Celadores del tiempo

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Celadores del tiempo
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Letrame Editorial.

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© Santiago Miranda Guimarey

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18542-76-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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PRIMERA PARTE

El despertar

Reencuentros

Muerte, desolación, hambre y miseria. Estas son algunas de las adversidades que puedes encontrar fuera de la zona de cuarentena de Plaridio, una zona privilegiada… desde cierto punto de vista. Para una gran mayoría, aquello significa vivir en libertad y a salvo de los peligros del exterior. Otros, sin embargo, piensan que están limitando sus derechos por tener prohibido salir de las ciudades o por la férrea censura de cualquier tipo de actitud que no se encuentre dentro de las normas establecidas. En ambos casos, no hay elección: tienes que vivir la vida que el destino te depare.

A orillas del lago Cristal se encuentra un lugar en el que la gente vive en paz y armonía, ajena a las noticias de los asentamientos que hay en los alrededores. Es un pueblo tranquilo y su nombre es Nilagos.

En primavera, de forma habitual, una suave brisa del sur arrastra los aromas de los campos cercanos e inunda la ciudad con una fragancia muy característica en aquella época del año, cuando los árboles y las plantas están en plena floración. En los largos días de verano, el agua del lago esta fría, refrescante y cristalina, tan clara que, incluso, a varios metros de profundidad pueden verse los peces. El otoño, con su clásica paleta de colores, dibuja un sinfín de hermosos paisajes y en el crudo invierno la nieve adorna sus calles, cubriéndolas con un precioso manto blanco. Quizás la mejor época para visitarlo sea en primavera, pero cualquier otra estación del año es propicia; cada una de ellas tiene su propio encanto.

Allí se alza un pequeño bar cercano al puerto. Uno de los pocos a los que la gente acude tras sus largas jornadas de trabajo en la fundición. Trabajar es obligatorio una vez llegada la mayoría de edad, pero son muy pocos los privilegios de los que disfruta la población de Plaridio: ver la televisión (con su programación previamente censurada), pequeñas reuniones, no muy numerosas, y de vez en cuando, asistir a alguna que otra fiesta. Eso sí, siempre bajo la atenta mirada de los guardias y de los cientos de cámaras que se encuentran repartidas por cada uno de los rincones de la localidad, vigilando continuamente y sin descanso a todos sus habitantes.

Sobre la puerta del bar, un letrero con luces de neón ilumina la entrada indicando su nombre: Calipso. Visto desde fuera, aparenta un local grande. Sin embargo, una vez dentro, uno descubre un lugar más bien pequeño pero acogedor. Solo dispone de seis mesas y suele estar siempre abarrotado de gente, la mayoría de pie cerca de la barra; otros, en la puerta, conversando. Como es habitual desde hace mucho tiempo, los habitantes de Nilagos suelen reunirse en estos lugares. Es por esta razón que entre las nueve y las doce de la noche casi todos los bares están repletos. Con el paso de los años, aquello se había convertido en una tradición, haciendo que estos locales despidiesen un característico olor a vino rancio, tabaco y sudor que rara vez dejaba de percibirse.

Aquella noche, el local estaba casi lleno. Todas las mesas estaban ocupadas y apenas había un par de sitios libres. La barra estaba repleta de gente que hablaba de sus cosas, casi codo con codo debido al escaso espacio del que disponían. En la entrada, varios ancianos refunfuñaban y rememoraban tiempos mejores.

En una de aquellas mesas se encontraba Alice, una preciosa muchacha de veintiún años, de esbelta figura, con una hermosa melena de cabello castaño y unos enigmáticos ojos marrones. Sentado frente a ella está su amigo de la infancia, Ben, un muchacho de complexión fuerte aunque un poco regordete. Ambos se habían citado allí para recibir a un viejo amigo que se había ido al frente un año atrás y que volvía a casa de nuevo. Por norma general, el Ejército no reclutaba a nadie, pero, por alguna extraña razón, habían hecho una excepción con él. De manera habitual, todos los que se ofrecían voluntarios terminaban como personal del cuerpo general de guardias y siempre realizaban su trabajo en otras ciudades, lo más lejos posible de su lugar de origen. Según decían, era para evitar sobornos o tratos de favor a familiares, amigos o conocidos y, a pesar de ello, algunos continuaban ofreciéndose voluntarios, sin importarles tener que perder de vista a sus familias o a sus amistades.

