En esta vida o en la eternidad

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Doña Mabel enfermó y ya no pudo seguir con las clases de piano, así que las delegó en su mejor alumno, Jorge, convirtiéndose en profesor de María, para ella, su preferido. Ya no acudía ella a clases, era él quien iba a casa de María dos veces por semana.

Hacía varios meses que María le esperaba ilusionada cada día que tenía clases. Sentía por él un amor platónico que esperaba transformar en real cuando fuese mayor.

Pero los tiempos cambiaron. Andrés Jordán, el padre de María, no estaba bien dotado para llevar adelante la finca familiar. Sus padres habían intentado que aprendiera desde muy joven, pero había sido imposible y poco a poco la familia se había visto abocada al desastre económico del cual María los rescataría.

Dos semanas después de la comida fatídica para María, una mañana entró Carmen a la habitación muy nerviosa y le dijo:

—María, ha venido una criada de la marquesa y le ha dicho a tu madre que esta tarde vendrá don Diego a conversar contigo.

María sabía que no podía hacer nada, tendría que recibirlo y atenderle sin protestar. No quiso elegir el vestido que llevaría, su madre no encontraba uno adecuado para la ocasión.

—Tenemos que mandar a hacer vestidos nuevos, estos son de niña. Escogeremos este, que te sienta muy bien.

María se puso el vestido sin decir nada. Era color lavanda, de seda. Tenía un pequeño escote rematado con lazos sobre los hombros y manga corta. La falda caía ligera, apenas le cubría los tobillos, con tres volantes pequeños que le daban volumen. Le recogieron el pelo en una coleta alta con un lazo lavanda como el vestido. Su madre la perfumó y la niña comenzó a estornudar y toser por culpa del perfume.

—¡Madre, basta! Déjeme, que ya me han vendido, no hace falta que me prepare para ponerme en el escaparate.

—¡No me hables así, que todavía vives bajo mi techo y puedo darte un azote!

—Eso estaría bien, así le dice a ese tal Diego cuando llegue: «La niña tiene la cara desmejorada porque le he pegado por desobedecer». ¿Se imagina, madre? ¡Qué cara se le quedaría!

María comió en su cuarto y al poco rato vino Carmen a buscarla.

—Vamos, María, ya llegó tu pretendiente.

María hizo una mueca de disgusto, salió de la habitación y antes de bajar las escaleras se quedó mirándole. Era un hombre alto, corpulento, con el cabello castaño y ojos grandes, azules, de un azul oscuro como de mar profundo o de cielo nocturno, penetrantes, con pestañas tupidas y cejas perfectas. Su nariz era recta, pequeña, los labios carnosos, bigote pequeño, realmente bello. Bajó lentamente las escaleras. Cuando llegó al pie de esta, levantó la mirada y le miró de nuevo. Estaba allí con la misma cara de borde de la vez anterior. Había tenido la esperanza de que al verlo nuevamente cambiara su actitud hacia él, que quizás su primera impresión fuese equivocada, pero no, le seguía pareciendo igual de pedante y soberbio.

—Buenas tardes, querida —le dijo mientras le entregaba un ramo de flores.

—Gracias —musitó María.

Rosa se apresuró a quitarle las flores de las manos y dijo.

—Son preciosas.

Era verdad, las rosas rojas mezcladas con azahares eran realmente hermosas, pero no lograban cambiar el tono de la reunión.

—Don Diego, ¿quiere tomar una limonada? —preguntó Rosa, temerosa de cómo actuaría María. Sabía lo que su hija sentía y sabía que no lo disimularía.

—No, gracias. Creo que María está deseando que salgamos al jardín a dar un paseo.

Diego intentaba desagradar, le gustaba hacer sentir incómodas a las demás personas, y si podía hacerlas sufrir, aún mejor.

Carmen se apresuró a caminar tras ellos y él le dijo con voz firme.

—No hace falta que nos acompañe.

