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II RÍNDETE A

LA REALIDAD:

EL APRENDIZAJE IDEAL

Después de tu educación formal, entras en la fase

más importante de tu vida: una segunda educa-

ción, esta vez práctica, conocida como aprendizaje

del oficio. Cada vez que cambias de carrera o ad-

quieres nuevas habilidades, reinicias esta fase

de la vida. Los peligros son muchos. Si no tie-

nes cuidado, sucumbirás a tus inseguridades,

te enredarás en problemas y conflictos emo-

cionales que dominarán tus pensamientos

y desarrollarás temores y deficiencias de

aprendizaje que acarrearás toda la vida.

Antes de que sea demasiado tarde, debes

aprender las lecciones y seguir la sen-

da establecida por los grandes maes-

tros, pasados y presentes: una especie

de aprendizaje ideal que trasciende

todos los campos. Entre tanto, do-

minarás las habilidades necesa-

rias, disciplinarás tu mente y de-

sarrollarás opiniones propias,

lo que te preparará para los

retos creativos en el camino

a la maestría.

LA PRIMERA TRANSFORMACIÓN

Desde una temprana etapa de su vida, Charles Darwin (1809-1882) sintió pesar sobre él la presencia de su padre. Este hombre era un exitoso y acaudalado médico rural con grandes esperanzas en sus dos hijos. Pero Charles, el menor, parecía ser el menos proclive a cumplir sus expectativas. No era bueno en griego y latín, ni en álgebra, y en realidad en nada que tuviera que ver con la escuela. Y no es que no tuviera ambición, sino que no le interesaba conocer el mundo a través de los libros. Adoraba la vida al aire libre: cazar, buscar en el campo raras especies de escarabajos, coleccionar flores y especímenes minerales. Podía pasar horas observando la conducta de los pájaros y tomando elaborados apuntes sobre sus diferencias. Tenía habilidad para captar esas cosas. Pero tales pasatiempos no equivalían a una carrera, y conforme crecía podía sentir la creciente impaciencia de su padre. Un día, éste lo reprendió con palabras que él no olvidaría nunca: “Tus únicos intereses son la caza, los perros y atrapar ratas; serás una desgracia para ti y tu familia”.

Cuando Charles cumplió quince años, su padre decidió intervenir más activamente en su vida. Lo envió a la escuela de medicina de Edimburgo, pero Darwin no soportaba ver sangre y tuvo que desertar. Decidido a hallarle una carrera, el padre consiguió para él un futuro cargo en la Iglesia, como párroco de pueblo. Darwin recibiría a cambio una remuneración generosa y dispondría de mucho tiempo para persistir en su manía de coleccionar especímenes extraños. El único requisito para ocupar ese puesto era poseer un título de una universidad eminente, así que Darwin fue inscrito en Cambridge. Una vez más, tuvo que hacer frente a su desinterés en la educación formal. Hacía su mejor esfuerzo. Desarrolló un interés en la botánica y trabó amistad con su maestro, el profesor Henslow. Se esmeraba tanto como podía, y para alivio de su padre, no sin dificultad obtuvo su licenciatura en mayo de 1831.

Esperando que sus estudios hubieran terminado para siempre, Darwin viajó entonces por el campo inglés, donde pudo satisfacer todas sus pasiones por la vida a la intemperie y olvidarse por un momento de su futuro.

Cuando volvió a casa, a fines de agosto, le sorprendió ver que le aguardaba una carta del profesor Henslow. Éste lo había recomendado para un puesto como naturalista sin sueldo en el navío real Beagle, que zarparía en unos meses en un viaje de varios años alrededor del mundo, inspeccionando litorales diversos. Como parte de su trabajo, Darwin estaría a cargo de recolectar especímenes de fauna, flora y minerales y de remitirlos a Inglaterra para su examen. Evidentemente, Henslow había quedado impresionado por la notable habilidad de este joven para coleccionar e identificar especímenes botánicos.

El ofrecimiento confundió a Darwin. Nunca había pensado viajar tan lejos, y menos aún seguir una carrera como naturalista. Pero antes siquiera de que tuviese tiempo de considerarlo, se inmiscuyó su padre, oponiéndose por completo a que aceptara esa propuesta. Darwin jamás había visto el mar, y no se adaptaría a él. Carecía de formación científica y le faltaba disciplina. Además, tomarse varios años para dicho viaje pondría en peligro el puesto que su padre le había conseguido en la Iglesia.

