En esta vida o en la eternidad

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En esta vida o en la eternidad
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Letrame Editorial.

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© R. M. Fernández Parra

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-854-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Dedicado a mis antepasados, sus historias despertaron en mí la inspiración para esta novela. Tomar prestados algunos de sus nombres y apellidos para dotar de vida a los personajes es parte de mi agradecimiento, para que nunca caigan en el olvido.

Gracias a todas las personas que confiaron en mí y creyeron que mi sueño se haría realidad: publicar mi novela, la primera de esta saga.

Capítulo 1. La sorpresa

El Campillo, jueves 5 de marzo de 1868.

María mira en el espejo del tocador de su habitación y ve a una niña que se peina tranquilamente. Sus cabellos castaño-rojizos y algo rizados caen sobre sus hombros; ella coge un lazo y los recoge en una coleta baja que acomoda sobre su hombro izquierdo.

—¿Tu madre te ha dicho que viene a comer la marquesa?

—Sí, ya lo sé, pero, como siempre, no reparará en mí. Comeré sin interrumpir en la conversación de los adultos y solo responderé si se me pregunta y de forma muy educada; suele interesarse por mis progresos en las clases de piano o pintura. Madre se ha preocupado mucho por elegirme el vestido y ha insistido mucho en que baje pronto al salón para recibir a los invitados, así que supongo que doña Matilde vendrá acompañada, pero no sé por quién, sus sobrinos le visitan, pero no mucho.

—Estás muy guapa.

—El vestido es algo incómodo. Los vestidos que uso a diario son más sencillos y menos ceñidos, pero madre se ha empecinado en ponerme este. Es nuevo y siento que me ahoga, pero no he podido opinar. En realidad, es muy bonito, aunque me hace mayor.

El vestido de María era color coral, con mangas casi al codo y un gran volante de puntilla valenciana en el escote. La falda, que no le dejaba ver los tobillos, tenía tres volantes rematados con puntilla también. Ya casi no hacía frio, la primavera había llegado antes de tiempo y, aunque estaban a principios de marzo, el sol calentaba con una fuerza poco habitual.

El carruaje de la marquesa estaba llegando. María bajó las escaleras canturreando, salió al porche y se colocó al lado de su madre. Su padre y su hermano Andrés se acercaron al coche de caballos, abrieron la puerta y ayudaron a bajar a Matilde. Era una mujer de 48 años, pero aparentaba muchos menos. Su mirada era inquietante, nadie se atrevía a mirarle a los ojos, y siempre iba envuelta en lujo. Su vestido era de seda francesa, color azul oscuro con encaje en el escote que dejaba al descubierto sus hombros rectos y perfectos; su silueta pequeña acababa en una falda amplia rematada con encaje en todo el bajo. Además, lucía joyas de oro y zafiros a juego con el vestido. Todo el conjunto era de una belleza arrebatadora, pero las personas que la observaban sentían temor; sus hermosos ojos tenían una mirada dura y penetrante que pocas veces se transformaba en dulce y cariñosa. Solo dos personas conseguían ese milagro.

Detrás de la marquesa, un hombre descendió del carruaje. María no le conocía, pero su padre y sus hermanos le saludaron efusivamente. Ambos invitados se acercaron a ella y su madre. Matilde le dio dos besos y le pellizcó la mejilla, dejándola dolorida y roja.

Rosa sentía envidia de las sedas, los encajes y las joyas de la marquesa, sabe Dios que ella también los había vestido cuando su suegra vigilaba a Andrés, pero desde que había muerto, su marido se había dejado llevar por malos consejos y para seguir adelante habían vendido las joyas más caras y los vestidos se habían gastado y ya no se podían utilizar. Llevaba para la ocasión un vestido de manga tres cuartos de seda nacional burdeos, con un discreto escote rematado por un camafeo que había sido de su madre, una de las pocas joyas que aún le quedaban. No era muy guapa, pero en su juventud había sabido conquistar a Andrés, si bien no había sido del agrado de su suegra. No obstante, esta nunca había intervenido en su contra, pues la difunta pensaba que cada persona debe casarse con quien quiera y Rosa era el amor de su hijo.

El caballero que acompañaba a la marquesa no era demasiado mayor. Se acercó a Rosa, le besó la mano y le entregó un ramo de rosas blancas. Luego se acercó a María y, mientras le besaba la mano con los labios algo húmedos, que le provocaban limpiársela, susurró:

—Es hermosa.