Carmen miró a su señora y Rosa dijo en voz baja:

—Tranquila, no hace falta.

Diego cogió a María del brazo y prácticamente la arrastró con él hasta el jardín. Una vez allí, le dijo:

—Vamos a un lugar más privado, no me gusta que me espíen mientras conozco a mi futura esposa.

—No es conveniente que nos alejemos, mis padres podrían verlo mal.

—Tus padres no dirán nada, están deseando nuestra boda.

Cogió a María por la muñeca y caminaron. Cruzaron la pérgola que estaba en medio del jardín y siguieron andando. Dieron un rodeo al estanque de los patos y se desviaron por un camino que llevaba al granero y los corrales. Detrás de las caballerizas había unos naranjos y allí se detuvieron.

—Aquí nadie nos va a molestar —dijo Diego.

Le cogió el cuello con ambas manos y con los pulgares comenzó a acariciarle la cara. El corazón de María comenzó a saltarle en el pecho, sentía realmente pánico de estar a solas con ese hombre. Continúo acariciándole el cuello, le bajó bruscamente la manga del hombro derecho y comenzó a besarlo, María cerró los ojos y las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos y a correr por sus mejillas. Cuando Diego sintió que las lágrimas mojaban sus dedos, la cogió por la coleta con fuerza y tiró hacia atrás mientras le susurraba en el oído:

—No voy a tolerar esto, no consentiré que me desprecies.

La empujó contra el tronco del naranjo y comenzó a subirle la falda, alcanzando sus muslos, cubiertos por pololos que le bajó con fuerza y maestría. Luego de acariciarlos con rabia, comenzó a tocar sus pequeños pechos, que aún no estaban acabados. Cuando comenzó a mordisquearle el pezón, María vio la luz brillante que le salvaba de todo lo malo según ella y perdió el conocimiento. Diego aprovecho el desmayo para acostarla en el suelo y continuó tocándola. Todavía tenía cuerpo de niña y eso le excitó tanto que no tuvo tiempo de bajarse los pantalones y eyaculó, mojándolos con semen. Entonces se apresuró a incorporarse y marcharse de allí a toda prisa. De camino a su calesa, se encontró con una de las criadas y le dijo:

—Saluda a tus señores de mi parte. María se ha quedado dando un paseo entre los naranjos.

Cuando María recuperó la conciencia estaba tumbada en la hierba, con la falda sucia, su pololo por los tobillos y su hombro al descubierto. Realmente no sabía lo que había pasado porque todavía no sabía lo que podía suceder entre un hombre y una mujer, pero sabía que no se había comportado con ella como correspondía y estaba segura de que nunca lo haría. Se arregló su ropa, se puso en pie y caminó lentamente hasta la casa, subió a su habitación sin que nadie le viera y se cambió de vestido. Cuando estaba terminando de peinarse para bajar a cenar, entró su madre en la habitación y le preguntó.

—¿Qué habéis hablado? ¿Te ha dicho dónde vais a vivir?

—No, madre, no me ha dicho nada.

—¡¿Cómo puede ser?! ¿De qué habéis hablado?

—No hemos hablado nada importante, solo hemos paseado y conversado del tiempo. Supongo que cree que ciertos temas los tratará directamente con padre, ya que está claro que nadie toma en cuenta mi opinión.

María no le contó a su madre lo que había sucedido, le provocaba una profunda vergüenza y tampoco quería hacerle daño, ella adoraba a sus padres, estaba dispuesta a soportar lo que fuera menester para no hacerles sufrir. Trataría de encontrar una solución por su cuenta, estaba segura de que Jorge, su profesor de música, le ayudaría a librarse de tan funesto destino.