El padre fue tan enérgico y persuasivo que Darwin no pudo menos que plegarse y rechazar la oferta. Pero en los días siguientes pensó en ese viaje, en cómo sería. Y cuanto más lo imaginaba, más le atraía. Quizá haya sido la atracción de la aventura tras una infancia tan protegida, o la oportunidad de explorar una carrera como naturalista, viendo casi cada posible forma de vida que el planeta pudiera ofrecer. O tal vez debía alejarse de su opresivo padre y hallar su propio camino. Cualquiera que haya sido el motivo, Darwin cambió pronto de opinión y mostró interés en aceptar la propuesta. Tras reclutar a un tío para su causa, logró que su padre le diera un reacio consentimiento. En la víspera de la partida del barco, Darwin escribió al capitán del Beagle, Robert FitzRoy: “Mi segunda vida está por comenzar, y éste será, por el resto de mis días, como un cumpleaños”.

El barco zarpó en diciembre de ese año y casi al instante el joven Darwin lamentó su decisión. El navío era más bien pequeño y las olas lo arrastraban sin piedad. Él se la pasaba mareado casi todo el tiempo y no podía retener alimento. Le pesaba la idea de que en mucho tiempo no vería a su familia y de que tendría que pasar años encerrado con todos aquellos desconocidos. Desarrolló taquicardia y se sentía gravemente enfermo. Los marineros percibían su falta de experiencia en el océano y lo miraban con extrañeza. El capitán FitzRoy resultó ser un hombre de talante muy voluble, que se enfurecía de súbito por las causas más triviales. Era asimismo un fanático religioso que creía en la verdad literal de la Biblia; sería deber de Darwin, estableció FitzRoy, hallar en América del Sur evidencias del diluvio y la creación tal como se les describía en el Génesis. Darwin lamentó haberse opuesto a su padre y su sensación de soledad era aplastante. ¿Cómo podría soportar por meses sin fin esa limitada existencia, viviendo en estrecha cercanía de un capitán que parecía estar medio loco?

A pocas semanas de iniciado el viaje, y sintiéndose desesperado, optó por una estrategia. Cada vez que en casa había experimentado igual agitación interna, siempre lo había tranquilizado salir y observar el mundo a su alrededor. Así podía olvidarse de él mismo. Éste era ahora su mundo. Observaría la vida a bordo de aquel barco, el carácter de los marineros y el capitán, como si tomara apuntes de las manchas de las mariposas. Notó, por ejemplo, que nadie se quejaba de la comida, el clima ni las tareas por realizar. Todos valoraban el estoicismo. Él intentaría adoptar esa actitud. Parecía que FitzRoy se sentía algo inseguro y necesitaba constantes confirmaciones de su autoridad y elevada posición en la marina. Darwin se las proveería a manos llenas. Poco a poco, comenzó a encajar en el esquema de la vida diaria a bordo. Adoptó incluso algunos modales de los marineros. Todo esto lo distraía de su soledad.

Meses más tarde, el Beagle llegó a Brasil y Darwin entendió entonces por qué se había empeñado tanto en hacer ese viaje. La inmensa variedad de la flora y fauna locales le fascinó; aquél era un paraíso para el naturalista. No se parecía a nada que él hubiera observado o recolectado en Inglaterra. Un día en que recorría un bosque, se paró a un lado del camino y presenció el espectáculo más cruel y enigmático que hubiera visto nunca: una marcha de diminutas hormigas negras, con columnas de más de cien metros de largo, que devoraban a su paso todo ser vivo. Para donde volteara, veía algún ejemplo de la feroz lucha por sobrevivir en selvas en las que la vida abundaba en demasía. Al ocuparse de su trabajo, Darwin se percató rápidamente de que también enfrentaba un problema: todas las aves, mariposas, cangrejos y arañas que atrapaba eran muy poco comunes. Parte de su labor consistiría en elegir juiciosamente qué enviar a su país, pero ¿cómo podría saber qué era lo que valía la pena coleccionar?

