Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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4 Probablemente, Adorno tenía en vista, al hablar de teoría de las espirales, la construcción de la historia de A Study of History (1934-1961) de Arnold J. Toynbee, que por cierto ve surgir y morir las más diversas civilizaciones en un movimiento cíclico comparable; pero, ante todo, en los últimos volúmenes de su obra principal incorpora una evolución ascendente jerárquicamente organizada que está determinada de manera esencial por la religión; la teoría de la historia de Toynbee ocupa, en esa medida, más bien una posición intermedia entre las teorías progresivas lineares y las cíclicas. (Sobre su crítica explícita a la teoría de los ciclos, cf. Der Gang der Geschichte. Aufstieg und Verfall der Kulturen, trad. de Jürgen von Kempski, 4ª ed., Stuttgart, 1954, pp. 248 y ss.). A través de la imagen de la espiral ha visto la historia de la humanidad nadie menos que Goethe, a quien invocan una y otra vez todas las tentativas morfológico-culturales (cf. notas 5 y 6): “El círculo que tiene que describir la humanidad es bastante definido y, al margen de la gran paralización impuesta por la barbarie, ha descripto su curso ya más de una vez. Si se le quiere adscribir un movimiento en espiral, la humanidad retorna una y otra vez a aquella región que ya ha recorrido. Por esta vía se repiten todas las perspectivas verdaderas y todos los errores” (Johann Wolfgang von Goethe, Sämtliche Werke, Jubiläums-Ausgabe, vol. 40: “Schriften zur Naturwissenschaft”, 2ª parte, ed. de Max Morris, Stuttgart-Berlín, 1907, pp. 120 y ss.).

5 Sobre Oswald Spengler, de cuya filosofía de la historia cíclica habla Adorno en el estudio “Sobre estática y dinámica como categorías sociológicas” (GS 8, p. 237 [Escritos sociológicos I, pp. 202 y ss.); cf. también los trabajos de Adorno sobre él: “Spengler después de la decadencia” (GS 10.1, pp. 47 y ss.), “¿Tendrá razón Spengler?” (GS 20.1, pp. 140 y ss.), así como la temprana reseña de El hombre y la técnica (GS 20.1, pp .197 y ss.).

6 Como Spengler, también Toynbee y Frobenius (cf. infra, nota 19) son considerados representantes de la morfología de la cultura: una teoría según la cual las culturas sufren un cambio formal orgánico, en analogía con el desarrollo de los individuos desde la infancia, pasando por la juventud y la madurez, hasta la vejez. Según la teoría de Spengler, toda cultura termina en la civilización, que es su estadio de decadencia; la civilización es “un remate; subsigue a la acción creadora como lo ya creado, lo ya hecho, a la vida como la muerte, a la evolución como el anquilosamiento, al campo y a la infancia de las almas –que se manifiesta, por ejemplo, en el dórico y en el gótico– como la decrepitud espiritual y la urbe mundial petrificada y petrificante. Es un final irrevocable, al que se llega siempre de nuevo, con íntima necesidad” (Oswald Spengler, La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, trad. de Manuel García Morente, Madrid, Espasa Calpe, 1983, vol. I, p. 61).

7 Las fechas que se encuentran en el texto de las anotaciones fueron colocadas por Adorno, en cada caso, al final de una lección en el punto al que había llegado, y a partir del cual se disponía a continuar en la clase siguiente.

8 El original de las anotaciones de Tillack se encuentra en Theodor W. Adorno Archiv, Vo 9735-9739.

9 La teoría de Hobbes según la cual “durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos” (Thomas Hobbes, Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE, 1987, p. 102) es desarrollada en el capítulo 13 de la primera parte de Leviatán; sobre el carácter hipotético del contrato social de Hobbes, cf. GS 6, p. 315 [Dialéctica negativa, pp. 295 y s.]; pero, ante todo: Max Horkheimer, Gesammelte Schriften, vol. 2: Philosophische Frühschriften 1922-1931, ed. de Alfred Schmidt y Gunzelin Schmid Noerr, Frankfurt, 1987, pp. 213 y ss. Sobre la teoría del contrato social de Hobbes cf. también GS 6, pp. 217 y 350 [Dialéctica negativa, pp. 204 y s., 327].

