En esta vida o en la eternidad

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—¿Cómo lo has hecho? Tienes un hijo que es un cielo.

—Como su padre, igual a él. Tú también serías una buena madre, la diferencia es que no tienes hijos.

—Quería darles un presente a los novios.

—No les hace falta.

—Por favor, déjame colaborar en la formación de nuestro futuro médico, sabes que quiero a tus hijos.

En realidad, Matilde se sentía culpable por haber llamado a Antonio; si no hubiese acudido al palacete, no le habrían atacado.

Mientras las mujeres hablaban, Jorge se había acercado.

—Jorge, quería daros un regalo, si no te importa.

—Claro que no, pero no tenía por qué molestarse.

—Esta llave es de una casa que tengo en Granada. Es la casa donde me crie, no la utilizamos. Me encantaría que vivierais allí. Y esto es una cuenta en el banco, siempre habrá dinero allí para vosotros. La Escuela de Medicina y Cirugía de allí tiene gran prestigio.

—Es demasiado.

—Te pido por favor que lo aceptes, es un homenaje a tu padre. Él ha sido mi mejor y único amigo siempre, se lo debo.

—Muchas gracias. En pocos años estaré aquí, siguiendo el ejemplo de mi padre.

Matilde volvió satisfecha de lo que había hecho, estaba acostumbrada a arreglar todo con dinero. Se encontraba en el salón tomando un té cuando vio que María bajaba las escaleras.

—¿Ha ido a la boda?

—Solo he ido a llevarles un presente, no estaba invitada. En realidad, no había fiesta. Con la muerte de don Antonio, por supuesto que nadie tiene el cuerpo para festejos.

—¿Jorge estaba feliz?

—Sí, se le veía ilusionado.

—Me hubiese gustado verle, pero como estoy de viaje de bodas en París...

—En tu estado lo más apropiado era que te quedaras en casa, no podías irte de viaje.

—Diego ya viaja por los dos, ¿verdad?

—Querida, lo mejor será que trates de aceptar la situación, por el bien de todos.

—Sí, será lo mejor, para que nadie más resulte perjudicado.

Vélez Rubio, marzo de 2015.

María decidió dormir, aunque alejarse del espejo era un gran sacrificio, necesitaba desesperadamente saber cómo continuaba la historia.

A la mañana siguiente, María y Alejandro se levantaron pronto por la mañana, bajaron a desayunar y luego se acercaron caminando a la ermita.

Al entrar, María se dio cuenta que había sido allí donde se habían casado Diego y la pequeña María. Era realmente extraño, no sabía por qué estaba sucediendo. ¿Alguna otra persona habría visto lo mismo que ella? Y lo que era peor, en unos días se irían de allí y no sabía cuándo iba a poder volver, estaría a miles de kilómetros de distancia.

La ermita era pequeña, con una puerta de forja para acceder a un pequeño jardín y un pórtico de madera por el cual se accede al interior: una sola nave separada en varios tramos por arcos ojivales de ladrillo, blanca, pintada a la cal. En la cabecera estaba el camarín de la Virgen; en el techo, vigas de madera a dos aguas, con una sola campana. Era acogedora, aunque Alejandro comenzó a sentir una sensación de ahogo y malestar. María, preocupada, lo cogió de la mano y salieron de allí.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás mareado?

—Estoy bien, no sé. Me pasa en las iglesias, no me siento bien.

—A ver si vas a ser descendiente de Belcebú.

Alejandro le cogió con fuerza de la muñeca y con rabia le espetó.

—No bromees con esto, ten cuidado con lo que dices.

—Era una broma, por Dios, estás muy susceptible.

Volvieron al hotel sin dirigirse ni una sola frase más. Alejandro, al llegar a la puerta, la miró serio.

—Necesito estar solo, tengo que pensar.

—¿Te pones así por una broma? Yo siempre dejo pasar lo que no me gusta y en realidad no veo el motivo de tu enfado.

—Deja, solo quiero caminar —dijo Alejandro mientras la empujaba para separarla de su lado.