Rosa no podía creer que don Diego no le hubiese comentado a la niña dónde vivirían, toda novia debía saber cuál sería su casa. Aún no se habían casado y ya se estaba arrepintiendo del trato. Respiró hondo dos veces y se quitó esa idea de la cabeza. No podían echarse atrás, no podían perder sus bienes, estaban en manos de la marquesa. Sus hijos necesitaban ese dinero para sus estudios y conseguir un buen matrimonio, y María también saldría beneficiada, no había en los alrededores mejor partido que este. En la cena, ella, que era el cerebro de todo, comenzó a dar instrucciones a su marido.

—Andrés, tienes que concertar una visita a don Diego. Tienes que hablar con él sobre dónde vivirá nuestra hija. Hoy le ha visitado y no han hablado al respecto.

Su marido asintió con la cabeza y siguió comiendo. No estaba orgulloso de lo que estaban haciendo y continuó pensativo toda la cena. Estaba seguro de que su madre, si estuviera viva, no les permitiría hacer algo así. Sabían perfectamente que don Diego no era de fiar, era un secreto a voces que estaba allí huyendo de algo, no sabía exactamente de qué, pero sí sabía que se había trasladado a Almería un tiempo después de enviudar, no era muy complicado sacar conclusiones. Y ellos le entregarían a su niña pequeña por dinero, una tremenda locura. No podía creer haber accedido a ello y estaba seguro de que con el tiempo Rosa, la más entusiasmada con la idea, también se arrepentiría. Era una mujer demasiado preocupada por el bienestar económico de los suyos, pero no era mala persona. Sabía a ciencia cierta que se había casado con él más por su dinero que por amor, pero también sabía que le apreciaba y le respetaba con devoción y que se dejaba querer por él sin reservas. Aún después de tantos años juntos, él la amaba y aceptaba ese amor, solo en los últimos tiempos ella estaba más alejada, pero porque estaba preocupada y algo enfadada por los problemas económicos, y él sabía que si todo mejoraba, ella volvería a él. Ese era el motivo fundamental por el cual aceptaba tan vergonzosa transacción.

Dos veces a la semana, los martes y los jueves, Jorge llegaba a casa de los Jordán Torrente.

Jorge Sánchez Teruel era el profesor de piano de María. Llegaba habitualmente sobre las diez de la mañana en su pequeño carricoche tirado por un caballo. Era realmente apuesto: piel blanca, cara delicada, ojos grandes, pelo castaño oscuro, no demasiado alto, delgado, pero, sobre todo, extremadamente educado y bondadoso. Cuando interpretaba en el piano valses y mazurcas, parecía que las teclas del piano bailaban, los dedos se movían con tanta agilidad que casi no se veían, era un virtuoso. Pertenecía a una familia sin apremios económicos que instruían tanto a su hijo como a sus hijas porque creían que era muy importante para ser alguien en el mundo. Dicho pensamiento era casi insólito en aquellos tiempos.

 

Jorge, a pesar de no necesitarlo, daba clases de piano a varios niños de los alrededores porque quería viajar a Viena para perfeccionarse, quería ser un gran concertista. Su padre prefería que fuese médico, como él y su abuelo, era una tradición familiar, pero hasta ahora había respetado su decisión, aunque tenía la esperanza de convencerle de que dejara a un lado la música por ayudar a los demás.

Hacía dos semanas que no acudía a casa de María a impartirle sus clases de piano, había viajado a Madrid para participar en un concierto en el Teatro Real en el que la reina había sido una de las entregadas espectadoras. Aquella mañana, María estaba esperándole junto a la puerta, espiando por el cristal de la ventana. Cuando le vio llegar, salió corriendo a su encuentro y le pidió por favor que no entrara, que tenía que contarle algo muy importante.

—¿Qué sucede María, por qué estás tan alterada?

