Por qué te aferras a lo que te hace daño

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WALTER MEDINA

Por qué te aferras a lo que te hace daño

Un camino de oración contemplativa. Dejarlo ser, dejarlo ir


Editorial Autores de Argentina

Medina, Walter

Por qué te aferras a lo que te hace daño / Walter Medina. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0711-2

1. Devoción Religiosa. 2. Filosofía de la Religión. 3. Autoayuda. I. Título.

CDD 204.4

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Introducción

La abuelita que cuida sus ovejas en el cerro a 3000 msnm, sola, entre soles, fríos, desiertos, abrazada por el azul intenso del firmamento... puede tener sus disgustos. Pero muchas veces, mientras cuida las ovejas en silencio, simplemente está ahí. Tiene, como nosotros, sus preocupaciones, miedos y ansiedades. Pero no se enreda en ellos. No se aferra mentalmente tratando de resolverlos. Reza su rosario debajo de ese azulísimo cielo y espontáneamente casi sin darse cuenta, elige soltar y confiar. Deja de estar afectada por lo que le preocupaba, lo deja ir. Lo suelta porque confía. Está simplemente en ese “aquí y ahora” de cuidar sus ovejas, presente frente a la inmensidad que la abraza. Tal vez ella no sepa que es contemplativa, pero sí se sabe en la presencia de Dios.

Por compartir la vida de personas que viven en el silencio de la puna salteña, por el trabajo espiritual en comunidades de adictos y por la amistad con movimientos de oración contemplativa, es que se originó este libro. Se trata de compartir un camino que puede llevarnos a la paz. Es simplemente eso, un camino para ser caminado. No buscamos enseñar, sino proponer que aprendamos de esa abuelita y le dediquemos un tiempo al silencio de estar, simplemente estar, en la presencia de Dios. Así, dejaremos de estar aferrados a lo que pensamos o a lo que nos esté pasando.

No es fácil descubrir que somos cómplices de nuestro dolor. Que a veces elegimos estar mal. Y sobre todo recibir la buena noticia de que todo va a salir bien, porque Dios nos ama, al comienzo nos parece una locura. Pero al transitar este camino, al hacer silencio para estar en la presencia de Dios, empezamos a despertar a un nuevo orden de ser y de hacer. Donde Dios es Dios. Y nosotros, solamente eso: nosotros mismos. Saber quiénes somos es muy liberador. Nos libera de la mayoría de nuestros problemas que vienen de intereses egocéntricos. Ser uno mismo es vivir una buena noticia. Dios nos trajo a este planeta con un propósito, no somos una casualidad del universo. Fuimos cuidadosamente creados, hasta el detalle más pequeño, para ser luz. Y lo o propio de la luz es darse a si misma.

Para ser nosotros necesitamos que Dios nos libere de nuestro aferramiento a lo que nos hace daño. Creemos que lo que nos hace daño esta fuera nuestro, pero somos nosotros. En realidad cuando solucionamos lo de adentro, lo de afuera se soluciona solo. Jesús decía que había que limpiar primero la copa por dentro (Mt 23,26ss) para que lo de afuera quede limpio. La oración contemplativa es disponernos a esta limpieza que Dios mismo hace. Nos disponemos unos momentos diarios, pero tratamos de mantenerla todo el día. Se trata de orar constantemente. Ese es el secreto, que nos cambia la vida.

Este es un libro práctico, por así decirlo. Es una invitación a practicar la oración contemplativa en la vida diaria. En esta dejamos de querer controlar nuestra vida y la de los demás para soltar. Esto es fruto del amor que hay en nosotros. Amor que Dios, regala, realiza y enciende en nuestros corazones para que tengamos la misma alegría que él: amar sin esperar nada a cambio.