—Lo que tú quieras, estaré en la habitación.

María otra vez tenía esa sensación de congoja y ahogo que le embargaba cuando discutía con Alejandro. La sola idea de que la dejara le provocaba un desasosiego, una sensación de estar frente a un abismo, a pesar de tener la absoluta convicción de que el abismo era estar con él. Estaba poniendo en peligro su matrimonio, su familia, su futuro...

Subió a la habitación, se sentó frente al tocador y se miró en el espejo. No se sentía merecedora del amor de Alejandro, se veía mayor, aunque no era así. Era una mujer que no aparentaba la edad que tenía, de mediana estatura, delgada, su pelo castaño claro y liso le caía sobre los hombros, tenía los ojos color miel y una sonrisa muy bonita, pero ella no lo veía. Comenzó a llorar con mucha tristeza, sollozaba. Cuando de repente vio que en el espejo comenzaba a ver las imágenes otra vez, se secó los ojos y comenzó a mirar.

El Campillo, junio de 1868.

A los pocos días de la boda, Jorge y Clara partían rumbo a Granada. Finalmente, el regalo de Matilde había inclinado la balanza en favor de este destino.

Jorge, ya en la puerta de su casa, antes de subir al carruaje para ir a recoger a Clara, que había preferido estar en casa de sus padres los días antes de partir, comenzó a despedirse de sus hermanas, de su amigo Pedro y finalmente de su madre, que lloraba angustiada.

—Madre, no llore. Me voy a Granada a estudiar medicina, como usted y padre querían.

—Pero ahora no era el momento, yo te necesito a mi lado.

—Tiene a mis hermanas, que cuidaran de usted. Y además, hasta septiembre, mi amigo Pedro estará pendiente de todo lo que podáis necesitar. No dudéis en llamarle.

Pedro se acercó cuando oyó lo que decía Jorge y le reafirmó.

—Por supuesto que estaré pendiente de vosotras. Yo mismo pasaré todos los días para cerciorarme de que estéis bien, así luego podré poner al tanto a Jorge de todo lo que acontezca por aquí.

—Gracias, eres un muchacho encantador, trataremos de no molestarte.

—En verano me tendrá aquí otra vez. Por Navidad no podremos venir por el embarazo de Clara, pero el tiempo pasa muy rápido.

—Hijo, deja que te dé un abrazo.

Teresa se fundió con su hijo en un abrazo del cual no se hubiera soltado nunca, pero con la ayuda de Pedro, Jorge la soltó de su cuello y subió al carruaje. Por la ventana, le habló a su amigo.

—Nos vemos en septiembre. Quiero que cuides de todas ellas; cuando llegues a Granada, me contarás las novedades. Hasta pronto.

El carruaje comenzó a andar y se fue alejando lentamente mientras Pedro le respondía.

—Tranquilo, intentaré estar al tanto de todo lo que pase por aquí. Te informaré todas las novedades.

Pedro sabía que además de que cuidara de su madre y sus hermanas, Jorge le encomendaba que estuviera al tanto de lo que sucedía en la vida de María, aunque eso era más difícil.

El carruaje se detuvo frente a la casa de los Guirado. Allí le esperaba Clara. Sus padres y sus hermanos comenzaron a despedirse de ella, era la primera vez que se separaban.

—Clara, hija, tienes que pensar que es por tu bien y el de tu hijo —le dijo Vicenta, que en el fondo estaba contenta con que se fuera del pueblo, así se evitaría las habladurías sobre el embarazo.

—Sí, madre, ya lo sé, pero prometa que va a ir a Granada para cuando nazca el niño. No quiero estar sola, tengo miedo —las últimas palabras las dijo sollozando.

—Yo me encargaré personalmente de enviar un carruaje a tu madre para llevarle a Granada, tranquila, no estarás sola, pero tenemos que irnos, se está haciendo tarde y el camino es largo. Pasaremos la noche en alguna venta, cenaremos y dormiremos allí. Los caballos también tienen que descansar para completar el camino mañana. Sube por favor.

—Sí, subo enseguida.

