Buch lesen: «El jardín de los delirios», Seite 11

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acumular naturaleza

Durante aquellos paseos con progresistas ecologistas no saqué a relucir un tema que habría provocado encendidas discusiones, sobre todo entre los que aún creían en algún tipo de reformismo político. A mediados de los ochenta había descubierto los escritos de Levins, de Lewontin y de Gould y sus críticas a la idea de adaptación y al determinismo genético. Mantenía muchas discusiones con amigos que sabían mucho más que yo de ciencia, y lo que más me gustaba de esos científicos era cómo ayudaban a entender los usos y abusos de la idea de naturaleza por parte de los políticos. Algunos seguían manejando la idea de una totalidad que tiende a la estabilización, a la armonía, una unidad dominada por leyes básicas y simples. Solucionar la crisis, por tanto, consistía en gestionar los recursos naturales de tal forma que se pudiera seguir llevando una vida parecida, o la misma, pero reestableciendo el equilibrio natural que se había interrumpido por culpa de los excesos humanos. El discurso político sobre la sostenibilidad también se basaba en la idea unitaria de una humanidad atrapada en un callejón sin salida y en la necesidad de una acción cooperativa mundial. Una idea que en principio sonaba bien, pero que servía para olvidar las circunstancias históricas que rodeaban muchos conflictos sociales concretos, o sea, para desdibujar muchas diferencias y heterogeneidades. La idea de humanidad tenía que ser tan genérica como la de naturaleza; toda ella estaba metida en el problema por igual, independientemente de las diferencias entre clases sociales y las enormes desigualdades dentro de los países y entre estos. Solo existía “la población mundial” y sus entornos se describían en abstracto, privados de atributos geográficos e históricos concretos: “Conceptos vagos como comunidades sostenibles, bosques sostenibles, la ciudad sostenible, la ciudad verde, o la ecología reemplazan a los nombres propios de la política” (Swyngedouw, 2011: 55).113 O existían también los contrarios, los negativos: las sociedades eran contaminantes (en vez de limpias), las ciudades destructivas con el entorno (en vez de respetuosas), los barrios deprimentes (en vez de estimulantes), pero todo ello independientemente de la historia económica y política. Los intereses de la naturaleza y de la humanidad eran prioritarios, lo cual era de agradecer; el problema es que el propio alarmismo parecía servir para ocultar las causas de la catástrofe. La búsqueda de un consenso global sobre el problema climático –ya lo hemos dicho varias veces– aplaza el cuestionamiento de un orden económico asumido como natural. O sea, es posible imaginar el fin del mundo, pero no el del capitalismo, aunque la catástrofe ambiental que se representa solo es un simulacro de catástrofe “porque sus consecuencias son demasiado traumáticas para que el sistema pueda asimilarlas” (Fisher, 2016: 51).114 Al mismo tiempo, como recuerda Erik Swyngedouw, la “política ambiental” es reducida a la mera regulación (policy) a través de procedimientos supuestamente participativos y acuerdos consensuados donde el desacuerdo se reduce al debate sobre cálculos de riesgos y eficacia de distintas medidas. O sea, otro simulacro, esta vez de “lo propiamente político”; la esfera gerencial, el poder técnico administrativo, como sustituto de la esfera pública (Swyngedouw, 2011: 55). El capitalismo –parece ser– tiene efectos de calado global y la catástrofe puede ser total, pero solo son “efectos secundarios”: solo hay que corregirlos, rectificarlos. No son efectos intrínsecos a un modo de producción desenfrenado y alocado (ibíd.).