Tendría que ampliar sus conocimientos. No sólo tendría que dedicar horas innumerables a estudiar todo lo que veía en sus paseos y tomar copiosos apuntes, sino que además tendría que hallar la forma de organizar toda esa información, catalogar todos esos especímenes, dar algún orden a sus observaciones. Aquélla sería una tarea hercúlea, pero, a diferencia de las labores escolares, le emocionaba. Éstos eran seres vivos, no vagas nociones librescas.

Mientras el barco se dirigía al sur siguiendo la costa, Darwin se dio cuenta de que partes del interior de Sudamérica no habían sido exploradas nunca por un naturalista. Resuelto a ver toda forma de vida que pudiera encontrar, inició una serie de caminatas a las pampas argentinas, acompañado sólo por gauchos, para recolectar todo tipo de animales e insectos poco comunes. Adoptando la misma estrategia que en el barco, observó a los gauchos y sus costumbres, hasta insertarse en su cultura como si fuera uno de ellos. En esas y otras excursiones, tuvo que hacer frente a indios saqueadores, insectos ponzoñosos y jaguares que acechaban en los bosques. Sin pensarlo siquiera, desarrolló un gusto por la aventura que habría maravillado a sus familiares y amigos.

Un año después de iniciado el viaje, en una playa a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de Buenos Aires, descubrió algo que lo haría pensar durante muchos años por venir. Llegó a un acantilado cuyas rocas presentaban vetas de color blanco. Al descubrir que se trataba de huesos enormes de algún tipo, se puso a perforar la roca, extrayendo tantos residuos como le fue posible. Éstos eran de un tamaño y tipo que no había visto nunca antes; los cuernos y caparazón de lo que parecía ser un armadillo gigante, los colmillos inmensos de un mastodonte y luego, para su gran sorpresa, el diente de un caballo. Cuando españoles y portugueses habían llegado a América del Sur, no hallaron caballos por ninguna parte, pero este diente era muy antiguo, anterior a su llegada. Darwin comenzó a hacerse preguntas: si esas especies habían desaparecido mucho tiempo atrás, la idea de que toda la vida hubiera sido creada de una vez y para siempre parecía ilógica. Más todavía, ¿cómo habían podido extinguirse tantas especies? ¿La vida en el planeta podía hallarse acaso en un constante estado de flujo y desarrollo?

Meses después recorría las alturas de los Andes, buscando especímenes geológicos raros para remitirlos a Inglaterra. A una elevación de tres mil seiscientos sesenta metros descubrió conchas fosilizadas y depósitos de rocas marinas, hallazgo más bien asombroso a esa altitud. Cuando los examinó, junto con la flora circundante, especuló que esas montañas habían estado cubiertas alguna vez por el Océano Atlántico. Miles de años atrás, una serie de volcanes debían haberlas elevado en forma creciente. En vez de reliquias para confirmar las historias de la Biblia, él encontraba evidencias de algo inquietantemente distinto.

Conforme el viaje avanzaba, Darwin notó cambios obvios en sí mismo. Antes, casi cualquier tipo de trabajo le resultaba tedioso, pero ahora podía trabajar el día entero; de hecho, con tanto que explorar y aprender, no soportaba desperdiciar un solo minuto del viaje. Había cultivado una vista increíble para la flora y fauna sudamericanas. Podía identificar aves locales por su canto, las manchas de sus huevos, su modo de echar a volar. Le fue posible catalogar y organizar toda esa información de manera eficiente. Más aún, su mismo modo de pensar había cambiado. Observaba algo, leía y escribía al respecto y luego desarrollaba una teoría después de más observación, de tal forma que sus teorías y observaciones terminaban alimentándose unas a otras. Lleno de detalles de tantas facetas del mundo que exploraba, le brotaban ideas que parecían salir de la nada.

En septiembre de 1835, el Beagle dejó la costa del Pacífico de Sudamérica y se dirigió al oeste, de vuelta a casa. La primera escala fue una serie de islas prácticamente desocupadas, conocidas como las Galápagos. Estas islas eran famosas por su flora y fauna, pero nada habría podido preparar a Darwin para lo que encontró ahí. El capitán FitzRoy le dio una semana para explorar una de las islas, tras de lo cual seguirían su camino. Desde el momento en que puso pie en ella, Darwin se percató de que había en ese lugar algo distinto: aquella pequeña mota terrestre rebosaba de una vida que no se parecía a la de ninguna otra parte: miles de iguanas negras pululaban a su alrededor, en la playa y aguas poco profundas; tortugas de doscientos veinticinco kilogramos de peso recorrían parsimoniosamente la costa; focas, pingüinos y cuervos marinos, todos ellos criaturas de aguas frías, poblaban una isla tropical.

