Buch lesen: «Memorias de viaje (1929)», Seite 5

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[24 de abril]

Aún en Berlín. No quiero despedirme de la ciudad a pesar del idioma. Porque es un trabajo el tal idioma; en los almacenes grandes se habla francés, pero en las calles si uno quiere una información, se fregó. Sus razones, y muy poderosas, tendrían Dios para tirarse la parada aquella de la Torre de Babel, pero hoy por hoy, es lo cierto que me tiene tirado a mí con su paradita. No hay remedio: hay que salir de aquí y ya será mañana, para ver de estar al fin de la semana en Bruselas.

El día de ayer, como el de hoy, ha sido bueno. Conocí nada menos que el palacio del Káiser que ocupa una gran manzana y que tiene seis siglos. Al frente de la fachada principal está la estatua ecuestre de Guillermo primero, con mil alegorías bélicas y casi tan alta como el palacio. Muchas salas visité, pero es notable la sala de trabajo del emperador, donde firmó, en 1914 la declaratoria de guerra al mundo. Hay en el centro una mesa, regalo de la reina Victoria de Inglaterra, contraída con madera de la fragata Victoria en que iba Nelson en la batalla naval de Trafalgar, y donde perdió la vida. En el centro de la mesa hay una papelera que imita la fragata, con una banderita que representa, en el lenguaje naval, la frase de Nelson al comenzar la batalla, y que es la proclama más corta y más hermosa que han visto los siglos: “Soldados. Cada uno de vosotros es hoy Inglaterra”. Quisiera tener tiempo para descubrirlo todo. Qué riqueza en porcelanas, mármoles y pinturas, qué pavimentos, qué decorados, qué retratos, qué forma de alumbrado, donde no se ve un foco y la luz, al ser encendida, se filtra tenuemente al través de delgadas placas de mármol blanco, de manera que quedan las paredes dando luz sin que sepa uno de dónde viene. Y ya cierro el cuaderno. No escribiré más de Berlín, porque no acabaría. Hoy he tomado un auto y a toda velocidad no pude salir de la ciudad en casi una hora, pero encontré un enorme parque, siempre con el ídolo en bronce: Federico el Grande. Si voy esta noche al teatro, no quedará constancia. No escribo más.

[27 de abril]

Ya estoy en Bruselas y como el viaje fue rápido, con una pequeña demora en Colonia, no tuve tiempo de tomar mis notas. Todavía, antes de salir de Berlín, vi cosas dignas de apuntarse, como el jardín zoológico que tiene unos tres mil ejemplares de animales raros, desde el oso blanco de los polos hasta el león africano. El acuario parece un cuento de hadas. Qué variedad de peces, que viven en vitrinas iluminadas, qué elegancia y qué lujo en esa instalación. En el centro del edificio se encuentra uno como caño o laguna artificial que tiene vegetación tropical y está calentado el ambiente a una temperatura como la del Magdalena. Allí viven a su gusto toda clase de caimanes y cocodrilos. Y en fin, cuanto Dios hizo en materia de lagartos y culebras.

Salí de Berlín a las 8:24, y a las cuatro distinguí a lo lejos la enormísima catedral de Colonia, después de haber recorrido una gran parte del hermoso río Weser. Allá se divisa el Rin, tranquilo y torcido en elegantes curvas. Se pasa por un fuerte gigante y se llega a la estación que está al pie de la gran catedral. Bajamos y allí son los trabajos. Veo un individuo con una gorra que dice: “Dom Hotel”; le hago señas, carga con las maletas, busca un auto y nos lleva, para descargarnos a una cuadra, al otro costado de la catedral. En la puerta, un criado de frac, hace una cortesía hasta el suelo. Entramos en un vestíbulo como una iglesia, lleno de tapices y de cuadros. El portero parece un mariscal y solo conozco que es portero porque en la gorra tiene la palabra. Veo que nos metimos en la grande y que además de lo caro que será el tal hotel, el diablo que sepa vivir allí. Pero como tenemos intenciones de partir al día siguiente, me resuelvo a que nos desplumen. En efecto: el cuarto vale veinte marcos (U$5) por noche, sin alimentación. En el ascensor nos hacen mil cortesías. El cuarto es a todo taladro, como decimos en Antioquia. Aquí se tiene un respeto por los profesores, extraordinario, y como escribí esa palabra en la tarjeta para la policía, ya todo se volvió hacerme cortesías todo mundo y decirme “Herr profesor”.