En la primera parte describimos cómo vivimos aferrados a nuestros pensamientos, emociones, falsas creencias, paradigmas, pesadillas e ilusiones. En la segunda proponemos la oración contemplativa como un camino a lo único que nos hace soltar, a lo único que nos sana y libera. Es decir, el amor. Cuando amamos, dejamos de estar arrastrados por nuestros intereses egocéntricos de donde vienen muchas de nuestras tensiones y ansiedades, frustraciones y miedos. Por más que busquemos a Dios y el bien de los demás, la pérdida de la paz y la alegría, es un signo a discernir. Puede haber momentos difíciles. Pero podríamos preguntarnos con sinceridad, si detrás de la mayoría de nuestras preocupaciones neuróticas, no se esconde un interés egoísta. Hablaremos de esto en los capítulos más descriptivos, pero es solo para motivarnos a lo más importante. Esto es practicar la oración contemplativa en la vida diaria. Por eso nos proponemos ir ahora al centro del libro (capítulo 14), y comenzar sin más, este camino. Saber sobre cómo somos o sobre la oración contemplativa, no nos da la experiencia de lo que es callar, hacer silencio, contemplar, soltar. Lo descriptivo del libro no es para enseñar, es solo para animarnos a practicar. Este no es un tratado de espiritualidad, ni de oración y menos de psicología. Es solo compartir un camino, en el que descubrimos que podemos estar mucho mejor, cuando nos liberamos de nuestros aferramientos malsanos y nos disponemos a amar. Por eso, la oración contemplativa no es una técnica de relajación o una manera para sentirse mejor. Sino un camino a la verdad. Dios es amor, somos amor y estamos en la vida para servir a los demás.

Primera parte.

Aferrarnos


Capítulo 1. Somos responsables de lo que sentimos

Muchas veces creemos que nos sentimos bien o mal por algo externo a nosotros. Hay algo, que nos hizo sentir bien, algo nos hizo sentir mal, algo nos preocupó, algo nos alegró. Así hay algo, externo a nosotros que nos hace sentir de tal o cual manera. Pero no nos damos cuenta, que ese algo que nos hace enojar, entristecer o alegrar; no está solamente fuera de nosotros, sino que depende de nosotros, de nuestra manera de ver. Y cada uno de nosotros es responsable de su manera de ver.

No podemos vivir culpando a todos, de lo que nos pasa. Somos responsables de lo que sentimos. Tal vez, si un perro nos ladra, nos afecta, pero nos afecta de distintas maneras. A algunos les da miedo, a otros les molesta, otros lo toleran y hay personas que les gusta oírlos. Por eso no solo debemos responsabilizar al ladrido, sino que también a como lo escuchamos. Al responsabilizarnos de cómo lo escuchamos, tal vez no podamos cambiar en un instante como lo percibimos, pero sí cambiamos el foco de atención del perro a nosotros. Dejamos de ser la víctima del ladrido para ver que también tenemos opciones. Sea el ladrido del perro o cualquier cosa que ocurra, tenemos opciones.

“¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo?” (Mt 7,3)

Cada vez que nos molesta la paja del ojo del hermano, hay una viga en el nuestro dice el versículo. Parece bastante desproporcionada la frase. No dice que en nuestros ojos también hay una paja o un palo. Jesús dice que, ¡hay una viga! O sea, hay algo bastante grande que no nos deja ver. Por eso la invitación es a hacernos responsables de esta viga y quitarla dice Jesús: “... quita primero la viga de tu ojo... ” (Mt 7,5). Por lo tanto, en vez de mirar al otro nos miramos y nos hacemos responsables de nuestra viga. Esta distorsiona nuestra mirada y por lo tanto, creemos que vemos, pero lo que vemos es nuestra viga que se interpone entre nosotros y la paja del ojo del hermano. Esa viga, veremos más adelante, son nuestros juicios, pensamientos y experiencias que bloquean nuestra mirada. Nos hacen sentirnos de acuerdo con lo que creemos que vemos, pero en realidad, todo el tiempo estamos viendo la viga. La buena noticia es la invitación de Jesús a quitarla. Poder ser responsable de algo es que podemos manejarlo. Nadie es responsable de lo que no maneja. Pero en esta imagen Jesús nos invita a sacar la viga. Somos responsables de nosotros mismos.

El mismo acontecimiento, puede afectar de manera distinta a dos personas. Lo que a una le produce enojo a la otra no la afecta en lo más mínimo. Porque todo lo que percibimos, todo lo que nos pasa, no es solo consecuencia de algo externo que nos afecta, sino que también depende de nuestra manera de ver. Y nuestra manera de ver, no es como nuestra estatura o color de ojos. Podemos cambiarla. Sea la paja del ojo del hermano, la lluvia o las crisis económicas, es nuestra manera de percibir lo que hace que veamos las cosas de una manera u otra. Y somos responsables de ello.