Al concluir esa semana, Darwin había contado veintiséis especies únicas de aves terrestres, tan sólo en esa isla. Sus frascos empezaron a llenarse con las más extrañas plantas, serpientes, lagartos, peces e insectos. De regreso en el Beagle, se puso a catalogar y clasificar el notable número de especímenes que había recolectado. El hecho de que casi todos ellos representaran especies totalmente nuevas le impresionó sobremanera. Entonces hizo un descubrimiento más increíble todavía: las especies diferían de una isla a otra, aun si sólo las separaba una distancia de ochenta kilómetros. Los caparazones de las tortugas tenían marcas distintas, y los pinzones habían desarrollado tipos de picos diferentes, diseñado cada cual para una clase específica de alimento en su isla particular.

De repente, como si los cuatro años de viaje y todas sus observaciones hubieran destilado en él una manera más profunda de pensar, una teoría radical cobró forma en su mente: esas islas, especuló, habían sido inicialmente arrojadas a las aguas por erupciones volcánicas como las de los Andes. Al principio, no había vida en ellas, pero poco a poco habían recibido la visita de aves, que depositaron semillas en ellas. Varios animales arribaron por mar: lagartos o insectos flotando en troncos; tortugas, originalmente de una variedad marina, que llegaban a nado. Luego de miles de años, cada criatura se había adaptado a los alimentos y predadores que halló ahí, cambiando entre tanto su forma y apariencia. Los animales que no lograron adaptarse se extinguieron, como los fósiles de las criaturas gigantescas que Darwin desenterró en Argentina. Aquella había sido una lucha inclemente por la sobrevivencia. La vida en esas islas no había sido creada de una vez y para siempre por un ser divino. Las criaturas que las habitaban habían evolucionado lentamente hasta adoptar la forma que exhibían en ese momento. Y estas islas representaban un microcosmos del planeta mismo.

Durante su viaje a casa, Darwin desarrolló más ampliamente esta teoría, de implicaciones revolucionarias. Probar su validez se convertiría en la obra de su vida.

En octubre de 1836, el Beagle llegó por fin a Inglaterra, tras cerca de cinco años en el mar. Darwin corrió a casa, y cuando su padre lo vio, se quedó atónito. Había cambiado físicamente. Su cabeza parecía más grande. Su actitud entera era distinta; agudeza y seriedad de propósito se advertían en sus ojos, casi el aspecto contrario al del joven extraviado que años antes se había hecho a la mar. Resultaba obvio que ese viaje había transformado a su hijo en cuerpo y espíritu.

CLAVES PARA LA MAESTRÍA

No hay mayor maestría que la de dominarse a uno mismo.

–LEONARDO DA VINCI

En las historias de los grandes maestros, pasados y presentes, podemos detectar inevitablemente una fase de su vida en la que todas sus facultades futuras estaban en desarrollo, como la crisálida de una mariposa. Esta parte de su existencia –un aprendizaje en gran medida autodirigido que dura de cinco a diez años– recibe poca atención porque no contiene anécdotas de grandes logros o descubrimientos. En su fase de aprendizaje, esos individuos no suelen ser todavía muy diferentes de cualquier otro. Bajo la superficie, sin embargo, su mente se transforma de modos que no podemos ver pero que contienen todas las semillas de su éxito futuro.

La manera en que esos maestros pasan por esta fase se deriva en alto grado de una comprensión intuitiva de lo más importante y esencial para su desarrollo, pero al estudiar lo que hicieron podemos aprender lecciones inapreciables. De hecho, un examen atento de su vida revela un patrón que trasciende sus diversos campos, lo que indica la existencia de una especie de aprendizaje ideal para la maestría. Y para entender este patrón, para seguirlo a nuestra manera debemos comprender algo sobre la idea y necesidad misma de pasar por una etapa de aprendizaje.

