Solo las nubes dan permiso

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Fue amasar la consideración de que se habían escapado los nombres. Los años enteros que siguieron a discernir que la vida comenzó alrededor de figuras de mazapán como las de Rufa y la tía, que el colegio acogería las horas huérfanas.

Se encontraba sin sombra. Recordaba el aletear de Peter Pan en las páginas de la fábula, la plasticidad de creer algo. Había que ser muy pequeño, muy crédulo, y él ya tenía pelos en las piernas. Wendy revoloteando alrededor del puchero que calentaba en el fogón Campanilla. Ignoraba a qué conducían los recuerdos, de qué cajetín de la conciencia salían en el libro troceado de la memoria. Además de estas sensaciones tenía otras que, a media distancia, abrazaba de forma incierta y ahogaba para acabar con falsas esperanzas, anclado a la única vida que tira de las orejas. Era propenso a tener fantasías que lo zarandeaban como lo mejor de la cuerda que se iba a romper, lo único extraíble de la Turmix de la vida.

Historias de densidades que saltaban de las páginas que tenía en las manos. Láminas adentradas en el alma, que no deja de estarse quieta. Esposado el lobo en grabados antiguos y los cerditos servidos en bandeja. Conceptos que ignorar para tenerlos. Colores, en todo caso, desaparecidos del papel para quedar indelebles en la memoria, sin vale para un armisticio. Nada de lo metido en la mente era susceptible de acabar con ello, jugada de cartas que no admitía tahúres.

La cosa era horrible. Por eso pasaba de refilón por las necesidades, dándoles la identidad dormida que siempre habían tenido para no despertarlas y sufrir su ira, pasar flotando por el pasillo que conducía a alguna parte, la boca de todo aquello sin precisar luz ni remedo. Envuelto en la jaula de cristal que todo lo regía. No la cómica caricatura que las alejaba de su ser, no fueran a quedarse, clausurado el postigo de alguna traición calibrada en sueños. Sopesadas por caminos que llevaban a no tener un duro ni pretenderlo, gracias a lo cual los habitantes del olvido, larvados y eclosionados, sistematizaban el colorín del infierno.

Temía el día, los años, la vida entregada a capitular los hechos atenidos a él. Los meandros de andar por casa al trasegar efluvios de su sombra, acoplada con otra superpuesta y prestada que hubo de inventar.

A Rufa ni siquiera le heredó cómo se encontraba al otro lado de lo que no había sido.

Lo descubría sin comprender el adobo diario de los pasos, cebarlos de medias suelas para que no se fueran en un cruce de calles, la vista en algo propio —de llegar a serlo—, rozar lo prefigurado del común.

Nunca se atrevió a volver donde sus primeros pasos, ese era un espacio preservado, como un puerto hundido del que asoman vestigios que dan respuesta a lo que no sabe, y buscaba en el desvalimiento de la conciencia. Nacer aplazaba lo demás, enajenaba las noches tras perder la batalla de aposentarlas en su seno, beber los vientos del sueño, las heladas que caen al lado sin saberlo. Como el calor evapora de inconsciencias la capacidad de pensar en nada, nacer es pasar revista a los recuerdos. Otra cosa no se hacía a la espera de echar mano a lo que había, lo que creía pasado en medio de una materia rota de no recogerla el cerebro. Nacer, apelmazar el tejido que el tiempo da a su nombre. Una calle. Un árbol. Una cara borrosa. La amalgama de lo que surge, muere y no quiere ser enterrado, por lo que hay que rescatarlo. Esperar algo, incluso pasado el tiempo, hasta reventar en una burbuja que no hace ruido, ni es frágil, ni graciosa, pero se niega igualmente a morir. Atisbar alguna certeza, palabras que recogen adentros. La escena alrededor de la mesa camilla remedaba flecos nuevos a fuerza de viejos, antagonismo que superaba en sinergias.