Generalmente cuando algo nos afecta negativamente queremos cambiar eso que creemos que es la causa de nuestro malestar. Pero la causa de nuestro malestar no está solo afuera nuestro, sino también en nosotros. Es la viga que llevamos en nuestros ojos, lo que no nos deja ver. Por supuesto que si algo nos genera malestar y podemos cambiarlo, lo hacemos. Pero muchas veces no podemos cambiar lo que acontece, necesitamos cambiar nosotros.

 

Si algo externo a nosotros es responsable de cómo nos sentimos, vivimos a merced de los acontecimientos y de las personas. Ellos nos controlan. Así estamos bien o mal por lo que pasa, como un velero que lo lleva el viento sin darse cuenta de que tiene un timón que puede usar, para darle la dirección que quiere. Tener el timón de nuestros sentimientos es aprender que, aunque haya viento en contra, podemos decidir la dirección de cómo nos sentimos. Somos responsables de conducir nuestro velero. Es verdad que puede haber tormentas, pero si vivimos permanentemente en la tormenta debemos preguntarnos si estamos usando el timón para salir de ella o nos dejamos arrastrar por la tormenta todo el tiempo.

En la oración contemplativa descubrimos la viga que hay en nosotros. La descubrimos con paz, sin culparnos. La aceptamos y ya no le damos tanta importancia a lo que creemos ver, porque sabemos que no vemos las cosas como son. Entonces al soltar nuestros juicios sobre las cosas, situaciones o personas vamos aprendiendo a mirarlas de otra manera. Al experimentar la realidad del amor de Dios y mirar todo desde esta verdad, aprendemos a ver las cosas como son. Así nuestra viga cae, vemos el amor.

Nuestros miedos son una viga, nuestros juicios son una viga, nuestras expectativas son una viga, nuestros resentimientos son una viga, nuestro orgullo es una viga, nuestros aferrarnos a algo es una viga, nuestro sentirnos culpables, nuestras carencias, nuestros rencores, nuestras heridas y tantas experiencias que nos han marcado y creemos insuperables.

La buena noticia es lo que Jesús nos dice: “¡Quita la viga!” Sí podemos. Somos responsables.


Capítulo 2. No vemos las cosas como son

Qué fácil es responsabilizar de nuestro estado emocional a lo que esté pasando, sin darnos cuenta de que también, en parte, no vemos las cosas como son. Creemos que son los acontecimientos, situaciones o personas las que nos hacen sentir de tal o cual manera. Que frecuente es oír: “Estoy mal por lo que el otro dijo, hizo o no hizo”, “Estoy contento porque pasó esto o lo otro”. Cuando en realidad también es lo que uno piensa respecto a algo lo que nos hace sentirnos bien o mal.

Un niño se ataja como si fueran a pegarle, por ejemplo, cuando la maestra acerca la mano a su hombro. La acción de la maestra la ve no como es, sino de acuerdo con lo que él experimentó en su casa cuando le pegaron. Pero no sería raro que incluso al ser adulto lleve consigo esa experiencia que le haga juzgar a cualquier autoridad como abusiva, ya que fueron abusivos con él cuando niño. Así el simple hecho de que la policía le pida al conducir sus credenciales, lo podría poner tenso como si fuera a sufrir un maltrato. El maltrato que existió de niño cuando la autoridad de su padre era mal ejercida, haría que perciba así la autoridad en el presente.

Tal vez no nos hayan pegado de niños. Pero sí, aprendimos a mirar el mundo de determinada manera, de acuerdo con lo que experimentamos de niños. A veces no por algo que nos hicieron, sino por algo que nos faltó. No nos dieron todo lo que necesitábamos, esas carencias hoy pueden teñir nuestra mirada. Creemos que vemos las cosas como son. Pero nuestra percepción fue marcada por la experiencia.

Esto también tiene consecuencias positivas, las experiencias nos pueden capacitar. Una mujer, por ejemplo, toleraba en la oficina sin problemas las voces y el ruido de los escritorios vecinos mientras que otros se enojaban pidiendo silencio. Pero ella lo toleraba porque siendo la segunda de seis hermanos, el ruido presente, aunque distinto, también lo juzgaba como algo normal de cualquier ambiente, ya que en el ambiente familiar era frecuente.

En estos casos vemos como detrás de una experiencia actual, hay un aprendizaje previo que nos hace ver una situación de distintas maneras. Muchos de nuestros pensamientos, vienen de aprendizajes que experimentamos de niños. El niño, cuando su padre levantaba la mano, aprendió a prepararse para el golpe. Ese aprendizaje le sirvió para protegerse, aunque luego le hizo ver posibles golpes donde no los había. Y en el caso de la mujer, el aprendizaje le generó una capacidad. La experiencia del ruido en su niñez la hizo formar un pensamiento sobre éste, que la capacitó para tolerarlo mejor.