En la infancia se nos inculca la cultura a lo largo de un extenso periodo de dependencia, mucho más prolongado que el de cualquier otro animal. En ese periodo aprendemos a leer y escribir, hacer operaciones matemáticas y ejercer habilidades intelectuales, junto con otras más. Gran parte de esto sucede bajo la vigilante y amorosa guía de padres y maestros. Cuando crecemos, se hace más énfasis en el aprendizaje libresco, a fin de absorber tanta información como sea posible sobre varios temas. Tales conocimientos de historia, ciencias o literatura son abstractos y el proceso de adquirirlos implica en gran medida una asimilación pasiva. Al cabo de este proceso (por lo general entre los dieciocho y veinticinco años de edad), se nos arroja al gélido y áspero mundo del trabajo, en el que debemos defendernos solos.

Cuando salimos del estado de dependencia juvenil, en realidad no estamos listos para manejar la transición a una fase totalmente independiente. Llevamos con nosotros el hábito de aprender de libros o maestros, lo que es en gran medida impropio para la fase práctica y autónoma de la vida que viene después. Tendemos a ser socialmente ingenuos y a estar impreparados para los juegos políticos al uso. Aún inseguros de nuestra identidad, creemos que lo que importa en el mundo del trabajo es llamar la atención y hacer amigos. Y estos errores y candidez son brutalmente expuestos por la luz de la realidad.

Si nos vamos adaptando con el paso del tiempo, podríamos hallar finalmente nuestro camino; pero si cometemos demasiadas equivocaciones, nos crearemos un sinfín de problemas. Pasaremos demasiado tiempo enredados en dificultades emocionales y jamás tendremos suficiente desapego para reflexionar y aprender de nuestras experiencias. Por su propia naturaleza, el aprendizaje debe ser hecho por cada individuo a su manera. Seguir al pie de la letra el ejemplo de otros o los consejos de un libro es una práctica autoderrotista. Ésta es la fase de la vida en la que finalmente declaramos nuestra independencia y establecemos quiénes somos. Pero para esta segunda educación en nuestra existencia, decisiva para nuestro éxito futuro, existen lecciones eficaces y esenciales de las que todos podemos beneficiarnos y que pueden alejarnos de errores comunes y ahorrarnos tiempo muy valioso.

Esas lecciones trascienden todos los campos y periodos históricos porque se relacionan con algo esencial en la psicología humana y en la forma en que funciona nuestro cerebro. Pueden destilarse en un principio general de la fase de aprendizaje y un proceso que sigue libremente tres pasos.

El principio es simple y debes grabarlo profundamente en tu memoria: la meta de todo aprendizaje no es el dinero, una buena posición, un título o un diploma, sino la transformación de tu mente y de tu carácter, la primera transformación en el camino a la maestría. En una profesión te inicias como un extraño. Eres ingenuo y estás repleto de ideas falsas sobre ese nuevo mundo. Tu cabeza está llena de sueños y fantasías sobre el futuro. Tu conocimiento del mundo es subjetivo, se basa en emociones, inseguridades y una experiencia limitada. Poco a poco irás poniendo los pies sobre la tierra, en el mundo objetivo representado por los conocimientos y las habilidades que permiten a la gente tener éxito. Aprenderás a trabajar con los demás y manejar las críticas. Y entre tanto, pasarás de ser impaciente y disperso a ser disciplinado y concentrado, con una mente capaz de manejar la complejidad. Al final ejercerás pleno dominio de ti y de tus debilidades.

Esto tiene una consecuencia simple: debes elegir los lugares y puestos de trabajo que te brinden las mayores posibilidades de aprendizaje. Los conocimientos prácticos son la mercancía suprema, que te pagará dividendos por décadas, muy superiores al mezquino aumento de sueldo que podrías recibir en un puesto aparentemente lucrativo que te ofrezca pocas oportunidades de aprendizaje. Esto significa perseguir retos que te hagan mejorar y fortalecerte, en los que obtendrás la más objetiva retroalimentación sobre tu desempeño y progreso. No elijas un aprendizaje que parezca fácil y cómodo.

En este sentido, sigue los pasos de Charles Darwin. En definitiva estás solo, en un viaje en el que labrarás tu futuro. Éste es el momento de la juventud y la aventura, de explorar el mundo con mente y espíritu abiertos. De hecho, cada vez que aprendes una habilidad o alteras sobre la marcha tu trayectoria profesional, recuperas esa parte jovial y aventurera de ti. Darwin pudo haber jugado a la segura, recolectando lo estrictamente necesario y pasando más tiempo a bordo estudiando en vez de explorar activamente. Pero, en ese caso, no habría sido un científico ilustre, sino apenas un coleccionista más. Buscaba retos constantemente, obligándose a salir de su zona de confort. Se sirvió del peligro y las dificultades para medir sus progresos. Adopta tú ese mismo espíritu y ve tu aprendizaje como una especie de trayecto en el que habrás de transformarte en algo más, antes que como un monótono adoctrinamiento en el mundo del trabajo.