Abrazó una vez más a su padre y a su madre y le dio un beso a cada uno de sus hermanos y hermanas. Les prometió que volvería pronto y que les traería regalos. Los niños sonrieron ilusionados.

Cuando estuvieron sentados en el carruaje, comenzaron el largo camino que los llevaría a una nueva vida.

—Trata de descansar y pide todo lo que necesites, no tengas reparo. Estás encinta y debes tener mucho cuidado.

—Gracias. Si necesito algo, lo pediré, tranquilo.

Clara cerró los ojos y dejó de hablar. Jorge no dejaba de mirarla y trataba de imaginar qué pensaría ella en aquel momento, si estaría aliviada de irse lejos o por el contrario estaría sufriendo enormemente por su culpa.

Jorge la encontraba bastante guapa, pero no la quería ni la deseaba. Si su padre no se lo hubiera pedido, nunca hubiese pensado en casarse con ella, pero tenía la esperanza de que con el tiempo llegaría a quererla, era su esposa y era su obligación hacerle feliz y criar al pequeño que venía en camino. No era su hijo, pero él lo había aceptado como tal, ya no había vuelta atrás.

Pararon dos o tres veces durante el día para hacer sus necesidades al costado del camino y a comer. Por fin, cuando estaba oscureciendo, llegaron a una venta y allí se dispusieron a cenar y a pasar la noche.

Jorge le cedió la cama a Clara y él durmió sobre unas mantas en el suelo; no quería incomodarle, no era momento para intentar intimar.

Al alba, siguieron rumbo a Granada y luego de varias horas en el camino, llegaron.

Era mediodía y en Granada el sol brillaba en lo alto del cielo, provocando que los atribulados viajeros casi no pudieran respirar. Enseguida encontraron la dirección que les había apuntado Matilde en un papel.

La casona estaba en una calle tranquila. Llamaron a la puerta y el ama de llaves les abrió y recibió muy amable; eran invitados de la marquesa y eso significaba que debía atenderlos como si se tratara de su señora.

 

—Buenos días, he recibido el telegrama de la señora marquesa, estoy a su entera disposición. Pasen, están en su casa. Mi nombre es Josefa, les presentaré al resto del servicio: Mariola, Manuel, mi marido, y Dolores.

—Gracias, mi esposa y yo estamos muy agradecidos. Si por favor nos indican dónde están los dormitorios… Está encinta y se siente cansada por el viaje.

—Yo no estoy acostumbrada a tener servicio, ni a vivir en una casa como esta. Ya me enseñareis qué tengo que hacer.

—Señora, usted descansar y cuidarse, nosotros nos encargaremos de todo. El cuarto de los señores está en la planta de arriba; subiremos las maletas, así podrán acomodarse.

—El cuarto principal lo dejaremos para Clara, yo dormiré en el cuarto de invitados.

—Como quiera el señor. Enseguida le ventilo el cuarto.

Jorge golpeó la puerta de la habitación de Clara.

—Clara, ¿bajas a comer?

—Sí, enseguida bajo, gracias.

Clara y Jorge comieron en silencio. No sabían qué decirse, apenas se conocían, pero se habían convertido en marido y mujer por decisión de Jorge, que creía que así cumplía la última voluntad de su padre.

Esa misma tarde, Jorge fue a la Facultad de Medicina y Cirugía para inscribirse en el próximo curso.

Clara aprovechó para conocer la casa y salir a dar un pequeño paseo acompañada de Josefa por los alrededores.

Josefa y los demás criados vieron raro que los recién casados no compartieran dormitorio, pero creyeron que era a causa del embarazo de Clara.

Cuando Jorge regresó a la casona a la hora de la cena, le dijeron que la señora estaba muy cansada, que había cenado pronto y se había retirado a dormir.

Jorge cenó solo. Luego de cenar, se asomó a la habitación de Clara y vio que dormía tranquila. La arropó y decidió salir a dar un paseo por la ciudad.