Ambos estaban bebiendo cerveza acompañada de un pequeño aperitivo, mientras charlaban sobre el día a día. Procuraban no hablar alto para evitar que su conversación fuese escuchada por las personas que los rodeaban. No era la primera ni la última vez que los guardias arrestaban a alguien por el simple hecho de discutir u opinar sobre temas censurados o que no estaban bien vistos.

―Parece que hace muchísimo tiempo que se marchó. Me pregunto si habrá cambiado desde que nos dejó ―susurró Alice.

―Supongo que estará igual que siempre. Tengo ganas de verlo de nuevo para que me cuente todas las historias y aventuras que ha vivido en el frente ―comentó Ben.

―No sé cómo se le ocurrió la idea de ofrecerse voluntario ―dijo Alice―. Yo no lo haría, me parece algo de lo más absurdo.

―Pues yo creo que es algo digno y honorable ―opinó Ben lleno de orgullo.

―Y, entonces, ¿por qué no has hecho tú lo mismo?

―Lo haría sin dudarlo y, de hecho, lo he intentado, pero me dijeron que era imposible, que estaban todas las plazas cubiertas y tendría que esperar hasta el próximo reemplazo. Me gustaría pertenecer al cuerpo de la guardia y velar por la seguridad de todos. Incluso estaría dispuesto a dar la vida por mi país. Esta tierra me vio nacer y me ha visto crecer; lo daría todo por defenderla.

―Esa es una actitud que te honra, Ben, pero hay que estar muy convencido para hacerlo ―le dijo Alice con toda sinceridad.

Patriotismo, una palabra que Alice no acababa de comprender. No estaba de acuerdo con muchas de las reglas que regían aquella sociedad, pero intentaba no expresarse al respecto y hacer lo que hace la inmensa mayoría: callar.

Continuaron con su conversación y tras un par de cervezas más, dieron las diez de la noche; el tiempo había pasado rápido y comenzaban a impacientarse. De pronto, entre el gentío, apareció un hombre. Ellos estaban tan absortos en su charla que no se dieron cuenta de su presencia hasta que se acercó a la mesa y carraspeó. Sin pensarlo, ambos bajaron la mirada con rapidez; pensaron que se trataba de algún guardia que venía a preguntarles cualquier cosa o simplemente a pedirles su identificación. Asustados y llenos de temor, comenzaron a levantar despacio la cabeza para ver de quién se trataba. Aquella persona calzaba unas botas militares de media caña, llevaba atuendo militar, aunque no era el uniforme oficial de la guardia. Ambos se tranquilizaron un poco, pero se temían lo peor y continuaron alzando la mirada. En el pecho, un par de llamativas medallas colgaban de la solapa izquierda de su chaqueta. Aún no habían visto el rostro del desconocido cuando una voz familiar les dijo:

―¿Están ustedes esperando a alguien?

Ambos se sintieron aliviados y reconocieron aquella voz. Levantaron la vista para ver a aquella persona que tiempo atrás se había marchado y que esperaban ansiosos. Sus rostros reflejaban una alegría inmensa. Se había cortado el pelo, estaba perfectamente afeitado y llevaba una gorra militar, pero, aun así, le habían reconocido sin ninguna duda.

―¡Robert! ―exclamó Alice mientras se levantaba y se acercaba a él para darle un par de besos en las mejillas, acompañados de un cálido abrazo―. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué tal estás?

―Muy bien ―contestó este―. ¿Me habéis echado de menos? Ya veo que no. Mientras yo luchaba, vosotros aquí, pasándolo bien.

―No digas tonterías. Bien sabes que te echábamos de menos ―replicó Alice.

―¿Ehhh…? Ben, ¿qué pasa? ¿Ya no saludas a tus amigos? ¡No te voy a morder!

―Por supuesto que sí ―dijo Ben levantándose y estrechándole con fuerza la mano, seguido de un abrazo y unas palmadas en la espalda―. Me alegro de verte, Robert. ¿Qué tal por allí?

―Primero dejad que tome asiento y pida algo para refrescarme la garganta. Luego contestaré a vuestras preguntas.