La fase del aprendizaje: los tres pasos o modos

Con el principio ya descrito como guía de tus decisiones, piensa en los tres pasos esenciales de tu aprendizaje, los cuales se empalman entre sí. Esos pasos son: observación profunda (el modo pasivo), adquisición de habilidades (el modo práctico) y experimentación (el modo activo). Ten en cuenta que el aprendizaje puede adoptar muchas formas. Puede ocurrir en un solo lugar a lo largo de varios años, o constar de varias posiciones en lugares diferentes, una suerte de aprendizaje compuesto que implica muchas habilidades. Puede incluir una mezcla de estudios de posgrado y experiencia práctica. En todos esos casos, te será útil pensar en términos de estos pasos, aunque quizá tengas que conceder más relevancia a uno en particular, según la naturaleza de tu campo.

Paso uno: observación profunda. El modo pasivo

Cuando te introduces en una profesión o entorno nuevo, entras en un mundo con reglas, procedimientos y dinámica social propios. Durante décadas, y aun siglos, la gente ha reunido conocimientos acerca de cómo se hacen las cosas en un campo particular, y cada generación supera a la anterior. Además, cada lugar de trabajo tiene sus propias convenciones, reglas de conducta y normas laborales. Existen, asimismo, toda clase de relaciones de poder entre los individuos. Todo esto representa una realidad que trasciende tus necesidades y deseos individuales. Así, tu tarea al entrar en ese mundo es observar y asimilar su realidad lo mejor posible.

El error más grande que puedes cometer en los meses iniciales de tu aprendizaje es creer que tienes que llamar la atención, impresionar a la gente y mostrar tu valía. Estas ideas dominarán tu mente y la cerrarán a la realidad que te rodea. Toda atención positiva que recibas será ilusoria; no se basará en tus habilidades ni en nada real, y se volverá en tu contra. En cambio, reconoce la realidad y ríndete a ella, atenuando tus colores y manteniéndote en segundo plano tanto como sea posible, con una actitud pasiva que te brinde margen para observar. Desecha también todas tus ideas preconcebidas sobre el mundo en el que acabas de entrar. Si impresionas a la gente en esos primeros meses, debería ser a causa de la seriedad de tu deseo de aprender, no porque pretendas llegar a la cima antes de estar preparado para ello.

Observarás dos realidades esenciales en ese mundo nuevo. Primero, observarás las reglas y procedimientos que rigen el éxito en ese medio; en otras palabras, “así es como se hacen las cosas aquí”. Algunas de estas reglas se te comunicarán de manera directa, por lo general las superficiales y de sentido común. Préstales atención y obsérvalas, pero las realmente interesantes son las reglas tácitas que forman parte de la cultura laboral de fondo. Éstas atañen al estilo y valores considerados importantes, y a menudo son reflejo del carácter del hombre o mujer en la cúspide.

Puedes observar estas reglas examinando a los que ascienden en la jerarquía, quienes se distinguen por su habilidad. Más reveladoramente, puedes observar a los más torpes, a quienes han sido castigados por errores particulares o hasta despedidos. Estos ejemplos sirven como detonadores negativos: haz las cosas así y lo lamentarás.

La segunda realidad que observarás son las relaciones de poder dentro del grupo: quién tiene el verdadero control; a través de quiénes fluyen todas la comunicaciones, quién va en ascenso y quién en declive. (Para obtener más información sobre este elemento de la inteligencia social, consulta el capítulo 4.) Estas reglas políticas y de procedimiento bien podrían ser disfuncionales o contraproducentes, pero tu labor no es juzgarlas ni quejarte, sino entenderlas, obtener una visión completa del terreno. Eres como un antropólogo que estudia una cultura extraña, y que debe estar a tono con todos sus matices y convenciones. No estás ahí para cambiar esa cultura; si lo intentas, terminarás muerto o, en el caso del trabajo, despedido. Más tarde, cuando hayas conseguido poder y maestría, serás quien reescriba o destruya esas mismas reglas.