Mientras entraban en la casa, María quedó detrás de toda la comitiva y logró finalmente limpiar su mano en la falda del vestido sin que nadie le viera.

Se dirigieron a la terraza, donde les esperaba un aperitivo. La mesa lucía un jarrón con rosas rojas, alrededor del cual estaban los platos con queso de cabra, aceitunas, almendras tostadas, cecina, jamón, tortilla, pan y rosquillas y las copas con manzanilla.

Rosa y la marquesa hablaban en voz baja y solo pudo oír al llegar que su madre decía:

—No, no sabe nada.

María se acercó y sonrió, no le interesaba el tema de conversación.

Carmen fue discretamente hacia Rosa y le dijo:

—Cuando usted lo ordene, se puede servir la comida.

—Ya mismo, Carmen. No quiero que nada salga mal.

—Tranquila señora, está todo como usted pidió.

Rosa se dirigió a todos y elevando un poco el tono dijo:

—Podemos pasar al comedor.

La mesa estaba perfectamente preparada: la vajilla de porcelana inglesa con la cristalería de Saint-Gobain de origen francés, que contrastaban con los platos servidos. La familia no tenía un bienestar económico, en los últimos tiempos la poca pericia de Andrés para dirigir el cortijo y malas inversiones les habían arrastrado a contraer grandes deudas, sobre todo con la marquesa. El primer plato era remojón, como se preparaba en esa zona —la comarca de El Campillo, al oeste de la provincia de Almería, a unos pocos kilómetros de Los Vélez—; el segundo plato, salmonetes con ajo blanco, y de postre, tarta de queso de Lubrín.

María comía sin hablar, solo contestaba las preguntas que le hacía doña Matilde.

—¿María, cuantos años tienes? —preguntó Matilde interesada.

—Tengo trece años… Bueno, casi catorce —contestó María.

—Cuéntame, ¿recibes clases?

—Sí: clases de piano, pintura, letras, latín, francés, buenos modales y teología, por supuesto.

—Tía, deja que hablemos los hombres de temas importantes. Don Andrés, ¿cómo le ha afectado la situación económica actual?

Lo preguntaba con sorna porque sabía que las decisiones financieras que había tomado Andrés le habían perjudicado a nivel económico y quería humillarle.

Andrés bebió un poco de vino; igual que el resto de la comida, no era de gran calidad, pero lograba mantener la dignidad familiar y, con cierto nerviosismo, comenzó a explicar la situación en la que se encontraban.

—La caída de las acciones de las ferroviarias donde había invertido casi todo el capital me ha dejado sin respaldo financiero. Además, los bancos ya no dan créditos y, para colmo de males, las malas cosechas están provocando un gran problema que nos está costando afrontar.

—Don Andrés, no exagere. Verá que si se aproxima a buen árbol, le dará buena sombra.

Rosa, que no entendía nada de economía —salvo que ya no podía traer telas de París para sus vestidos—, interrumpió.

—Doña Matilde, ¿la comida es de su gusto?

—Sí, querida, es agradable probar platos populares de vez en cuando para recordar que no solo existe la comida francesa.

Rosa tragó saliva con dificultad y sonrió de mala gana. La había humillado, la había puesto a la altura del poblacho y eso no le gustaba, pero no podía decir nada, le tocaba aguantar, estaban a su merced.

Andrés, hermano mayor de María, se decidió a hablar para intentar distender el ambiente, ya que Matilde y Diego sonreían como iguanas y sus padres apenas podían tragar el agua que bebían a sorbos cortos.

—Don Diego, no hace mucho que está por aquí, ¿verdad?

—Cierto, hace poco tiempo.

—¿Prefiere Almería a Granada?

—Prefiero a mi tía al resto de la familia. Desde que enviudé, mi vida cambió radicalmente. Necesitaba un cambio de aires.

Cuando terminó la comida y pasaron a tomar café y coñac los hombres, y las mujeres algún licor de los que siempre había en las casas de buena familia, comprado a las monjas del convento más cercano, se acomodaron en el salón. Una mesa de centro de caoba como los sillones —estos tapizados de terciopelo azul— presidian la estancia. Jarrones de porcelana colocados en mesas auxiliares con flores naturales del jardín de Rosa decoraban el lugar.

 

María creía que ya había finalizado su suplicio, porque a ella estas reuniones formales no le gustaban, pero fue cuando el suplicio realmente comenzó y se prolongó durante toda su vida.