La casa aposentada de silencios, sujeta al oscilar del tiempo, a la incomparecencia de las horas. Trazos cobrados en tardes que llenaban de excipiente el agujero de los meses. Lourdes experta en resucitar el contenido desamortizado de las frases o de una foto vieja. El abuelo de militar. Su rostro blanco como la calidad de su mirada, materia tocada por el mejor instante del día. Así decían que era. Una primavera. Inmune a que la tarde cayera si no podía ser de otra manera, acompañado de la eternidad del momento soportando la presión de las paredes, que no todo fuera el desagüe de la memoria, la cloaca de las ilusiones. El deber. El desaliño de la imagen que de él se forma. Lo peor: las horas rondando el cuerpo, limándolo. Equilibrio por salirse de los ojos y lo que se siente en sus rodillas. Pequeño, alcanfor en el aire, así era él.

La progresión de los recuerdos devoraba la materia, así como la cal hace con la falta de esperanza. La caja de latón, boca para albergar estampas, fiel a trasmutarse en tiempo. Rostros petrificados de una dimensión ajena que se desparramaban hacia atrás hasta desenraizarse. Había acabado los exámenes, o los exámenes habían acabado con él. De la comparecencia con la hoja en blanco saltaban los espectros aliñados de su peor saber, el estruendo de la abulia que le cebaba. El deseo de plegarse a las respuestas, más que a las preguntas, de un juego plagado de requisitorias y sonido de bajo vientre. Atmósfera parturienta poblada de fantasmas, palabras que habían perdido su centro de gravedad. Expresiones médicas que comenzaron a estar de moda. Paidocultura, espirómetros y colecciones de espátulas ateridas alojadas en el lugar que ya no servía para volar, sino para pinchar el hueso. Pechos alicaídos de examinado en campo de exterminio, blasón armado en calzoncillos, las camisetas colgadas como pacientes exhaustas. Calcetines sujetos por tirantes que salían de las ingles en una corte de diablos mal aseada y peor constituida, que en actitud cordera reflejaba la marcha sacrificial.

Por partes rumiaba el monstruo las infinitas aulas en las que se desgranaba la enseñanza, y risas y parloteos se esparcían a la deriva en aquel mar estancado con la misma monotonía de las tablas de multiplicar, que las voces de los curas superponían a las sometidas.

Los años traían la repetición de escenas vueltas crónicas por miméticas. Los Martínez de tumo, los Varona y De la Peña, ensartados como cuentas imposibles de tragar, velaban con prodigalidad infame de que aquello no dejara de ser una reclusión sin vallas electrificadas, que cientos de educandos —no había más chica alrededor de las que se supiera documentalmente— mearan en riguroso tumo corderil, cronómetro en mano el padre Anselmo, de diez en diez como falanges miccionadoras en los obscenos labios de las tazas, lascivamente abiertos. Estampa sin cuerpo ni historia que prodigaba la jornada, obligados a sostener la pilila con papel de fumar so pena de incurrir en la ira del carcelero, que por viril se ocupaba de estos menesteres apostado en los urinarios hasta que el último salía del influjo de las hornacinas abrochándose la bragueta, la cualidad más distinguible del español, todos decían.

Los dibujos se reservaban al sumidero del recreo donde la marabunta, en gran demanda de evacuar y en reclamo de la llamada de la selva, desalojaba urgencias. Mesnadas de diferentes edades y pelajes atropellaban la cuesta para atragantarse con los chorros vivos que salían de los grifos con desenvoltura aún no metida en cintura, repuestos los latidos del corazón, del que se conceptuaba como única posesión. Esto, y la reiteración de que no pasaba nada, confería la impresión de progresar sin remilgos por el mar de la inconsciencia que se asomaba a todas las escolleras.

