Solo las nubes dan permiso

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Gracias a eso las escaleras volvieron a ser el balcón natural asomado al Iguazú, un confesionario de los íntimos recelos. El tema de los temas que contaba Rufa cansada del sonsonete de amores de su amiga, que le perseguía por calles y salas de juventud donde pasaban la tarde de los jueves demostrando la penetrabilidad de los cuerpos de que renegaba la física; la ferocidad de los magreos en la promiscuidad barroca y clandestina, los moretones en flancos y nalgas, que buenas las tenían que salían hechas un acerico de las preferencias de parroquia.

Lidiando con ese ganado, Candi abría sus cartas, las del alma y las de Paco, que así se llamaba el cuitado. Mandaba dos o tres por semana. No se conocían, pero las cartas llegaban tan tarde que trastornaba la inteligencia espacial en una materia epistolar efervescente que Candi no sabía entender, por lo que procuraba del auxilio de su amiga. Cálidas y cortas misivas de bomberos que no pueden con el fuego. Floridas, que el chico estudiaba Filosofía y Letras en Valencia y se lucía. Con una riqueza de palabras que aturdía, si no atolondraba, en la incomprensión del mensaje, siempre oscuro. Las dos camino de sus respectivos hatos, corderas de cabeza caliente y bajos descompuestos en conversación descarriada.

Venía volada. Le acababan de negar dar clases en un colegio a cuya directora conocía Reme. Decían que no se la entendía.

Estaba furiosa y tenía hambre. ¡A ver quién sabía gramática como ella!, reclamaba.

—¡Rufa! —gritó.

Pablo se desprendió del agua que brindaban las cañerías municipales. Se enjuagó la boca y aguardó a que lo llamaran.

—¡Pablo!

La encontró demudada, el pecho acolchado de paloma.

Le miró. Con la barbilla señaló una silla.

—¡Siéntate —ordenó—, que no puedo más!

Obedeció. Sabía que las cosas no podían ir a peor. Cualquier empeoramiento sería una mejora.

Rufa convenía en que la escena resultaba magnífica.

—Tú también, hija, que tienes derecho. ¿Has cobrado este mes? —indagó.

Rufa, pillada en falta, se llevó la mano al corazón, que se agitó como una lagartija. Se sentía culpable.

Luego dramatizó:

—Yo no cobro, señorita. ¡Por mis muertos! No sé cuándo fue la última vez... —Estaba al borde de las lágrimas. Nada en la memoria la acusaba de haber percibido sueldo desde que entró en la casa, o poco menos. De cobrar no se hacía ilusiones ni la señorita.

—Te creo —dijo bondadosamente.

Reparó en el sobrino que asistía incrédulo a la escena.

—Y tú, ¿qué opinas? ¿Hablarás alguna vez de lo que pasa a tu lado? —le espetó cuando su cabeza se había separado ya de aquel zoco de compraventa tamizada por las sombras a cuchillo de la persiana, abatida como una lengua que caía agotada sobre la calle.

Separó los labios como si fuera a decir algo que nunca llegaba, pues siempre alguien se adelantaba y se torcía la conversación, un método que hubiera patentado para solapar embrollos. Una forma de ganar minutos, porque era lento. Todos lo decían, y él ratificaba a cualquier hora haciendo de ello una grata camaradería. No conforme con los segundos de rigor, sino minutos que espaciaban de angustia la esencia distintiva, el abaratamiento de la respuesta le salió desde dentro sin sustancia.

—Yo… —aclaró.

—Pobre hijo —le defendió la otra, que falta hacía—. ¿Qué vas a decir tú, pichón, alma de cántaro, que nos saque del atolladero? Si no sabes en qué mundo vives... Eres tan inocente como nosotras, ¿verdad, Rufa?

Por alusiones la otra dijo que sí y luego empezó a dar zapatazos en el suelo, acto reflejo de cuando se la tenía por interlocutora válida.