En las calles aún había gente, el intenso calor hacía que muchas personas salieran a dar paseos por la noche, que estaba más fresco. Se dirigió a una zona donde había ventorrillos y algún que otro colmado; fue a unos y a otros bebiendo chatos de vino y coñac. Cuando comenzó a notar que se estaba mareando, decidió entrar a un burdel. Allí se sentó en una mesa y pidió un vaso de anís. Se lo sirvió un ángel, en medio de su desesperación, porque ya estaba arrepentido de todas las decisiones equivocadas que había tomado. Aquella cara dulce y sonriente le parecía una aparición.

—Puedo sentarme contigo, has bebido mucho.

—Qué va, un poco de más.

—Tú no bebes, ¿es la primera vez?

—Que me emborracho, sí. Si mi madre me viera, pobre, qué disgusto que tendría.

—Estás estudiando para los exámenes de la universidad.

—No, aún no he comenzado. Me he casado hace 5 días o 6, ya no recuerdo.

—¿Y tu mujer?

—Encinta, pero de otro, no es mío.

—¡Dios!, ¿qué dices?

—La verdad, yo te contaré, algún desgraciado la violó, la dejó encinta y yo me he casado con ella para ayudarla, pero no la quiero y ella a mí tampoco, y estoy enamorado, pero la he perdido.

—Creo que no estás bien, deberías dormir.

—No quiero dormir, quiero pasar la noche contigo, eres muy guapa.

—Gracias, pero hay chicas más jóvenes. Creo que hasta hay alguna virgen aún. Si tienes dinero, puedes escoger a alguien mejor que yo.

Jorge le cogió la cara con sus manos y le dijo.

—Tú eres preciosa.

—Pero ya soy muy mayor, he estado con muchos hombres y a ti te gustará más una virgen.

—Tú querrías estar conmigo.

—Por supuesto, eres el hombre más amable que he conocido.

—Pues entonces no se hable más, vamos a la habitación.

—Mi nombre es...

—Ángeles, porque tú eres mi ángel. Yo te bautizo, Ángeles.

—Y tu nombre...

—Jorge, me llamo Jorge.

Cuando Ángeles le tumbo en la cama y comenzó a quitarle la ropa, Jorge se quedó dormido y estuvo así hasta que comenzó a entrar el sol por el ventanuco que tenía la pequeña habitación.

—Buenos días —le dijo Ángeles mientras le ofrecía un tazón de café que llevaba en la mano.

—Dios mío, ¿qué hago aquí? Tengo que irme a mi casa.

—No te vayas aún, tengo mucho que ofrecerte. Tendrás que pagar por toda la noche de todas formas, aprovecha y descarga tus problemas conmigo. Bueno, si aún te sigo pareciendo lo suficientemente guapa; si no, puedo buscar a otra muchacha.

—Eres preciosa, pero pagaré igual, no me debes nada.

—Es que quiero hacerlo. No sé, es como si de repente hubiese descubierto el amor.

—Eres muy dulce, Dios sabrá las tonterías que me habrás tenido que aguantar anoche, estaba totalmente bebido. Yo no hago esto, no sé qué hago aquí.

—Visitar a una amiga. Considérame tu amiga y ven, hazme tuya.

—No sé, no está bien.

—¿Por qué no?, ¿por la mujer encinta de otro, por la mujer que dejaste escapar, o porque te da asco acostarte con una puta?

—Shhh, no digas eso.

Jorge le cerró los labios con su dedo.

—No eres eso, eres mi ángel.

Mientras le hablaba, comenzó a quitarle la enagua que llevaba y comenzó a besarla y a acariciarla. Se dio cuenta de que ella necesitaba cariño y que él también y que podrían saciar sus necesidades mutuamente, en realidad no le hacían mal a nadie.

Siguieron dándose caricias y besos dulcemente mientras él entraba en su interior y la poseía. Ella se dejaba llevar. Cerró los ojos e imaginaba que no estaba en ese triste burdel, que estaba en su casa, que él era su amante y que no la dejaría nunca. Cuando llegó al orgasmo, gimió de placer y de pena porque volvió a la realidad. Él también llegó al orgasmo y se quedaron tumbados uno al lado del otro, haciéndose caricias, arrumacos y carantoñas, como si fuesen dos enamorados.