[Colonia]

Poco diré de la ciudad, porque toda mi atención se la llevaron el río y la catedral. Inmediatamente dejamos las maletas en el cuarto, bajamos y derecho a la catedral. Puede uno hacer suposiciones y nunca llegará a imaginarse lo que es esta enorme fábrica, hecha en muchos siglos. Me quedé estático ante ese mundo de relieves, de estatuas de vidrieras, de torrecitas, de altares, de sepulcros de cardenales y de emperadores. Llevo conmigo algunas postales del edificio y su interior, y ellas me revelan del trabajo imposible a mi pluma, de describirla. Me remito los datos que me escribió el guía en un papel. La catedral tiene en su frente principal dos torres, de dos cuadras de altura; atrás tiene otra como cúpula y en todo su exterior ciento cuatro torrecitas de diversos tamaños. Las columnas que separan la nave central de las laterales tienen cincuenta metros de altura, veinticuatro penetran bajo el nivel del suelo y tienen veintiocho de circunferencia; el largo del edificio es de ciento cuarenta y cuatro metros. Tiene setecientos setenta y ocho de gran tamaño y cinco mil de inferior, que decoran muros y columnas por dentro y por fuera; y, en fin, caben cómodamente unas veinticuatro mil personas. Fue comenzada en 1248 y solo se terminó hace unos cincuenta años, en 1880. Vista desde muy lejos, parece un despoblado, porque los altos edificios que la rodean, de cinco pisos o más, apenas se distinguen al lado de esa mole.

Después de comer en un restaurante fuimos a dar un paseo a pie a lo largo de los bellos malecones del Rin. A lado y lado se ven todavía los bares de los viejos castillos, y yo cerraba los ojos al presente para ver en el lejano pasado las flotas normandas entrando a sangre y fuego por aquel río, hoy tan civilizado y tranquilo.

Recorriendo la ciudad encontré con una pila, viejo monumento romano. Según las inscripciones latinas que tiene y los bajorrelieves de finísima piedra, es este el monumento en que, Claudio dedicó la fundación de esta villa a su esposa Agripina, madre de Nerón, nacida allí cuando este era un pueblecito de pescadores. Para honor de la honrada mujer fundó esta colonia romana y por eso su nombre es Colonia.

Por la mañana, el veintiséis, hicimos un agradable paseo a Bonn, patria de Beethoven, el gran músico, y fuimos derecho a la casa donde nació y vivió mucho tiempo el genio de la música. La casa, aunque en el exterior está reformada, en su interior conserva su antigua humildad. El cuarto donde nació el hombre está en un balconcito y parece algo como un gallinero. Sus habitaciones son humildes en extremo y solo tienen la grandeza de los muchos objetos de pertenencia del músico: medallas y condecoraciones, retratos en todas sus edades, mascarillas en barro, vivo y muerto, sus violines, sus cornetas acústicas (¡él era sordo!), dos pianos que suenan muy duro, donde componía, el órgano de la iglesia donde fue organista durante dieciséis años, aparato viejo y ordinario, y para terminar, los originales de la Misa solemne y de la “novena sinfonía” fuera de otros menos conocidos. Salimos; otra vez rodamos hacia Colonia a lo largo del Rin; viendo más castillos y más piedra vieja en todas las formas; llegamos a la ciudad, y después de unas horas más, empleadas en curiosear el comercio, en comprar postales y algunas curiosidades de la vieja villa, tomamos el tren para Bruselas.

Pasamos muchos pueblos, de esos pueblos sin nombre para el viajero de otras regiones, de pronto una estación ostenta un nombre bien conocido, que me alboroza la memoria: Aix-lachapelle, ¡la vieja Aquisgrán de Carlomagno! Allá, a la derecha, sobre intrincadas colinitas se levantan los viejos muros de la viejísima metrópoli del más poderoso monarca que tuvieran estas tierras. Sobre un monte vecino, entre pinares, hay un castillo o algo así; quiero preguntar algo pero ¿a quién? Aún estoy en poder de los alemanes. Es tal el trabajo con esta maldita lengua, que cuando en Colonia vi letreros en latín fue como si viera cosa familiar: tanto, que los traduje si dificultad.