La escena, por ordinaria, sacaba de quicio a la señorita.

—¡Por Dios! Qué chica más lerda. —Luego se lo traducía Pablo a instancias de la interesada—. Cariño —insistió por cansancio y porque repetía todo más de la cuenta, incluso hasta hacer de lo necesario el batiburrillo que había que dejar para otro día—, ¿no te parecerá mal que te diga que a veces pareces un poco tonta?

—No, señorita.

—¿Hay tarados en tu familia?

—No que yo sepa —contestó con sinceridad mesetaria repasando muestrarios.

Don José, el cura, le había vaticinado que no llegaría a gran cosa.

—Tú, Rufa, hija —la tomaba con ella porque con alguien tenía que tomarla, y Pablo estaba a cubierto a la sombra de las ideas sin matices por las que respiraba el día—, eres una crédula. Perdona que te lo diga, pero tienes que espabilar. Eres una cándida y así no puedes ir por la vida...

—No, si ya... —admitió castellanamente, que por manchega se tenía, encantada de que se gastasen tantas palabras en ella.

—Digna de encomio —suavizó perdido el hilo de lo que quería decir y la razón de haber sido convocados—. Por cierto —disoció digresiones de la materia fundida con el caos, lo que la hacía famosa en el sembrado de divagaciones—. Por cierto —repitió tratando de asirse a una idea que disolvía el calor—, ¿cómo va lo de es chico? —Todo lo tenía que saber, más si carecía de importancia—. No sé si hiciste bien presentándoselo, hija...

Nunca daba tiempo a contestar. No escuchaba por principios ni finales ni por casualidad, fiel a la consigna de la casa, «Señor, en esta casa ni se escucha ni se blasfema», que en latón estaba clavado en la puerta.

Pablo se replegaba a su cuarto, pues consideraba que el resto no le incumbía. De golpe, se le pararon los pies en medio del logro de escabullir el bulto.

—¡Quieto! —dijo Lourdes—. A lo que iba —recapituló por fin—: Nuestra situación no puede ser peor... Bueno, podría, pero no es necesario... —Dicho lo cual retomó el sufrido hilo—: Me veo en la obligación de recordaros que los dos estáis bajo mi tutela y que a ambos debo la atención que, por diversas razones que no vienen al caso, me ha sido imposible ejecutar. De forma que —dijo dirigiéndose a Pablo— como no eres capaz de aprender cosas útiles como el sanedrín —Pablo seguía ignorándolo, creyendo que algo malo le sucedería cuando lo supiera—, inútil que eres, nos vamos a Luria, a casa del tío Ricardo a que nos mantenga —sentenció.

A las miradas contestó:

—Aquí no se puede estar, miraros los huesos. El calor apabulla —bajó la persiana y se pasó un pañuelo con Heno de Pravia por el cuello—. Y la razón del campanero: estamos sin banca. Así que, con lo puesto, a la estación. Tú, Rufa, mañana a tu pueblo, con Luis. Nosotros con Ricardo, que, le guste o no, para eso está la familia —afirmó con ojos tan febriles que parecía imposible rebatir.

Se sentía Juana la Loca en la tabla de Juan de Flandes.

Los aludidos le dieron la razón. Como fin de fiesta no estaba mal, verse en manos de aquel excéntrico que casi no conocía.

Salían de Madrid en lo peor del verano, cuando casi costaba respirar y se acechaba la noche para descargar el fuelle del pecho y sacar ideas de naftalina.

Concluida la reunión, Lourdes les dispensó de abandonar la sala. Subida a una silla, bajó del armario la maleta de las grandes decisiones, algunas ancladas en la pubertad, camino de la vegetal Luria.

Acalorada, puso en orden la ropa, alisó el vestido con sobrada majestad y se fue a la cocina a echarse el ritual trago de las seis y media cuando paraba en casa, que, si no, se lo tomaba donde fuera por prescripción médica. Aplacaba emociones, y esa tarde las había habido a espuertas, porque ella pensaba quedarse en Luria le gustara o no a su hermano, lo que sembraba de incertidumbre la suerte que corriera la pareja.