Cuando se dice delante de ciertos interlocutores que el discurso de la sostenibilidad se basa en una imagen engañosa de la naturaleza como un todo armonioso cuyo equilibrio se puede reestablecer gracias a una gerencia ambiental mejorada, uno puede crearse bastantes enemigos o perder algunos amigos. Se interpreta como una falta de respeto hacia toda la gente que hace esfuerzos enormes por salvar el planeta, no solo miembros de las clases políticas y administrativas, sino buena parte de la sociedad civil y numerosas organizaciones no gubernamentales en muchos países. Pero no debería interpretarse así. Al contrario, lo que estas críticas quieren poner de manifiesto es que muchas de esas luchas –las más interesantes, pero no siempre las más y mejor publicitadas– tienen consecuencias políticas.115 Y lo importante es conseguir que esas implicaciones no se olviden. De hecho, gracias a ciertas políticas ambientales se logra justamente lo contrario: se consigue repolitizar a la población. La ecología logra conectar unos problemas con otros mejor que ningún otro discurso lo ha logrado antes. Pero para hacerlo no necesita invocar la idea de una Naturaleza a la que salvar. Puede hacerlo centrándose en los problemas concretos que surgen en entornos muy distintos, resultado histórico de procesos sociales y culturales (Swyngedouw, 2011: 80). Saber más historia es tan importante como tener datos científicos sobre los efectos en la atmósfera de las emisiones de gases o sobre la destrucción del coral en los mares. Siempre estamos frustrados porque seguimos deseando equilibrio, un deseo que necesita encarecidamente fundamentarse en la idea de una naturaleza que lo perdió pero que podría recuperarlo, un estado armonioso y sostenible que hemos quebrado. Pero si elimináramos la idea misma de naturaleza, entonces habría que conformarse con una idea más sencilla: el mundo está metido en un desastre descomunal y quizá solo puede frenarse emprendiendo acciones políticas drásticas, por no llamarlas de otra forma (ibíd.).

Esta actitud hacia la naturaleza no es muy distinta a la que algunos ya tuvimos hacia Dios. Por eso tampoco nos escandaliza que al­gunos intelectuales digan que la ecología es el nuevo opio de las masas y que reemplaza a la religión como fantasía en la que se proyectan terrores y esperanzas, la pesadilla de la destrucción del mundo a la vez que la fantasía de una redención. En el ámbito de lo cotidiano, el culto ecológico se parece a una religión porque hay pecados, pero también confesión. Como dijo Brendan O’Neill, “el juicio del carbono que recae sobre nuestras acciones diarias ha reemplazado al juicio de Dios”, excepto que Dios, al menos, distinguía entre “buenas” y “malas” acciones, mientras que bajo la tiranía del pecado original del carbono “todo es potencialmente dañino”.116 Comer carne es un pe­ca­do verde, como conducir un utilitario deportivo o tomar un vuelo de avión de larga distancia, pero siempre es posible comprar algo parecido a una absolución. Los cardenales del Vaticano aceptaron, de hecho, una curiosa donación de KlimaFa, una empresa emergente húngara que ofreció replantar los árboles necesarios para regenerar un bosque en una zona pelada del río Tisza como compensación por las emisiones de carbono del Vaticano. Badiou no parece que conozca estas nuevas formas de absolución, pero proclama a los cuatro vientos que después de los derechos del hombre, la invención de los “derechos de la naturaleza” es la versión contemporánea del opio de las masas. Es una religión ligeramente camuflada –dice – con su terror milenarista, su preocupación alarmante por todo (menos por el destino propiamente político de los pueblos), con su miedo a la muerte, a la catástrofe, y con métodos para el control de la vida humana, la salud, la higiene… La ecología, viene a decir, es una gigantesca operación de despolitización (Swyngedouw, 2011: 55).117

vertederos y flores: olvidar a žižek

Otros grandes visionarios de izquierdas vienen a decir cosas parecidas: nuestro deseo –ha afirmado Žižek aquí y allá– está desequilibrado por naturaleza, es insaciable, siempre actúa fuera de sí y trata encarecidamente de encontrar un punto de referencia, un fundamento con respecto al cual se podría medir nuestro grado de desviación. Pero esto no es sencillo, claro, porque no es nada fácil colmar al deseo. La idea de naturaleza plena –añade– justamente sería una fantasía con la que trataríamos de colmar nuestro vacío, nuestro fondo sin fondo (Swyngedouw, 2011: 18).