Voy pensando en estas cosas cuando para el tren y entran en nuestro departamento dos hombres de uniforme, que dicen con una educación y cultura exquisitas: “L’adouane. Degrez, messieurs ouvrir les baoulés, s’il vous plait”. Estamos en Bélgica. Se habla el francés, se nos trata con cultura… hemos dejado atrás a los bárbaros, ya puedo hablar, ya entiendo y me entienden. Casi canto el Tedeum.

Otra estación: Lieja, la bella y desgraciada ciudad que recibió el primer bautismo de sangre en 1914. Entra en nuestro departamento una anciana fuerte aún; le hago algunas atenciones y simpatizamos; aludo a la guerra y comienza a contarme con calma los horrores de esos días; va energizándose y acaba con los puños cerrados y llorando.

“Estaban, me dice, esos bárbaros disfrazados y con solo un puñado de hombres y por eso entraron en nuestra pobre tierra, tan rica en trabajo y en valor. Si hubiéramos estado avisados no se entran, por Dios; yo hubiera empuñado un fusil a pesar de mis años”. Y al hablar la vieja tiembla de odio contra el alemán. En estas pláticas llegamos a Lovaina, la que más sufrió de todas las ciudades. No podemos verla sino de la estación. Será lo mismo una cosa que otra pues teatros de guerra nos sobrarán en Bélgica.

Llegamos por fin. Son las ocho y treinta de la noche y está de día. Como ya sé hablar doy instrucciones al chofer para que nos lleve a un hotel barato y confortable. Nos trae al Hotel Pol. Veinte francos belgas vale el cuarto, está central y cómodo y a la altura de mis recursos.

[Bruselas]

Después de instalados, salgo solo por esas calles, porque mi compañero gusta más del reposo, después de cinco horas de tren. Por casualidad emboco el bulevar Adolfo Max, uno de los más hermosos de la ciudad, y me entretengo viendo los escaparates de los grandes almacenes, donde se nota la elegancia francesa, en contraposición con aquella rigidez y grandeza alemanas que acabamos de dejar. Paseo un buen rato entretenido y rehuyendo las propuestas dudosas que hacen con señas y con medias palabras, mujeres bien puestas, pobres criaturas que ofrecen al viajero un poco del honor que nunca tuvieron. Vuelvo al hotel y duermo.

Al día siguiente, sábado, me dedico a conocer un poco la ciudad y a buscar algunas personas que necesito. Encuentro una sola de ellas. Busco la rue de l’Ermitage por si doy con el Dr. Decroly, mi viejo amigo, y un agente de policía me dice que hace un año que murió. ¿Será verdad? Por mucho que busco al Dr. Agustín Govaerts, no doy con él. Tal vez la dirección está errada. Resuelvo informarme de todo en el consulado el lunes venidero.

[28 de abril]

Hoy he llenado otro de los grandes deseos de toda mi vida: ¡He estado en Waterloo! Por cuarenta y cinco francos (1,35 pesos), un auto, con guía y todo, nos he llevado al campo memorable, pasando por las carreteras más lindas, por bosques, lagos y castillos que son un edén. Como es domingo hay gran multitud de paseantes. Parece que Bruselas toda se hubiera dado cita en estos lugares encantados. Llegamos al campo de batalla. En todo el centro de la acción se levanta un monumento de tierra, un montículo cónico como un pan de azúcar algo achatado, de cincuenta metros de altura, y coronado por un león de hierro, según nos dicen, fabricado con cañones tomados a los franceses. El monte tiene unos dos o tres mil pies de base y se sube a la cima por una escala de piedra de doscientos seis escalones. Tanto allí encima como en el paseo que damos por el campo, el guía, viejo que asegura que su abuelo estuvo en la batalla, nos la describe con sobra de prosopopeya. Pienso que nos dirá doscientas mil mentiras, pero, en todo caso, nada ha dicho contrario a lo que yo he leído. Aunque hablaba en un francés muy flamenco, creo que no le perdí palabra, y esta es poco más o menos la descripción que nos hace:

Desde el 16 de junio de 1815, Napoleón, se aproximó al campo, rechazando a los enemigos. Los prusianos fueron perseguidos por Grouchy, mientras Napoleón se preparaba para atacar a los ingleses en sus fortificaciones de Waterloo. Llegó al campo histórico el 17 por la tarde y a caballo estuvo recorriéndolo toda la noche para ver cuál era el punto vulnerable del enemigo. Solo ya de día descansó un poco y a las 11: 35 del 18 dio el primer cañonazo. Su intento desde un principio fue tomar la granja de Hougoumont, principal valuarte de los ingleses, y después de siete asaltos logró la fuerza francesa (a la izquierda) tomar los patios de la granja-castillo, con una enorme pérdida de soldados. Mientras tanto Ney, al frente de la caballería intentaba tomar la fortificación de Mont. St. Jean, y fue rechazado en doce terribles ataques que le hizo. En estas, mientras los franceses esperaban a Grouchy, apareció por la llanura, a la derecha de Napoleón, la armada prusiana a órdenes de Blücher, compuesta de cincuenta mil hombres. Napoleón comprendió que estaba perdido y ya no hizo sino procurar un último esfuerzo, en forma de retirada en orden, que pronto se convirtió en derrota. Y el emperador, viéndose perdido, tuvo que abandonar su carroza y huir como y por donde pudo.

El ejército francés constaba de setenta y dos mil hombres y los aliados (Inglaterra, Holanda y Bélgica) tenían setenta mil, que fueron luego reforzados por los cincuenta mil prusianos. Los franceses tenían doscientos cincuenta y seis cañones, los ingleses ciento cincuenta y seis y los prusianos ciento cuatro. El frente francés ocupaba tres kilómetros, y todo el campo de batalla diez kilómetros cuadrados. Comenzó la acción a seiscientos metros de distancia y acabó a una blanca. En nueve horas de batalla cayeron heridos cuarenta y siete mil hombres. De mil ingleses que guardaban uno de los puntos importantes quedaron vivos cuarenta y dos y casi todos heridos. De manera, que el disgusto ese fue más bien serio.

Al pie del monumento del león, hay un edificio con la forma de una gran tina. Se entra en él y se sube a una plataforma central, cubierta por encima y con la luz exterior tan bien dispuesta que todo se ve iluminado. En la pared interior del edificio que es, naturalmente circular, está pintado admirablemente el panorama de la batalla, de manera que uno cree estar viendo verdaderamente el campo con sus soldados y sus fortificaciones. Y acaba de engañar al visitante la industria con que han arreglado entre la plataforma y la pared, un montón de deshechos de batalla tan bien imitados que parecen el límite del campo que se divisa. Hay allí sables quebrados y enteros, cascos prusianos, kepis ingleses y franceses, caballos caídos, jinetes que cayeron debajo del caballo y apenas asoman sus polainas negras y sus pies con espuelas, cadáveres con la expresión de la agonía en la cara; en fin, la hecatombe más bien imitada que se puede ver. O. Manuel, hasta que salimos, estuvo creyendo que era verdaderamente el campo de batalla lo que se veía. Después de la visita tomamos cerveza en el restaurante próximo, compramos recuerdos, vimos la casa donde Víctor Hugo escribió los últimos capítulos de Los Miserables, y volvimos a Bruselas contentos del famoso paseo.

[29 de abril]

Esta mañana fuimos a ver al cónsul. Es un viejecito que trabaja en el consulado desde tiempos de Núñez y habla algo bien el español. El nos da la dirección del Sr. Goovaerts y la noticia de que el Dr. Decroly vive todavía. Nos fuimos a ver al amigo Sr. Goovaerts, y este nos atiende divinamente y nos da magníficas indicaciones sobre todo lo que necesitamos. El día ha terminado bien con una visita al jardín botánico y otra al almacén Su Bon Marché, que tiene tres pisos y como una cuadra por lado. Las preciosidades que se ven allí son un capítulo de Las mil y una noches. Cuidado tiene uno que poner para no extraviarse en ese intrincado laberinto de galerías.