Radio Intercontinental, aquí Madrid, daba los 39 grados a la sombra.

Allí, penumbra neumática por medio, con la fealdad zanjada del patio que desconchaba sus lepras ojerosas sobre la ropa tendida. La dueña de la casa se tomó tres vasos sin hacer caso al médico, porque la situación lo requería.

Al término de la vigorosa operación, casi sin aliento porque se estaba ahogando, resopló como una máquina que exhala exceso de presión y ajusta tuercas. Se secó las manos con la toalla que trajo Rufa al ver que la otra se ponía morada y preguntó:

—¿Algo para cenar?

Luego, se tiró en la cama a descansar hecha una escolanía de hierros y estridencias sinfónicas. Estaba echada la cortina que separaba su dominio del de Rufa.

Rufa dejó las estribaciones de la ciudad donde acababan sus prolongaciones cavernosas, muñones como tubérculos que se adentraban en el campo sin piedad.

El mundo también había cambiado. Volvía a Montano con dieciocho años. Candi había tenido que quedarse en Madrid.

Las cartas de Paco dejaron de llegar o parecían papel mojado, preludio de la estación en ciernes. La última, abierta con avidez, escrutada en sus pliegues, devorada en la promesa de su pulpa, no incitaba al repique de campanas.

Paisaje y boina, avanzaba el autorrés por la Mancha, repleta la boca desdentada de accidentes. Osario de montículos, caries del terreno y úlcera de hueso duro de roer del indígena de gesto adusto y rostro hecho para mirar a lo lejos que salía a relucir en los apeaderos. Raíz que se enquistaba en la imagen ácrata de la melancolía. La verdadera espora del tiempo: la vacuola que expulsa el aire de la ausencia y se desinfla. La ceguera que adelantaba al pueblo sin más concierto que la pérdida total de medios.

Nada se parecía a los viajes hechos en la memoria. Atocha metida en la ruindad de su caparazón de quelonio, fea, tifosa, con la mejor de sus costras al aire y la más hedionda de sus sonrisas. Lavada de salivazos al vapor salido de unas máquinas ancladas como demonios exhaustos, bestias en derribo. Naves en celo de arrancar, ávidas de abandonar el lomo de la marquesina que apretaba como un corsé.

 

Relegadas las chabolas, pronto engullidas por la solemnidad del cielo restallante de un azul sin alicientes, sin límites ni tintes, craso en su vacío, casto, el tren marchaba en traqueteos comatosos. Galopes sin bridas, bufidos que machacaban rieles con martillos probados en mondas del viento.

Gente abrillantada de sudor, venas como dedales movidas por tendones que arrastraban el peso de las maletas, metralla de imágenes engarzadas en los cromos de la memoria. Inercia mular que tiraba de los bultos. Niños que corrían entre los altavoces crepitando en alharaca, campanillas y suelta de vapor que invitaba a irse con tal de bucear la tranquilidad del campo.

Lourdes metía prisa por todos los costados, premiosa. Todo a salvo menos la dignidad de la carrera que había que dar para subir al tren infestado de pitidos, perdido el tino e insana de atar la razón. La voz rota de los altavoces anunciando destinos de realidad tangible, galimatías de pie en la tercera repintado con palotes de holocausto pronto a zanjar la marabunta que se había adueñado de la estación, pujando por meter sus cuerpos por el ojo de las troneras. Orines saliendo de compartimentos estancos, sabores menos que inciertos de bocadillos de todas las grasas, todas las épocas, todas las Españas.

No era nada de extrañar que Lourdes metiese prisa por alcanzar un asiento, mejor dos, acuciada en el devaneo de caderas, los labios protuberantes como falanges enemigas, cuajado el aire de carboncillo.