10 Georg Mehlis (1878-1942), filósofo de Freiburg, discípulo de Rickert, coeditor de Logos, autor de Lehrbuch der Geschichtsphilosophie, Berlín, 1915.

11 Ernst Bernheim (1850-1942), historiador de Greifswald; cf. su Lehrbuch der historischen Methode und der Geschichtsphilosophie, Leipzig, 1889; 6ª ed., 1908.

12 Sobre Simmel, cf. infra, notas 34 y 35.

13 Bruno Liebrucks (1911-1985), filósofo de Frankfurt; en su obra principal, Sprache und Bewußtsein, 8 vols., Frankfurt, 1966-1974, el quinto volumen está dedicado a la Fenomenología del espíritu.

14 Sobre la novela de Aldous Huxley, cuya primera edición apareció en Londres en 1932, cf. el ensayo de Adorno “Aldous Huxley y la utopía” (GS 10.1, pp. 97 y ss).

15 Cf. GS 10.1, p. 56, donde Adorno cita el pasaje: “Los grandes conceptos universales, libertad, derecho, humanidad, progreso […] la fuerza de estas ideas abstractas no se extiende más de los dos siglos que dura la política de partido. Al fin ya no son refutadas, sino tediosas. Hace ya tiempo que Rousseau es aburrido. Marx lo será en breve” (Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, ob. cit., vol. II, p. 527).

16 A lo largo de las lecciones, aparecen recurrentemente los sustantivos alemanes der Moment, de sentido temporal, y das Moment, que podría traducirse también como “factor”, “elemento” o “aspecto”. No ignoramos la distinción entre esos dos términos, pero, en la medida en que, en la tradición previa de traducciones al castellano de Adorno y –por detrás de este– de Hegel, el sustantivo neutro suele aparecer traducido como “momento”, nos adherimos a ese uso. [N. del T.]

17 Riesman define los caracteres dirigidos hacia afuera: “El tipo de carácter que describiré como dirigido por los otros parece haber surgido durante los últimos años en la clase media alta de nuestras ciudades grandes […] Lo que es común a todos los individuos dirigidos por los otros es que sus contemporáneos constituyen la fuente de dirección para el individuo, sea los que conoce o aquellos con quienes tiene una relación indirecta, a través de amigos y de los medios masivos de comunicación. Tal fuente es, desde luego, ‘internalizada’, en el sentido de que la dependencia con respecto a ella para una orientación en la vida se implanta temprano. Las metas hacia las cuales tiende la persona dirigida por otros varían según esa orientación: lo único que permanece inalterable durante toda la vida es el proceso de tender hacia ellas y el de prestar profunda atención a las señales procedentes de los otros. Este modo de mantenerse en contacto con los otros permite una gran conformidad en la conducta, no a través de un ejercicio en la conducta misma, como en el carácter de dirección tradicional, sino más bien a través de una excepcional sensibilidad a las acciones y deseos de los otros” (David Riesman, con la colab. de Nathan Glazer y Reuel Denney, La muchedumbre solitaria. Un estudio sobre la transformación del carácter norteamericano, trad. de Noemí Rosemblat, Buenos Aires, Paidós, 1964, pp. 27 y 32).