Los lacanianos atacan las fantasías e ideologías verdes desde los noventa. La gente que leía a Stavrakakis desde 1997 aplicaba un esquema parecido a todo lo que se les planteara (pp. 19-21).118 Pero para decir lo que no es la naturaleza no es necesario recurrir a Lacan ni a politólogos inspirados por él. Sin el psicoanálisis no seríamos nadie, pero el psicoanálisis no es imprescindible para entender por qué lo político se reprime o se desvía invocando un reino natural más allá de la historia y de la sociedad. Durante los paseos con progresistas ambientalistas dejé claro que era reacio a las filosofías de la naturaleza, aunque fueran de izquierdas119, pero no sé si les dejé igual de claro que no consideraba imprescindible la jerga de Lacan (cada vez más de moda) para atacar las fantasías asociadas con la idea de la Naturaleza y la religión verde.

En realidad, esto no solo vale para los lacanianos. Cuando tengo discusiones con amigos que solo leen a filósofos, recomiendo rápidamente libros de geografía, de historia y de ecología política que muestran muy bien que la humanidad no es un colectivo homogéneo frente a la crisis ecológica global y por qué la naturaleza no es una apacible totalidad, sino un auténtico campo de batalla.120 Hago eso porque no creo que políticamente necesitemos discursos tan generales. No acabo de entender por qué no nos basta una ecología social sin grandes teorías filosóficas, y de hecho dudo de que cuando las usamos tengan mucha utilidad. Quizá sirvan como consignas grandilocuentes o como avales de progresismo, pero de poco más. Siguen inspirando en la clase intelectual con pretensiones políticas la convicción de que se ha dado con una visión clave, con el vocabulario definitivo para entender todo lo que pasa. Pero no es así: no se necesita tanta filosofía para darse cuenta de que no existe un fundamento sobre el cual debiera basarse toda la política ambiental, o para admitir que la obsesión por la ecología “eclipsa la posibilidad de formular cuestiones políticas que conduzcan a soluciones alternativas realmente posibles” (p. 29).

Pese a todas esas reservas en más de una ocasión he acabado defendiendo a lacanianos como Žižek frente a naturalistas dialécticos edificantes, porque sus ideas al menos ayudan a poner de manifiesto todo lo que ocultan las éticas de “lo ecológicamente correcto”. Para Žižek el respeto a la naturaleza manifiesta de forma escandalosa nuestra incapacidad para embarcarnos directamente en una discusión política sobre el destino del capitalismo, o sea, sobre el destino del mundo. Pero Žižek es un teatrero, ya se sabe, y por eso una de las mejores discusiones que planteó sobre la ecología tuvo como decorado un basurero. La conocida excursión con Astra Taylor también podría haber tenido lugar en la ribera de un río contaminado o en la boca de una tubería que vertiera aguas fecales.121 Žižek descubrió hace mucho cómo resultar fácilmente provocador para cierto tipo de público, pero si realmente quisiera provocar habría planteado ese mismo debate en un florido y luminoso jardín donde la mierda del capitalismo se disimula mucho mejor que en un basurero (Žižek, 2009: 155-84). Como él mismo dice, la belleza no consiste en recrear un mundo más limpio y mejor, sino en saber hacer algo poético con toda su mierda, con sus residuos y sus desechos.

A un verdadero ecologista le horrorizan los jardines perfectos y los entornos limpios. Eso es lo que realmente teme más, su peor pesadilla… El verdadero horror es… un agradable prado verde o cualquier terreno del que se ha hecho desaparecer la basura. Creo que una sociedad ecológica idealmente equilibrada (por usar el término que usan los ambientalistas) sería un espacio totalmente caótico donde la basura no es segregada sino simplemente un elemento de nuestro entorno (pp. 166 y 180).

