En busca del Papo

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En busca del Papo
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Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Paco Tarazona

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Foto de la portada Norwich (Love), 1995. © Álvaro de los Ángeles

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Traducción del valenciano: María Ruiz Santabalbina

ISBN: 978-84-1114-258-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A Homero Gac Espínola, por el placer de la amistad y por los buenos momentos compartidos.

A Daniela, a Elisa y a Rafael, por aceptar con resignación nuestra particular follie à deux.

A la familia González Astorga, por su cálida acogida durante mis estancias chilenas.

A Aureli Baixauli Rubio, Ulloch, excelente médico internista y mejor persona, en pleno proceso de su completo restablecimiento.

A Gustavo Arbo y Carolina Servin, con la esperanza de que los pasajes más amables de esta novela palíen los golpes inesperados que a veces nos da la vida.

A mis padres, por todo, especialmente por su paciencia.

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In memoriam José Agustí Ferrer Navarro

(13/12/1965-30/8/2016).

La vida es mucho más corta de lo que llegamos a imaginar. Olvidamos esta obviedad con excesiva frecuencia y creemos, incautos, que nuestros seres queridos van a estar siempre ahí. Un día cualquiera la vida, el destino, la predeterminación, como ustedes prefieran, nos arrebata la posibilidad de decir unas últimas palabras o mostrar un último afecto. A los amigos de La Panda de Sedaví o Sociedad Lúdico-Gastronómica, como Agus la bautizó, siempre nos quedará ese vacío. Amigos, en el único y verdadero sentido de la palabra, criados juntos desde la época en la que jugábamos en la calle en pantalones cortos. A todos nosotros, independientemente del rumbo profesional posterior, nos unió la afición a la música en la que tanto él como muchos otros de este grupo heterogéneo destacan; lo siento, no me acostumbro a escribir en pasado. Gracias a ese nexo común nos deleitamos periódicamente con risas y conversaciones, construyendo la única inmortalidad otorgada a los humanos: el recuerdo.

Entre las múltiples cualidades con las que nació Agus me gustaría destacar dos: la música y el sentido del humor. Sé que no exagero cuando digo que ha sido uno de los mejores trombonistas valencianos. Junto a su calidad artística marcha en paralelo su bonhomía, su integridad y un sentido del humor que mezclaba la sutileza, la ironía, el absurdo y una inteligencia supina, motivo, paradójico, que hacía ininteligible para muchos el significado último de sus ocurrencias.

Ante la imposibilidad de revertir la ausencia, escribo esta laudatio con la esperanza de que, de alguna manera, le llegue, allá donde esté, este tributo en nombre de todos los amigos y lo retransmita, en forma de teletipo, en aquella particular Radio Trípoli que le hizo famoso.

PREÁMBULO

Manifiesto escrito en una servilleta manchada de aceite firmado por Uther Pendragon y los caballeros de la logia de Monmouth. Fue adquirido en Iberlibro.com al módico precio de cinco euros el 6 de mayo de 2011.

Muchas de las novelas indispensables, de perpetuada vigencia, han surgido de una protonovela, narración ideada intencionadamente como breve prefacio; génesis sobre la que la inspiración ha desarrollado una estructura narrativa más hilvanada y ambiciosa. De ese modo, y a través de densos caminos difuminados por una gozosa niebla, han convergido en idílico paroxismo la realidad y la ficción.

Valga esta reflexión, por el momento desubicada, para condenar, como hacían los antiguos textos literarios, el abuso de las precuelas. Barbarismo innecesario, de clara finalidad comercial, que quiere exculpar a quienes escriben o ruedan, con posterioridad a un éxito, más frecuente de ingresos que de calidad, una trama previa de, normalmente, peor actitud. Esta tentación mercantilista también infesta a las grandes películas de culto. Afectadas por este mal, las cintas sufren una deriva en forma de saga desigual, desgastando el prestigio adquirido en la primera entrega. Se dilapidan así idilios y semblanzas y se aniquila, en un presente desnortado, la frágil construcción de los recuerdos.

Destronadas las ensoñaciones efímeras por el crematístico balance contable, se intenta dotar al despropósito perpetrado de un barniz engañoso y, de este modo, se malgastan esfuerzos, presupuestos, en nuevas tecnologías. Insulsos efectos especiales que tratan de enmascarar los vacíos de lo considerado, desde los tiempos de Homero, sustancial, y que Godard replanteó en el aforismo: «Una película debe tener un inicio, un nudo y un desenlace, pero no necesariamente en ese orden».