—Tengo que casarme. Mi futuro esposo es el sobrino de la marquesa, don Diego. En unos veinte días es nuestro compromiso. Tienes que ayudarme a escapar, es la única manera de salvarme —Jorge tenía un afecto especial por María, era una de sus mejores alumnas y además era tan inteligente y graciosa... Pero realmente ignoraba cómo podía ayudarle. Se quedó mirándola desconcertado; la noticia le había turbado la conciencia, no podía imaginar a su pequeña casada. Como no contestaba, María se adelantó—. Es muy fácil: tienes que raptarme, me escapo contigo y luego nos casamos. Carmen me ha contado que jóvenes del pueblo lo hacen.

Jorge de repente despertó. Tenía un gran cariño por María, pero nunca la había visto como una mujer, esa posibilidad le parecía imposible.

—María, cariño, tú sabes cuánto te quiero, pero no voy a hacer eso, eres una niña.

Por las mejillas de María comenzó a correr un torrente de lágrimas. No podía hablar, cada vez que intentaba decir algo se ahogaba, los sollozos no le dejaban. Por fin pudo balbucear.

—No me quieres. Si me quisieras, me ayudarías.

—No lo entiendes, no puedo, eres mi pequeña. Quiero que sepas que siempre estaré cerca de ti, que cuando me necesites siempre acudiré a tu lado.

María no podía creer que su última esperanza se esfumaba. Además, ella sí estaba locamente enamorada de su profesor de piano, era su príncipe azul y acababa de bajarse del caballo y convertirse en un mero mortal.

—Tienes que conseguir que puedas continuar con nuestras clases de piano, así yo podré estar al pendiente de cómo te encuentras.

Entraron en la casa y comenzaron con la clase. Rosa entró de repente y se dirigió a él.

—Don Jorge, queríamos invitarles a usted y a su familia al compromiso de María, que será en tres semanas.

Jorge le miró con gesto serio y le contestó.

—Me halaga con su invitación, pero estoy realmente sorprendido, ¡María es tan pequeña para un compromiso!

—Agradezco su interés, pero el tema no está en discusión —Se giró sobre sus pasos y se fue tan silenciosa como había llegado.

La clase terminó sin que casi hablaran ni se miraran. Antes de irse, Jorge le dijo:

—Hasta el jueves —Mientras le acariciaba la cabeza con mucha ternura. Quería que ella estuviera segura de que, pasara lo que pasara, no la abandonaría.

Se fue a su casa y durante todo el camino no pudo quitarse la idea de la cabeza. Aunque tenía 20 años, era sensato y sabía que no estaba bien. Además, el nombre de Diego no le era desconocido, estaba seguro de que había oído hablar de él y no precisamente bien, tenía que investigar. Llegó a su casa y fue directamente al despacho de su padre, pero cuando iba a entrar, vio que unas personas estaban en la sala de espera.

—Buenos días, ¿esperáis a mi padre?

—Está atendiendo a nuestra hija Clara. Anoche no volvió a casa y al alba la hemos encontrado en el campo. Alguien le ha atacado, está muy mal. Pensábamos que se moría, que no llegábamos.

Se abrió la puerta y don Antonio se acercó con gesto serio.

—Tranquilos, se recuperará de las heridas. Tardará mucho tiempo, pero lo conseguirá. Lo más difícil será que cicatricen las heridas del alma. ¿Tenéis idea de quién pudo ser el malnacido que le ha hecho esto?

—No. Ella tampoco lo sabe, no deja de repetir que es un monstruo.

—Podéis pasar a verla.

—Jorge, hijo, llévalos a su casa en el coche, la pobrecita no está en condiciones de ir en burro.

Jorge comenzó a caminar tras su padre y le preguntó:

—Padre, ¿qué sabe de don Diego, el sobrino de la marquesa.

Su padre le miró con el entrecejo fruncido y le preguntó:

—¿Por qué te interesa? Ya sabes lo de la boda —se contestó a sí mismo—. No te metas, no es buen hombre y no quiero que tengas problemas.

Jorge se puso muy nervioso.