La Paidicultura no escatimaba en agujeros del cuerpo. El perímetro torácico era normal mientras no agraviase el Fuero de los Españoles ni tergiversase la gesta de Moscardó. Su agudeza visual distaba de desear. Los últimos años los había pasado sin distinguir contornos en una plácida nebulosa, lo que le hacía tener distinto punto de vista de los demás.

El encerado y sus misterios de Eleusis quedaban para aprender quebrados, oraciones viciosamente prendidas a su complemento como constrictor sin las que no sabían vivir, o se habrían quitado la vida en una frase elegantemente subordinada. Los cuadros sinópticos le estaban vedados y los avisos solo podía leerlos al final de clase si algún mastuerzo no los borraba. La indiferencia pastosa de los pupitres, con su agujero extinto y las tapas abatibles, bocas de aburrimiento de un cuerpo de educandos resignado a no saber cuáles eran los hechos.

Aquel año le dieron sobresaliente en Formación del Espíritu Nacional.

España, la Patria más bonita que cabía tener.

Cuanto se hacía por España se hacía por sus hijos.

El bien de la Nación por encima de toda contingencia. Aún guardaba la chuleta en el bolsillo del pantalón:

La Patria se siente.

No tiene palabras

que claro la explican

las lenguas humanas.

España era una, grande y libre. Trinidad que remontaba el Plus Ultra cuando le apetecía. A España se la respetaba respetando sus autoridades, sus leyes y sus cosas en general. «¿Quién de nosotros toleraría que se escupiera a la madre?».

No consentiría él la afrenta, menos con el primer sobresaliente de su vida. Se había ido al poco de descubrir la calle. Ni una mala foto de aquella mujer de posguerra:

Tengo la fe del falangista

y el ardor combativo del español.

Yo he sabido luchar en las esquinas

y sabré trabajar junto a la flor...

Del ardor bélico quedaban trincheras en el Parque del Oeste y alguna casamata hervida en su fragor. Flores veía en los puestos de Princesa y las veladas por Agata, que a falta de regaliz ofrecía ahora claveles y margaritas, Muro en el ostracismo, los pocos colores que prestaban las calles con permiso de Rosales, mediada la tarde, estallado en esplendor poco decoroso del cielo, impropio de la caspa que corría y decían que era maná; del gris teñido hasta la aprensión de un continuo no descabalgado nunca de su desafuero.

 

Lastra, el profesor, decía haber luchado contra los turcos, zascandiles que ponían trabas a todo, reacios a reconocer la superioridad de Occidente y del catolicismo en particular, que tiesas se las había puesto a la Reforma donde más dolía, aunque no recordaba qué era.

Zurrar badanas, partir cabezas y llevar fanales infieles a iglesias tierra adentro se había convertido en un placer y un deporte nacional. También valían pendones retintados de malas intenciones y banderas de peor estofa, todo lo cual se acogía a lo sagrado, cuando no a museos conmemorativos de la gesta, junto a la espada del Cid, la última muda de Boabdil y los receptáculos de la sangre sarracena que había corrido a baldes.

Ahí se las vieron en mar y campo (Clavijo), en batallas nuevas y viejas, con el alma que cada español guarda en el almario para el domingo y paga a préstamos para una emergencia, como cuando santa Teresa marchaba a hablar con Dios al retrete, recogida en abstinencia de cosas santas y transgresoras. Catacaldos de clarines y timbales que engarzaban el águila imperial todavía bicéfala que exigía la España de la conversión:

Capitanes, misioneros,

siempre juntos, siempre en pos

de las Águilas de España.

Por el César y por Dios.

Él estaba muy orgulloso de su sobresaliente. Por eso, llevó la papeleta en el bolsillo hasta que se desmigó de pelusas y falsas apreciaciones. Todo era Castillejos y sus resultados mondos rematados en la máxima sentencia:

En tus actos sé cauto

y, ante la duda (no la «más tetuda», como decía el erotómano Muro),

elige siempre el camino más hermoso.

Esto no dejaba de dar razón a su amigo. Extensión, dos folios.