Matilde muy entusiasmada le pidió:

—María, interpreta alguna pieza en el piano, estamos deseando oírte.

María interpretó el Nocturno, op. 9, n. 2 de Frederic Chopin. La hipnotizaba, la llevaba a otro mundo, le daba la sensación de que flotaba en el aire, y así era. Por suerte, nadie se preocupaba de mirarle los pies, porque de haber sido así, hubiesen notado que levitaba a varios centímetros del suelo.

Cuando terminó de ejecutar el nocturno, María comenzó a oír algo que nunca había imaginado. El sobrino de la marquesa se puso de pie y con gesto serio le dijo a su padre:

—Don Andrés, me haría el hombre más feliz del mundo si me entrega a su hija en matrimonio.

El padre de María, que era un buen hombre, pero con pocas habilidades sociales, palideció de repente y balbuceó:

—Bueno, es una niña, aún no tiene catorce años.

La marquesa se apresuró a decir:

—Esperaremos a celebrar la boda cuando los cumpla, pero me gustaría que estuvieran comprometidos.

Rosa miró a su marido con gesto serio y luego a la marquesa, suplicante. Entonces, esta agregó.

—Como en la familia no hay deudas, ya no tendríais ninguna deuda conmigo.

La cara de Rosa se iluminó y Andrés, que sabía que si la marquesa le reclamaba el dinero que le debían se quedarían sin bienes, aceptó sin poder hacer más.

María comenzó a ver una luz brillante frente a sus ojos. Otras veces ya le había sucedido, cuando corría por el campo, cuando se quedaba noches enteras sin dormir leyendo, pero esta vez, además, sentía las voces muy lejanas y, de repente, cuando volvió a la realidad, estaba rodeada por sus padres, sus hermanos, Matilde y Diego.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó su padre, sabiendo que no, no estaba bien; acababan de sentenciar a muerte lo que quedaba de su infancia y su juventud.

La marquesa, en tono divertido, dijo:

—Diego, tienes muchas enamoradas, pero que se desmaye por ti, creo que es la primera.

Diego soltó una risita socarrona y dijo:

—Eso que no me conoce.

—Lo siento mucho, pero no me siento bien.

Dijo María, y se retiró a su habitación acompañada por Carmen, que conocía bien el origen de sus desmayos.

Carmen estaba al servicio de la familia de Andrés desde pequeña, fue la nana de Andrés y luego de sus hijos, estaba siempre junto a su señora, como ella llamaba a la abuela de María, y había estado junto a ella en muchos episodios parecidos a este.

—Mi señora, durante los partos y en ciertos momentos de gozo extremo, levitaba. Cuando estaba muy nerviosa, rompía porcelanas y cristales y daba una especie de rampa a las demás personas; cuando estaba dolorida o asustada, veía la luz y se desmayaba. A veces, parecía que se ausentaba por momentos, pero luego volvía a la realidad como si nada hubiera sucedido, o casi nada, como derramar caldos, dejar caer a los niños o rodar por las escaleras. Por eso siempre estuve a su servicio, para que no le ocurriera una desgracia, aunque no fue suficiente...

Carmen se quedó pensativa unos segundos y siguió hablando con voz suave mientras cogía las manos de María entre las suyas.

—La señora sabía dominar muy bien esos momentos, y mi pequeña María tiene que hacer lo mismo a partir de ahora.

María no podía pensar con claridad. Temblando, se encogió en la cama y se quedó dormida. Volvió a abrir los ojos cuando su madre entró en la habitación.

—María, es la hora de cenar, ¿ya estás mejor? ¡¿Pero qué pasa contigo?! ¿Estás llorando? ¡Mira cómo tienes los ojos! Cualquier muchacha estaría dando saltos de alegría de saber que uno de los sobrinos de la marquesa quiere desposarla, y tú, llorando. Como te faltan aún tres meses para cumplir los catorce, tenemos tiempo de organizar con tranquilidad una fiesta de compromiso y la boda. Solo de pensarte vestida de novia, siento escalofríos. Estarás preciosa.

María escuchaba todo lo que su madre decía sin poder creer aún que hablaba de ella.

Vélez Rubio, jueves 5 de marzo de 2015.

De repente, sintió que le tocaban el hombro. Era él. Le besó el cuello y la visión desapareció.