—¡¿Qué quieres decir? ¿Por qué no es buen hombre? ¿Y por qué voy a tener problemas? Doña Rosa nos ha invitado al compromiso de María y don Diego. ¡Padre, es una niña!

Lo dijo casi gritando.

—Eso ya lo sé yo, le traje al mundo, pero no sé por qué te preocupas tanto...

Jorge tampoco lo entendía. Sentía la necesidad imperiosa de ayudarla, pero él era un caballero, no se escaparía con una niña de 13 años. Quizás en lo más profundo de su corazón estaba esperando a que María creciera y se transformara en una hermosa joven y de repente se la arrebataban.

—Don Diego Laso tiene 35 años. Antes vivía en Granada, es viudo, se casó hace bastante tiempo con una jovencita, más o menos de la edad de María, y años después ella enfermó y murió, pero los médicos no se explicaban qué le pasaba, se fue apagando de a poco. Dicen que él no le hacía caso, que no se preocupaba por ella. No sé, son cosas que dicen, no hagas caso. Además, no es tu problema.

El corazón le latía desbocado dentro del pecho. ¿Por qué se sentía así? ¿Sería la culpa por negarse a socorrerla? Tenía que ayudar a María de alguna manera. La única forma era ganarse la confianza de don Diego acercándose a él, y pondría en marcha su plan ya mismo.

—Madre, no voy a comer con vosotros, luego de dejar a los Guirado en su casa tengo un recado que hacer.

Cogió su sombrero, ayudó a Clara y a su madre a subir al carricoche, luego subió él y se alejó por la calle hacia el camino que lleva a las afueras del pueblo, seguido por el padre de Clara en su borrico. El final del invierno estaba siendo inusualmente caluroso y a estas horas —pasado el mediodía— aún más.

Cuando llegaron a la casa de los Guirado, una fila de hermanillos le esperaban en la puerta, todos con cara de asustados, pensaban que su hermana había muerto. Cuando vieron que Jorge la cogía en brazos y la bajaba del coche, los pequeños comenzaron a reír y las niñas mayores lloraban porque eran conscientes de lo mal que estaba su hermana. Aunque era muy joven —tenía dieciséis años—, para sus hermanos era una madre más.

Jorge siguió las indicaciones de la madre de Clara y la dejó tendida en la cama. Verla tan desvalida le dio mucha pena. Era de corta estatura, muy delgada y morena por el sol. Ayudaba a sus padres en las tareas del campo; era una familia pobre, pero muy honrada y religiosa.

Luego de despedirse de los Guirado, Jorge llegó a la finca de la marquesa unos minutos antes de la una. Aún no estarían comiendo. Sin saber qué le iba a decir, estaba tocando al llamador de la puerta. A la criada desde dentro se le oía decir:

—Un momento, enseguida le abro.

Le había visto por la ventana y le había reconocido. Paca era una mujer regordeta, fiel a su señora, pero amable y de buen corazón. No se le ocurría qué podía querer el hijo del doctor por allí.

—Buenos días, Paca, ¿está la señora marquesa en casa?

—Sí, la señora está a punto de bajar a comer.

Desde lo alto de la escalera, se oyó la voz de Matilde.

—¿Qué hace el muchacho más bien parecido del pueblo visitando a una vieja como yo? Te quedas a comer —afirmó, no era una pregunta.

La vida le había enseñado mucho e intuía que la visita tenía algún interés que ya descubriría.

—Gracias —balbuceó Jorge. Luego continuó—. Me gustaría hacerle una pregunta. Doña Rosa ha invitado a mi familia al compromiso de don Diego y María, ¿sabe usted que doy clases de piano a la pequeña y me gustaría hacerles un regalo personal? Me gustaría tocar el vals para abrir el baile del compromiso, si le parece bien.

Matilde no entendía qué fin perseguía con ello, pero tampoco le parecía inconveniente.

—Por supuesto, podrás agasajar a los futuros contrayentes. Pero, por favor, modifica tu vocabulario, María ya no es una niña.