Entonces, en caso de haber rodado el documental sobre ecología en un jardín tendría que haber sido en uno destartalado. No los de la parte delantera, que a veces pueden estar cuidados, sino…

los de la parte trasera, esos jardines medio abandonados con viejas bañeras, frigoríficos deteriorados y mesas desvencijadas, y más cachivaches destartalados […] redescubrir la dimensión poética de este tipo de escena, creo, debería ser la reacción adecuada de la ecología. Redescubrir la dimensión estética de la vida no deshaciéndose de la basura, no recreando la belleza del universo, sino recreando la dimensión estética de cosas como la basura (ibíd.).

Estas ideas de Žižek son curiosas, por no llamarlas de otra forma. La estética del abandono y del desorden está pasada de moda, pero parece que él no se entera, o no quiere darse por enterado. Porque lo que propone no tiene nada que ver con el reciclaje, que consiste en volver a dar uso a algo que parecía desechable o darle una función nueva a algo que parecía hecho exclusivamente para otra. Cuando evoca imágenes de jardines ruinosos no se refiere a huertos donde las bañeras oxidadas y retretes deteriorados se usan como jardineras, donde se construyen bancales con maderos sacados de camas, armarios o bancos, una lavadora se convierte en macetero y un neumático en florero. En esos casos, todo responde a la necesidad básica de ahorro, lo cual no quita que exista una estética hortícola (además de una economía y una ética). Pero el problema del reciclaje, por supuesto, es que no siempre se puede volver a dar uso a todo objeto deteriorado o agotado, por una razón muy simple: sus restos pueden ser tóxicos.

Žižek nos insta a dejar de idealizar el mundo de una vez, a aceptar su materialidad intrínseca, pero él mismo solo parece capaz de tener una relación extraordinariamente abstracta con esa misma materialidad. Olvida que existen muy diferentes tipos de basura y que con buena parte de ella no es tan fácil hacer poesía. La reserva natural que se protege en la zona contaminada por radicación de Chernóbil no tiene nada de poético; tampoco los pueblos de China donde las ancianas separan metales tóxicos o los vertederos ilegales que improvisa la mafia napolitana.122 Muchos jardines traseros de tipo doméstico pueden albergar materiales de desecho muy peligrosos. El amianto está por todos lados, aunque no lo parezca. Es difícil hacer poesía materialista con semejantes amenazas para la salud. Uno de los motivos que casi hace perder los nervios a Astra Taylor durante la entrevista a Žižek (2009: 163) es justamente ese: la absurda poética de la basura que defiende Žižek, su trasnochado amor romántico por la ruina…

Cada vez hay más y más basura, pero creo que el gran desafío es descubrir la basura como un objeto estético […] no es que defienda ninguna de esas ideas pseudovanguardistas, masoquistas de que ‘la mierda es arte’, o algo por el estilo, sino algo mucho más básico. No hay forma de estar envueltos en este mundo sin estar usando objetos. Para mí el momento en el que un objeto que originalmente era funcional, que era parte de nuestro sistema de necesidades, deja de tener uso y pasa a ser basura está rodeado de misterio […]. De hecho, la experiencia más metafísica que puedo imaginar en mis sueños es visitar el desierto del Mojave en Estados Unidos donde se encuentra un grandísimo cementerio de aviones. Allí están un par de cientos de aviones sin hacer nada; imaginar todos esos objetos que se han vuelto obsoletos, inútiles, resulta inquietante. Por eso creo que el verdadero ecologista no admiraría la Naturaleza pura, los árboles y todo eso […], que están ya ahí antes de que los usemos y que pueden seguir siendo parte de nuestro universo tecnológico de explotación. El verdadero cambio espiritual es desarrollar, si quieres decirlo así, el apego emocional a los objetos sin uso, encontrar significado en ellos. En este punto deberíamos seguir a los románticos. Aunque estoy en contra del Romanticismo, tuvo su grandeza cuando descubrió que las ruinas, los restos, los objetos en desuso eran objetos potencialmente estéticos. Durante el Romanticismo se construyeron casas que parecieran ruinas desde el principio. Creo que encierra algo profundo. Avenirse con la vida significaría […] aceptar los objetos con toda su inutilidad. No supondría evadirse de la tecnología, sino al contrario, usar la tecnología de cierta manera.