—¿Estás lista?

—Sí, ya podemos bajar.

—¿Te pasa algo?

—No, nada, estoy un poco cansada. Será por el viaje. Vamos.

—Son los años...

Se puso en pie, le cogió la mano y, mientras salía de la habitación, por el rabillo del ojo seguía mirando el espejo. Le había trasladado a otro tiempo y había sido testigo de una parte de la historia de esa joven que, casualmente, se llamaba como ella: María.

Bajaron al restaurante del hotel. Alejandro había reservado una mesa con vistas al jardín. María sintió un escalofrío.

—¿Tienes frío? —le preguntó Alejandro.

—Un poco —respondió María.

—¿Quieres que te traiga el fular?

—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto, sabes que haría mucho más.

Le cogió la mano y la besó mientras sonreía. Por fin la tenía. Le había costado mucho que dejara su hogar, pero lo había conseguido, ella estaba perdidamente enamorada de él. Este era su primer viaje juntos y solos, con la excusa de un congreso. Ambos eran pediatras y se habían conocido hacía un año, cuando María comenzó a trabajar en la Clínica Materno Infantil de Luján.

Después de este viaje ya no tendría dudas, lo abandonaría todo y se iría con él. Alejandro pensaba esto mientras subía las escaleras a la habitación.

Mientras tanto, María intentaba distraerse. Al coger la carta del restaurante para elegir la cena, lo vio: se llamaba La marquesa. Era un hotel con encanto, en el pasado había sido un palacete. Aprovechó que estaba sola para ir a la recepción y allí estaban: dos óleos presidiéndola. En el de la derecha, un matrimonio, ella muy joven y él un anciano; en el de la izquierda, la misma mujer, pero algo mayor. Se acercó al mostrador y preguntó al recepcionista.

—¿Quiénes son?

—Los marqueses. Ella fue una de las últimas dueñas de este sitio perteneciente a la familia, luego permaneció cerrado mucho tiempo, hasta que fue vendido y se instaló el hotel.

María estaba segura: era Matilde, esa belleza enigmática, con esos ojos tristes, aunque sonreía.

—¿Sabes si algún huésped ha comentado algo sobre el espejo de la suite?

—¿Se ha roto? Enviaré mañana a una persona de mantenimiento para que lo repare.

—No, no se ha roto. No es eso, es que...

Se dio cuenta de que nadie le creería, que la tomarían por loca. Agregó:

—Es muy bonito, me gustaría saber dónde lo compraron.

—Es una antigüedad, estaba en el palacete.

—Gracias.

Volvió a la mesa y se sentó. Enseguida regresó Alejandro. La envolvió con el fular mientras le daba un beso en la oreja y suavemente le lamía el interior del lóbulo; María se estremeció de placer. Cada vez que él la abrazaba o besaba, sentía una punzada en el vientre, entre placer y temor. Le asustaba no poder dominarse, estar entregada a él sin reservas, ser presa de los instintos más bajos y no poder dominarlos.

Alejandro se sentó y llamó al camarero.

—¿Qué van a querer los señores para cenar?

—Pulpo marinado, rabo de ternera guisado con huevo y foie-gras y coulant de chocolate y frutos rojos —se apresuró a contestar Alejandro.

—Ensalada caprese, gambón al vapor con espuma de mariscos y macedonia de frutas —dijo María.

—Nuestro sommelier puede aconsejarles el vino, si lo desean.

—Sí, que nos aconseje, queremos lo mejor de la carta —Cuando el camarero se fue, continuó hablando a María—. No puedo creer que estemos aquí. Creo que puedo ser feliz otra vez, no me dejes.

—Sabes que te amo, pero estoy nerviosa, intranquila. No soy así, no engaño a mi marido y a mis hijas, nunca había hecho esto.

—Lo haces porque me quieres, necesitas tenerme a tu lado.

—¿Tú no te sientes culpable? ¿Y tu familia?

—No sospecha nada, Verónica no tiene la menor idea.

—Eso es porque tu actitud no cambia con ella, yo no puedo, no estoy igual con Óscar. Te pareceré una tonta, pero no puedo.

—No hablemos más de eso, estamos aquí para disfrutar, para amarnos. Olvídate.

—Si pudiera...

—Yo te haré olvidar de todo.