Jorge se quedó sin palabras y luego asintió con la cabeza y dijo:

—Lo siento.

—Tía Matilde, ¿cómo no me avisas de que tenemos invitados?

Dijo Diego al entrar en el salón para acompañar a su tía al comedor.

—Jorge ha venido a pedir mi autorización para agasajaros a ti y a María interpretando el vals que bailareis en vuestro compromiso, ¿no es un gesto conmovedor?

Diego miró despectivamente a Jorge y soltó una risita burlona.

—Sí, será divertido. Supongo que María estará encantada, está tan ilusionada...

Jorge acababa de saber de la paja que estaba hecho. María no le engañaría, estaba seguro de que Diego conocía perfectamente lo que ella sentía. Lo que no entendía era qué oscura razón le hacía casarse con una niña que no le deseaba en absoluto, en la comarca habría jóvenes a montones deseando desposarse y más acordes a su edad.

El trío sentado en torno a la mesa comenzó a comer casi sin emitir sonido. Jorge estaba decidido a ganarse la confianza de Diego, así que forzó una sonrisa y preguntó.

—¿No hace mucho que está por aquí verdad? —mirando a Diego a los ojos para que no pudiera obviar la respuesta.

—No, no hace mucho. Unos meses y ya me he enamorado de estas tierras. Mi tía necesita a alguien de su familia cerca y yo desde que enviudé quería cambiar de aires. Decidirme fue difícil, pero la insistencia de mi adorada tía me convenció.

Matilde lo miraba con una sonrisa que nunca le había visto, estaba claro que ella estaba feliz de tenerle cerca. Realmente le resultaba llamativo, porque Diego no era un hombre que despertara ternura, pero era su tía, era posible que ella conociera a un Diego que los demás desconocían. Pensaba en si debía darle un voto de confianza y ver cómo evolucionaban los hechos, quizás él también se encontraba presionado por su tía.

La sobremesa fue bastante distendida. Hablaron de música, pintura, libros… Jorge consiguió arrancarle la promesa a Diego de que seguiría impartiendo clases de piano a María. No volvió en ningún momento al tema del compromiso hasta el final de la reunión. Jorge, cuando se disponía a marcharse, insistió sobre el interpretar el vals y prometió una pieza innovadora de un joven compositor que había conocido en su último viaje a París.

A pesar del velo de normalidad que había echado sobre los acontecimientos, no lograba estar tranquilo, sabía que algo no estaba bien. Los siguientes días los pasó ensayando el vals y dando clases a sus alumnos. La última vez que había estado con María le encontró callada, triste y resignada, trataba de no mirarle a los ojos. No sabía si estaba enfadada y por eso le rehuía la mirada o avergonzada por la situación que la llevaba a la boda y por lo que le había pedido. Pobrecita, había visto en él a su salvador, a su caballero andante y él le había traicionado. Luego de la clase, camino a su casa en el coche de caballos, trató de recordar cuándo había conocido a María. La recordaba de sus clases de piano con la señora Mabel, pero ya muchos años antes él conocía a la pequeña María de cuando era un bebé y su madre acudía a la consulta de su padre o cuando este visitaba la casa de los Jordán porque estaba enfermo alguien de la familia y él le acompañaba. Siempre había sido una niña preciosa. Trataba de distraerse contemplando el paisaje: los jaraboles crecían entre las espigas de trigo, los almendros en flor teñían de un rosa pálido los campos a ambos lados del camino, las tomateras se henchían a tomates aún verdes y los pájaros volaban a sus nidos a incubar los huevos donde crecían sus polluelos, pero el primaveral paisaje no lograba distraerle de sus pensamientos. Su María se casaría con otro hombre quizás porque él se estaba comportando como un niño. Así siguió hasta que llegó a su casa.

 

Vélez Rubio, 6 de marzo de 2015.