—Volverás alguna noche más.

—Sí, claro, pero sobrio. Y te contaré mi historia. No sé qué te dije anoche.

—Creo que has estado más sincero de lo que crees, pero me la puedes volver a contar.

—Me da mucha pena dejarte aquí.

—Vivo aquí.

—Ya lo sé, pero ahora te conozco, te he visto a la luz del sol, no de una vela que casi no te deja ver el rostro. Ahora eres mi amiga, nos hemos entregado el uno al otro a pesar de que iba a pagar igual. Lo has hecho porque has querido.

—Lo he hecho por placer. Hace tanto que eso no pasaba… Creo que desde esa primera vez, y ya no se repitió nunca más.

—Lo siento.

Jorge la atrajo hacia sí y la abrazó mientras le acariciaba sus cabellos rubios como el trigo y le besaba la cabeza y la frente. Le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Para ti soy Ángeles, he vuelto a nacer, me has dado la vida otra vez. Ya tengo una ilusión: esperar a que aparezcas por esa puerta cada noche. Trabajaré mucho durante el día para poder estar la noche que vengas contigo. Yo salgo barata porque soy vieja.

—No digas eso, eres joven y preciosa.

—Tengo treinta años.

—Eres un cielo. Tengo que marchar, pero tranquila, que volveré. No puedo prometerte cuando, pero volveré.

Lo cierto fue que Jorge se encontraba tan solo que volvió casi todas las noches. A veces solo hablaban, a veces solo dormían y otras veces se amaban desesperadamente, intentando olvidar la realidad de sus vidas.

Capítulo 6. El Regreso de París

Con el tiempo, las heridas de María fueron cicatrizando y, lamentablemente, Diego regresó de su viaje de bodas. El lado bueno era que María podía enviar un carruaje para que Carmen viniera a su lado, ya no se sentiría tan sola y desamparada.

Cuando Diego entró en el palacete, lo primero que hizo fue buscar a su tía. Cuando la encontró en el jardín, a la sombra de los árboles, la sorprendió tapándole los ojos, sabía perfectamente cómo dominarla.

—¿Quién soy?

—Mi príncipe.

—Soy yo, Diego.

—Lo que he dicho, mi príncipe. Te he extrañado mucho, qué ganas tenía de verte.

Se puso en pie y lo abrazó, feliz de tenerlo otra vez en casa. Ella creía que se había comportado mal antes de irse, pero que solo había sido una equivocación. Seguía confiando en la bondad de Diego y en que ya no habría más errores.

—Gracias, tía. Te he traído muchos regalos de París.

—¿A tu esposa le has traído regalos también?

—No sabía que traerle, es tan apática.

—Es una niña asustada. Ve a saludarla, sé dulce y suave con ella, trata de enmendar el error del día de la boda. Vamos, no seas crío.

Diego entró en la casa y comenzó a subir las escaleras. Quería sorprender a María, sabía que no sería bienvenido. Abrió la puerta de la habitación y allí estaba ella, leyendo junto a la ventana.

—Hola, he regresado.

—Hola —La voz de María denotaba el pánico que sentía.

—¿Me recibes así, ni un beso, ni una sonrisa?

—Espero que hayas disfrutado de tu viaje.

—No lo dudes, ha sido un viaje maravilloso. Espero que me hayas extrañado, pero ya estoy otra vez aquí para hacerte feliz, ¿o desdichada? Realmente, me importa muy poco.

Mientras hablaba, se acercaba a María y comenzó a tocarle de esa forma que a ella no le gustaba. Aquella tarde, Diego intento hacerla suya otra vez, pero le fue imposible conseguir una erección. No podía descargar la furia en ella como la tarde de la boda, temía que su tía no le volviera a encubrir.

Se fue de la habitación dando un portazo y María respiró aliviada, por lo menos por esa noche no la volvería a molestar.