Cuando terminaron de cenar, subieron a la habitación. Mientras cerraba la puerta con una mano, con la otra la cogía del cuello y la besaba con pasión. Podríamos decir que su actitud era apasionada y agresiva, pero ella se dejaba llevar, no oponía resistencia. Era igual que siempre: una mezcla de placer y miedo que la paralizaba, solo podía entregarse a él sin reservas. Le quitó el vestido, rompiéndolo, no le dio tiempo a que ella le ayudara y, cuando la recostó en la cama, se quitó los pantalones. Ella le desabrochó los botones de la camisa y se la quitó; él le arrancó el sujetador y las bragas y, sin darle tiempo a reaccionar, la puso de espaldas y la penetró. Ella ahogó un grito y comenzó a llorar, la estaba sodomizando sin saber si ella lo deseaba, con una brusquedad aún mayor que otras veces que también le había hecho daño mientras la penetraba, aunque hasta ahora nunca había sido así. Ella justificaba su agresividad por su juventud, era un hombre mucho más joven que ella y eso le atraía aún más, le hacía sentirse más joven, seguía sin saber qué encontraba en ella para querer estar a su lado.

Él seguía penetrándola sin darse cuenta de que estaba sangrado y que ya casi no podía respirar. Cuando llegó al orgasmo y eyaculó, se retiró y se tumbó a su lado. Entonces comenzó a besarle la espalda, se recostó encima de ella y comenzó a hablarle al oído.

—¿Te lo has pasado bien? Dime algo, ¿no te lo esperabas? ¿Has gozado como nunca?

—Me has hecho mucho daño. Si me lo hubieses pedido, sabes que no me hubiese negado, pero no así. Tengo mucho dolor, me has humillado.

—¿Qué dices? Solo he querido hacerte gozar.

Se puso a su lado, le dio la vuelta y vio que lloraba. Comenzó a besarle la frente, los párpados, con la lengua le enjugó las lágrimas de las mejillas y, finalmente, le mordió los labios y luego introdujo su lengua en la boca, besándola hasta que sintió que se estremecía de placer.

—Te quiero. Nunca pensé que podía perder el control de esta forma. Soy tuya. Me tienes hipnotizada, te deseo constantemente, quiero tenerte dentro de mí a todas horas. Yo pensaba que ya no podía sentir así, creía que era mayor y he descubierto que puedo amar de forma más apasionada ahora que cuando tenía veinte años.

—Sientes así gracias a mí. ¿A que tu marido no te hace vibrar, temblar y gozar como yo lo hago?

—Pero no vuelvas a hacerme daño. Haré lo que quieras, pero no así. Me has hecho sufrir mucho.

Se abrazó a él y se dio cuenta que se estaba quedando dormido. Estuvo un rato esperando que despertara, pero cuando se dio cuenta que no iba a pasar, salió de la cama y fue al baño. Había sangrado bastante, casi no podía caminar, así que llenó la bañera y al entrar en el agua caliente sintió un fuerte dolor en la zona genital. Estuvo en el agua hasta que se fue el dolor y ya no sangraba. Se sentía mal, nunca se había imaginado forzada a hacer algo que no sabía si quería hacer y él ni siquiera se había preocupado por lo que le pasaba; sin embargo, quería volver a la cama para abrazarlo. Salió de la bañera, se enfundó en el albornoz y no lo pudo resistir, se sentó en el tocador y miró fijamente al espejo. Pero sintió miedo y se fue a la cama, se quitó el albornoz y se durmió desnuda junto a Alejandro.

María se despertó porque entraba sol por la ventana. Alejandro no estaba en la habitación. Esperó un rato y, como no volvía, decidió pedir el desayuno en la habitación y se sentó frente al espejo, quería saber si las imágenes volvían a aparecer.

El Campillo, noche del jueves 5 de marzo de 1868.

La noche era clara, el cielo estaba cuajado de estrellas, pero sobre el pabellón de caza del palacete de la marquesa, el cielo era negro. Una niebla envolvía el sitio, aullidos de lobos se escuchaba a lo lejos y los cascos de un caballo rompían el silencio estremecedor de la noche. Al acercarse, vio que ya habían llegado varios antes que él. Desmontó, ató el caballo y entró. Cuando vio a su padre, se acercó para saludarle.

 

Todos los hombres allí reunidos iban ataviados con capas negras con capucha y largas hasta los pies. Además, llevaban máscaras que les cubrían las caras, era imposible adivinar quienes eran.

—¿Traes buenas noticias?