Los tres se acomodaron en la mesa. Robert llamó a la camarera y le hizo un gesto para que le sirvieran lo de siempre. La camarera lo miró extrañada y durante un par de segundos, se preguntó quién era, pero enseguida lo reconoció, era aquel muchacho al que habían admitido en el Ejército. Era muy conocido en la ciudad. Su familia se sentía orgullosa de él y sus conciudadanos también. Solo aceptaban a los mejores y apenas un puñado eran destinados a los campamentos situados cerca de la frontera.

 

Los tres comenzaron a conversar contándose numerosas anécdotas. Estaban contentos de volverse a ver tras un largo año de espera.

―Cuéntanos. ¿Qué pasó cuando te marchaste? ―preguntó Ben impaciente por escuchar todas sus aventuras.

―Pues bien. Me llevaron a Casfaber y allí tomé uno de los trenes que llevan a la gran muralla. Ese año dirigí y controlé todo lo que salía hacia la zona del Yermo.

―¿Cómo es el Yermo? ¿Es cierto que es oscuro y frío como nos contaban cuando éramos niños? ―preguntó Alice intrigada.

―Pues no lo sé, no llegué a cruzar nunca la muralla. La verdad es que pasé toda la campaña en el acuartelamiento. De vez en cuando hacíamos alguna que otra inspección cerca del muro, pero no había mucha diferencia entre el Yermo y Plaridio, aunque eso es fácil de comprender. Apenas pude divisar unos metros tras el muro, pero supongo que más allá todo empeora.

―Pero cuéntanos algo más interesante. ¡Seguro que has vivido miles de aventuras! ―le increpó Ben.

―He vivido extrañas situaciones y he visto cosas muy curiosas, pero hay una en especial que me llamó mucho la atención.

―Cuenta, cuenta ―le alentaron ambos casi al unísono.

La cara de Robert denotaba una sorprendente seriedad ante la atenta mirada de sus dos oyentes, que esperaban oír sus palabras.

―Un día, mientras estaba de guardia en el campamento, oí un grito aterrador que provenía de una de las tiendas de campaña cercanas. Corrí muy rápido hacia allí para ver qué es lo que ocurría. Cuando llegué, la tienda estaba vacía y no encontré a nadie. Sin embargo, la luz permanecía aún encendida. Nada más entrar, algo extraño llamó mi atención. Una especie de nube de polvo negro flotaba en el ambiente. Nunca supe quién había gritado, pero, sin duda alguna, allí había estado alguien hacía apenas un instante y lo supe porque toqué el colchón y noté que seguía caliente; todo aquello me pareció muy raro.

―Pero… ¿qué pasó? ¿No lo encontrasteis? ―preguntó Alice angustiada.

―No. Al día siguiente me presenté a mi superior para darle el informe sobre lo que había sucedido, pero me dijo que olvidara el asunto, que en esa tienda no hubo nadie la noche anterior, que el soldado se había ido por la mañana al Yermo con su grupo. Le pregunté si podía ir en su búsqueda con algunos hombres y me contestó que no, y me insistió de nuevo en que olvidase lo ocurrido. Todo quedó zanjado en ese momento y no tuve la oportunidad de esclarecer los hechos.

Ben estiró un brazo y le dio unas suaves palmadas en la espalda, mientras sonreía orgulloso de su compañero.

―Si te dijeron que te olvidaras del asunto, sería por tu bien. Seguro que no ocurrió nada, pero me hubiera gustado que te hubiesen dejado salir en su búsqueda, así verías algo más del Yermo y tendrías cosas más interesantes que contar. ¡Qué desilusión! ¡Yo me esperaba historias mejores!

―No luché contra nadie, si es eso lo que esperabas oír, pero ayudé a nuestra patria.

Un anciano se acercó a la mesa y dio un puñetazo sobre ella que hizo callar a todos los que se encontraban en el bar. Tenía el pelo canoso, sucio y enmarañado. Sus ojos rojizos estaban hundidos en sus cuencas, la ropa estaba hecha harapos y su semblante les recordaba a los personajes de una película de terror. Su aliento desprendía un fuerte olor a alcohol.

―¡Te he estado escuchando, muchacho, y es normal que no te dejasen ir en busca de ese hombre! ―dijo el viejo con voz ronca― porque ellos, los poderosos, los de arriba, no quieren que sepas lo que hay fuera, no les interesa.