Un día pidió la llave del piso. Su padre se la había dado con el abrigo puesto, presuroso por meterse en el taxi que le llevaba al aeropuerto, y su madre en el recuerdo sin fotos, extinguida de la memoria durante la quema de vestigios por el pasillo de Donoso Cortés, camino de un recodo donde resonara su voz, su cuerpo, en el espacio reservado a la contingencia pronto desbaratada.

Su padre, apurado por no descabellar bien el asunto, evitaba mirar al hijo, que sin saberlo entraba en la digresión que lo acompañaría toda su vida: calibrar el verismo excesivo o disparatado de la trama, el marco de recuerdos cargados de sentidos apoyados por los años que siguieron a la luz que bañaba la escena.

Solo el tiempo trajo el simulacro de disfrutar de una libertad sin nombre compenetrado con el entorno de puro anónimo que abría sus puertas. Todo por etiquetar, puesto a recaudo de Lourdes, anclada en los Primeros Viernes y la Vigilia de la Inmaculada, dejado el Pan de los Pobres, que para óbolos estaba ya adscrita a las Damas del Ropero (Rufa incluida) que restañaban todo. La puerta se cerró tras una serie de sonidos que jugaban a esconderse expandiéndose y contrayéndose como un acordeón, el aire aligerado hasta faltar. Caminaba como un sonámbulo, lento en contestar. Siempre había sido así. Lerdo en la tregua entre concebir y expresar algo en notas distintivas, las palabras disueltas sin llegar a la meta, en trance el imperdible sujeto al pliegue del tiempo.

El pasillo crujió. Rufa aprovechó la ocasión para tirarse al suelo y frotar las tablas deshilachadas, cenicientas de color y destino, florecidas de la pelusa que el tiempo saca a relucir en la cubierta de los barcos hundidos. El trasero adentrado como popa en la lengua de mar del pasillo, sacudida la espalda por los sollozos y los primos hermanos de los mocos hasta enderezarse, coger el delantal y ver su cara a punto de reventar en lágrimas de niño, gruesas, redondas, blancas, con las que las vírgenes enjuiciaban la situación al sonarse.

Allí recobró la idea. Un nudo de nueva formación y diversas apretaduras dentro, así como el globo sonda que se desinflaba mientras huía hacia el cuarto de estar.

Las cortinas volvían a echarse sobre la mesa como capotes negros. Las tazas cobraban vida a la luz de la única bombilla.

La tía hablaba en el silencio sin reparar en que se oyeran sus palabras. Preguntaba si sabía lo que era el sanedrín, cuestión que años atrás había fallado en los exámenes y desde entonces llevado a la palestra. Lo recordaba siempre.

—¿Sabes ya lo que es el sanedrín?

—No.

No lo aprendía con lo fácil que debía ser. Rechazaba esa materia o alteración en el cerebro. Tara que no se dejaba ver. Disfunción de la química de la que estábamos hechos y deshechos. Asociación de conceptos que mandaban a la punta de la lengua olores, sabores y equivocaciones.

Llegó a su cuarto y se encerró. La tía tardó en aparecer. Traía un consomé. Golpeando el cristal pidió que abriera, contravenidas las normas por primera vez al echar el pestillo.

—Abre —dijeron sin convicción, la atención volando a todas partes y a ninguna, frío el estómago.

Era invierno. La casa en un declive escandaloso. Solo faltaba que nunca se aprendiese el sanedrín. Todo parecía irse a pique, rezumaba exactitud en la materia. Deseaba que se fuera la poca luz que huía de la ventana, que le dejaran en paz, puerta del horror que nadie sabía contentar.