La terrible consecuencia, porque la hay, es la huida hacia delante, conceptuando retrospectivamente la narración, llegando a hipotéticos extremos, no descartables, en los que podemos encontrar al peripatético Chewbacca en pañales, con el lomo y el torso ausentes de su hirsutismo natural. Ordeñar de este modo la ubre, dejándola seca de su condición inherente, conduce a la corrupta y artificiosa prolongación de un texto o una cinta, añadiendo metrajes prescindibles de milimétrico rédito paralelo.

Unámonos en la condena a estas formas bastardas que menosprecian conscientemente las artes. Imitemos a Lutero y clavemos en la puerta de las grandes productoras una proclama manuscrita de noventa y cinco tesis que cuestionen al poder que perpetra estos crímenes. Recordémosles la ineficacia de cualquier indulgencia que soliciten comprar, en forma de libro o de entrada para una proyección. Digamos basta a estas actitudes inaceptables, características de una sociedad globalizada, agotada de ingenio y de gracia, y evitemos que nunca más sacrifiquen estos dones ante la posibilidad del beneficio. No demos la razón a la cruel premonición de Oscar Wilde sobre la defunción de la mentira, quintaesencia que sostiene la creatividad y que nunca debe dar paso al chabacano usufructo del refrito previsible.

Estamos a tiempo de educar a la masa acrítica, la cual desconoce, por planificación no espontánea, el gusto por la elevación cualitativa. Desahuciemos el tradicional menosprecio que las afluencias muestran al encontrarse frente a la labor curtida de la creación artística; tarea laboriosa que requiere de pensamiento y de reflexión. Parafraseemos a Picasso sobre la necesidad de que las musas nos pillen trabajando en el momento caprichoso en el que deciden brindarnos su fiel compañía.

Iniciemos, ya es hora, la cruzada por la honestidad artística que nos reconcilie con Apolo, Minerva y, especialmente, por ser el origen, si hay un origen que carezca de plagio, con Tot1.

Uther Pendragon

y los caballeros de la logia de Monmouth.

1. Ninai o la protonovela como génesis

Nunca había entrado en un blog ni había leído un libro en formato digital. Soy incapaz de concentrarme delante de una pantalla y que me cunda la lectura. Eso no impidió que, un día cualquiera, apareciera un Laocoonte y me advirtiera de la febril actividad que se amparaba bajo tal funesto neologismo: blogosfera; una galaxia en la que se concentran más faros que estrellas y en la que es posible opinar. También se puede contradecir al autor, de lo que no es más que un diario público, en el que se suele observar una mayor o menor ansia de reconocimiento, cuando no de aceptación. Descubrí en aquel momento la posibilidad, constatada, de participar en esos espacios virtuales con un espíritu que comulga, con absoluta perfección, con la figura jurídica del animus iocandi, también conocida en un registro más coloquial como ganas de dar por saco. Puede dar la sensación de que este cometido es sencillo. Quien piense así, está equivocado. Efímera será su participación activa por esos lares.

Malmeter en estas bitácoras con comentarios explícitos es un despropósito de fácil construcción, pero de corta vida. La diversión, que la tiene si se practica con esmero, la encontré tejiendo compulsivamente una telaraña irónica sobre los argumentos de los autores, quienes a su vez también eran víctimas de mi adictiva actividad. Oficio sine pecunia al que nos dedicamos los graciosillos desocupados y que, en este mundo, hemos acabado recibiendo, de forma injusta en muchas ocasiones, el sobrenombre de trolls.

Para formar parte de este gremio anárquico, no establecido ni sindicado, hacen falta ciertos conocimientos adquiridos al modo de los antiguos alquimistas. Mi adiestramiento requirió de un hermetismo iniciático y de un laboratorio clandestino, banco de pruebas desde el que inicié estas incursiones que, sin ser bélicas, sí eran beligerantes. Al acecho de aquellas ventanas virtuales, desmembraba las intimidades más pudorosas de seres que clamaban por aniquilar sus anonimatos, llenos de tópicos sobrenombres —nicknames— y de actitudes previsibles.