Robert se levantó y golpeó también la mesa. Se plantó cara a cara con el anciano, mientras todo el mundo los miraba con expectación. La tensión crecía en el ambiente y algunos clientes comenzaron a murmurar.

―Lo que hay más allá de las murallas es un lugar horrible, desolador, allí cunde el caos absoluto. Es un lugar sin ley. Yo no tengo ningún interés ni curiosidad por saberlo y si algún día tuviese que ir, sería para darles una lección de civismo a todos los que allí viven y que intentan invadir nuestro territorio. Gracias al Ejército y a nuestros líderes estamos seguros y disfrutamos de nuestras vidas. Deberías estar orgulloso de tu país y de quienes nos gobiernan. Sin embargo, te pasas el día metido en un bar para emborracharte como un inútil, sin más aspiraciones en la vida.

―¿Eso es lo que te han contado? ―replicó el viejo entre carcajadas―. Has traído la deshonra a este pueblo. Nunca había salido ni un solo militar de aquí. ¡Patria, libertad! ¡Yo maldigo tus símbolos y tus líderes! Mi abuelo estuvo allí y me contó que había visto verdaderas maravillas: bosques de cristal, tierras fértiles, cascadas que desafían las leyes de la gravedad y animales preciosos que no alcanzamos ni siquiera a imaginar. Ellos dicen que nos protegen de los que allí habitan… Una mentira más de tantas que nos cuentan esos a los que tú llamas líderes. Al contrario de lo que crees… ¡somos nosotros los que los estamos invadiendo!

La conversación se vio interrumpida por el sonido de una botella rompiéndose en el suelo cuando Ben intentaba sujetar la mano de Robert, que ya estaba levantada para golpear al anciano. Al ver lo ocurrido, y antes de que las cosas fuesen a más, varios clientes agarraron al anciano y se lo llevaron a la fuerza, mientras maldecía y gritaba improperios una y otra vez.

En la puerta del local, dos guardias habían contemplado la escena. Se acercaron al viejo, que chillaba sin cesar. Uno de ellos lo sujetó por un brazo sacándolo del local y lo empezó a arrastrar por la calle. Mientras, el otro se acercó al quicio de la puerta y miró hacia el interior del bar, tal vez en busca de algún alborotador más.

―¡Os engañan! ¡Estáis todos ciegos y os da igual! ¡Hay que revelarse! ¡El mundo que hay allí fuera es mucho mejor!

Los gritos del hombre se apagaban a medida que se alejaba hasta que desaparecieron por completo. El guardia que se había quedado en la puerta abandonó el lugar a la carrera para alcanzar a su compañero. El bar retomó de nuevo la calma. El camarero se apresuró a limpiar los cristales con escoba y recogedor. Alice, asustada aún por lo ocurrido, se levantó de la mesa y les dijo:

―La compañía es grata, pero me tengo que ir. Se me hace tarde, si no, mañana, a ver quién me despierta.

―Si no te importa, te acompañaré. No te dejaré sola sabiendo que hay locos como ese estúpido viejo por ahí sueltos ―dijo un Robert enfurecido, mientras sacaba dinero de su cartera para pagar la cuenta.

―Pues yo también me voy. No pienso quedarme aquí solo ―comentó Ben.

Los tres abandonaron el bar y se dirigieron hacia sus respectivas viviendas. Ben se despidió de ellos pronto. Su vivienda distaba apenas a cinco minutos del local. En cambio, Alice aún tenía un pequeño recorrido de unos veinte minutos más o menos.

Tenían que llegar casi hasta el otro extremo del pueblo y lo tendrían que hacer a pie, como la inmensa mayoría de sus habitantes. Los vehículos a motor solo estaban permitidos para la gente acomodada o de clase alta. La explicación que daba el Gobierno era que los coches producían accidentes y eso conllevaba el aumento de víctimas o heridos por accidentes de tráfico. Querían que el lugar fuese lo más seguro posible para sus habitantes. El resto de vehículos autorizados eran para los militares, políticos, mandatarios y los servicios de emergencia básicos: ambulancias, bomberos, etc. De todos modos, la clase media y baja no podía permitirse el lujo de comprar un coche, sus sueldos apenas les llegaba para el día a día.