Las Navidades estaban encima. Rufa tampoco había podido irse al pueblo por falta de fondos. Por la ventana, de la naturaleza pajiza del suelo se colaba lo que sugería ser una desolación nueva y vieja a la vez. Se había quitado su antifaz para demostrar ser sin edad, como la falta de soluciones. La desgana que siempre había estado allí aguantándose. Sobre el almacén de maderas que redimía de la falta de árboles fermentaba el patio. No se marcharía por mucho que subvirtieran las estaciones.

Lo del reloj acabó mal y Muro no volvió a ocupar su puesto en la oleada de ascensos y degradaciones que agitaba los bancos.

Ante su fulminante desaparición, la panda ahondaba en los vericuetos prácticos de esa ausencia, ya notorio, sin animarse a encabezar una investigación de los hechos.

Ocurrió en el momento más inoportuno, cuando el temor a los exámenes les hacía estar más unidos y frecuentar más las calles.

Hasta la vieja Agata, reconstituida en sus partes y desabollado el cubículo en el que se ganaba la vida, preguntó una vez por él, anticipo de lo que sería el síndrome de Estocolmo.

Todos lo extrañaban. La calidad de vida había dado un vuelco escalofriante. Atando cabos, malo era que Muro, tan dotado de recursos, no dijera qué hacer ni despejara incógnitas.

Sin cabeza visible, el grupo, desorientado, evaluaba la magnitud de la catástrofe.

El suceso se debatía en los corros del patio, donde era figura capital. Muchos bocadillos aparte, le debían algo. En el centro de las dianas estaba Martínez, pues se aproximaba la época de matrícula y hacía méritos. A él se le atribuía la delación de los dibujos del retrete. Había pruebas, decía ante el sanedrín escolapio al que diariamente rendía cuentas de la paternidad de Muro en el mecenazgo de la Baraja Erótica. Efecto rascón como el de los pelos que comenzaban a salir sin piedad en la entrepierna y parte baja de la nariz. Tierra de nadie hasta entonces ocupada en las funciones de respirar, sonarse y olisquear el ambiente, pero que ahora añadía la insospechada fatalidad de erradicar tan violento lance.

Parecía un sarampión.

Casi a la vez, como una orden, por contagiosa proximidad, los bancos de la iglesia se llenaban de pelos que crecían más allá de lo inopinado y que el pudor requería por el completo desconocimiento que tenían de sus cuerpos, que de los granos mejor no hablar. Se explicaban por sí solos, sin introductor de embajadores en la cara, donde el bigotillo, ya pincelado, se erigía con caracteres de oprobio.

Había que verlos con Muro, y luego sin él, estorbando el paso en las aceras, cruzando en bloque las calles cual cometas erráticas, tocando el culo a alguna chica que se defendía a bofetadas; Mangada era el más atrevido y procaz a partes iguales.

Días de Martín excusado de correrías en comandita. Los demás, retrasando la desidia para dar tiempo a que se recompusieran las formas y se replegaran las porciones de ideas rotas y fragmentadas que componían la imagen de Muro saliendo del portal, así como tantas veces habían ido a buscarle a la Puerta del Sol.

La madre de Martín tenía la imagen desfigurada en el tiempo, desdibujada en los contornos prestados por los escalones que la separaban del colegio tras la jornada de costura, lejía y almidones que alimentaban las planchas.

Bajaba, España negra, anudándose el pañuelo, atezada como su vestimenta. La cara abierta en el abanico de lo que nunca sería una sonrisa. Doña Amalia permanecía al tanto de las andanzas conjuntas. Solo le importaba su hijo. Al divisarla, Martín esbozaba una sonrisa que compungía el alma, si es que esa desalmada se deja intimidar. La nariz afilada, los ojos nadando en las tonalidades que abrillantaban la mirada.

De la mano se iban al metro, Martín diciendo adiós, pendientes del bulto negro de doña Amalia, de su perfil de olvido.