[1º de mayo]

Mientras resolvemos si es el caso de hacerse operar aquí, O. Manuel y yo hemos estado matando el tiempo como buenamente podemos. Él se cansa y la pasa casi siempre en el cuarto. Yo vago constantemente por la ciudad. Hoy fuimos a consultar a un oculista muy recomendado y nos declaró que la catarata no está aún de operar. Por tanto, estamos confusos y sin saber a qué […] quedarnos. O. Manuel quiere hacerse ver en todas partes y al primero que diga sí echársele a que lo opere.

Decir que se conoce una ciudad de estas en cinco días es una petulancia imperdonable, pero yo sí puedo decir, si no que la conozco, por lo menos que he visto todo lo más notable que tiene: sus monumentos más interesantes, sus almacenes más lujosos, sus palacios, sus templos, sus parques, sin contar con que en mis horas de largo vagar sin rumbo, me he metido por todas las viejas callejuelas de la parte antigua, por donde difícilmente pueden encontrarse dos transeúntes y pasar el uno al lado del otro sin tornar un poco el cuerpo. No quiero describir, repito. Solo dos nombres y alguna idea al vuelo.

La parte antigua de la ciudad es casi redonda y está circundada por una ancha avenida que tiene a trozos diversos nombres: Waterloo, Bellas artes, Regente, Mediodía, Jardín botánico, etc. Está en una llanura que se recuesta a una pequeña eminencia, donde se hallan el palacio real, el de justicia, la bella catedral de Santa Gudula y S. Miguel y otros grandes edificios. Hacia el oriente, detrás de la citada eminencia, ya el terreno es muy quebrado y la continuación de la ciudad está llena de colinas y hondonadas. Por los otros lados es la llanura extensa. La parte bien poblada de la ciudad puede tener dos leguas tanto de largo como de ancho. Como sucede siempre, la parte bonita de esta capital es la de afuera. La del centro, más comercial, pero de calles irregulares y estrechas.

Entre las cosas que llaman la atención está la catedral ya citada, admirable si no hubiera visto ya la de Colonia; el palacio real, nuevo todavía y de lindo exterior; la llamada “grande plaza”, pequeña, pero importante por sus edificios: allí está la casa del rey, antiguo palacio real, construido por Carlos V durante la dominación española; el ayuntamiento, con una soberbia torre central en su majestuosa fachada; otra casa construida por Felipe II y otros edificios viejísimos, levantados por archiduques, condestables, etc. y que ostentan en lo alto feroces guerreros a caballo con férreas armaduras y altos plumajes que quieren dar idea de la grandeza de individuos que ya ni la historia los conoce. Digno de admiración es el monumento levantado con motivo del cincuentenario de la independencia belga. Es una puerta monumental de dos ojos que tiene encima una cuadriga que imita la de Brandeburgo en Berlín; al frente y atrás hay hermosos jardines y a los lados los extensos pabellones del museo de armas, todo lleno de uniformes, cascos, fusiles, cañones, granadas, aeroplanos destrozados, retratos de héroes, banderas propias y enemigas y todo cuanto puede dar de sí el orgullo bélico de una nación digna, como esta, de tenerlo.

Pero el monumento notable sobre todos en esta Bruselas, es el de “Manneken Pis”. Es una historia muy charra: en 1647, un burgomaestre (alcalde) de la villa, tenía un niñito a quien adoraba. Cierto día el niño se perdió, y naturalmente el alcalde puso todo en movimiento para hallar a su Manneken (así se llamaba el chico). Al cabo del tiempo (nadie sabe cuánto) dieron con él cerca de una fuentecita, en el momento en que estaba pissand (que lo traduzca quien lea esto).

La alegría del cacique ese fue tal, que le hizo levantar una estatuita en el mismo punto y en la misma actitud irreverente en que lo hallaron. Es, nos dice el guía, el primer ciudadano de Bruselas. La estatua arroja un chorrito de agua de manera que la historia quede clara; y no hay vitrina en toda la ciudad donde no se exhiba en postales, en bronce, en cobre, grabado en cucharas, navajas, vasos, etc. al muchachito mostrando satisfecho su indecencia. En las postales lo ponen vestido de general, de rey, de policía, de mujer, etc. Yo, claro está, me lo procuré en todas las formas que pude. No sé donde leí, estando niño, esta historieta que creí fantástica y solamente invención para reír. Cuál no sería mi agrado al cotejarla aquí, en el lugar del acontecimiento.

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