Había engordado pese a los tiempos en boga. No lo podía creer. Las meriendas de Reme. Los bollos y ensaimadas de Mallorca trasegados sin altruismo de ninguna clase entre el runrún del cotorreo que licuaba el aire al calor de las voces. Verborrea a la salida de los dientes de la tarde y su corona de fuego sin otro concierto que repetirlas al día siguiente.

De esas lides había muerto Píchi, el gato de Reme, ahora disecado y tan lucido entre florones que parecía un san Antonio en su urna. La admiración de cada visita de haberlas habido, pues ya no se admitía a nadie que no supiera un poco de Edad Media y algo de Renacimiento.

No hubo otro tan cariñoso y carroñero. Escudriñador de interiores, oteador de atardeceres y cazador de gorriones. Confesor contrito, confidente y suprema audiencia.

Memorias que cruzaban la cabeza y tapaban la bulla que, por instinto, se presta a los pasos resbalosos.

En algún lugar del planeta habría un asiento vacío. Prólogo a la imposibilidad recauchutada de dejar en la rejilla cestas y maletas sobre la saturación de paquetes y cajas, que para eso habían sido inventadas, para estorbar o dormir en los altillos. Cestos por los que asomaba la cabeza emplumada de una gallina, desposorios de pepinos con rábanos y otras excelencias hortícolas, todo pasto del viaje. Y sin escatimar mientes, mujeronas, trapisondistas, trapecistas del sudor ajeno, zalameras y engañosas, la gloria más divertida y revuelta de la que daban cuenta cestas y botas remecido al embiste de la locomotora, resbalón que hizo que Pablo, en algún lugar de ese vientre, cayese sobre un amasijo de cestas y colchones.

Hacia Tobarra, se encontró a Lourdes enzarzada en el descomunal campo de Agramante con la jefa de guerrillas de la cueva, a juzgar por el lenguaje que desprendían ambas. Mujerona de carnes suficientemente grandes y jamonas como para ocupar ella sola el dominio del compartimento en disputa.

Anulado el primer intento, la atmósfera se cargó de risas y asomaron el chorizo y el queso, ambos bien recibidos por la soldadesca que, por costumbre, celebraba la licencia.

Lourdes relacionó el hecho con la diáspora de otros tiempos, armenios, moriscos, apaches. Valía por alusión la hambruna que sembró de irlandeses Nueva York por una mala cosecha de patatas. Camino del sur, la gente resignada a no encontrar acomodo se sentaba en el suelo con bultos e hijos sin distinguir mucho unos de otros, que los macutos y zurrones eran más tranquilos oxigenados al olor anestésico del váter, solar que más valía no trasponer confiando en la capacidad ciclópea de la vejiga. En el vagón correo se daba marcha atrás hasta encontrar el farolillo que marcaba la extensión mareada de la culebra. Luego se perdieron de vista y el tren se ocupó de remachar conceptos y ajustar huecos libres para mejor encajar el tiempo a sus espaldas.

Lourdes desclasaba valores harta de estar de pie, metiendo codo a la parroquia para abrir brecha en el avispero al santo de «A ver, señoras, permitan», a lo que se veía obligada por ser hija de militar.

La máquina bufaba a través de un campo desperezado de poblachos inertes, dormidos, tapiados al trasponer la última calle y no haber nada. La multitud recorría los pasillos equipada hasta los dientes formando un cuerpo único, acción disuasoria de depredadores naturales o el calamar con su tinta.

Sortearon grupos y escollos, restriego de pectorales acondicionados a la estrechez del pasillo y, al cabo de varios soponcios, Lourdes se perdió en alguna parte de la infranqueable carrera de obstáculos, algo tan grave como pasar el verano en Madrid mano sobre mano.

Pablo, en su inconsciencia y falta de previsión, se acercaba por quinta vez al final del tren. Estaba empapado. La escena era vertiginosa como las tardes de verbena y cerveza negra con Muro. Pobre, que ahora las estaría pagando.