Žižek mezcla demasiadas cosas aquí, de forma un tanto confusa, pero algo queda claro: su sueño metafísico no tiene nada de nuevo y está teñido de nostalgia. Es parecido al que se experimentaría después de una revolución, con los restos de las máquinas del capitalismo abandonadas, solo que sin revolución, sin verdadero cambio; solo es la pálida imagen de otro mundo que no ha llegado, su fantasma. Lo que circula por la psique de Žižek lo conocemos: habla de ruinas de románticos, aunque no menciona ninguna pintura o algún poema en concreto. Además, muy probablemente sus sueños no recuerden a los cuadros de Caspar David Friedrich, sino a escenas de películas donde ruinas posindustriales se mezclan con vegetación, y donde todo es extraño y confuso como en la Zona de Stalker.123 Quizá lo que haga sentirse en casa a Žižek sean las zonas herrumbrosas en vertederos repoblados por vegetación, en desguaces llenos de piezas, marañas de metales oxidados, basureros repletos de desechos industriales cubiertos de musgo, entre edificios desmoronados invadidos por la vegetación.124 Geoff Dyer (2013) marca una similitud, a la vez que una diferencia, entre el Romanticismo y Tarkovski a propósito de este tipo de escenario. “Tarkovski es a la vez más y menos que romántico”, dice. No imbuye de vida a las cosas como un poeta romántico, no es que pulse el espíritu que late en ellas, pero consigue hacerlas emerger del sueño del mundo, por decirlo así. Al volverlas visibles, siente con más fuerza el proceso por el que el paisaje manufacturado o alterado es “reclamado por la naturaleza” y revela su propia vida, su sentido íntimo (p. 98).125

Como dijo Barthélemy Amengual, sus paisajes pertenecen a un mundo que está a punto de desaparecer, al borde de la extinción, aunque bien podrían formar parte de uno recién aparecido o a punto de renacer. Uno no sabe qué significado darles a los colores con los que Tarkovski pinta la naturaleza, quizá son los colores de la convalecencia, como dice Amengual en “Tarkovski le rebelle” (en Positif, 247, octubre de 1981). Pero no de una convalecencia dichosa, sino de una vacilante, indecisa, en la que el mundo parece durante un tiempo incomprensible, extraño y vagamente malsano (citado por Chion, 2008: 62).126 El paisaje no inspira exactamente esperanza, pero tampoco desesperación. Lo único que queda claro es que la naturaleza que repuebla el terreno abandonado por el hombre no es una naturaleza que restaure el equilibrio: está tan desequilibrada como el mundo artificial con el que se mezcla. Como dijo Žižek (1999), “la naturaleza y la civilización industrial se mezclan a través de su mutua decadencia. La civilización en decadencia está en proceso de ser reclamada de nuevo, pero no por la Naturaleza armoniosa idealizada, sino por una naturaleza en descomposición”.127

Sea como sea, incluso si pudiera sentirse en casa en este tipo de paisaje –propio de una “teología materialista”, como él mismo sugiere–, la experiencia metafísica con la que sueña no tiene que ver con el misterio de la Zona. El cementerio de aviones en el Mojave no tiene nada de romántico ni de materialismo místico: no hay nada verde a su alrededor, y menos aún agua. Al contrario, los aviones se llevan hasta allí porque la sequedad del ambiente los preserva mejor. O sea, allí no acaba nada –como cree Žižek– allí no acontece el fin de todo, la abolición de la utilidad, sino que se prolonga otra fase más del mercado, un eslabón posterior de la producción.128 Allí no hay poesía del desecho que valga, porque se intenta desechar lo menos posible. Si Žižek hubiera sido coherente debería haber añadido un toque de humor a su análisis de la Zona: Stalker quiere darle aún un significado espiritual a la Zona, porque si no la humanidad perderá para siempre su capacidad para tener fe. Pero lo verdaderamente terrible no es que se pierda la fe.129 El verdadero problema es que la Zona podría ser rentable en manos de algún empresario, por abandonada que parezca. Así que no es un escenario terminal. El capitalismo puede reciclar lo que sea, siempre que le saque su margen de beneficio.

