Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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El progreso de este avance, tal como es retratado y defendido por Hegel, merece sin embargo una nueva determinación. Así, hace falta señalar que este progreso es propiamente, al mismo tiempo, un avance de la explotación del hombre y por el hombre. Esto ya había quedado señalado veinte años antes de estas clases; ya la Dialéctica de la Ilustración constataba que ante el espíritu, en el movimiento de su autoconocimiento, la naturaleza reaparece no ya bajo el signo de la omnipotencia, que le era propia en tiempos remotos y primitivos, sino como “lo ciego y mutilado”. Y aquí intervenía la misma interpretación que reconocemos en estas clases: la caída en la naturaleza por parte del espíritu es precisamente la voluntad de dominarla.9 En esta interpenetración de razón y dominio, hace falta señalar una dialéctica. Es el único modo de salvar a la razón. La idea de progreso, que había sido puesta tempranamente en duda por la historiografía alemana del siglo XX, había encontrado en Walter Benjamin su crítica más política.10 Adorno la cita en estas clases. Pero a diferencia de la radicalidad de Benjamin, su posición frente al progreso reenvía a aquella suerte de juramento hipocrático –si la filosofía fuera un sanar– que al principio de la Dialéctica de la Ilustración se hacía respecto de la razón. Su cancelación completa equivaldría a un inaceptable, inviable irracionalismo. Lo mismo ocurriría con la cancelación total del progreso. “El progreso significa, en consecuencia: salir del hechizo, también del hechizo del progreso, que es él mismo naturaleza” (p. 301).

Mientras siga triunfando el absoluto (tal como había sido denunciado antes en las clases de Introducción a la dialéctica)11 en la historia universal en la forma de una primacía de lo general sobre lo particular, aquello que convierte al género humano en una “sociedad anónima gigantesca dedicada a la explotación de la naturaleza”, y mientras el intercambio de bienes se mantenga como la figura racional de lo mítico y siempre-igual, sostiene Adorno, no habrá lugar para lo bueno, para el Bien sin más. “Incluso cuando pretendemos con total certeza hacer el bien, y cuando actuamos con buena conciencia, podemos comportarnos de manera totalmente errónea” (p. 486), puesto que cuanto más la sociedad se desarrolla hacia la totalidad y el antagonismo, menos podemos pensar en una decisión moral del individuo que sea su parte. En esta concepción está inspirado el lenguaje que rige, desde los años cincuenta con la publicación de Minima moralia, el pensamiento de Adorno sobre la ética. Quedó resumido en la siguiente sentencia: No hay vida justa en lo falso.

Sin embargo la crítica, o la dialéctica como crítica, tampoco puede permanecer en la pura negación quieta y establecida; esto sería, lo mismo que la afirmación, tan riesgoso como inútil. El salto por fuera de la propia lógica, en Adorno, se da por un último reconocimiento: aquel de la posibilidad misma de la redención o, en este contexto, de la postulación de alguna forma de la dicha. El criterio para este último salto es, como ha quedado demostrado en muchas lecturas de Adorno y como se ve en este mismo contexto, el pensamiento de Walter Benjamin.

La pregunta “de la mayor dignidad” que guía estas clases, que partía de una antinomia –kantiana– y de una contradicción “no dialéctica” –hegeliana–, ambos “modelos” a analizar en la Dialéctica negativa, contrapone la necesidad, las reglas, las leyes de la historia –en su copertenencia con la naturaleza– a una posibilidad del obrar individual, que en Hegel será identificado con el sufrimiento humano –superado por el avance del todo del espíritu– y en Kant por la pregunta del deber hacer, separada por principio, en la Crítica de la razón práctica, de la experiencia del hombre en el mundo. La dicha, en ambos casos, queda obturada; no es meta del individuo moral ni preocupación de la historia del espíritu en su progreso. Es decir, en la filosofía propiamente dicha (el campo determinado de antemano por el mismo Adorno como tal) no hay lugar para el pensamiento de la felicidad. Ambos modelos, en este punto, han fracasado; uno en su formalismo, el otro en su consagración del dominio. La respuesta ante este callejón sin salida, dice Adorno, fue atribuir a todo aquello (la conjunción entre hombre, tiempo y mundo) un sentido. Si ya lo había hecho la filosofía de la historia desde Vico, los herederos de Kant y Hegel solo lo intensificaron. Pero si los contemporáneos de Adorno seguían atribuyendo un sentido a la vida de los hombres en comunidad y en el tiempo, era, según él, porque se enfrentaban constantemente con la evidencia de su ausencia. Tirando del hilo del sinsentido de la vida (individual y del mundo), buena parte de las categorías generalmente establecidas quedan bajo severa dialéctica. El progreso, la razón, el destino, la perfectibilidad del género humano, las leyes de la naturaleza y la responsabilidad moral. Y sin embargo, asegura Adorno en estas clases, la filosofía encuentra su propia felicidad en la identificación de un significado verdadero.