 

Una vez conocidos estos espacios, no pude evitar involucrarme en las narraciones de algunos autores que, gracias a la difusión cibernética, se consideraban generadores de opinión pública, de tendencias y, los más osados, de corrientes de pensamiento. En el fondo, la mayoría de las veces no era más que una forma de escapismo, alentada por ciertas técnicas de producción televisiva. Conductas imitativas, ya descritas desde Pavlov y depuradas por Konrad Lorenz y por personajes como Ransome Starling, las cuales habían sido puestas en práctica para favorecer el consumismo. Escaparatismo que ayuda a sentirse reina, rey, o, dependiendo del caso, reinona, por un día. Esta tarea requiere del abastecimiento de unos cuantos complementos que favorecen el incremento del IPC y que cierran el círculo apocalíptico de la oferta y la demanda.

A pequeña escala, esta obsesión pueril por la notoriedad también se puede encontrar en cualquier comunidad de vecinos. Unos ojos entrenados pueden adivinar rápidamente el exhibicionismo y la permanente ostentación de unos policromados pavos reales, predispuestos a lucir su plumaje con notable destreza.

¡Ah! Desventuradas adolescencias que no pasan la reválida de la madurez y que requieren de esta autocoronación, entronización ficticia que mitiga el dolor por los anhelos inconclusos. ¡Cuidado! Evitad ese potenciador trueno de la red de redes que catapulta el eco de estos diarios.

Admito que a veces sentía la atracción, incluso la necesidad, de polemizar con esos subconscientes traicionados por su ego hipertrófico, a los cuales se les había regalado esta nueva herramienta con la que asesinaban la privacidad, proyectando a miles de kilómetros a decenas, centenares y a los más afortunados a centenares de miles de personas, confesiones que siglos atrás se reservaban para ser pronunciadas, con voz acallada, en el catártico momento de la muerte. Ante esta actitud, lo reconozco, brotó en mí un fuerte instinto voyeur con el que destripar el verdadero anhelo de estos nuevos, o viejos, profetas, diseccionar sus frustraciones y, por qué no, hundirme en la manera de proceder ajena, de gente que muy probablemente nunca llegaría a conocer personalmente.

Por esa razón dediqué, con la paciente adicción descrita por Thomas de Quincey, varias horas al día —aunque la mayor parte de ellas fueran de noche— a la lectura de estos blogs. Empecé hará ahora poco más de dos años. Lo recuerdo bien. Fue justo después de leer el Diario de Anna Frank, narración que sitúo por detrás del poema de Gilgamesh y por delante de Cumbres borrascosas. Aburrido, busqué entre los libros pendientes de lectura del verano anterior. Negado el impulso lector por la ausencia de un título que me resultara apetecible, decidí acceder a la gran red llamada, de manera pretenciosa, la aldea global.

Leí mi correo pendiente, labor cotidiana que se estaba convirtiendo en un vicio. Me encontré con una invitación de mi compañero de trabajo Víctor Ramírez Castells para que visitara su bitácora cibernética, también llamada blog. La verdad, me sorprendió. Siempre sospeché, desde que empezamos a trabajar juntos hace unos cinco años, que le faltaba un hervor, pero nunca imaginé que, en los escritos que me invitaba a leer, pudiera encontrarme acontecimientos vitales que jamás compartió, y que nunca creí que se atrevería a manifestar, en una conversación personal.

Lo que más me llamaba la atención era poder acceder a aspectos conflictivos de su relación afectiva, vivencias cotidianas compartidas con sus hijos y, sobre todo, una turbia sensación de horror vacuii. Todo un conjunto de erráticas circularidades narrativas que no conducían a ninguna parte. La lectura entre líneas no podía ser más reveladora: pequeñas oraciones del tipo «de nuevo», «una nueva desilusión», «cansancio al concentrar la mente en los deberes escolares», «el dichoso partido del domingo me amarga de nuevo la plácida lectura del dominical», me descubrieron la verdadera dimensión biográfica de mi compañero, desconocida hasta ese momento.