Continuaron la conversación mientras caminaban y pronto llegaron a la plaza central. Esta albergaba un precioso jardín demarcado por un muro de setos. En el centro se alzaba imponente un precioso árbol que fue plantado allí por los primeros colonos que se asentaron a orillas del lago y de eso hacía siglos. Con el paso los años, lo habían adoptado como un símbolo, incluso formaba parte de su bandera; curiosamente, hacía muchísimo tiempo que no se veía ninguna ondeando.

Se cruzaron con algunos guardias. Estos vestían los uniformes reglamentarios y entre otras cosas portaban una especie de armadura ligera y una porra eléctrica como única arma. Los de alto rango solían llevar casco y otro tipo de armadura.

Quizás porque veían que Robert llevaba equipamiento militar, en ningún momento les pararon para registrarlos o interrogarlos, como era costumbre. A esas horas de la noche era normal que si encontraban a alguien por la calle, le sometieran a un duro interrogatorio. Era muy incómodo y estresante no poder moverse con total tranquilidad por donde se quisiera, sin que alguien lo supiese. Les decían que ese era el precio que había que pagar para poder disfrutar de una mayor seguridad y teniendo en cuenta las estadísticas, parecía que la cosa daba resultado. Debido a esa circunstancia, la delincuencia apenas existía. Los pocos fallecimientos que se producían eran por causa de la edad o por enfermedad. En contadas ocasiones había algún suicido o asesinato.

―Robert, continúo teniendo esos extraños sueños ―dijo una entristecida Alice―. Siempre igual: batallas, guerras, reuniones… Desde hace un mes se hacen cada vez más reales hasta tal punto que, a veces, me despierto por las mañanas y no sé dónde estoy.

―¿Otra vez esos sueños? Te persiguen desde muy niña. ¿Pero no me habías dicho que se habían terminado? ¿Se lo has contado a alguien más?

―No, solo a ti. Tengo miedo de que me tomen por loca o algo peor. De ser así, me llevarían a la Ciudadela Negra. Además, en algunos de mis sueños, bueno… ―Alice titubeó un instante―, curiosamente, he visto cosas como las que mencionó ese anciano en el bar y eso me intriga. Te había dicho que se me habían pasado para que no te preocuparas por mí mientras hacías las pruebas de acceso.

―Solo son sueños, tienes que olvidarlos. Sería una buena idea que escribieras un libro sobre ellos, seguro que de ahí sacas buenas historias ―contestó riéndose Robert―. Quizás te sirva de ayuda pensar en algo agradable antes de dormir.

Ambos se echaron a reír. Mientras caminaban, se podía percibir el leve zumbido que emitían las cámaras de seguridad situadas en una farola cercana. Estas lo grababan todo sin interrupción las 24 horas del día. Toda conversación, todo movimiento o acción quedaba registrado por los cientos de cámaras situadas por todos los rincones de la ciudad. Algunas veces, las tropas aparecían por sorpresa en el domicilio de cualquier persona para llevarse a sus ocupantes, por comentar lo que no debían u opinar sobre temas prohibidos, como la revolución, el sistema de gobierno o todo lo que fuese en contra del poder establecido. Estas aptitudes eran rápidamente reprimidas para conservar la paz, el bienestar y el orden.

―¡Pobre anciano! ―dijo Alice―. Seguro que ahora mismo está en un furgón camino de la Ciudadela por decir aquello en el bar. ¿Y si fuese cierto? ¿Estaremos en manos de un grupo de gente sin escrúpulos y sin corazón? No, no puede ser, eso significaría que nos estaban mintiendo. La zona del Yermo es horrible, eso dicen. ¿Por qué lo tendrían que ocultar? Creo que la gente como él está enferma o ha perdido la cabeza, y debe ser internada para recibir tratamiento y así poder mantener la paz.

Un sistema de gobierno funciona como los engranajes de un reloj: si una rueda está defectuosa, perjudica a las demás y hay que reemplazarla por una nueva. Por suerte, disponían de un cuerpo de seguridad, los guardias, que eran los encargados de limpiar los lastres de la sociedad. A los que eran arrestados no se les permitía disponer de defensa alguna, lo cual generaba grandes dudas sobre tal situación. Quizás, a veces, estas acciones no estaban del todo justificadas. Tal vez, el viejo del bar no estaba loco, ni soñaba con revoluciones, ni cosas extrañas, simplemente estaba borracho y en ese estado, se dicen muchas tonterías.