¿No es esta una nueva, irremediable contradicción, una contradicción no dialéctica que podría poner en jaque el propio edificio teórico?

Pero el sentido no equivale al significado. La pregunta por el sentido, dice Adorno al final de la Dialéctica negativa, es la depravación del idealismo especulativo en lo que este tenga de pensamiento de lo absoluto. Y ya sabemos que el absoluto es lo ideológico de aquella filosofía. En este tiro por elevación contra Heidegger, que es desde siempre para la teoría de Adorno un borde definitorio, se completa una nueva y reiterada denuncia contra el absoluto de ese idealismo especulativo a la que Adorno ha dedicado buena parte de sus propios esfuerzos, en diversos planos: en la lógica y gnoseología, en la filosofía de la historia, en la reflexión práctica. “La vida que tuviera sentido no preguntaría por él; ante la pregunta, este huye”.12 Pero la negativa taxativa de su existencia, sea o no en la forma de un clásico nihilismo, equivaldría oscuramente también a su aceptación. La desesperación misma de la conciencia ante este fondo gris del sinsentido, prosigue Adorno, solo se da por la huella de la presencia de un color. De allí se alimenta la esperanza, y esta esperanza lleva una firma en su filosofía: la de Walter Benjamin. En el centro de estas clases, al reflexionar sobre la copertenencia entre historia y naturaleza, la una solidificada en formas ideológicas, la otra como objeto y resultado de una producción, la humana; historia y naturaleza, mediadas incansablemente entre sí y por aquello que las hace posibles como tales, esto es, los hombres en su forma de humanidad, también Benjamin hace su aparición. Es también el momento en que la filosofía reflexiona sobre su propia tarea. Al sentido de lo total, dice Adorno, oponer el significado de lo concreto; en este último, tal como acostumbraba a hacer Benjamin en el ejercicio de su propio pensamiento, ha ocurrido una reducción, un pasaje del todo al detalle. “Lo micrológico”, lo evoca Adorno una y otra vez. En la doble implicatura de naturaleza e historia, que ocurre bajo el signo de la caducidad y de la ruina en el libro del Barroco de Benjamin o, como lo nombra Adorno, bajo el signo de la decadencia (este es el principio de su materialismo), privados de cualquier pretensión de sentido y de cualquier posibilidad de afirmación sin más (de ahí la dialéctica negativa), se constata sin embargo un color. Esta consideración cromática remite a un último rastro de aquel arcoíris de la esperanza que Benjamin había introducido al final de su ensayo sobre las Afinidades electivas, aquel libro de Goethe que estaba signado, precisamente, por la idea del determinismo, de lo mítico y arcaico reinando sobre lo racional y presente.

En el cierre de la Dialéctica negativa, resultado de esta serie de clases que se inician con la Introducción a la dialéctica, la idea de lo micrológico reaparece. Esta vez, la referencia a Benjamin queda velada. Adorno habla de la “Nueva Melusina”, aquel cuento de Goethe en que el mundo ha quedado reducido a una cajita. En esto mismo se había detenido Benjamin en el mencionado libro sobre las Afinidades electivas, y había enunciado la posibilidad de “la dicha en lo pequeño”. Adorno lo eleva a programa filosófico, que podríamos formular del siguiente modo: la dialéctica como lógica y la reducción como método. Si no hay sentido de la vida, hay al menos significado reducido en el objeto; este objeto es de la filosofía, que así se emparenta con su posibilidad más “expuesta”, a la que atiene su existencia misma: la hermandad con la metafísica. La filosofía práctica y la teórica coinciden en este particular, rescatado al fin. Y la posibilidad de la felicidad, al menos la filosófica, quedará también a salvo.