De repente, María sintió que abrían la puerta y la visión en el espejo se desvaneció.

—Señora, disculpe, creía que la habitación estaba vacía.

—Tranquila, no pasa nada.

—¿Le gusta el tocador?

—Es muy bonito. Me han dicho en la recepción que es una antigüedad, que ya estaba aquí cuando compraron el palacete.

—Sí, ya estaba aquí.

—¿Usted trabaja aquí desde que abrió el hotel?

—No, yo comencé a trabajar hace unos pocos años.

—Su nombre es...

—Carmen, me llamo Carmen. Yo estoy aquí para lo que usted necesite, solo quería dejar unas toallas.

Dejó las toallas encima de la cama y se marchó. En la voz de la mujer, María notó algo extraño, como si ya le hubiese oído alguna vez, pero era casi imposible, nunca había estado en este hotel.

Aún no era la hora de la comida, así que decidió seguir mirando a través del espejo.

Capítulo 3. El Compromiso

El Campillo, abril de 1868.

Rosa dedicó las veinticuatro horas de cada uno de los días previos al compromiso a su organización, quería que todo estuviera perfecto. Pero su preocupación era en vano, estando Matilde a cargo, nada podía salir mal. Excepto que había una persona que no era feliz con dicho compromiso: María.

La señora Sara, dueña del mejor taller de costura de la comarca, puso a su disposición a todas sus costureras para que los vestidos de Rosa y María estuviesen listos para tan importante día y que además fuesen insuperables en belleza, debían demostrar la alta alcurnia de su familia y en nada dejar vislumbrar los aprietos económicos por los que pasaban.

Faltaban muy pocos días para el compromiso y tenían cita para la última prueba de los vestidos, debían lucir perfectas. María caminaba lentamente y su madre no dejaba de insistir.

—¡Vamos, María! No tenemos todo el día, camina más rápido. Hace ya rato que deberíamos haber llegado, la señora Sara está esperando.

María siguió avanzando lentamente por la calle que le llevaba al taller de costura. Su madre y su nana iban delante y ella detrás, quizás esperando que ocurriera un milagro que la salvara de su destino.

Cuando llegaron al taller de costura, la puerta estaba abierta. La señora Sara y las costureras las recibieron con grandes aspavientos, preguntándoles cómo iban los preparativos del compromiso. Rosa daba multitud de detalles sobre la comida, la orquesta, los invitados, pertenecientes a la alta sociedad de Almería, Sevilla y Granada… Cuando la marquesa organizaba una fiesta, nadie quería perdérsela, y tampoco era conveniente dejar de ir por si se podía ofender a la anfitriona. Por fin repararon en que María no decía nada y fue en ese momento cuando se dieron cuenta de que el acontecimiento no despertaba el mismo entusiasmo en todos. Ana, una de las costureras, le preguntó directamente mientras le colocaba el corpiño.

—¿Estás contenta?

María respondió en voz muy baja para que nadie le oyera.

—¿A alguien le importa? —Mientras los ojos se le ponían vidriosos y le comenzaban a caer las lágrimas.

Ana, una muchacha unos años más mayor que María, no entendía porque no era feliz con el compromiso y con la boda, pero le dio mucha pena verla así. Entonces la cogió de un brazo, la llevó a un rincón del taller y la animó a no seguir adelante con los preparativos, pero María agachó la cabeza, se secó las lágrimas con la mano y fue junto a su madre, ella sabía que debía obedecer. Además, su mundo mágico se había desmoronado el día que Jorge se había negado a ayudarla, ya no creía en cuentos de princesas y caballeros andantes, ahora solo creía en la realidad, y la de ella era hacer lo que sus padres querían.

Todas la miraban maravilladas, el vestido le quedaba como pintado: color blanco, tenía rosas pequeñas color rosa muy pálido rematando el escote y la cintura; la falda amplia tenía todo el bajo sembrado de rosas y un lazo del mismo color se anudaba por detrás. En el pelo llevaría las mismas flores. Su madre casi pierde el sentido de la emoción, tuvieron que sentarla y traerle sales y hierbas aromáticas para que volviera en sí.