Don Mamerto había dado finalmente su consentimiento. Se encontraba a punto de irse de vacaciones. Tenía una casita en Galapagar, en realidad era de su suegro, decía con modestia.

Le habían pillado en un momento extremo, rezongaba cargado de razón mientras vendía la mercancía pomo en mano. Pero en fin, tratándose de Lourdes, la queridísima doña Lourdes, que siempre le daba café suizo y era tan amable...

—Mil gracias, don Mamerto —contestó por alusiones, entregada a la grandeza de alma del habilitado que nunca fallaba, y menos en apuros. Con un pie en Galapagar condescendía a apurar la acometida del verano, retrayendo fondos del mes siguiente. Un anticipo. Trasponía las aceras calcinadas de Madrid para cumplir con la misión fundacional de no abrir la boca y soltar los billetes que catapultaban la locomotora en el tris-trás del paisaje. Salir del sometimiento al que lo anclaba la necesidad era más relevante que el fraude. Mientras, Ricardo, había que ver, nadaba en la fronda de su apartheid familiar, muy dejado que era sabiendo, o quizá no sabía cómo se pasaba en Andrés Mellado, equivocados por el hecho de tener criada, excentricidad más que razón doméstica.

Un mar sin fondo en el que varaba la inercia, mientras se veían compelidos a salir del globo que engolfaba a todos, Candi incluida y la pobre doña Lula, también. Todos eran pobres de condumio, espíritu y resonancia. Unos más que otros, como pasaba siempre, que a Antonio le cuadraba la miseria tanto como las orejas a ambos lados de la testa. Histeria mostrada a todas las santas horas en su relicario de cristal sin despegarse de la piel ni desganada de sus pasos. Reme ida de vacaciones a Santander y don Mamerto clavado en la esperanza de su estima. Por eso lo llamó. Se sentía estigmatizada por la renuncia del homúnculo (medía 1,50 metros, pero había pertenecido a la Guardia Vieja), pero gracias a ello obtuvo la canonjía que no obligaba a casi nada y devenía en pagas extra y complementos a medida que la guerra se alejaba y él acumulaba trienios.

La crisis era de órdago. La meta, marchar a Luria como si fuera la tierra prometida.

Tenía la conversación en la cabeza, que otra cosa no, pero memoria sí.

—Descuide, doña Lourdes, para allá vamos —le había dicho.

—Gracias, don Mamerto, es usted un sol —le oyó decir al colgar el teléfono del pasillo, negro como un vampiro. Verla frotarse las manos, la cara roja que se pone cuando hay felicidad.

Rufa sonreía ante el despliegue de cualidades dialécticas que alimenta la penuria.

Sonreían cuando cruzaron el viejo barrio de las Luces, ya desmontado como un mecano para construir los almacenes que acabaron con la imagen del barrio.

Tras la siguiente curva estaba Montano. Volvía otra, aunque pareciese la misma y Montano fuese igual. En la gasolinera daban las diez. Imperceptiblemente se iban acortando las horas, que nunca las distancias. El cambio vendía otra tonalidad del cielo, verde y sangriento a la caída de la tarde, como cada año.

La huida del calor traía fiestas en honor del santo, cuyo nombre había olvidado. Una virgen, creía, de lo patrona que era, que las cajas del cerebro se llenaban de otras latitudes y fidelidades. La distensión del aire, casi de plexiglás, hablaba de volver a Madrid acabadas las vacaciones y reatar lazos con la realidad por más prófuga y promiscua que fuera.

Ella se consideraba con suerte. Servía en Madrid. No todas podían decir lo mismo. Y aprendía mundo. Las demás no pasaban de Belmonte, de Tarancón algunas.