MARIANA DIMÓPULOS

1 La muestra particular fundamental de este avance es el sufrimiento de los hombres dentro del devenir histórico, que Hegel explícitamente tematiza, puesto que frente a las pasiones humanas, a sus intereses y propósitos, que finalmente nos revelan la historia como un matadero, se ha de tomar el camino de la reflexión, para sobrepasar esa “imagen de lo particular y elevarse a lo general” (G. W. F. Hegel, Die Vernunft in der Geschichte, Leipzig, Meiner, 1917, p. 58 [edición en español: La razón en la Historia, Madrid, Seminarios y Ediciones S.A., 1972]).

2 Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, trad. de Mario Caimi, Buenos Aires, Colihue, 2009, pp. 522-523.

3 El tipo de caos que supondría esta no univocidad de las leyes de la naturaleza ha sido cuestionado por Quentin Meillassoux en su libro Après la finitude. Essai sur la nécessité de la contingence, en diálogo abierto precisamente con la idea kantiana de que, si se diera una hipotética contingencia de las leyes de la naturaleza, esta traería consigo necesariamente una modificación frecuente de las mismas, y por ende el caos. Ver Meillassoux, París, Seuil, 2006, pp. 146-147 [edición en español: Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, trad. de Margarita Martínez, Buenos Aires, Caja Negra, pp. 170-171].

 

4 Theodor W. Adorno, Probleme der Moralphilosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1996, p. 63.

5 “No albergamos ninguna duda –y en esto reside nuestra petitio principii– de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado. Sin embargo, creemos haber reconocido con la misma claridad que el concepto de este pensamiento, no menos que las formas históricas concretas, las instituciones de la sociedad en las que está entretejido, contiene ya el germen de ese retroceso [respecto al pretendido progreso de la razón humana] que hoy se da en todas partes. Si la Ilustración no acoge en sí la reflexión sobre este momento de retroceso, terminará sellando su propio destino”. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialektik der Aufklärung, Frankfurt, Fischer, 1978, p. 3 [edición en español: Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sudamericana, 1987].

6 En la segunda Crítica, consagrada a la pregunta “¿Qué debo hacer?”, Kant establece la diferencia entre la razón teórica, que está dedicada al conocimiento del mundo de los objetos, y la razón práctica, que nos da las leyes según las cuales debemos comportarnos. Se trata de la misma razón pero en distintos usos. Según comentaristas como Otfried Höffe, a esta distinción tajante no se le ha prestado la atención suficiente, puesto que sugiere un distanciamiento total respecto de la teoría clásica según la cual actuar bien depende del acto de conocer. (Otfried Höffe, Kritik der praktischen Vernunft, Introducción, Berlín, Akademie Verlag, 2002).

7 Theodor Adorno, Negative Dialektik, Frankfurt, Suhrkamp, 1975, p. 228 [edición en español: Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2008].

8 Hegel, ob. cit., p. 50.

9 Horkheimer y Adorno, ob. cit., p. 39.

10 Ver las tesis XIII, XIV y XV dentro de las Tesis sobre el concepto de Historia de Walter Benjamin.

11 Ver Theodor W. Adorno, Introducción a la dialéctica, trad. de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013.

12 Adorno, Negative Dialektik, ob. cit., p. 369.

ABREVIATURAS

Los escritos de Adorno son citados según las ediciones de los Gesammelte Schriften (ed. de Rolf Tiedemann, con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz, Frankfurt, 1970 y ss.)1 y los Nachgelassene Schriften (ed. del Theodor W. Adorno Archiv, Frankfurt, 1993 y ss.), tal como allí se encuentran. Corresponde mencionar las siguientes abreviaturas:

GS 1: Philosophische Frühschriften, 3ª ed., 1996.

GS 3: “Max Horkheimer und Theodor W. Adorno”, en Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, 3ª ed., 1996.

GS 4: Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädigten Leben, 2ª ed., 1996.

GS 5: Zur Metakritik der Erkenntnistheorie/Drei Studien zu Hegel, 4ª ed., 1996.

GS 6: Negative Dialektik/Jargon der Eigentlichkeit, 5ª ed., 1996.

GS 7: Ästhetische Theorie, 6ª ed., 1996.

GS 8: Soziologische Schriften I, 4ª ed., 1996.