Cada tarea que recibes, por modesta que sea, te da la oportunidad de observar el mundo del trabajo. Ningún detalle sobre las personas que lo ocupan es trivial. Todo lo que ves u oyes es una señal por descifrar. Con el tiempo podrás ver y entender cosas de esa realidad que al principio se te escapaban. Por ejemplo, una persona que inicialmente creíste que tenía mucho poder podría acabar siendo “perro que ladra pero no muerde”. Poco a poco comenzarás a ver la verdad detrás de las apariencias. Cuando acumules más información sobre las reglas y dinámica de poder de tu nuevo entorno, podrás empezar a analizar por qué existen y qué relación tienen con las tendencias generales en tu campo. Pasarás así de la observación al análisis, afinando tus habilidades intelectuales, aunque sólo luego de meses de cuidadosa atención.

Podemos ver claramente la forma en que Charles Darwin siguió este paso. Gracias a que dedicó los primeros meses de su viaje a estudiar la vida a bordo del barco y percibir las reglas no escritas, su tiempo para la ciencia fue más productivo. Al adaptarse, evitó batallas innecesarias que más tarde habrían estorbado su labor científica, por no hablar de la agitación emocional que esto le habría representado. Después aplicó esta misma técnica con los gauchos y otras comunidades locales con que estableció contacto. Esto le permitió explorar regiones más amplias y recolectar más especímenes. En otro nivel, se transformó lentamente en, quizá, el más astuto observador de la naturaleza que el mundo haya conocido hasta la fecha. Librándose de toda idea preconcebida sobre la vida y sus orígenes, Darwin aprendió a ver las cosas como son. No teorizaba ni generalizaba sobre lo que veía hasta acumular información suficiente. Rindiéndose a la realidad y asimilando todos los aspectos de su viaje, terminó penetrando una de las realidades fundamentales: la evolución de todos los seres vivos.

Comprende: existen varias razones decisivas de que debas seguir este paso. Primero, conocer tu entorno por dentro y por fuera te ayudará a desenvolverte en él y evitar costosos errores. Eres como un cazador: tu conocimiento de cada detalle del bosque y el ecosistema en general te dará más opciones de sobrevivencia y éxito. Segundo, la aptitud para observar cualquier entorno desconocido se volverá en ti una habilidad crucial de por vida. Desarrollarás el hábito de apaciguar tu ego y mirar fuera, no dentro. En todo encuentro verás lo que la mayoría de la gente no percibe por estar pensando en ella misma. Cultivarás una visión aguda para la psicología humana y reforzarás tu capacidad de concentración. Por último, te acostumbrarás a observar primero, basando tus ideas y teorías en lo que has observado con tus propios ojos, y analizar después lo que encontraste. Ésta será una habilidad muy importante en la siguiente fase creativa de la vida.

Paso dos: adquisición de habilidades. El modo práctico

En cierto momento, mientras avanzas por esos meses iniciales de observación, llegarás a la parte crucial del aprendizaje: la práctica para adquirir habilidades. Toda actividad humana, empeño o profesión implica dominar habilidades. En algunos campos, esto es directo y obvio, como operar una herramienta o máquina o crear algo físico. En otros, consiste en una combinación de lo físico y lo mental, como la observación y recolección de especímenes de Charles Darwin. En otros más, las habilidades son vagas, como manejar personas o buscar y organizar información. Reduce cuanto puedas esas aptitudes a algo simple y esencial, el núcleo de aquello para lo que debes ser bueno, habilidades que puedes practicar.

En la adquisición de cualquier habilidad está presente un proceso de aprendizaje natural que coincide con el funcionamiento de nuestro cerebro. Este proceso conduce a lo que llamaremos el conocimiento tácito, una sensibilidad para lo que haces que es difícil de poner en palabras pero fácil de mostrar en la acción. Y para entender cómo opera este proceso es útil examinar el mejor sistema que se haya inventado hasta la fecha para desarrollar habilidades y obtener conocimientos tácitos: el sistema de aprendizaje de la Edad Media.

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Altersbeschränkung:
0+
Veröffentlichungsdatum auf Litres:
04 Juni 2024
Umfang:
571 S. 3 Illustrationen
ISBN:
9786075279817
Verleger:
Rechteinhaber:
Bookwire
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