18 En sus anotaciones para la lección Introducción a la filosofía de la historia, del semestre de verano de 1957 –un estadio preliminar del presente curso, del que, además de las anotaciones de Adorno, solo ha sido transmitido un estenograma–, Adorno se remite, en relación con las teorías cíclicas de la historia, a Georg Mehlis, Lehrbuch der Geschichtsphilosophie (ver nota 10): “Tesis: ninguna [filosofía de la] h[istoria] griega 349, a pesar de la teoría cíclica de Heráclito, que luego reaparece en la escuela estoica. 350. N.B.: la teoría cíclica es [filosofía de la] h[istoria] no auténtica. Lo cíclico como el mito. Historia significa siempre, en esa medida, libertad” (Vo 2306). El estenograma de la lección de 1957 aduce, como ejemplo de una teoría cíclica de la historia, la de Vico: “Vico [ha] mantenido la representación acerca del carácter cíclico de la historia; es decir, ha defendido el parecer de que la humanidad puede recaer en la barbarie, si es que no ha de hacerlo. La concepción spengleriana sobre el carácter cíclico de la historia, que ha de mostrarles a los seres humanos su nulidad y la indiferencia de la naturaleza, posee un significado totalmente diferente. En Vico no está detrás la afirmación de una fatalidad ciega, que en realidad excluye a la historia, sino, en contraposición con esto, el horror ante la Edad Media, que era experimentada como oscura y que, entonces, no había recibido aquel destello embellecedor que le concedió el Romanticismo. La limitación de la teoría de Vico –que se relaciona con que, en su época, aún no existía el dinamismo de una sociedad incesantemente progresiva– es que, en última instancia, sigue teniendo una orientación antropológica; que, a pesar de su parloteo sobre el carácter histórico de los seres humanos, él mismo cree en el carácter invariante de la naturaleza humana y considera que es posible una y otra vez la recaída en la barbarie. Esto se relaciona con que, en él, los conceptos del individuo y su destino, de la historia, están sin duda mediados entre sí, pero no se encuentran aún reunidos en un sentido radical” (Vo 2047 y ss.).

19 Leo Frobenius (1873-1938), etnólogo e historiador de la cultura; además de Spengler (cf. supra, nota 6) y Kurt Breysin (1866-1940), uno de los principales exponentes de la morfología cultural; desde 1932, profesor en Frankfurt; fundador de un instituto de morfología cultural que, desde 1946, se llama Frobenius-Institut; cf., entre sus publicaciones, Paideuma. Umrisse einer Kultur- und Seelenlehre, 3ª ed., Frankfurt, 1921.

 

20 Cita de “Urworte. Orphisch”: “Y ningún tiempo ni ningún poder despedaza / la forma acuñada, que se desarrolla vivamente” (Johann Wolfgang von Goethe, Sämtliche Werke, vol. 2: Gedichte, 2ª parte, Stuttgart-Berlín, 1906, p. 253).

LECCIÓN 2

12/11/1964

En vista de que, en la última clase, se habló acerca de la filosofía de la historia, hoy trataré de algo que concierne inmediatamente a la propia ciencia de la historia.21 En el curso de la lección actual, quizás les presente al menos algunas cosas a través de las cuales no resulta tan enteramente infundada la convicción de que –y, por cierto, en términos objetivos– la historia en verdad solo es posible como filosofía de la historia; y de que una historia, una historiografía que lo niegue, no es consciente de sí misma y de sus necesidades. Ahora bien, lo que les mencioné como crisis de la representación del sentido histórico se pone en evidencia hoy en los postulados de la ciencia histórica y más allá de estos –puedo decir quizás ahora mismo–, en la mayoría de las ciencias del espíritu, que incluso de acuerdo con su método son, justamente en Alemania, predominantemente históricas, y que se protegen directamente de cualquier intento de oponerse a su concepción histórica. En primer lugar, las cosas son tales que el positivismo historiográfico dominante –tal como se ha expresado por primera vez, en la tradición alemana, en la sentencia de Ranke según la cual lo que la historia debe presentar, lo que la investigación debe presentar, es cómo han ocurrido realmente las cosas–22 significa que, en una medida siempre creciente, ha sido despreciada la construcción desde arriba y, con ello, aquella corriente de la historia, aquella tendencia histórica objetiva de la que les hablé en la última clase; que ella, en verdad, no es lo derivado, lo secundario, no es la mera construcción de fantasiosos filósofos de la historia, sino que es en verdad justamente lo inmediato que todos experimentan cuando caen en la historia y, ante todo, en las así llamadas grandes épocas como en un torbellino. Si no me equivoco, la tendencia de la historiografía es cuestionar cada vez más los grandes conceptos: ante todo, los de la propia historia universal; luego, los de tendencias que han de realizarse a través de toda la historia; finalmente, incluso conceptos menos abarcadores, como los de las épocas. Les recuerdo solo el hecho, conocido para los historiadores aquí presentes, de que –y, sin duda, con razón– el concepto de Edad Media se ha disuelto desde los más diversos puntos, uno de los cuales es que habría que fijar la crisis probablemente mucho antes que en el inicio oficial del Renacimiento; a saber, con el descubrimiento de una especie de Prerrenacimiento ya en la época del alto gótico; es decir, en una época que, según la perspectiva tradicional, se atribuía enteramente a la Edad Media. Por otra parte, hoy existen también tendencias que le saltan al cuello al propio concepto de hecho histórico; así, la desarticulación, por así llamarla, de la construcción histórica se extiende ya también a su propio polo opuesto, es decir, al concepto de acontecimiento histórico individual, de événement. Ante todo, en la crítica francesa de la historia se ha atacado de manera vehemente el événementisme23 como una representación que pone un peso desmedido en acontecimientos grandes, particulares; una experiencia, por lo demás, que será incluso corriente para todos ustedes si alguna vez han tenido dudas acerca de si las batallas realmente grandes, como las que llevaron adelante el gran príncipe elector, o Napoleón, o alguien más realmente poseen, de cara a la historia, una importancia tan enorme como se nos ha dicho. Esta sobrecarga de lo fáctico mismo presupone ya, probablemente, una construcción de los contextos históricos en cuanto significativos; contextos que encuentran, entonces, en tales événements, sus puntos nodales o sus crisis; y, en el instante en que una representación tal acerca de una corriente histórica dadora de sentido resulta sacudida, con ello se ve afectada también la representación contraria del acontecimiento específico, de modo que, pues, la historia parece transformarse entonces en un movimiento casi imperceptible, que se aproxima a un diferencial; un movimiento en el cual es problemático hablar simplemente de historia.