GS 9.2: Soziologische Schriften II, segunda mitad, 1975.

GS 10.1: Kulturkritik und Gesellschaft I: Prismen/Ohne Leitbild, 2ª ed., 1996.

GS 10.2: Kulturkritik und Gesellschaft II: Eingriffe/Stichworte/Anhang, 2ª ed., 1996.

GS 11: Noten zur Literatur, 4ª ed., 1996.

GS 13: Die musikalischen Monographien, 4ª ed., 1996.

GS 14: Dissonanzen/Einleitung in die Musiksoziologie, 4ª ed., 1996.

GS 16: Musikalische Schriften I-III, 2ª ed., 1990.

GS 17: Musikalische Schriften IV: Moments musicaux / Impromptus, 1982.

GS 18: Musikalische Schriften V, 1984.

GS 20.1: Vermischte Schriften I, 1986.

GS 20.2: Vermischte Schriften II, 1986.

NaS I-1: Beethoven. Philosophie der Musik. Fragmente und Texte, ed. de Rolf Tiedemann, 2ª ed., 1994.

NaS IV-4: Kants »Kritik der reinen Vernunft«, ed. de Rolf Tiedemann, 1995.

NaS IV-10: Probleme der Moralphilosophie, ed. de Thomas Schröder, 2ª ed., 1997.

NaS IV-14: Metaphysik. Begriff und Probleme, ed. de Rolf Tiedemann, 1998.

NaS IV-16: Einleitung in die Soziologie, ed. de Christoph Gödde, 1993.

A materiales inéditos del Archivo Theodor W. Adorno en Frankfurt se hace referencia solo a través de la signatura correspondiente en el Archivo. Las signaturas precedidas por “Ts” designan versiones mecanografiadas de trabajos concluidos; las signaturas precedidas por “Vo” remiten a transcripciones mecanografiadas de cintas magnetofónicas y a transcripciones estenográficas de lecciones de Adorno, así como a las anotaciones hechas por el autor para las clases.

La transcripción de la cinta magnetofónica a partir de la cual fue preparada la presente edición se encuentra, bajo la signatura Vo 9735-10314, en el Archivo Theodor W. Adorno; las anotaciones manuscritas de Adorno para dichas lecciones, en el mismo lugar, bajo la signatura Vo 10315-10346.

1 El texto y los números de página de esta edición son idénticos a los de la edición de bolsillo publicada en 1997.

NOTA DEL EDITOR

Así como, a finales del siglo XIX, Nietzsche dedicó a su renuncia a la historia en beneficio de la “vida” una “consideración intempestiva”, hoy, más de cien años después, puede resultar intempestivo entregar a la imprenta unas lecciones en las que, en beneficio de la supervivencia, se insiste sobre la ocupación con la historia y su filosofía. Una vez que la tentativa comunista para señalarle el camino a la historia hubo fracasado de manera ostensible, comenzaron a multiplicarse los libros para cuyos autores estaba más o menos confirmado que la historia había llegado a su fin y que los seres humanos habían arribado a una ominosa poshistoria. No es infrecuente que también Adorno sea buscado en la vecindad de ese menosprecio conservador hacia la historia; a partir de las lecciones Sobre la teoría de la historia y de la libertad, dictadas a mediados de los años sesenta, es posible inferir que, sin embargo, Adorno no puede ser encontrado allí. Estas lecciones enseñan, sin duda, como la filosofía de Adorno en su conjunto, el fracaso de algo así como el progreso enfáticamente concebido en la historia precedente y, junto con esto, también el carácter de siempre igual que posee el proceso histórico, su estado de detención, que es el del mito; pero para Adorno, de esta comprensión no se derivaba de ningún modo una apología de la detención mítica: no puede haber poshistoria allí donde aún no ha habido siquiera historia, en vista de que la prehistoria persiste.