Aquella noche le dijo a Rufa que aligerase. Tenía que ir al bar. Le faltó tiempo para quitarse el delantal, hinchar inútilmente el pecho y bajar las escaleras de tres en tres como de niña hacía en la torre de la iglesia, que al cabo decía Lourdes que era una cría. Pasaron por la taquilla del Iris. Cada año repintada con su cerco verde, afanados en colocar las planchas de metal que armaban la pantalla. Ya estaban los calores. Los exámenes habían pasado con su sobresalto correspondiente.

Pablo se quedó abstraído. Contemplaba el pequeño universo sembrado de sillas que, por otro año, sustentaba la necesidad de escapar del bochorno que se pegaba al aire.

Rufa se metió en La Povedana y al poco salió. Las instrucciones: decir que era una amiga, de esas que Muro conocía a pares en sus correrías. Un cerebro, Mangada, al que se le había ocurrido. Mencionar algo del colegio. Si no podía hacerse entender, embarullarlo todo, la forma como el Universo había seguido.

La chica cruzó la calle. Era servicial la Rufa.

Desde la penumbra de cueva herida, aliviada por claraboyas que dejaban pasar una luz de patio umbrío, llegaban las palabras de Rufa, que insultaban al hijo del portero, mientras este proclamaba por el tiro de la escalera que le tenía ganas. Pablo no discernía la parte del cuerpo que aquel cafre prefería de las carnes conquenses de Rufa, abolidas como debían estar la esclavitud y el canibalismo. Serían otras ganas, otras mollas. Galaxias de tentaciones que no cabían en el hueco del ascensor.

El hijo del portero la tenía hecha un lío, colorada y olorosa de axilas a la misma velocidad con la que subía los pisos para evitar la jaula nada faraday del ascensor, esa trampa donde ya había tenido malos negocios. Ignoraba cómo obviar la portería sin toparse con los ojos del retoño, incansable depredador que quería llenarla de procacidades. Lo que de verdad gustaba al acosador era levantarle la falda durante el juego que había inventado y escandalizaba a Lourdes, que lo mismo que con doña Lula bajaba al cuchitril para poner de vuelta entera a la tribu del portero.

Consentido en todo menos en la desgracia, al chico le había estallado una granada en la mili que mató a uno y se llevó tres dedos de un cejijunto del norte que le retiró el saludo como el otro se había retirado de la vida. La destreza le catapultó directamente a casa, y allá seguía, sentado a la mesa que ocupaba toda la portería, con los ojos, decían, trastornados desde la pólvora de Cáceres.

Los requiebros del exsoldado y la mirada cómplice del portero, que también la veía con buenos ojos y decía bestialidades en sordina que Rufa tampoco sabía rebatir, le impedían usar el ascensor, donde siempre había alguien dispuesto a acompañarla.

Prefería las escaleras, aunque tuviera que atajar el vuelo de la falda.

Ansiaba los jueves para salir de la ratonera, escapar de la resonancia ociosa. Allá se las viera la señorita atenazada por acercamientos indeseados de la mala fortuna, vuelos de mal augurio, peleas y reconciliaciones con su amiga Reme por una u otra pata de la historia; Américo Castro o Sánchez Albornoz. Citas que revivían hambrientas del pasado, en las que ambas habían sido pollitas sabias y ahora caponas cebadas al fuego del olvido. Abandonadas las aulas, cauterizado el pozo del saber para fermentar inútilmente por dentro, exhaustos los libros con el resultado inapelable de atropellarlo todo, discurseaban en público y privado garabateando el galimatías de lo acumulado. Conceptos solapados hasta hacer de las palabras ladrillos con las que construir su Babel particular, la pizza sin porción a los demás. Defensa y acogote de personajes que restaban en una ensalada de cifras, sopa de muertos, estelas de camino, fechas y apotegmas. El Hyde Park que Reme, en su aburrimiento, había instalado en la sala de estar, habitáculo de un Madrid sombreado y paseante a recaudo de cualquier digresión.

 

La alcanzó en el rellano con los ojos y la forma en la que se llevaba la mano al vientre cuando quería decir algo:

—Subamos —ordenó.