No es mi tarea aquí, en esta lección –en la que, en realidad, solo me propongo tratar un problema muy específico de la historia, a saber: la relación entre lo universal, la tendencia universal y lo particular, es decir, el individuo–, abordar hasta en sus detalles la construcción de la estructura de la historia. Pero de todos modos opino que, si se tratan en realidad ciertas cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia, uno no puede sustraerse totalmente a estas cosas; y opino que la cuestión del conocimiento de lo histórico es ante todo una cuestión de distancia. En efecto, si uno se acerca, hasta cierto punto, demasiado a los detalles sin, a su vez, hacer estallar al mismo tiempo críticamente los propios detalles, se produce literalmente aquello que designa el muy sabio refrán cuando dice que “los árboles no dejan ver el bosque”. Pero, por otra parte, desde una distancia demasiado grande es también imposible captar la historia, porque las categorías aumentadas proporcionalmente, desmesuradas –así, por ejemplo, la de un progreso de la libertad, para cuya crítica les he dicho ya algunas cosas en la última clase–, demuestran justamente ser problemáticas y no verdaderas en relación con el material. Hay que intentar, yo diría, conseguir una distancia determinada que, por un lado, se aliene de la construcción total de la historia; y que, por otro, no se consagre al culto de los hechos, que, como les dije, son problemáticos de acuerdo con su propia conceptualidad. Tomen como ejemplo de esto que podría decirse que, acerca de algo como el progreso en un sentido global –volveremos a ocuparnos de manera fundamental de este concepto hacia el final de la parte que dedicaremos a la filosofía de la historia–, acerca de algo como el progreso, por un lado no es posible hablar en general, como les he mostrado. Podrán confirmar también que toda la cháchara acerca de progresos individuales que habrían tenido lugar en la historia siempre tiene algo de dudoso; simplemente por el hecho de que, a fin de concretizar esto históricamente, en la sociedad en la que vivimos, como un todo, cada progreso individual que se produce siempre tiene lugar a costa de individuos o de grupos que, en función de ello, caen bajo las ruedas; de modo que, pues, en virtud de la particularidad que es inherente al progreso, ya que esa particularidad no se relaciona con la estructura de la sociedad como un todo, siempre hay grupos que, justamente en cuanto víctimas del progreso, también lo ponen en duda, pueden ponerlo en duda con razón. Sin embargo, podrá decirse –y creo que esto no le arrebataría a uno una visión tan crítica acerca de la historia– que existe algo así como un progreso desde la catapulta hasta la bomba atómica.24 Y el hecho de que relacione el concepto de progreso con algo tan aterrador y, si ustedes quieren, directamente contrapuesto al progreso de la libertad, y así también al progreso en la autonomía del género humano, no es casual, sino que esto tiene, pensaría yo, su buen sentido; o, antes bien, su sentido muy fatal y muy malo. Debe decirse, en efecto, que, en tanto la particularidad sea inherente a todos los movimientos históricos, en tanto no exista auténticamente aquello que se podría llamar humanidad –es decir, una sociedad autónoma y consciente de sí misma–, todos los progresos serán particulares; no solo en el sentido que ya les he indicado –es decir, que los progresos siempre tienen lugar a costa de grupos que no participan inmediatamente de aquellos, y por encima de los cuales se realizan los progresos–, sino también en el sentido de que el progreso en sí mismo posee un carácter particular.