Cuando Diego bajó al salón y se disponía a salir, se acercó Eusebio, el mayordomo.

—Señor, tiene una carta para usted.

—Gracias, te puedes retirar.

—¿No quiere enviar una respuesta?

Diego leyó la carta con gesto serio y le dijo:

—Que me preparen un caballo, tengo que salir.

—Enseguida lo tendrá en la puerta.

Diego salió y montó el caballo. Cabalgando, se perdió en el bosque.

En el pabellón de caza había una reunión. A pesar de que aún había sol, dentro del pabellón era imposible ver, estaba absolutamente oscuro.

—Ya estoy aquí. Hace tiempo que no tenemos una reunión.

—Sí, pero debemos demostrar nuestra fidelidad, las nuevas generaciones perdéis poderes. Además, es necesario pasar más desapercibidos y dar la estocada cuando nuestra víctima no lo espera. Sois mis sucesores y vuestros hijos deben perpetuar el mal en la tierra. Sé que cada uno tenéis vuestra debilidad para hacer el mal, pero debéis engendrar sucesores; yo soy inmortal, pero vosotros no, necesito energía joven para seguir viviendo por siempre, para seguir engendrando el mal. Pero necesito vuestra ayuda, las almas puras también se multiplican y luchan en nuestra contra. A pesar de todo nuestro poder, tenemos flaquezas. Las almas limpias pueden engañarnos y vencernos si las dejamos. ¿Os comprometéis a cumplir con vuestro mandato?

—Sí, nos comprometemos —contestaron varias voces a la vez.

—Estaré pendiente de cada uno vosotros. Cada vez que consigáis, un niño me lo entregáis.

—Aquí tienes mi ofrenda padre, llena de vida para ti.

—Muy bien, eres un gran hijo. Tenéis que aprender de él y además tenéis que sembrar el terror, cada uno como mejor lo sepa hacer. Y no olvidéis que tenemos que traer mujeres al mundo con nuestra maldad, así será perfecto.

Todos los allí presentes comenzaron a ensalzar al señor de las tinieblas con cantos y oraciones dedicadas a él. Las voces se iban sumando, era imposible saber cuántos seres malignos había allí, pero cada vez más, todo se teñía de un color negro y rojizo. El cielo en varios kilómetros lucía ese color, y los hombres y las mujeres que se encontraban trabajando el campo por la comarca, se descubrían la cabeza e imploraban a los santos que les protegiesen, porque algo malo podía pasar. Esa oscuridad no era obra de Dios, una fuerza maligna lo envolvía todo.

—Podéis iros. No debemos revelar a nadie nuestra verdadera identidad, es peligroso, aunque hay seres que nos identifican, que saben quiénes somos.

—Las brujas.

—Ellas también, pero además hay seres de luz. Sus protegidos ya no se comportan como antaño, ya no nos tienen miedo, a veces es difícil reconocerles. Tenemos que vencer.

Matilde, desde la ventana de su habitación, vio como el cielo se teñía de un color entre negro y rojizo. Parecía que iba a llover, pero no, en Almería casi nunca llovía. Ese cielo le hizo recordar el cielo de aquel día tan aciago para ella. Desde ese día, lo había visto varias veces, y últimamente más de lo que deseaba. Le traía recuerdos terribles que prefería dejar enterrados para siempre, era la única forma de continuar, de seguir adelante.

 

A la mañana siguiente, María se despertó sola en la cama. Carmen le trajo el desayuno y la ayudó a vestirse.

—María, los señores me enviaron un recado para ti: quieren verte, que les visites.

—Tengo que contarte un secreto, no puedes decírselo a nadie.

—Puedes contarme lo que quieras, estoy aquí para ayudarte.

—No he viajado a París.

—¿Cómo?

—La noche de bodas, Diego se enfadó conmigo y me golpeó. Al día siguiente por la tarde me hizo suya y me hizo mucho daño también. He estado todo este tiempo recuperándome. Estaba deseando tenerte a mi lado, pero no podía pedirte que vinieras hasta que regresó Diego. Mis padres no pueden saberlo.