Este fue el origen. Siendo, como soy, curioso, se me despertó el gusanillo del merodeo y empecé a leer puntualmente los escritos que Víctor publicaba. Observé sorprendido cómo tres personas añadían vítores y comentarios completamente condescendientes. No quiero obviar tampoco ciertas invitaciones promiscuas y adúlteras que, a pesar de la intención del autor, habían provocado sus divagaciones. Para ser honesto, Víctor las rechazaba todas educadamente. La verdad, yo desconocía las verdaderas motivaciones de estas negativas, aunque entendía que se podían deber a un afecto marital que no mostraba en sus escritos; bien por miedo a los costes procesales de un divorcio desavenido, a la incertidumbre sobre la solvencia física o psicológica de quien se ofrecía o, lo que en mi opinión era más probable, a que la bitácora no fuera sino un sitio para desahogarse de la rutina diaria, donde liberar los intrascendentes agravios de la convivencia. Todas estas posibilidades eran factibles y razonables.

La sorpresa que me provocaron las insinuaciones de estas supuestas femmes fatales, quienes contradecían las observaciones que recoge Plinio en In morbo recolligit se animus, «en la enfermedad, la mente reflexiona sobre sí misma y a sí misma se juzga, repudiando la conducta pasada», hicieron que me decidiera a visitar los respectivos blogs de estas cortesanas cibernéticas, tratando de interiorizar sus motivaciones. Especialmente, intentaba fijarme, como si fuera un detective novelesco, en los detalles que traicionaban su anonimato. De esta manera, descubrí a la dependienta de unos grandes almacenes que había creado una banda criminal especializada en robos hormiga y desenmascaré a la perfecta ama de casa de buena familia que, bajo el nickname mozartiano «Dama de la noche», detallaba cómo Sarastro, su profesor de yoga, despertaba las bondades de su chakra sacro durante la perfecta ejecución de los movimientos de la serpiente Kundalini.

También vislumbré la identidad de Tilt, la jugadora de flipper, que acostumbraba a enfundarse unos vaqueros ajustados, plantarse unas botas de piel negras hasta las rodillas y visitar uno de los pocos salones recreativos que quedaban. Allí frotaba la pelvis contra una máquina de pinball, notando cómo se excitaba al ritmo de las miradas de deseo de los varones que frecuentaban el local. Al final, durante las noches solitarias, recordaba las escenas morbosas provocadas por su danza insinuante e intentaba imaginar los calentones generados en las mentes de los espectadores.

Al principio, cuando todavía me asombraba por el mundo que se ponía frente a mis ojos, mi conducta fue contemplativa. Acechante, interpretaba los circunloquios y jugaba a descubrir, o como mínimo a adivinar, cómo serían en realidad esas personas.

Una noche de la primera semana de julio, en la que el mediterráneo viento de poniente había aniquilado cualquier expectativa de aire fresco, tuve una discusión con Pilar. Y no la culpo. Cualquiera se pondría de su parte, teniendo en cuenta que aquella temporada no hacía caso de sus llamadas de atención. Sin poder conciliar el sueño, me fui a mi despacho y encendí el ordenador. Llevaba todo el día con la mente ofuscada, planificando una primera incursión en el blog de una tal Xanadú. Sabía muy poco sobre ella. Debía de tener algo más de treinta años —teniendo en cuenta sus referencias pretéritas—, posiblemente una administrativa solitaria —esto lo deduje de su deformación profesional a restringir los actos humanos a las dos columnas del deber y haber—, y estaba enamorada de la fortaleza del poema Kubla Khan. De hecho, la conocida estrofa «En Xanadú, Kubla Khan / ordenó la construcción de una cúpula de placer: / allí por donde discurre el Alfa, el río sagrado / por cavernas inconmensurables para el hombre…» presidía la cabecera de su blog, acompañando unas imágenes oníricas de Shangri-La, que propiciaban errores geográficos en los visitantes, al mismo tiempo que parecían catapultar al nostálgico paraíso perdido de John Milton.