Creo que un pensador plenamente positivista, de acuerdo con sus convicciones (aunque representó la versión alemana del positivismo, que pasó por la filosofía crítica), como Max Weber ha demostrado tener ya un instinto muy correcto en este punto en la medida en que reservó el concepto de progreso para la racionalidad y postuló al menos como perspectiva para la humanidad algo así como una estructura universal de racionalidad progresiva; aunque también fue en esto muy cauteloso al inclinarse ante el veredicto fáctico de que existen enteras civilizaciones que, en virtud de su forma económica tradicionalista, no participan en verdad de esa racionalidad progresiva y, con ello, en realidad de la dinámica social.25 Les sorprenderá que yo, que he hablado inmediatamente antes acerca de la particularidad en el movimiento del todo histórico, ahora hable de una racionalidad progresiva, ante lo cual se podría pensar que la razón, como algo extraordinariamente universal que aquí se realiza, es justamente la antítesis de una particularidad tal. Justamente considero errónea esta opinión acerca de la racionalidad progresiva como algo que, por su parte, no es particular. Y creo que, si se indaga en la particularidad de lo universal mismo, es decir, de la razón progresiva, es posible entender un poco sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular como una estructura histórica; concretamente porque en el principio de lo universal está encerrada la particularidad –y, por cierto, como algo malo, como algo negativo–; así como, a la inversa, deberá decirse –y Hegel lo ha demostrado con un poder irresistible– que, en lo particular, en los hechos individuales, está concentrada y se encarna, en cada caso, la fuerza de lo universal. La racionalidad, de cuya universalidad hablamos en términos universales, en efecto –y quisiera remitirme aquí a la Dialéctica de la Ilustración que escribimos Horkheimer y yo, y que por fin será reeditada en un corto plazo–,26 esta clase de racionalidad es, en efecto, desde el comienzo una racionalidad del dominio de la naturaleza, del control de la naturaleza extra e intrahumana. Y, por cierto, de un dominio de la naturaleza que no se refleja esencialmente en sí mismo, sino que se relaciona con sus así llamados materiales –ya sean materiales de la naturaleza, ya seres humanos los que son dominados, o ya, finalmente, la propia interioridad, que es sometida a esa racionalidad– subsumiéndolos, clasificándolos, subordinándolos y también cortando lazos con ellos. Pero allí –y creo que es bueno que retengan firmemente esta idea, de la cual yo pensaría que posee un carácter clave para nuestra construcción– no hay nada menos que el hecho de que, en el principio que acabo de caracterizar ante ustedes como el principio universal, es decir, en el propio principio de racionalidad progresiva, está encerrado el antagonismo; que esta clase de racionalidad solo existe en la medida en que somete a algo diferente y extraño de ella; y más aún: en la medida en que ella, a todo lo que ingresa en su maquinaria como material, justamente por el hecho de que lo identifica, de que lo nivela, lo define en verdad en su alteridad como algo que le presenta resistencia; habría que decir quizás: como algo hostil. En otras palabras, pues: en este principio de la universalidad dominante como racionalidad irreflexiva está postulado de hecho el antagonismo tal como, en una relación de dominio, es postulado el antagonismo respecto de un dominado. Y el estadio de autorreflexión de esta racionalidad en el que esto sería transformado aún no ha sido en realidad alcanzado.