—El doctor Sánchez vino a verte.

—Sí.

—Tranquila, entre las dos intentaremos que estés a salvo. Iremos a visitar a tus padres con doña Matilde, así ellos no podrán hacerte preguntas comprometidas.

—Tienes razón, le pediré que nos acompañe.

Carmen envió a un peón a avisar de que irían a merendar.

Puntuales, a las cinco de la tarde llegaron al cortijo. Rosa abrazó a su hija y la besó con mucho cariño. La extrañaba muchísimo, siempre habían estado juntas. Su padre estaba cabizbajo, no se perdonaba la boda de su hija, intuía que las cosas no iban bien.

Conversaron de temas banales, María tocó el piano a pedido de su madre y por fin llegaron sus hermanos, estaba deseando verlos.

Pudo escabullirse a la cocina con una excusa para saludar al servicio, como sus padres asistían a muchas fiestas habían compartido largas horas de juegos con las mujeres y hombres al servicio de su familia y con sus hijos.

Al entrar, vio que una de las criadas, Amparo, lloraba desconsoladamente.

—¿Qué ocurre?

—María, cariño, es Pepi.

—¿Está enferma?

—No, ha desaparecido. Desde ayer a la tarde no sabemos dónde está.

—Pero es muy pequeña, no puede estar sola.

—No hemos dejado de buscarla, estoy muy asustada.

Mientras hablaban, en el dintel de la puerta vieron a Tomás, el marido de Amparo, que lloraba como pocas veces se veía llorar a un hombre en esos tiempos.

—La hemos encontrado. Estaba cerca del río, entre unos matorrales.

Amparo se levantó corriendo y se dirigió a la puerta, pero su marido le detuvo.

—No, no la veas.

—Mi niña me necesita.

—Ya no.

Amparo comenzó a gritar y llorar desgarrada.

—Quiero verla. No enterraré a mi pequeña sin darle un beso.

Lo decía mientras lloraba y sus palabras se ahogaban.

Amparo y Tomás se abrazaron y salieron para que ella la viera. María no sabía qué hacer, pero finalmente decidió salir a ver a la niña. Era horrible. Se acercó a sus padres, les abrazó y tuvo una sensación extraña.

Cuando volvió a la cocina, Carmen, que estaba allí esperándola para que volviera al salón comentó:

—No es la primera niña que desaparece. Hace algunos meses, una niña del pueblo desapareció, pero aún no la han encontrado, y un niño, ambos pequeños como Pepi. Volvamos al salón, estaban preguntando por ti.

—Hija, ¿qué ocurre? ¿Por qué lloras?

—¿No sabía usted que la hija de Amparo y Tomás había desaparecido?

—Esta mañana oí algo, pero no presté atención.

—La han encontrado muerta cerca del rio.

—¡Qué desgracia! ¿Ha sido un accidente? —exclamó Matilde. Su voz sonaba sincera y atribulada.

—No, alguien le ha matado.

—Pobre niña, sus padres estarán destrozados.

Rosa estaba consternada, se sentía muy mal de no haberse preocupado por la suerte de la niña en todo el día. Sus hijos, que estaban en el cortijo, sí que ayudaron en la búsqueda toda la noche. Habían vuelto para ver a su hermana, Andrés estudiaba leyes en Granada y Miguel estaba en un internado en Almería haciendo el bachiller.

—¿Saben quién ha sido? —preguntó Rosa.

—No —respondió María.

—No es momento para tristezas —dijo la marquesa.

—Es verdad, ahora tengo que llorar y reír según os plazca.

María miró a la marquesa con gesto enfadado.

—María, tenemos que marcharnos, es tarde. Diego se preguntará dónde estamos.

—Sí, es verdad, se preocupa tanto por mí —ironizó María.

Cuando regresaron del cortijo de sus padres, María estaba desolada, no podía dejar de pensar en la muerte de la niña, habían jugado muchas veces juntas, le gustaba peinar a la pequeña y ponerle lazos en el pelo, ¿quién podía ser tan cruel de matar a una niña tan pequeña?