Madrid era otra cosa. Allí sí que ataban los perros con longaniza y se podía decir que una se iba lejos. No como las zánganas que recalaban en Lizón, Daelices o Bolaños, donde se casaban y no salían más que con los pies por delante. Y eso para no ir muy lejos.

El cementerio se adosaba a un recogimiento del terreno. No cabía un alma, lo que demostraba que en el campo también había explosión demográfica y la necesidad de solo parar ahí lo imprescindible. ¡Qué desolación!

Cerró los ojos y se vio de pequeña. Lo hacía a menudo para reconfortarse por los años vividos, pese a ser pocos y algunos que no recordaba como suyos. Alguien a quien no podía ver por la niebla la llevaba de la mano. Se veía con los ojos muy abiertos, acompañada de la imagen que estrujaba un manojo de flores.

Así había sido de niña, tan tonta. Y allí la tenían de vuelta, sin comité de recepción, roto el espejismo de trasponer fronteras. De vuelta con el hato entre las piernas, perro sin dueño ni bozal. Más hecha.

Los demás recogían sus fardos.

Recordaba la luz que salió a su encuentro. Sabía de la consistencia del viento que expulsaba el aliento sobrante del castillo, remansos de polvaredas y espirales de recuerdos, que era lo mismo. El pulmón con visos de quererse tragar el universo cayendo a los pies de la muralla, abarcando el entorno, la comarca que trasegaba el aire húmedo de las salinas.

Respiró antes de poner un pie en el estribo y la puerta se cerró a sus espaldas.

Una nube de polvo la envolvió, mientras alguien le tendía la mano como una ofrenda.

Rufa se restregó los ojos.

—Soy Paco —la figura estornudó de repente.

—¿Paco el de la Candi? —preguntó sujetándose la falda que le levantaba el viento.

—Ese —contestó el otro.

De repente, el aire cambió de tono, así como a cada tranco hacía el endiablado galimatías del cielo. Una tolvanera descerrajó la altura.

Dejaban Aranjuez, lo que todos decían que era el Tajo, con la última estación levantada a punta de ladrillo. Sierras contra las que el cielo carecía de inocencia.

Los ánimos se habían calmado, hallado acomodo o resignado a su suerte. Se escuchaba tocar una guitarra a la que grupos de reclutas hacían palmas. Acentos de otras tierras, carcajadas confundidas con gritos que se colaban por el espacio en el que sobrevolaban cogotes de tercera.

—¿Ustedes gustan?

La mano enguantada de callos esgrimía la sabandija de morcilla, el chorizo pimentonado retorciéndose en rechazo a la clientela, la hogaza de pan y el corte profundo de la gallega que salía de la cesta.

Pablo advertía la extensión de la tarasca de verano. Cimbreando caderas tocaba la locomotora envuelta en la nube de carbón que la protegía y alimentaba sus entrañas.

Unos por un lado y los demás por superarlo todo eran bultos confundidos con nudos humanos. Muchachas tendidas para resarcir digresiones de alma apabullada sin que nadie osara despertarlas. Parchear el viaje, en poco vencido.

Un vejete velaba el sueño monumental de una odalisca, una mujeruca entrada en carnes que profería excusas por aquel fenómeno de la naturaleza cuya contemplación valía pagar entrada. Tirada en el banco durante las cuatro horas que se llevaba de viaje, la imagen contenía un desacato de contornos prietos y en su sitio, sin que sobrase ni faltase nada concebido como impiedad.

El torbellino se recuperaba de sí mismo deglutido y asimilado, y los 25 años de paz del Caudillo resplandecían en el campo, segado en su calvicie y adornado con tenues coletas de gavillas. En el tren, la mansedumbre se abría paso con trabajo. Se ganaba conforme las estaciones vacilaban en asentamientos manchegos y linderos en los que surgía algún tímido promontorio.

 

Un poco de verdor. Colinas bordeadas por grupos de árboles auspiciaban que aquel mar de antaño, donde los bromistas decían que se habían encontrado toallas del terciario, diera sus últimos coletazos fosilizando el aire. La demanda de relevo por tramos más surtidos de imágenes.