—Casi. Es como a mí me atraen, ya sabe usted padre.

—Sí, lo sé, por eso tengo contigo, que eres uno de mis hijos predilectos, la deferencia de dejártelos antes de extraer toda su energía. Ten cuidado, me los tienes que entregar vivos, que no vuelva a ocurrir.

—Sí, padre, lo siento. No volverá a ocurrir.

—¿Ella sospecha algo?

—Nada. Sabe que no soy trigo limpio, pero, no sé por qué, lo soporta.

Se acercó otro hombre al grupo.

—Señor, ya han llegado todos, podemos dar comienzo.

Uno de los jóvenes traía arrastrando a una pequeña que lloraba angustiada.

—Tú, muy bien, ¿desde dónde vienes?

—Desde Valencia. Ha sido complicado llegar con la niña sin ser descubierto, pero lo he conseguido.

—Es preciosa.

Dijo el hombre que acompañaba al mayor desde el principio, al único que él llamaba hijo. Este se acercó al altar de mármol que había en medio de la sala y le acarició la cara.

—Lo siento, esta no es tuya, no puedo dejártela.

—Lo sé, padre. En este pueblo hay muchos niños, estoy satisfecho.

Todos los hombres formaron un círculo alrededor del altar donde estaba la niña y comenzaron a cantar en un lenguaje ininteligible para casi todos los mortales: la lengua oscura, aquella que utilizan los demonios, la lengua del caos.

Cuando llevaban un buen rato cantando y se encontraban sumidos en trance, el hombre mayor, que dirigía a los demás, se acercó y puso sus manos sobre el corazón de la pequeña. Una luz se proyectaba desde ella hasta él, toda la energía vital de la niña la abandonaba e inundaba una a una todas y cada una de las células del cuerpo del ser que la estaba matando. No se detuvo hasta que el pequeño corazón dejó de latir y los ojitos horrorizados se quedaron abiertos, mirándole mientras la devoraba con sus manos.

Ese ser espeluznante elevó sus ojos, suspiró y entornó sus parpados, y por fin separó las manos del cuerpo de la pequeña.

—Llévatela de aquí. Deberías dejarla en un sitio donde le encuentren, cerca de donde le has secuestrado. Es entrañable ver llorar a sus padres.

—Sí, mi señor, como usted ordene. En cuanto acabe la ceremonia.

Continuaron cantando e invocando a Satanás, su señor supremo. Luego, el que dirigía la ceremonia cogió una copa con una bebida que se fueron pasando uno a uno, hasta el último. Cuando la ronda hubo terminado, comenzaron a despedirse y se marcharon.

Entre los pinos que rodeaban el pabellón, alguien espiaba la escena. Alguien escrudiñaba sigilosamente cada paso de esos peligrosos hombres, pero no lograba adivinar quiénes eran, aunque en el fondo lo intuía, una vez más.

Capítulo 2. María y Jorge

María nació en primavera, los primeros días de junio. Su madre casi no sintió dolor en el parto. Después de haber parido a dos varones grandes y robustos, habiendo pasado un día entero de dolor con cada uno antes de lograr echarlos al mundo, con hemorragias y fiebres luego, pensando que no sobreviviría ninguna de las dos veces, el nacimiento de María fue como tocar el cielo. La niña era pequeña y delgada, y antes de terminar de acomodarse en la cama, ya estaba fuera y la miraba con ojos de sorpresa. La abuela de María la cogió en brazos y dijo:

—Es hermosa y especial, tan especial como yo.

María de la Vega, la madre de Andrés Jordán, nació en una familia acomodada. Desde muy pequeña mostró aptitudes diferentes a las demás personas que algunos las consideraban virtudes, otros enfermedad y muchos obras del diablo. Su tía materna la comprendía y ayudaba, pero sus padres pidieron socorro a muchos médicos sin resultado y al fin se conformaron con asistir impávidos a que su hija levitara, moviera objetos y tuviera ataques. En contra de los que todos auguraban desde que era muy pequeña, tuvo una larga vida, y además bastante buena: contrajo matrimonio con un buen hombre, que la adoraba y tuvieron hijos e hijas a los que se dedicaron con devoción. Esta idílica vida solo se vio truncada por el incidente de aquella vez, pero bueno, eso ya os lo contaré en otro momento. Pero María supo sobreponerse a todo y continuar viviendo por sus hijos y sus nietos luego.