—Matilde, no voy a cenar, subiré a mi habitación, no tengo ánimo.

—Creo que deberías cenar con tu esposo.

—Diego no tiene ningún interés en cenar conmigo.

—Hola, cariño. ¿Hablabais de mí?

—Sí, María estaba preguntándose si cenarías con nosotras.

—Pues claro, ¿cómo voy a dejar solas a mis mujeres preferidas?

—Pasemos al comedor —dijo Matilde satisfecha.

Diego, al pasar junto a María, la cogió el mentón y le dio un beso. María se ponía muy nerviosa cuando él se le acercaba, temía enfadarlo y que volviera a pegarle como en la noche de bodas. Trató de sonreír, pero era más una mueca.

—¿Qué te sucede? ¿No te gusta que te bese?

—No es eso, es que hoy ha sucedido algo que me ha dejado muy triste.

—La hija de unos criados de tus suegros ha aparecido muerta junto al río. Había desaparecido ayer por la tarde. Todos nos hemos quedado muy impresionados.

—¿Cómo ha muerto?

—La han matado, no se sabe quién ha sido —dijo María con la voz entrecortada por un sollozo.

—No tienes que llorar por una niña que no es nada tuyo. Cuando tengamos hijos, ya tendrás de quién preocuparte.

—Lo siento, no he querido importunar. No volveré a mencionar el tema. Cenemos por favor.

Cenaron en silencio. Matilde miraba a Diego con devoción, se había cumplido el sueño de toda su vida: tenerlo a su lado. No sabía por qué él había decidido trasladarse a vivir allí, ni tampoco pensaba interrogarlo, solo quería disfrutar con su presencia.

—Si me perdonáis, me gustaría retirarme a mi habitación. Estoy cansada y me gustaría dormir temprano.

—Puedes retirarte querida. Mañana temprano te quiero descansada, tenemos cosas importantes que hacer.

—Sí, lo que tú digas, estaré atenta a lo que quieras.

María subió a la habitación y redactó unas bonitas palabras para que Amparo y Tomás pudieran despedir a su pequeña niña.

Luego se puso un camisón y se fue a la cama. Estaba segura de que al día siguiente Diego vendría a por ella otra vez. Así fue. De repente se despertó sobresaltada porque Diego la penetró con fuerza, lo cual le provocó dolor, pero no dijo nada. Cuando abrió los ojos, lo miró fijamente y no dejó de mirarlo hasta que de repente la erección desapareció antes de que eyaculara.

—¿Cómo me puedo excitar si eres fría como un témpano?

María no hablaba, tenía miedo de enfurecerlo otra vez. Siguió muda, casi sin respirar. Diego la cogió por los brazos, la levantó del colchón, la zarandeó y la volvió a dejar. Se levantó y se fue. María no lo podía creer, no le había pegado. Había sentido pánico, pero por suerte esta vez no descargó su furia en ella.

Como ya no podía seguir durmiendo, se levantó, se vistió, fue hasta la cocina, donde encontró a Carmen, y juntas fueron al entierro de Pepi. Luego fueron al pueblo y encargaron una pequeña lápida con lo que había redactado inscrito en ella.

Cuando volvió al palacete, se sentó al piano y comenzó a tocar con pasión las músicas más tristes que se pueden interpretar. Eran el reflejo de cómo se sentía y de lo necesitada que estaba de cariño.

Vélez Rubio, marzo de 2015.

La imagen se esfumó de repente. El espejo volvió a ser un simple espejo, no la puerta a un pasado que atraía a María sin remedio. No podía dejar de pensar en aquellos seres, no lograba discernir si era fruto de su imaginación o si, por el contrario, todo aquello había sucedido. Estaba cavilando sobre el tema cuando Alejandro abrió la puerta.

—¿Qué haces? Todo el día mirándote en el espejo.

—No estoy mirándome en el espejo, estaba pensando qué podríamos hacer esta tarde, ¿qué te apetece?

—Hay una excursión al cementerio local, me han comentado que algunos mausoleos son verdaderas obras de arte.

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