña de que pasara el mayor tiempo posible fuera de casa. Sabía de las mañas del retoño y pocas ilusiones se hacía de su redención, lo que redoblaba en óbolos. El mecenazgo le confería una permisividad equiparable a la de Pabuchi, cuyo padre retribuía con gestiones en el Ministerio, lo que casi le elevaba a los altares escolapios. La familia conocía además al padre Fidalgo, artífice de la donación de la casa y el terreno para el asentamiento original de las Escuelas Pías de San Femando.

La confianza de no figurar en las listas de Martínez y de programar los jueves las visitas al Pelayo, les daba el trato superior que en los demás crecía con la aureola de los elegidos. Se notaba en la soltura de los gestos, el volumen de los bocadillos y el trato displicente que adoptaban con la curia, algo que parecía inconcebible para la masa. Además del bocadillo, Muro tenía la grandeza de compartir bienes. La Baraja pasaba temporadas regladas en casa de cada miembro del contubernio, para algunos lo más emocionante que había pasado en sus vidas.

Salían chispados, decía Merino, que era el que mejor aguantaba y trajinaba el habla sureña de su madre. Días primero de cerveza y gaitas en almas tan nuevas que no necesitaban envoltura ni precio para estar fuera del mercado. El mapa de euforias desaguaba en la calle, la cabeza en todas partes y en ninguna dándose la vuelta, vociferando a la luz de las farolas, más brillantes que nunca al salir de las tabernas. Martín con su hipocondría de caracol a cuestas, el menos exangüe y más acanillado de piernas. Mangada enrojecía a la segunda caña y le lloraban los ojos de besugo contrito.

Pablo llegaba a casa en estado beatífico, conectado con escarceos de una materia sin nombre ni apellido empeñada en petrificar sus pasos.

Rufa le abría mientras enjuagaba los platos y le canturreaba lo que había oído en Radio Intercontinental, aquí Madrid, la emisora que había prohijado, mientras del fondo del pasillo llegaba la pregunta obligada. Su tía hebraísta frente al arabismo de su amiga, Remedios, antagonismo que fundía su amistad en erudición caníbal.

No recordaba haber contestado de otra forma a la pregunta que corría gastada por las maderas del pasillo, levantando la pelusilla que veía en las películas de barcos hundidos durante mucho tiempo. Hecha la oscuridad en el amasijo del aire dormido, embozada en las sábanas, decía:

—No sé. No me acuerdo.

—Bueno, persevera, hijo —manaba Lourdes desde la cama.

Perseveraba y se dormía en la consideración de cualquier materia, menos la inquirida hacia otros derroteros, la sota de bastos de la Baraja bajo la almohada, la que le había tocado ese día.

¿Comprendía Muro en qué se había metido? Arrastraba a un fondo sin peldaños, del que sería imposible escalar para salir a flote. Querían lo que no sabían encontrar porque faltaban letras al alfabeto, días que dijeran algo, números a las cuentas que se perdían como si de un collar mal engarzado se tratara. Despilfarro de tiempo que tenían. La vida estaba tan completamente fuera de lugar como ellos por estrenar.

El día restante los empujó a lugares sombreados de la memoria. Doña Nati había abierto el quiosco. Cruzar la calle, meterse en el portal, subir las escaleras, pues el ascensor estaba vedado por minoría de edad, atravesar los estratos de olores asartenados que cocían sus habitantes.

Ideaba situaciones opuestas, como si la contradicción aceptara medias tintas o verdades enteras en pulpas de calamar.

Las cartas de su padre traían el eco que tanto costaba trasponer, la lucha sin tiempo de hacerse a una realidad medida por la ausencia cada vez más patente. Por años las había atado con cintas, montones que adquirían el aspecto de los ladrillos de una construcción con los que ahora no sabía qué hacer.

El cuarto, un armario de puertas quejosas que mostraban el vacío. Sobre él campaba la maleta, quedada a vivir con él. Días confundidos de su propio aliño.

La cama, grande como un galpón, validaba el derecho de los aros metálicos de estar sobre la mesilla desvencijada y la cómoda, que había traído de su antigua casa para disponer de cajones. Lo demás era tan de nadie que no existía, postrado de las horas y sospechado de la asfixia, como si cada fantasma tuviera que ocupar su sitio jerárquico en la degollina.

Rufa, la púber que había tenido que dejar de ser para incorporarse a prisa a lo que esperaba. Montano rodeado de un paisaje inmenso, con el que nadie sabía tampoco qué hacer ni cuánto pesaba al kilo. Lo que más le dolía: tener que vérselas con su cuerpo, evidenciando todas las descosturas. Que la luz se iba era lo único seguro, así como que los serenos hacían sonar el chuzo de parte del mobiliario urbano. Atareando penurias calentaba el agua para el café, el único lujo que nunca faltó. El poso colado por el cucharón rematado en pezón de vieja impregnaba el cuarto de un aire gelatinoso evaporado en su propia achicoria.

Algo se rompía para hacer el resto nuevo a fuerza de puro viejo y renovarse en las antípodas. Campanas vueltas del revés sin aire y sin norte.

Abajo, al fondo de lo que conocía, en lo profundo de los pasos que sabía que había que dar, el cielo ocupaba el lugar de preeminencia del suelo y las paredes se abrían con trampas a la calle como troneras que vigilaban sus recuerdos, que los pensamientos estaban en fase de férula.