Nuestra manera de percibir es tan particular como nosotros mismos. No tenemos una mirada pura, sino que depende directamente de lo que aprendimos por nuestras experiencias. Nuestras experiencias determinaron lo que hoy pensamos. Y la forma en que pensamos sobre algo, hace que nuestras emociones respondan de acuerdo a cómo lo juzgamos. No es la intención escribir sobre psicología, pero sí que podamos entender que muchas veces no vemos las cosas como son.

En la oración contemplativa, aceptamos la realidad. Y parte de esta realidad, es nuestro mundo emocional distorsionado. No es fácil aceptar que nuestra mirada está distorsionada. Pero, ciertamente, cuando vemos el amor de Dios y que todo es fruto de esta belleza, cuando sentimos la paz de que nada escapa a este orden y poder, entonces descubrimos que cuando no vemos esto, no vemos las cosas como son. Cada vez que nuestras emociones toman el mando de nuestra vida, distorsionan lo que creemos ver.

Debemos dejar de culpar el afuera para responsabilizarnos de que no vemos las cosas como son. Cuando nos responsabilizamos, comienza un cambio en nosotros. Dejamos de culpar, de juzgar y estamos listos para experimentar una paradoja. Si no podemos cambiar eso que nos molesta, sí podemos cambiar nosotros. Y cuando cambiamos nosotros, eso que nos molesta también cambia.

No negamos que acontecen situaciones objetivamente dolorosas, que no dependen solamente de cómo las miramos. Nuestra sensación térmica depende de la temperatura que hay. El fuego nos puede quemar y el agua nos puede ahogar. Pero también es bastante común, que nos sintamos incendiados cuando no lo estamos, o ahogados en un vaso de agua. Porque, aunque seamos capaces de sentir lo que la realidad manifiesta, la vemos con nuestros ojos. Y nuestros ojos aprendieron con dolor tantas lecciones que hoy tienen una viga de la que somos responsables. A veces, nuestros ojos nos mienten. Quien descubre esto, podrá encontrar un camino hacia la paz.


Capítulo 3. No juzgar

A veces tenemos en nuestra cabeza un juez, que cree saber más de lo que sabe. Por su tribunal pasa todo lo que vemos y con natural espontaneidad da el veredicto de lo que es bueno o malo, de lo que se debería o no. Cree saber lo que el otro debe hacer, cree que puede resolverle la vida a los demás, si tan solo le hicieran caso. A veces es riguroso y exigente, otras, desinteresado, pero en realidad nada de lo que suceda escapa a su mirada. Se ocupa de juzgar los dilemas más importantes de la vida o tal vez, el modo de vestirse de los demás. No puede parar de juzgar.

La mayoría de nosotros no podemos parar de juzgar. Es como una rueda que viene girando hace tiempo y su inercia nos arrastra. Hemos juzgado demasiado a los demás. A los que tenemos cerca, a los que están lejos, a los que vemos en las noticias. Alguna vez quizás hasta hemos juzgado el actuar de Dios. Pero a la persona que juzgamos con más severidad, a la que vivimos culpando con mayor fuerza, es a nosotros mismos. Para nosotros, muchas veces no tenemos piedad, Dios nos puede perdonar, nosotros no.

“No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,37).

Jesús nos invita a no juzgar. Y así estar en paz con nosotros mismos.

El juzgar es la manera de aprender que tenemos desde niños. Así supimos lo que estaba bien o mal, lo que nos podía hacer daño o no. El tema es que usamos esta capacidad para medir a los demás. Y ahí nos equivocamos, porque solo puede medir el que tiene la regla, solo puede juzgar el que ve la verdad. Nuestra regla esta distorsionada, nuestra mirada también. Por eso no podemos juzgar. Ni siquiera a nosotros. San Pablo decía “ni yo me juzgo a mí mismo... ... porque él que me juzga es el Señor” (1Cor 4-3). Claramente tenemos conciencia de lo bueno o malo, y tenemos capacidad para juzgar, qué significa entonces este mandato de Jesús. En la oración contemplativa aprendemos a observar nuestras emociones y nuestros juicios. Nuestros pensamientos y creencias. Los observamos como el que observa un árbol o una flor, con desprendimiento. No nos aferramos a nuestros juicios que siguen estando, pero no le damos la intensidad de quien tiene que aplicar un veredicto. Dejamos el juicio para Dios. Podemos contemplar lo que juzgamos, ya que no podemos parar de juzgar, pero lo soltamos. Porque también contemplamos algo más grande que nuestra mirada, contemplamos la belleza del amor de Dios, el único que puede juzgar.