Ya en una ocasión, con la construcción hegeliana de la historia universal, se había anunciado un fin de la historia, aunque con acentos un poco diferentes: en la última parte de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel se había dicho, acerca del “mundo cristiano”, que este es “el mundo de la consumación; el principio queda cumplido, y con esto se ha llenado el fin de los días: en el cristianismo, la Idea”, es decir: la filosofía “no puede ver ya nada más por satisfacer aún”.1 El propio Hegel entendía, pues, su consideración como “una teodicea, una justificación de Dios, […] a tal punto que, percibido lo malo en el mundo, el espíritu pensante debería ser reconciliado con el mal. En realidad, en ninguna parte se da, de tal conocimiento reconciliador, una exigencia mayor que en la historia universal”.2 Pero, para el pensamiento de Adorno, esto ya no era realizable “después de Auschwitz”; así como Voltaire fue curado de la teodicea leibniziana por una catástrofe natural,3 Adorno fue curado de la hegeliana a través de las catástrofes sociales que produjo el siglo XX. No es exagerado entender el pensamiento de Adorno, que se definió a sí mismo como antisistema, como la perfecta antiteodicea. Si, a través de la teoría de Hegel, la verdad era aún unificada con la historia, la razón era declarada real y la realidad, racional, ya Marx había objetado que los degradados y humillados, la existencia y el sufrimiento de estos, significaban la negación de aquella teoría. Si la razón realizada de Hegel suena, entretanto, como una ostensible ironía, la “realización de la filosofía” propuesta por Marx no tuvo lugar; en palabras de Adorno, fue desaprovechada.4 Las catástrofes ocurridas, así como las venideras, hacen que parezca absurdo seguir aguardando y esperando; no existe ningún “conocimiento reconciliador” de la historia: “el uno y todo que hasta el día de hoy, con pausas para tomar aliento, no deja de avanzar sería teleológicamente el sufrimiento absoluto […] El espíritu del mundo, digno objeto de definición, habría que definirlo como catástrofe permanente”.5

Para el Adorno retornado del exilio, después de lo que había ocurrido en Auschwitz y en otros lugares, no era para nada obvio que la filosofía pudiera seguir siendo practicada en adelante como si nada se hubiera modificado. En Dialéctica de la Ilustración, escrita en los años cuarenta, él y Horkheimer se habían propuesto “nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie”.6 Esta pregunta ya no dejó tranquilos a Adorno y a Horkheimer hasta la muerte de ambos; se colocó en el centro de su pensamiento y, frente a ella, los problemas tradicionales de los filósofos se habían vuelto irrelevantes. La filosofía, que, con Hegel, debía ser “su época concebida en pensamientos”, fracasa penosamente en el intento de concebir la ruptura que tuvo lugar en la civilización, para no hablar de que no logró encontrar ningún “sentido” detrás de este hecho. Durante largos trechos, ya no intenta hacerlo; se contenta, o bien con reflexiones irresponsables sobre el sentido del ser, o bien con el análisis de los presupuestos verbales del pensar en sí y en general; hacia ambos, hacia Heidegger y los suyos tanto como hacia el positivismo, se dirigió la crítica impasible, de ningún modo libre de arrebato, de Adorno. Últimamente, uno encuentra con frecuencia cada vez mayor a filósofos que se ven a sí mismos como “posmetafísicos”, o que se contentan con el papel irresponsable de aquel que participa en una conversación, pero que en los hechos están ocupados de su propia abolición. Adorno no participó de ninguno de esos juegos, sino que buscó insistentemente reflexionar sobre la historia real y sus dislocaciones. En Dialéctica negativa, se preguntó si era simplemente posible vivir después de Auschwitz; la imposibilidad de una respuesta vinculante coincidía, para su filosofía, con la imposibilidad de una filosofía después de Auschwitz.