―Robert, ¿te puedo hacer una pregunta?

―Sí, claro, pregúntame lo que quieras.

―Tú has estado en el Ejército. ¿Qué pasa o qué les hacen a la gente antisistema o inadaptable? Como, por ejemplo, ese pobre anciano. ¿Qué les ocurre? A veces me pregunto si quizás yo soy uno de ellos.

―Tú no eres así, Alice. ¿Sabes lo que les pasa? Si cometes una falta leve, te llevan a reeducación. En caso de que sea grave, como llevar a cabo un atentado o incitar a la rebelión, irás a prisión. Pero no te preocupes, en esos lugares los tratan bien. He visto a esa gente con mis propios ojos, en Casfaber hay muchos. Su problema es que no saben lo que quieren ni por qué han venido a este mundo, y creen que cambiándolo todo, ellos también cambiarán. Todos tenemos un camino en la vida, la cuestión es encontrarlo. Además, no se debe cuestionar a los que nos gobiernan. Están ahí para ayudarnos y no para obstaculizar nuestro camino.

 

―Quizás tengas razón, pero me da pena ese pobre hombre y no dejo de pensar en él. ―Alice se metió las manos en los bolsillos mientras agachaba la cabeza.

―Era un viejo estúpido. A esas edades, la cabeza ya no funciona como debería ―dijo Robert mientras mostraba una falsa sonrisa.

Sin darse cuenta, ya habían llegado al barrio de Alice. Estaba lleno de casas muy parecidas, aunque alguna de diferente altura. Era la zona donde vivía la mayor parte de los habitantes de Nilagos. Al llegar a la altura de su vivienda, se despidieron y Alice entró en su casa. Robert continuó solo, aún le quedaba un largo trecho hasta los barracones del Ejército, situados muy cerca de la zona empresarial de la ciudad.

La casa de Alice era un piso pequeño, un edificio dividido en dos plantas. Abajo vivía una pareja de ancianos con los que apenas tenía ningún tipo de contacto, aunque a menudo los veía salir de casa. Su piso solo contaba con un baño, dormitorio, cocina y un salón; estos dos últimos estaban unidos, separados por una pequeña encimera.

Había recibido una casa como herencia de sus padres, pero no le habían permitido quedarse con ella. Por alguna razón que desconocía, la habían destruido y creado una nueva en su lugar, dividiéndola en dos plantas y dejándole a ella el piso superior. Al ser huérfana, tenía derecho desde los doce años a una vivienda para ella sola, pero si al cumplir los veintidós no la compraba o empezaba a pagar un alquiler por la misma, se la quitarían, así lo dictaban las normas. Por suerte, había trabajado lo suficiente y disponía de una buena cantidad ahorrada como para poder pagar el alquiler durante unos años.

Alice, como solía hacer todas las noches, disfrutó de una relajante ducha, se puso su pijama de rayas, se fue al dormitorio, se metió en la cama con cuidado para no deshacerla mucho y se cubrió hasta el cuello, hacía frío. No se acordó de coger el mando a distancia del televisor antes de taparse, por lo que tuvo que destaparse un poco para alcanzarlo, ya que estaba encima de la mesilla de noche.

Encendió el televisor, dispuesta a ver algún programa para conciliar el sueño. La mayoría ya habían suspendido la programación y mostraban rayas grises en la pantalla. A esas horas solo quedaban tres canales con algún que otro reportaje. Fue en uno de estos donde estaban emitiendo un programa sobre acontecimientos curiosos acaecidos hacía mucho tiempo atrás. En esos momentos, comentaban el suceso que había ocurrido en el lago Cristal en 1850, año en el que una gran explosión en el centro del mismo hizo que toda la ciudad se inundara durante casi una semana.

El programa relataba cómo una erupción volcánica había tenido lugar en el fondo del lago. Según los informes de los que disponían, la composición de los sedimentos y su acumulación en el fondo de la laguna había bloqueado el curso de un río de magma subterráneo hasta colapsarlo, haciendo que este estallara. Eran extraños los testimonios de los expertos que afirmaban que una explosión de esa magnitud tenía pocas posibilidades de suceder, pero que contra todo pronóstico, así había ocurrido. Recalcaban que no había peligro de una nueva explosión, pero recomendaban no bañarse en el lago por precaución.