Excitado, tropezó con su espalda.

Rufa se había detenido, porque al llegar al piso se abrió el ascensor y salió el cartero

—Buenas —dijo tocándose la gorra.

En aquella época todavía tenían uniforme y el cartero lo parecía en todas las fases de la vida, sobre todo en su concepción.

—Buenas —dijo Rufa, encantada de contestar finezas, peliculera como era.

El cartero, un hombrecillo de pelo cano que parecía no cambiar con los años, siempre dispuesto a traer la misma carta a juzgar por la falta de movilidad de esa gente y la ausencia de propinas. Nada se alteraba en ese semblante del que huía la expresividad tanto como los pelos de la cabeza.

A Pablo le hubiera gustado siempre darle algo.

Rufa, cuando le veía, preguntaba:

—¡Qué! ¿Carta de América?

El otro negó con la cabeza y alargó un sobre.

—Hasta más ver... —saludó militarmente, que para algo había estado en la batalla del Ebro.

Esperaron que bajara las escaleras, rito que compensaba la falta de estipendios, y cuando su cabeza traspasó la franja horaria que le separaba de sus vidas perdió interés en la materia como parte de un todo que daba lo mismo, si es que no era igual. La pregunta de Rufa había suplantado emociones, recordando los meses que hacía que no llegaba carta de América.

Nunca había pasado tanto sin arrancar los sellos de colores que en América animaban la vida. Vio que nacía de manera nada subrepticia, sino clara y meridiana, una preocupación nueva, vacía. Un círculo más que se estrechaba para convertirse en otro punto de referencia y desaparecer de la vista.

—¿Entras o acampas?

Rufa le esperaba carta en mano. Se oían los trinos de Perico, el canario de doña Lula, lo único limpio de aquel mar de fritangas y cazuelas, gorjeos que revitalizaban las macetas funerarias del patio.

Cerró la puerta, pero todavía en el pasillo, le dijo:

—Una felicidad, Pablo, si no, de qué me dicen lo que me han dicho, de dónde. Lo sé todo —soltó convencida de su suerte—: desde el principio supieron que no era una amiga, no creas —prosiguió excitada—. Claro, me tuve que sincerar. Como dijiste, era lo mejor. Tenías razón, para no asustarla. A la mujer, digo. Fue muy fácil.

Rufa dio cuenta de la misión, la conversación que había tenido por teléfono en el bar.

—Lo dicho —dijo sin aclarar cuando ya iba camino de lo que llamaban cocina. Allí se puso a fregar un plato limpio para calmar la ansiedad—: ¡Lo han encerrado! —Pablo dio un brinco—. Por Petrel o Elda, no sé, por ahí, que bien no me he enterado. En Alicante, en todo caso, está el zoquete, que se lo ha buscado. Ya sé lo que hizo. Un internado, un colegio de monjas o algo así, no te lo puedo precisar porque la chica tampoco sabía, créeme. Cualquier cosa que se merezca. —Rufa era dura, porque Muro también le pellizcaba las nalgas cuando podía ir al grano—. Se armó —continuó dejando el plato en su sitio— un buen follón. No sé bien los detalles, pero conociéndolo seguro que se lo merecía. —A él se le secaba la boca con el discurso—. Cosa de un reloj dijeron, creo. Uno que tenía la tira de años y era una herencia, o peor, un regalo de bodas. ¡Hay que creerlo! —Hizo más sangre—. Lo descubrieron enseguida. Al bruto no se le ocurrió otra cosa que coger lo que tenía más a mano, lo más vistoso: el reloj de la chimenea, que además es del siglo no sé qué. Hay que estar loco... Bueno, pues que uno o días después de confesar, porque lo querían mandar con un tío que es teniente coronel, lo metieron en el internado, bien pertrechado de libros, y ahí está, hecho un gilí... Desde el principio —siguió— supieron que no había amiga por medio, pero la criada dijo que estaba muy sola, que le hacía bien hablar con alguien y que a ver si nos veíamos y nos conocíamos, fíjate si le caería bien... Tenía ganas de hablar la chica —explicó—, porque allí todos estaban conmocionados. Decían que jamás había pasado nada semejante en la familia y a tu amigo, cuando lo saquen de donde está, le espera la Academia Militar de Zaragoza… Quieren saber si es recuperable para la sociedad...