Rufa volvía a estar entre paredes conocidas. La vieja casa del médico, la última del pueblo, daba a la iglesia. Tenía un patio trasero que servía de corral y alojaba en verano la tertulia.

Se sacaban mesa y sillas, y se organizaba la partida.

El cura no tardaba en llegar, era de los fijos. Le seguía el boticario, que a don Joaquín le gustaba que le llamasen farmacéutico, que para eso decía haber estado cinco años en Madrid; y luego llegaba el juez, que el alcalde estaba malquistado nadie sabía por qué y había dejado de ir a la timba. Cosas de los pueblos, mascullaban y se enfrascaban en las cartas como si los dibujos que manoseaban tuvieran el mismo poder sugestivo del alcohol.

En ocasiones, se unía al grupo el secretario del ayuntamiento o algún tendero de la zona. Tampoco era infrecuente la aparición del cabo de la Benemérita cuando las ordenanzas lo permitían, contento de abandonar la precariedad mohosa de la casa cuartel, que permanecía en régimen de desconchones y goteras como la mayoría de los de la comarca. El maestro, en cambio, no tenía mucho que andar, como Borja, el guardia civil, para llegar a la tertulia, única actividad de altura del pueblo. Salía de la escuela, donde el Estado le habilitaba una vivienda, y cruzaba la plaza.

Allí se profería de todo. Se juraba mucho, más que en una Audiencia, más que se jugaba, y se evitaba, por precepto jamás cumplido, hablar de religión y política, que para mujeres había venia. Principios tan antiguos, decía el cura, que hubieran contado con el visto bueno de Viriato o Escipión el Africano, por citar dos testas coronadas, añadía, que era leído.

Bastante se había armado ya en vida, decía el boticario con su falangismo a cuestas y el histriónico historial de padre que le consumía por tres costados. Mientras, de él manaba la desesperanza, pues insistía sin que nadie le escuchara.

Cualquier asunto era pasto de digresiones, tierra abonada para que todos se interrumpieran entre los tacos del cura, que en cónclave era mal hablado y le gustaba llevar la voz cantante, como en todo, haciendo del patio del médico el púlpito en el que retorcía el pescuezo a quien no le gustara.

Las fuentes, el parte de Radio Nacional y el arriba del día anterior que traía el autorrés. El Alcázar llegaba con dos jomadas de retraso.

Don Luis no se recataba. Él era partidario de más apertura, dado el tiempo que hacía que Primo de Rivera, padre e hijo, se habían muerto, e Indíbil y Mandonio igualmente habían pasado de moda. Con eso decía lo atrasado que estaba, como un Vitrubio de capa caída subido a las peanas y un Asdrúbal del que no se hablaba ni en Cartago, más ahora que quedaban unas termas y encima eran romanas. Aficionado a la historia como su hermana, que todo se hereda, sacaba a colación alguna cita culta para elevar el nivel a la estupefacta audiencia, título universitario de boticario incluido. En su favor, las purgas mentales a las que el alcohol conducía. Los puros contaminaban el resto.

—Don José —alargaba los vegueros—, tópese uno, que este no se lo salta la iglesia —decía.

Melindroso, descubierto en algo que no podía rehusar, el cura amagaba el ofrecimiento con remilgo de faldeos y agradecimiento de tonsuras. Era calvo en partes desiguales, lo que le daba un aspecto un poco endemoniado, los dedos temblequeando sobre la caja con su vitola retrotraída de ingenios y bohíos cubanos y el «Recordad el Maine» que aún escocía y decía por gracia. Corona herrumbrosa sobre la que campaba el régimen imperante por franquista. La unidad del destino con lo universal es algo tan pequeño que casi no cabemos, afirmaba el médico aprovechándose de que pagaba todo eso.