El día a día de la población de Plaridio siempre era pura rutina: ver la televisión con programas previamente censurados. Si leías un libro, ocurría lo mismo. Solo podías leer lo que estaba permitido y si decidías salir a la calle, los guardias se encargaban de recordarte dónde estabas. El miedo era el patrón que dirigía la vida de todos sus habitantes. Los mantenía unidos contra un enemigo común, que todo el mundo desconocía, pero que no dudaban de su existencia. Lo que sí habían conseguido era sembrar la desconfianza entre la población y que muchos empezaran a sospechar incluso de sus propios vecinos.

Los guardias y los informativos siempre recomendaban a los ciudadanos que informasen sobre cualquier conducta extraña. La gente era premiada o recompensada por tales hechos. Los mandatarios tenían todo bien controlado. La población realizaba el trabajo de la policía haciendo de confidentes, de esta manera evitaban que la gente se relacionase por miedo a ser denunciada por cualquier asunto, incluso por sus propios amigos.

Poco a poco, el tiempo fue pasando. Alice sentía cómo sus párpados se hacían más pesados. Se dio cuenta de que ya era cerca de la una de la madrugada y apagó el televisor. Se acomodó bajo la manta, tenía miedo, le preocupaba que se repitiesen de nuevo esas extrañas visiones, esas pesadillas que, noche tras noche, la acosaban; quizás regresarían para atormentarla una noche más.

La verdad es que no le gustaría volver a despertarse a gritos como le había ocurrido la última vez. Para tratar de evitarlas, recordó los consejos de Robert. Comenzó a pensar en cosas bonitas y recuerdos felices con la esperanza de que algún día, quizás, los encontrara, en vez de los oscuros y tétricos paisajes que a veces describían sus sueños.

Imaginó un campo de hierba verde mecida con suavidad por el viento y que terminaba en una pequeña colina coronada por un precioso árbol en flor. El sol iluminaba con sus cálidos rayos todo el entorno, disfrutando así de un espectacular paisaje. Un lugar idílico en el que quedarse y olvidarse del tedioso mundo que existía más allá de la imaginación.

Poco a poco, sus pensamientos abandonaban ese mar de tranquilidad y relajación, sumergiéndola lentamente en el mundo de los sueños. No tardó demasiado en aparecer una oscura sombra, que tornó todo lo que era bello en extrañas y surrealistas formas que asustarían a cualquiera. Por desgracia para Alice, sus pesadillas habían vuelto de nuevo.

El despertar del sueño

Una sombra se ceñía sobre el sueño de Alice. La hierba verde, poco a poco, se fue tornando en un color marrón, dándole la apariencia de un campo desolado. Unas densas nubes grises evitaban que el más leve rayo de sol atravesase su negrura, aunque algunos conseguían escapar de sus garras para apenas iluminar el entristecido campo. El viento soplaba con fuerza, tan fuerte que arrancaba cada hoja del árbol situado en la colina. Cada una se disolvía lentamente en el aire. Parecía que el viento las había calcinado, dejando tras de sí un rastro de cenizas negras. Sus flores se marchitaban rápidamente y su corteza se resquebrajaba sin piedad, como la extrema sequía separa la tierra.

En apenas unos minutos, no quedaba ni rastro de lo que había sido aquel maravilloso campo al principio. Sin embargo, allí estaba ella, en el centro de ese escenario, sin saber qué hacer. Por más que miraba su entorno, veía solo desolación, así que optó por no moverse.

No era la primera vez que un sueño comenzaba con una simple reunión y, al final, terminaba con sucesos insólitos; el solo hecho de recordarlos, la estremecía. Normalmente tenía el control del sueño, pero, a veces, lo perdía por completo, dejándola a merced de su imaginación.

Una pequeña vibración sacudió el suelo y cientos de cuervos salieron de entre las hierbas. Algunos escapaban entre las nubes, otros volaban en círculos alrededor de Alice que, asustada, se agachó mientras se cubría la cabeza con las manos. Pudo sentir que algunas alas batían contra su espalda, atemorizándola todavía más, mientras deseaba que todo terminase cuanto antes.