Žižek dice que la Zona puede recordar muchas cosas, pero sobre todo estas: el Gulag, una zona contaminada por algún desastre industrial como Chernóbil, una zona prohibida de otro sistema como el antiguo Berlín Oeste para la gente de la ddr o un espacio secreto y retirado en el que vive la élite. Pero no sé por qué no puede ser un paisaje en el que van a invertir de nuevo industrias o, peor aún, el área de un parque temático para turistas apasionados por las ruinas de la arquitectura industrial, o incluso una reserva natural para ecologistas interesados en recuperación de especies. Nuestra imaginación, la de la izquierda, ya se sabe, es limitada, así que a saber de cuántas formas se podría hacer dinero en la Zona. Si yo filmara Stalker 2, desde luego, metería en el guion a una gran empresa de construcción de casitas rurales, dachas bien acondicionadas, aunque no creo que las compraran los millonarios rusos porque prefieren mansiones más opulentas. Bien pensado, quizá, la Zona podría comprarla entera un solo millonario y remodelarla a su gusto, darle otro aspecto, hasta convertirla en una reserva de caza o en un resort ajardinado con animales exóticos comprados a mercaderes de especies protegidas. Eso es lo espantoso: no que la Zona revele una imposibilidad, sino una nueva posibilidad de expansión de capital.

El jardín herrumbroso no puede ser el símbolo de un nuevo amanecer. Aun así, la estética de la ruina es sumamente representativa de una izquierda que ya no sabe imaginar un mundo alternativo al capitalismo y que como mucho se atreve a representarlo como una especie de parón de la historia. La decrepitud nos recuerda que hubo historia, pero ya no inspira más fe en ella. No es el escenario de ninguna revelación, de ninguna redención. La disciplina dialéctica es así de rigurosa: solo te permite visionar un futuro mejor como si fuera un pasado abortado. Dado que cualquier imagen positiva de la utopía podría ser atrapada, pervertida y manipulada por el mercado, la solución es quitársela de la cabeza o, como mucho, asociarla exclusivamente con imágenes de un vacío. La visión de progreso se sustituye por el sueño del retroceso. La ciudad del futuro no es una innovadora, radiante y planificada ciudad-jardín, sino un extrarradio abandonado y asilvestrado. Es un mundo poco espectacular, más bien obsoleto, pero más puro. Lo contrario, no hay que engañarse, sería una pesadilla aunque urbanísticamente pudiera relucir como una maravilla. Es posible, pero no toda la izquierda se reconforta o se conforma con este cuento.130 De hecho, parte de ella asocia la decadencia y la podredumbre, el desgaste y el óxido no solo con un deseable colapso del capitalismo, sino también con el fracaso de las fuerzas de oposición que pudieron impedir esa misma catástrofe antes de que se precipitara. La izquierda sindicalista que surge de la minería o de la siderurgia no suele hacer mucha poesía inspirándose por pozos cerrados y plantas desmanteladas, o la hace pero no es muy metafísica y tiene que ver más con el desamparo laboral a corto plazo que con un futuro lejano más ecológico. No hay que idealizar las ciudades abandonadas ni las civilizaciones echadas a perder, porque eso sería como idealizar la idea de un nuevo comienzo, de un punto cero.