Antes de que coloque un poco sobre sus pies ante ustedes, de modo que les resulte un poco más comprensible, esta frase, que en un principio posiblemente les suene, a muchos de ustedes, desquiciadamente especulativa y, en realidad, como puro idealismo hegeliano, quisiera decir aún algo que es preciso enunciar aquí en honor del concepto de universalidad histórica, aunque soy, por cierto, del parecer de que es preciso dialectizar también el concepto de historia universal. Esto significa que ni es posible decir: existe una historia universal, ni –como es la moda general hoy en día–: no existe la historia universal, sino que se formulará –y esto ya está en realidad en lo que acabo de decirles– de esta manera: existe exactamente una historia universal solo en la medida en que el principio de particularidad o, como preferiría denominarlo ahora, el principio de antagonismo se continúa y perpetúa a sí mismo. Damas y caballeros, sin embargo (justamente al comienzo de la lección me creo en especial en la obligación de proporcionarles esto), no quisiera presentar ante ustedes tales declaraciones altisonantes sin establecer, al mismo tiempo, la conexión con ciertos materiales a partir de los cuales podría esclarecerles, sin que con ello me mueva en la esfera de eso que suele circular bajo el concepto de ejemplo y frente a lo cual tengo las más duras reservas por motivos filosóficos.27 Para ello recurro nuevamente a Spengler, quien se opone con la mayor aspereza a la construcción histórico-universal y aun a la construcción de una tal racionalidad progresiva y que, frente a ella, ha planteado, atravesando todos los obstáculos posibles, la teoría de las figuras, cerradas en cada caso sobre sí mismas, de las culturas individuales y –de acuerdo con su teoría, tan desconcertante en muchos detalles– incluso contemporáneas; es decir: sucesivas y al mismo tiempo contemporáneas. No sé si llegaremos a abordar cómo habría que explicar esa contemporaneidad; creo que esta contemporaneidad es también explicable sin que se recurra para ello a la hipótesis morfológica de Spengler. Como quiera que sea, en todo caso Spengler defiende, entre otras cosas, la teoría28 de que la técnica occidental –de acuerdo con su perspectiva: fáustica– es ajena al alma rusa y es absolutamente inconmensurable para el alma del este asiático, y de que no cabría en absoluto representarse algo así como una apercepción, como una apropiación de la técnica, por ejemplo, por parte de los japoneses. Ahora bien, se ha puesto en evidencia en nuestra época, y en esto se ha confirmado realmente el pronóstico de Max Weber, que, sobre la base de su propia objetividad, de su propia legalidad inmanente, la técnica ha rebasado despóticamente los límites de las “almas nacionales”, en el caso de que exista algo así. Todos ustedes sabrán que recientemente los japoneses, en la última guerra, estuvieron a un pelo de aniquilar a la armada estadounidense mediante la técnica altamente desarrollada de su fuerza aérea; y todos sabrán también que hoy los rusos se han convertido en los más duros competidores de los estadounidenses en las ramas más modernas de la técnica. Podrán reconocer en estas cosas, de todos modos, algo así como la convergencia en una especie de universalidad de la racionalidad técnica hacia la cual también podrán dirigirse aquellos pueblos que hasta ahora han sido excluidos de aquello que hoy se llama en Alemania “el torbellino de la historia universal”. Creo que basta con que uno viaje un poco por otros países y perciba allí la uniformidad de los aeropuertos, frente a la cual, luego, las diferencias entre ciudades muy distantes entre sí adquieren un carácter casi anacrónico, propio casi de un baile de disfraces, a fin de cerciorarse justamente de este momento de la historia universal en el curso de la historia de la técnica. En esa medida, en todo caso de acuerdo con el τέλος, el concepto de historia universal, criticado una y otra vez, posee un momento de verdad. Y probablemente haya que remontar este momento de verdad a fases en las que aún no existía una corriente universal semejante, tal como está localizado, al menos objetivamente, en la necesidad de reproducción de la vida y en las formas sociales allí establecidas, como también en las formas de las fuerzas productivas.