Sin embargo, como es sabido, no cesó de filosofar; insistió enfáticamente sobre el carácter indispensable de la filosofía, pero no dejó engañarse sobre la indiferencia de la filosofía frente al curso del mundo. Esencial a la filosofía de Adorno era la intención de hacer una rememoración, en la que coincidía con aquellas obras de arte modernas que, como el Guernica de Picasso, A Survivor from Warsaw de Schönberg o L’Innommable de Beckett, fueron arrancadas a su propia imposibilidad en el plano de la filosofía de la historia. Junto a obras tales tienen su lugar legítimo también Dialéctica negativa y Teoría estética. Si la filosofía adorniana de rememorar sobre el pasado reciente no careció totalmente de influencia en las dos décadas posteriores a 1949, su lugar ha sido ocupado entretanto por un revitalizado interés en los orígenes en lo ctónico, por la ideología de una mitología una vez más “nueva”, tal como se expresa en igual medida en la coyuntura de un Nietzsche mal entendido y en el imponente comeback del pensamiento heideggeriano. Con ese retorno de la teoría a los presocráticos se corresponde un repliegue respecto de la historia real que borra el recuerdo y tacha la experiencia: ratificación de tendencias que la sociedad poco más o menos sigue. Pero no llegó aquel fin de la historia que los defensores de la posmodernidad, según el caso, celebran o deploran, sino la pérdida de toda conciencia histórica; una pérdida que no suprime en la filosofía lo mejor, sino simplemente todo. De Adorno habría que aprender hoy que, sin recuerdo, sin la kantiana “reproducción en la imaginación”, no puede surgir ningún conocimiento que valga la pena; habría que aprender que el recuerdo, sin embargo, a contrapelo de una teoría que, desde Platón, ha sido dominante y que todavía seguía Kant, no es algo atemporalmente válido, no es la síntesis trascendental, sino que posee aquel “núcleo temporal” del que habló por primera vez Walter Benjamin. Este núcleo temporal, en la era posterior a Auschwitz, está contenido en los gritos de las víctimas; desde entonces, como formuló Adorno, la “necesidad de prestar voz al sufrimiento es condición de toda verdad”.7 Si hoy también la filosofía es, sin embargo, posible, en todo caso –esto enseña la de Adorno– solo lo es una que en cada una de sus oraciones mantiene presente el sufrimiento de los seres humanos en los campos de exterminio; que ya no sea pensada, como el Fedro de Platón, a la sombra de los altos plátanos del Ilisos, sino a “la sombra / del estigma en el aire”8 de la que habla un poema de Paul Celan.

 

La filosofía de Adorno se esforzó persistentemente en interpretar la historia a fin de que algún día llegue el instante de su realización. Casi desde el comienzo de su obra filosófica, el interés de Adorno estuvo puesto en la historia y en lo histórico. Así, ya en el semestre de verano de 1932, dictó un seminario junto con Paul Tillich, al que debió un año antes su habilitación en filosofía, sobre el escrito de Lessing Educación del género humano, en el que la res cogitans no constituye ya una antítesis de la res extensa, sino que la ratio llega a realizarse solo en lo histórico. Ya antes, en su conferencia académica inaugural, Adorno había juzgado que la pregunta por el ser como la idea de lo existente es implanteable y supone que ella “quizás se haya desvanecido para siempre a ojos humanos desde que solo la historia sale fiadora de las imágenes de nuestra vida”.9 Los trabajos materiales de Adorno estuvieron dedicados desde entonces a la interpretación de tales “imágenes históricas”, tal como él las designaba, con un término de Benjamin. Su proceder, si es posible hablar de uno tal, era totalmente afín al de Lessing, que Ernst Cassirer caracterizó como “sumersión micrológica en lo pequeño y en lo más pequeño”; una formulación que Adorno aplicó más tarde a Benjamin, pero con la cual es posible definir aún más venturosamente su propio trabajo. Adorno trató luego la filosofía de la historia en dos lecciones que dictó en Frankfurt en 1957 y 1964/1965. Las primeras, anunciadas como Introducción a la filosofía de la historia, han sido transmitidas solo como transcripción de un estenograma, probablemente de Gretel Adorno; de ningún modo completo, lo transcripto es, con todo, apropiado para proporcionar una impresión adecuada de la exposición de Adorno, de la que él habla como “mi tentativa para convertir a la filosofía, en un sentido radical, en centro de la filosofía”.10 Aunque aún de manera levemente académica, cuando trata no sin cierta meticulosidad las filosofías de la historia tradicionales, desde Agustín a Dilthey y Simmel, pasando por Vico y Condorcet, las lecciones de 1957 exponen ya todos los temas y motivos importantes de la propia filosofía de la historia de Adorno: el fenómeno clave del dominio de la naturaleza, la crítica de la existencia en la “historicidad”, la relevancia mítica de lo intratemporal para lo absoluto; finalmente, la oposición a un concepto de verdad como lo permanente, inmutable, ahistórico. Todo aquello de lo cual se ocupa la filosofía, bajo el primado de la filosofía de la historia, tal como la ha promovido Adorno, es algo “surgido, cambiante, virtualmente efímero”.11 De manera plenamente desarrollada se encuentra este motivo ocho años después, en las presentes lecciones, así como, en forma definitiva, en los dos primeros “modelos” de Dialéctica negativa.