Desde muy joven, tuvo a su servicio a Carmen, que aún era una niña. Estuvieron juntas hasta que María, una noche de verano, se sintió muy cansada, se acostó en su cama y dejó de respirar. No había estado enferma. Esa mañana había salido a dar un paseo por el pueblo, al que Carmen no había podido acompañarla, y nadie sabía dónde había estado, pero cuando volvió, su cara alegre se había desdibujado. Abrazó a sus nietos y a su amada nieta, María, a la que llamaba su sucesora, y se fue a su habitación. Carmen, que estaba velando su sueño, de repente lo notó, su espíritu había abandonado su cuerpo.

Las lágrimas inundaron las mejillas de Carmen. Otra vez se quedaba sola, otra vez volver a comenzar. Habían estado juntas una vida y ella también estaba cansada, pero no podía abandonar, hacía tiempo se lo había prometido: cuidaría de la pequeña María. Tenían un mal presentimiento y temían que algo malo le sucediera algún día. Antes de dormirse, María se lo había hecho prometer otra vez. Su última frase había sido:

—Cuida de mi pequeña, no la dejes nunca. Tengo mucho miedo, igual que aquella tarde con mi pequeño. Es algo muy malo, pero no lo veo. No pude saber qué pasaba y temo por mi María.

—Nunca la abandonaré, estaré a su lado siempre, lo prometo.

Se cogieron las manos y María se quedó dormida. Así estuvo hasta que su espíritu decidió abandonar este mundo.

Rosa, que nunca había entendido a su suegra —una mujer alegre, divertida y liberal para esos tiempos—, sintió un escalofrío cuando esta le dijo que la niña era como ella. Rosa era una de esas personas que creían que las aptitudes de su suegra eran obra del diablo, solo pensar que su hija heredara algún poder maligno le horrorizaba. La miró fijamente y le contestó.

—Es mi hija y no permitiré que me la robe.

—Nunca haría algo semejante, pero no la pierdas, no la des a cambio de nada.

Rosa cogió a la niña, se recostó en la cama y la puso en su pecho. La pequeña, como si de una experta se tratara se prendió del pezón y comenzó a succionar. Sus hermanos habían necesitado una ama de cría porque ninguno había logrado sacar leche de los pequeños pechos de su madre. Rosa lloraba de felicidad al ver cómo la niña tragaba sin parar leche de sus pechos, los mismos que las criadas entre risas murmuraban que estaban secos porque no servía para ser madre.

Para su pesar, Rosa tuvo que ceder y ponerle a la niña el nombre de su suegra, su marido fue intransigente. Era un hombre tranquilo y realmente bueno, con su mujer, sus hijos y con todos —quizás ese era su gran defecto, quería a todo el mundo—, pero con respecto al nombre de la niña, no hubo discusión: sería María.

La pequeña María creció como una flor silvestre, hermosa y sensible. Cuando cumplió cinco años su padre, que la adoraba, le regaló una muñeca de porcelana con el cabello color miel, ojos azules y un vestido rosa de gasa y tul. La niña estaba tan feliz que comenzó a levitar, moviéndose de un lado a otro del salón. Sus hermanos se reían porque el espectáculo les resultaba tremendamente divertido, su abuela sonreía con satisfacción porque estaba orgullosa de su sucesora y Rosa lloraba desconsoladamente porque repetía sin parar que eso no podía ser obra de Dios. Sin embargo, claro que lo era; igual que algunas santas habían conseguido el prodigio luego de muchas horas de meditación al llegar al éxtasis, María lo conseguía naturalmente, sin el menor esfuerzo.

Cuando consiguieron cogerla, María dijo:

—¿Por qué tanto alboroto? Solo estoy mirando a mi muñeca nueva.

A los 6 años, María comenzó sus estudios. Acudían profesores a su casa a impartir clases a sus hermanos y fue ella la que pidió que le enseñaran a ella también. Quería aprender a leer y escribir, quería leer libros, y su abuela, sin dudarlo, habló con su hijo para que así fuera. Un año más tarde, comenzó las clases de piano. Para ello acudía a casa de doña Mabel, que era la profesora de piano del pueblo. Allí, además de aprender a ejecutar el piano, jugaba con las hijas del doctor Sánchez, que también asistían a clases junto con Jorge, el hermano mayor de estas, que era un alumno aventajado. A medida que pasaron los años, María se transformó en una niña preciosa, inteligente y alegre.