Para entonces debía ir a lo que llamaban baño, que era, en realidad, un retrete reducido a la mínima potencia, expresado en términos de las Matemáticas que le habían vuelto a suspender.

—Lo dicho —capituló Rufa regresando a la cocina, donde limpió otra vez el plato, tan poca actividad había—: que lo han encerrado y no se admiten visaos hasta la recuperación del sandio, que mira que hay que ser...

Sandio era una palabra que le gustaba y se decía mucho en su pueblo, donde todos eran, en su opinión, contrastadamente sandios y también marmolillos, mentecatos, tontos del culo y de capirote, lo que parecía cubrir el campo.

—Pues confeso que estará —prosiguió en los estertores de la historia, de la que se había hecho protagonista con una sola llamada pagada por ella, claro, que a Pablo le costaba distinguir unas monedas de otras, tan poco caía en las manos—. Confeso pero no arrepentido, que dicen que esa es otra. Una agravante, me dijeron, que no sé qué es. La señora salió de casa con tu amigo, el que me toca el culo, por cierto, bien cogido del brazo, con ropa de invierno y se metieron en un coche. Así quedó la cosa...

Comenzaba el verano. Nada por delante más que el calor que embotellaba el cuerpo con la misma etiqueta. Las noches se alargaban como las ausencias y Muro dejaba un hueco de sabor amargo. Acusaba el tedio de las cosas antes compartidas, la ventana de par en par. Atrapados. Sin dinero para extravagancias, como ir al Pelayo. En el partido de la vida, Lourdes ocupaba el tiempo reglamentario y la prórroga enfrascada en meriendas insondables con amigas de la época jurásica.

Rufa cosechaba otra negativa a cobrar, lo que ya era un Costumbrismo a lo Böhl de Faber. No había inquina, sino falta de fondos. En Andrés Mellado la política de emolumentos era una vergüenza consuetudinaria. De pura precariedad carecía hasta de ánimo de lucro. Los sueldos estaban prohibidos, así como hablar de política o religión, las dos grandes causas que llevan a la picota a la humanidad. Al menos eso decía Pabuchi, que se lo había oído decir a su padre, pues él estaba para pocas generalizaciones.

Sin mala voluntad, sino escasez de líquido, se la invitó a volver al pueblo para salvar el abismo del verano que se ceñía ya con su gran capota. Luego volvería si los fondos lo permitían.

Ella se dejaba hacer de natural panflón, decía su madre, e ingenuidad más culposa que dolosa, aclaraba don José, el cura, que hacía de su voluntad una pasta ñora. Una pava, según su amiga Candi, acuciada por las cartas que le mandaba un tal Paco a instancias de Rufa, que en todo mediaba. Confidencias de escalera al fresco: que Antonio cumplía condena por levantar las faldas a una chica en la Gran Vía, hija de policía, de lo que había constancia fotográfica y luego se convirtió en uno de los íconos de la época con los testículos de Osbome señoreando promontorios de la cuchara de la Mancha; el Anís del Mono de telas carísimas de una religión olvidada; el Tío Pepe de la Puerta del Sol y otras fruslerías a las que había que ir agarrándose para hacer Patria y que nos reconocieran fuera. Gamberrada para darse pisto con los zoquetes que titulaba, decía doña Lula, a alguno de los cuales alimentaba, que harta estaba del mayor y desesperada del retoño. Don Remigio simplemente era una cruz.