Pero no toda la izquierda se deja llevar por esa fantasía. Hay otra incapaz de imaginarse el mundo futuro como una escombrera en la que crecen flores silvestres. Al contrario: sus miembros solo parecen capaces de visionar el progreso como un terreno que finalmente no tiene escombros. Estos izquierdistas –se dirá– son más simples y conformistas: dado que se criaron en barrios herrumbrosos, aún sueñan con una ciudad futura limpia de basuras, bien construida, bonita.131 No les conmueve el vacío, porque les llevó muchos años salir de él. Prefieren una imagen más positiva de la utopía, porque no creen que todo lo positivo sea necesariamente ilusorio o engañoso. En cambio, una estética del desecho suele atraer a unos izquierdistas que se criaron en barrios finos y limpios y que fantasean con un posmundo devastado en el que no existirán las comodidades que dicen no necesitar, pero sin las cuales no sabrían vivir llegado el momento.132

Dado que Žižek se deja llevar por tópicos paisajísticos propios de una izquierda un tanto previsible, quizá sea mejor concentrarse en su campaña contra la ecología y olvidarse de su apología de la basura. Según él, la crisis ecológica ha desencadenado tres tipos de reacciones. Su manera de analizarlas es también previsible, pero no deja de ser interesante. La primera es una típica reacción negacionista: sabemos lo que está pasando, sabemos que todo está en peligro, tenemos claro que todo se va a la mierda, pero hacemos como si no pasara nada. Podemos imaginar ese desastre (muchas películas representan una y otra vez ese final), pero no nos lo acabamos de creer. Porque si realmente nos los creyéramos, modificaríamos nuestra conducta. Colaboramos, pero también disimulamos reciclando sin parar, separando basura en distintos contenedores, aunque hacer eso –dice Žižek– realmente no altera nuestra forma de vida, no transforma nuestros hábitos más básicos que es lo que realmente exigiría la gravedad de la crisis ecológica (2009: 161).133

La segunda actitud –dice Žižek– es una especie de reacción obsesiva: nosotros mismos pensamos que si no hacemos algo pasará algo horroroso. Pero actuamos como si lo que realmente nos preocupara es que la catástrofe no llegará. Toda nuestra hiperactividad es en última instancia una pseudoactividad (p. 177).

Eres activo todo el tiempo justamente para impedir que acontezca algo traumático, algo real […]. Comamos sano, compremos productos verdes, reciclemos sin parar, hagamos más y más […] porque haciendo todas esas pequeñas cosas posponemos justamente el momento en el que tendremos que hacer realmente algo […], la ecología es el mayor campo de pseudoactividad de hoy. Por eso, una actitud mucho más cínica, como la mía, es realmente mucho más sana.134

Quizá Žižek tenga razón, pero no está claro si llegó a esta conclusión pensando sobre todo en la sociedad estadounidense o en todas las sociedades del mundo. La cuestión, por lo demás, no se aclararía pidiéndole datos más precisos, porque su imaginación solo se mueve entre extremos: sería difícil convencerle de que hay otras alternativas al hiperactivismo distintas a su propio cinismo.

La tercera reacción que provoca la crisis ecológica –dice Žižek– es una sensación de culpabilidad. Todo lo que está pasando es un castigo de la naturaleza, una sanción contra nuestra implacable y despiadada conducta, un correctivo severo. Nos hemos excedido, nos hemos ido de madre, pero quizá estamos a tiempo de parar, de rectificarnos y de restaurar el equilibrio natural. Cuando sucede una catástrofe es mejor pensar que se trata de un castigo merecido. Antes se pensaba que era Dios quien castigaba, pero ahora castiga la Madre Tierra. O sea, las cosas no pasan porque pasan; no, tienen un significado profundo, encierran un mensaje.135 En “Tierra, pálida madre” lo dice aún más claro:

la ecología tiene todas las ‘probabilidades’ de convertirse en la forma de ideología dominante del nuevo siglo, un nuevo opio de las masas que reemplazará la religión en decadencia: cumple la vieja función fundamental de la religión, la de postular una autoridad incuestionable que impone unos límites. Por eso, aunque los ecologistas exijan todo el tiempo que cambiemos radicalmente nuestro estilo de vida, subyace a su demanda lo opuesto: una profunda desconfianza hacia el cambio [pues] cada cambio radical puede tener la consecuencia no deseada de desencadenar una catástrofe (2012: 83).