Es de sabios hacer silencio. Tal vez no podamos dejar de juzgar y tampoco desprendernos de nuestros juicios, pero podemos practicar el no decir lo que juzgamos. Hacer silencio de lo que creemos que sabemos de los otros, es uno de los frutos de practicar oración contemplativa. Con el tiempo aprendemos a tratar con comprensión a los demás y a nosotros mismos. Tal vez no podamos evitar juzgar, pero sí vamos aprendiendo a soltar nuestros juicios, a no tomarlos tan en serio.

Cuando soltamos nuestros juicios, vamos descubriendo que nuestro juez no era imparcial. En realidad, está enceguecido por su propia historia y no se daba cuenta. “Guías ciegos que guían a otros ciegos...” decía Jesús, “y si un ciego guía a otro, ambos (los dos) caerán en un pozo” (Mt 15, 14). En nuestra ceguera creemos que podemos decirle al otro como debe comportarse. En nuestra ceguera caminamos sin saber a dónde. Los pozos en los que caemos nos enseñan que no estamos mirando la realidad. La realidad es el amor de Dios. Pero nuestro juez, no ve la realidad sino sus miedos. En nuestra historia hubo muchos juicios, experiencias, aprendizajes que hacen que tengamos un juez que nos miente y debemos desprendernos de sus juicios. ¿Cómo sabemos que este juez nos miente? Si no tenemos paz y alegría, podemos estar seguros de que no vemos las cosas como son, no vemos que nada es más fuerte que el amor de Dios. Nuestros juicios son parciales y producen emociones también parciales, no ven toda la realidad como es. El que ve la realidad, tiene paz y alegría.

Desde niños aprendimos a nombrar lo que estaba a nuestro alrededor. Nombrar, es como poner una etiqueta que nos permitía entender la realidad. Nombrar algo es un intento de conocerlo. Conocer algo nos daba la capacidad de poder manejarlo de alguna manera. Era una necesidad instintiva de tener dominio sobre eso. En el Génesis dice que Dios dejó al hombre que pusiera nombre a todos los animales, plantas y seres vivos. Así le daba el dominio sobre la creación. (Gn 2, 18)

No solo aprendíamos a poner nombres, etiquetas, a las cosas, sino que también a nuestras experiencias. Todo se almacenaba en nuestra mente con una etiqueta, por así decirlo. Y esta capacidad nos servía para relacionarnos con el mundo sin tener que aprender todo desde cero. Las cosas, situaciones o personas que se asemejaban a lo aprendido las relacionábamos con la etiqueta que ya le habíamos puesto. Nuestra manera de aprender buscaba simplificar la realidad, para poder manejarla. Así fuimos creciendo y dándole significado a todo. Es una capacidad humana maravillosa pero limitada. La realidad es más vasta que nuestros nombres y etiquetas. En un momento nos pudieron haber servido para no tener que pensar si algo era bueno o malo, simplemente mirábamos la etiqueta que nosotros teníamos de nuestras experiencias. Pero hoy, estas etiquetas también nos encierran. No nos dejan ver las cosas como son. Nos condicionan. Por supuesto que son muy valiosas nuestras experiencias, el tema es ver si nos encierran en nuestros juicios o si somos abiertos a tratar de ver las cosas de otra manera. La rigidez mental nos hace ciegos. Muchas veces encasillamos la realidad, a las situaciones o a las personas. Y así vamos juzgando y etiquetando, creyendo que conocemos, cuando nuestra mirada es muy parcial y poco se da cuenta de que lo que acontece, es mucho más grande que lo que vemos. No juzgar, significa estar abiertos a redescubrir lo que acontece minuto a minuto. No se trata de dudar de lo que pensamos o sentimos, sino de no aferrarnos a ello, soltar. Tenemos nuestras ideas y estas constituyen parte de nuestra vida. Pero no podemos aferrarnos a ellas. Debemos soltar lo que pensamos como quien sabe que su mirada no es pura y que está teñida por su historia.