La historia, de acuerdo con Adorno, no es el otro abstracto de la naturaleza, sino lo que los seres humanos hacen de la naturaleza; en la medida en que este “hacer” tiene lugar de manera anárquica, no planificada, en tanto los seres humanos permanecen en el “reino de la necesidad”, no existe aún una historia producida con conciencia, la única a la que le correspondería ese nombre. Entre sus presupuestos se encuentra la libertad: la de la voluntad de los seres humanos para tomar sus circunstancias bajo su propia dirección; a partir de esto se justifica incorporar en la filosofía de la historia a la libertad, que tradicionalmente fue tratada como un tema de la filosofía moral; en la mitad del curso, Adorno constata, con una sorpresa tan solo fingida, que “casi sin que se hubiera aparecido así ante mis ojos al comenzar con todo esto […] se me ha presentado el concepto de hechizo como la categoría determinante para la construcción de la historia; también, por lo demás, para la construcción del progreso”;12 y define este hechizo, bajo el cual se encuentra toda la vida, como el “carácter de siempre igual del proceso histórico”.13 La historia, empero, no sería ningún siempre igual, sino un proceso en el cual a cada momento comienza lo nuevo. Lo siempre igual era, de acuerdo con la Antigüedad y sus mitos, la historia como ciclo: era el hecho de que, en ella, nada avanza, sino que, al final de un ciclo, todo vuelve a la situación antigua. Las representaciones cíclicas han reaparecido una y otra vez en la historia de la filosofía de la historia: así, en Vico y Spengler, e incluso en Toynbee; y también los diagnosticadores contemporáneos de un fin de la historia se encuentran dominados por aquellas representaciones. En contra de ellas se encuentra la representación cristiana, defendida del modo más enfático por Agustín, según la cual la historia significa el progreso hacia Cristo; según la cual, en este, la redención ha tenido lugar y la historia se ha consumado. Si las teorías cíclicas de la historia son desmentidas por la esperanza de los seres humanos, que no quieren aceptar que Sísifo sea el último ser humano, así la redención a través de Cristo es refutada por aquella “próxima visión” de la historia como una “mesa de sacrificios en la que han sido víctimas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”.14

La historia, que en sentido estricto aún no ha comenzado, fue denominada por Marx prehistoria; Adorno adoptó el nombre: “Lo que en Marx se denomina en su momento, con melancólica esperanza, prehistoria, no es nada menos que la sustancia de toda la historia conocida hasta el momento, el imperio de la falta de libertad”.15 El hechizo bajo el cual se encuentra aún todo es de esencia prehistórica, un hechizo del mito. El tema acechado y perseguido por Adorno, con una obstinación infinita, es la pervivencia de este elemento mítico en la sociedad desmitologizada de manera en apariencia plena; la “prehistoria contemporánea”, tal como la reencontró, por ejemplo, en toda la obra de Goethe. En el centro de la persistencia de lo mítico Adorno coloca la relación de intercambio en la sociedad productora de mercancías; también esto tras las huellas de Marx, quien describió en su momento la esfera de la circulación como el destino arcaico: “como poder sobre los individuos, que se ha vuelto independiente, sea representado como fuerza natural, como azar o en cualquier otra forma”.16 Adorno no abandonó la idea de que, a pesar de toda la vanidad de la historia precedente, esa no debería seguir siendo vana durante toda la mala eternidad. En buena medida, fue la solidaridad con las catacumbas de las víctimas la que lo condujo a abstenerse de cerrar de una vez por todas la construcción del curso de la historia en su filosofía; él mantuvo abierta para el futuro la puerta de la historia; en lugar de hacer que ella desemboque en su fin, la hizo desembocar en un abierto hölderliniano. En ningún lugar –y en esto se mantuvo hasta el final al lado de Ernst Bloch, más allá de todo lo que separaba a ambos– Adorno sacó tajada de la rivalidad entre la mezquina realidad y la categoría de lo utópico; nunca entendió que tuviera que sabotear la utopía. Esta utopía, la huella de lo mesiánico, tenía en su pensamiento, como él solía decir, “la coloración de lo concreto”,17 no la de una posibilidad abstracta.