Hasta la nana, que no estaba de acuerdo con el compromiso y la boda, se emocionó al verla. Su niña ya era un poco menos niña.

Tanto alboroto se armó en el taller que Jorge, que pasaba por allí, se asomó a la puerta para ver qué ocurría, y cuando vio a María el corazón le dio un vuelco tan grande que casi no podía hablar.

Su amigo Pedro, que hablaba animadamente de su última conquista, siguió andando unos metros y de repente se dio cuenta que hablaba solo.

—Jorge, hombre, ¿qué haces ahí de pie? ¿Ahora te interesa la costura? Yo creía que con la música ya teníamos bastante, ¿o es una costurera quizás la que te interesa?

Se asomó por encima del hombro de su amigo y al ver la escena se dio cuenta de que la cosa era más grave de lo que se imaginaba. María estaba allí, bella como una flor en primavera, y su amigo, por ser noble y respetuoso, ya que la consideraba aún una niña, la perdía en manos de un hombre sin escrúpulos.

—Buenas tardes —balbuceó Jorge a las mujeres que estaban en el taller mientras se quitaba el sombrero y agregó—: María, estás hermosa. Tu prometido será el hombre más orgulloso de la tierra.

Los ojos de María se llenaron de lágrimas. Intentó dibujar una sonrisa, pero no pudo. Tragó saliva y respiró muy profundo para ahogar el sollozo.

—Vamos, es mejor irnos, no le hagas más daño. Si la sigues mirando, la próxima en desmayarse será ella.

Le dijo Pedro a Jorge al oído.

Ambos jóvenes saludaron con sus sombreros, Pedro guiñó un ojo a alguna de las costureras y se alejaron por la calle en silencio. Cuando habían hecho unos cien metros, Pedro se atrevió a preguntar.

—Jorge, amigo, te conozco desde que tengo recuerdos y nunca te había visto tan triste. Haz algo y hazlo ya. Cuanto más tiempo pase, más difícil será, ya sabes. El sábado será el compromiso y pondrán la fecha de la boda, y si dejas que se case, ya estará todo perdido.

—No sigas, no voy a raptarla. Sus padres y los míos nunca me lo perdonarían, porque María es una niña, ella no sería responsable de semejante locura.

—Bueno, olvidemos el tema. Te invito a un chato de vino en la venta de Pepe. Tienen un Mistela que endulza los sentidos amigo.

—Vamos, necesito distraerme un rato, yo invito la segunda ronda.

Los días pasaron muy rápidos. María no podía creerlo. A veces se ponía frente a los relojes de la casa para asegurarse de lo que duraban las horas, porque ella estaba convencida de que eran más cortas de lo habitual.

¿Por qué cuando esperaba su clase de piano los días se le hacían eternos y ahora parecía que pasaban dos días en el lugar de uno?

El sol entraba por la ventana indiscreto, se posaba en María y le daba un brillo que le hacía irradiar belleza. Comenzó a despertarse lentamente, estiró los brazos y cuando abrió los ojos y miró el techo, descubrió con horror que era sábado, que era el día de su compromiso.

La puerta se abrió y vio entrar a su nana con la bandeja del desayuno. Traía zumo de naranja, leche caliente con chocolate, un trozo de pan y mermelada. María cogió el tazón con leche y bebió un poco, pero no pudo continuar, no podía seguir tragando. Apartó la bandeja y salió de la cama, caminó hasta la ventana y cerró los ojos. Intentó grabar en su memoria todo aquel paisaje, pronto ya no viviría allí y eso le entristecía mucho. Pensó en su abuela, si ella estuviera viva esto no sucedería, ella jamás lo permitiría, pero no estaba...