 

Ahora llego a la pregunta que he postergado y que habría que plantear realmente aquí: la pregunta por si, de hecho –y creo que es importante abordar esto en relación con la problemática de Dialéctica de la Ilustración–, es posible postular de manera simplemente absoluta esta corriente de racionalidad progresiva. No de modo tal como si no se correspondieran también con ella grandes tendencias contrarias; está fuera de cuestión que existen estallidos irracionales; solo hay que limitar esta afirmación diciendo que los así llamados estallidos o irrupciones de potencias irracionales u primigenias en nuestro tiempo fueron casi siempre manipulados, y casi siempre estaban con vistas a imponer el dominio, el dominio racional o irracional; y, en esa medida, pertenecen a la corriente de las técnicas de dominio racionales. Esto puede ser estudiado con especial contundencia, obviamente, en el nacionalsocialismo, si es que a uno le queda ánimo para estudiar algo en relación con él. Pero me refiero a algo diferente; a saber: a que uno no tiene por qué atenerse a atribuir in abstracto esta tendencia de la que hablo al espíritu en cuanto agente de la racionalidad, tal como ocurrió en las filosofías idealistas. Aquí quisiera, por lo demás, testimoniar mi reverencia a Hegel porque –aunque en él siempre se trata del espíritu– el concepto de espíritu, en su filosofía, en virtud del principio de identidad de sujeto y objeto, está ya desde el vamos organizado de tal modo que no se corresponde con aquello que se ha considerado como espíritu a finales del siglo XIX y en nuestra época, es decir, el espíritu subjetivo; sino que este espíritu comprende en Hegel, sobre la base de una construcción imponente, aunque también cuestionable, el íntegro ámbito de la vida histórico-política y económica de los seres humanos. El espíritu tiene en Hegel su lugar específico directamente en la realidad histórica.29 Y Hegel habría rechazado con la mayor vehemencia la concepción del espíritu como algo que se mueve libremente a sí mismo y como algo independiente de la vida material de la humanidad, contrapuesta a él. Si, pues, se consideraba, por ejemplo, a la ciencia del espíritu de Dilthey, y a lo que con ella se vincula, en cierta medida como sucesora de la filosofía hegeliana,30 esto debe ser considerado solo como una perfecta caída por debajo de aquel nivel de la problemática que había sido ya alcanzado por Hegel; pero esto solo es una observación al margen.31 En todo caso, ustedes no deben considerar a este espíritu del que hablo como algo absolutamente autónomo. Este espíritu se ha autonomizado, sin duda, y le pertenece además el hecho de que, por ejemplo, con sus poderosos instrumentos de la lógica y la matemática, se ha independizado de sus condiciones de producción; el hecho de que él –y, por cierto, en virtud de la separación del trabajo espiritual y el físico– aparece ante sí mismo como algo totalmente autónomo y absoluto; como un método que subsume lo que se le ha contrapuesto. Pero no debemos admitirle esto al espíritu. La evolución del espíritu como racionalidad, como razón que domina la naturaleza o, tal como debo decir ahora de manera abreviada: como razón técnica, es decir, la evolución de las fuerzas productivas técnicas in toto ha sido engendrada, por su parte, por las necesidades materiales de los seres humanos, por las necesidades de autoconservación de estos; y las categorías de este espíritu contienen estas necesidades como momentos necesarios de su forma de manera necesaria y siempre en sí. El espíritu es el producto de los seres humanos y el producto del proceso de trabajo humano, a la vez que, por su parte, ahora él conduce y finalmente domina los procesos de trabajo humanos como método, como razón tecnológica. Y creo que, si no se hipostasia desde el vamos al espíritu, sino que se lo ve en su dependencia respecto de un concepto de vida, de un concepto de conservación de la vida humana –concepto en el que él tiene sus raíces–, solo entonces es posible entender cómo es realmente posible que algo así como el espíritu en cuanto razón técnica haya asumido de manera tan unificadora el control de la vida de los seres humanos tal como viene ocurriendo en una medida creciente. El espíritu no es algo absolutamente primero. Sino que justamente esa postulación del espíritu como algo primariamente primero es una apariencia, una apariencia producida por él mismo y, por cierto, de manera necesaria. Sino que él es siempre igualmente algo producido por la realidad de la vida que se conserva a sí misma, y que ahora lo postula como algo primero solo para poder criticar lo existente o para poder dominarlo. Y cuando hablé acerca de la falta de autorreflexión por parte del espíritu y de la razón técnica, de aquella falta de reflexión que coloca justamente a la razón en una relación tan curiosa y paradójica con la ciega fatalidad histórica, esto no se debe en lo más mínimo a que el espíritu no se reconoce como lo primero, en lugar de percibir justamente esta implicación con la vida real.