La idea de una humanidad que corrompe a la Naturaleza solo sería una nueva versión de una vieja y muy conocida mentira religiosa. La idea de una Naturaleza, armoniosa por naturaleza, que se ha visto desequilibrada por la soberbia y desmesura humana es simplemente una “versión secular del cuento religioso del pecado”. Pero la respuesta adecuada ante esa actitud no es declarar que no hay pecado, o que podemos limpiarlo, o que hay forma de volver a reconciliarnos con la naturaleza. No, la respuesta adecuada “es decir que no hay naturaleza” (2009: 159). O sea, no hay que descubrir o recuperar nuestras raíces en la naturaleza, “sino cortarlas aún más” (pp. 161 y 165). No hay que recuperar la espiritualidad de la naturaleza, su profundidad, su carácter insondable e impenetrable (unfathomable), sino al contrario: “Debería hacerse desaparecer como tal naturaleza, como ese misterioso y oscuro trasfondo” (p. 165). Para poder abordar la crisis ecológica, en definitiva “tenemos que desnaturalizarnos literalmente a nosotros mismos, y deshacernos de la naturaleza” (p. 172).136

Pero ¿cómo sería en la práctica una ecología sin naturaleza?, le pregunta Astra Taylor a Žižek. En teoría, Žižek podría dar una respuesta interesante, pero en la práctica sabemos que solo puede dar una demasiado teórica. Dice que se seguiría luchando contra la polución y contra muchas otras amenazas, pero que imperaría un estado de guerra abierta en la que nunca se puede dar por ganada una posición, en la que hay que estar combatiendo continuamente, en la que nunca te puedes apoyar en nada. Todo sería un proceso abierto, incierto, sin solución final, quizá condenado al fracaso, pero con el que quizá se ganaría tiempo (p. 181). Curiosa respuesta, porque no responde a nada: vuelve a decirnos qué es un ambientalismo desnaturalizado, pero no cómo se traduciría en un movimiento. En realidad, Žižek da a entender que en cierto modo ese estilo de ecología ya existe desde hace tiempo, aunque no constituya un movimiento definido (ni falta que hace). Quizá esté funcionando en muchos lugares de una forma implícita, como una especie de impulso. No está claro. Lo que sí está claro es que Žižek no ha visitado muchos huertos de permacultura, cultivados a mano, sin máquinas que consumen carburante, sin electricidad, pero sumamente productivos. Tampoco se ha atrevido a hacer un documental sobre Monsanto desde la cabina de una gigante máquina segadora, ni se ha metido en un traje de fumigador emitiendo pesticidas. Su apología de la tecnología es tan esquemática como su defensa de una ecología desnaturalizada. Dado que buena parte de la ecología reaccionaria echa pestes de la tecnología, Žižek no puede ser más que igual de extremista, y defenderla a matar. El problema es que acaba hablando de la tecnología de una forma abstracta como sus enemigos y detractores.137 Habla de la ingeniería genética y de otras técnicas y recuerda a los amantes de lo natural no solo que ya no hay tanta diferencia entre la vida natural y la artificial, sino que lo natural ya solo es una posibilidad, no una necesidad. Una vez que puedes producir artificialmente vida, la naturaleza ya no se percibe nunca más de la misma forma, ya solo se capta como otra fórmula de vida, como otro modo de producirla. La naturaleza ya no es nunca más natural.138 La cuestión, pues, que escandaliza a los naturalistas espiritualistas no es que haya organismos naturales y organismos artificiales (o híbridos), sino que la naturaleza misma se concibe ella entera como otra forma de producción. Las manzanas naturales son producidas, por decir así, en la anticuada factoría de la naturaleza.

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