—O sea, los que nos atenemos a los límites establecidos —cortaba don José, que gustaba de marcar distancias con el régimen. Lo que algún día, decía, le traería problemas.

A esto pasaportaba el anís y la falta de alicientes, aplastado el pueblo a la costra cotidiana de las horas y al trabajo en el campo, antes de que la televisión viniera a descolocar las cosas para siempre.

«A trincar, a trincar, que son dos días». Evacuación mental, gracia mostrenca del juez, que él sabría por qué lo decía, pero constituía el acervo que los demás festejaban.

El cura entonces atacaba para salvar las formas, para eso estaba comisionado, metiendo mano al veguero.

—No lo sabe usted bien ni sabrá por lo poco amigo que nos ha salido para ir a recóndito ni a sagrado, que en los años, Dios me valga, que está con nosotros, aún no hemos tenido el gusto de verlo reclinado en los bancos. Vamos, que ni una genuflexión, por ilustrar, buena o mala ni de cara a la galería, que la gente se fija y anda en cabildeos, señor juez. Les diré de la soledad torera que le entra a uno con las viejucas en celo de la sacristía arracimadas a los cuartos de reloj por toda prerrogativa en tierra, las velas húmedas, lamiendo las campanadas con la luz a punto de ser tragada por los muros. Las calles apóstatas de ausencias que no caben en los rótulos —bramaba nostálgico, los ojos de cuando andaba en Soria, que aquello era otra cosa más que un clímax sacado a relucir cuando el anís de El Mono, su esencia, hacía de las suyas.

Recuperados de la epístola que endilgaba aquel hidalgo profeta del morapio y de la soledad abierta a todas las puertas, le daban la razón para que no siguiera.

—Tiene usted más razón que san Pancracio. La humanidad doliente se queja de vicio —le decía cualquiera y se quedaban tan a gusto pasando a hablar del tiempo que hacía en Uclés, donde el cura iba dos veces por semana.

—Desperdicio, desecho, vano sueño... —capturaba su tumo el sacerdote, flagelado en sus carnes calderonianas con otra copa de anís—. El imperio de los sentidos —seguía puntilloso de sacristía y cerrado de mollera.

Don Luis se quejaba de lo poco que hacía el Gobierno por contener a los curas desde la desamortización de Mendizábal, si hacía algo, y don José era la muestra.

El guardia civil, que vivía de prestado en el cuartelillo rozando la esperanza de un traslado, se limpió el bigote en los galones dispuesto a obviar bizantinismos.

A don José le gustaba que se acercara Rufa al cotarro. Cargado de inmodestia y buenos bigotes, algo insólito para la época de tonsuras, pero que soslayaba, tan macho que se sabía, pese a órdenes y admoniciones que no venían al caso. Dios no dejara de remediarlo, loco que había sido en su juventud cargada de aventuras y seminarios. Como un Borgia. Bastión contra el que se estrellaba el mejor vivir y la atención a la mies, que al cabo le había redimido de acechanzas que coleaban al confesar a alguna penitente de buen ver y peor conducta que solía ir junto. Para eso estaba el sacramento, para enderezarla. Trayectoria que jamás se había apoyado en más requisitoria ni bemoles que la firmeza de las bajas pasiones, esas sí que tocaban fondo en las Marianas. Los demás también veían con buenos ojos a la moza vuelta de servir en la capital. Nadie daba un duro por ninguna vuelta, se viniera de donde se fueran, pues la permanencia, lo decía Heráclito o, si no, Parménides, era estarse quieto desde el tiempo de los pterodáctilos. Lo demás, nebulosas, anís de El Mono y ganas de enredar. En eso había consenso.

La inercia llevaba a la juventud a abandonar el pueblo, qué coño, decía el boticario. El número crecía para engordar la estadística del desgarro en el derby entre campo y ciudad. Lo centrípeto centrifugado en nombre del progreso, decía alguno de ellos que sabía de física.

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