Quiero creer que el trabajo rutinario la había abocado a la búsqueda de experiencias que podríamos definir como inusuales, pero que apenas traspasaban la sutil frontera de los convencionalismos. Convencida de su espíritu intrépido, relataba sus gestas y sus transgresiones a una fiel grey de apenas veinte seguidores. Curiosos que, debido a su obsesión por conocer mejor las vidas ajenas que las propias, averiguaban que un sábado había bebido una copita de más —afortunadamente sin coger el coche después, en lo que ella llamaba, no sé si acertadamente, temeridad controlada—; había fumado un porro en un encuentro pascuero, antes o después de comerse la mona, formando parte del ceremonial consistente en estampar el huevo cocido en la frente de alguien que anduviera despistado; o había tenido relaciones sexuales en una calle cerca del castillo de Denia, dentro de un coche —decía que un Opel Corsa, pero parecía propaganda indirecta con la que intentaba captar patrocinadores— con un inglés rojo como una gamba por las quemaduras del sol de La Marina, que había sido previamente emborrachado a base de burrets, mentiretes y otros brebajes etílicos, fruto de la imaginación festiva del pueblo valenciano. Esta pobre redactora de bitácora no reparaba en la angustia que la narración generaba en términos de espacio —tal vez hubiera sido mejor fantasear con que ocurría en un coche de alta gama— y de bochorno, provocado por el vaho húmedo que se generó en el habitáculo, favorecido por la densa humedad de las noches de verano. Reforzaba esta opresión el aliento acelerado y etílico del inglés que empujaba mientras le miraba los pezones. El relato terminaba con las dificultades para recuperar la posición, finalizada la fase del bombeo, con el inglés durmiendo encima de ella, víctima del clímax y del exceso de alcohol. En el relato, la autora omitía cualquier referencia a Ali Iqbal al-Dawla y a cualquier hecho histórico de la ciudad nacida a las faldas del cabo de San Antonio. Y la verdad, no me pareció bien esa ausencia.

En su forma de narrar llamaba la atención el abuso de adjetivos. Con ellos pretendía describir intrascendentes migrañas y breves dolores de cabeza, el habitual vómito o la execrable anorexia de la primera calada de marihuana, o las predecibles frases sobre la trivialidad sexual veraniega. Me sentí inundado por las contradicciones. La mente se impregnaba de poder, piedad, condescendencia, ternura y, lo admito, cierta superioridad tutelar. Necesitaba mecer su alma, romper la jaula de cristal con la que se protegía y de la que, con poca habilidad, intentaba escapar.

Espero que esta excesiva explicación sirva para justificar mi conducta esquiva a las reclamaciones de Pilar y la decisión, probablemente irreflexiva, de renegar de mi anterior manera de entender la vida. Me metí, inconsciente, de lleno en un mundo tan seguro como la barandilla de madera podrida de un viejo puente colgante. El resultado fue corto y revelador: publiqué mi primer comentario. Admito que fue paternalista —ya sé que lo último que desea una mujer insatisfecha es la presencia de un prepotente—. Repetirle las mismas frases de manual de autoayuda que —según ella— llenaban sus estanterías, no hizo otra cosa sino cabrearla más aún. Intenté disculparme, pero no sirvió de nada. Creo que incluso empeoró la imagen que ella tenía de mí. La posibilidad de generar ese magnetismo de las películas se desvaneció con eléctrica inmediatez. Así que, escarmentado, decidí que no podía volver a fracasar. Fue entonces cuando conocí a Ninai.

Ninai era la eterna estudiante de una de esas extrañas carreras de las que solo el miedo a sentirnos ignorantes nos impide preguntar para qué sirven. Las realidades que volcaba en su blog eran tan difíciles de discernir entre el magma de la fantasía, como los hechos de las falacias en un programa electoral. A pesar de sus supuestos estudios universitarios, las innumerables faltas de ortografía y el burdo uso de palabras soeces aniquilaba cualquier tentativa de respuesta libidinosa, incluso en el cuerpo del más necesitado.

Reconozco que nunca me atreví a dar el paso importante que supone rozar con las manos la porosa y acartonada portada de cualquier ejemplar de la colección La sonrisa vertical. Tampoco tomé la decisión de coger con indiferencia algunos de estos ejemplares y llevarlos hacia la caja para que los cobrara el dependiente. Sí puedo decir, sin ánimo de sonar presuntuoso, que he leído a Boccaccio, Catulo, Chaucer, Restif de la Bretonne, Fenollar o el Marqués de Sade, por poner solo algunos ejemplos de los grandes maestros del erotismo. Así se lo hice saber. Le dije, de nuevo sonando condescendiente, que, en mi humilde opinión, escribir buena literatura erótica solo está al alcance de unos pocos privilegiados, una verdadera élite que sabe caminar de manera determinada sobre el estrecho cable de funambulista que separa la excelencia de la vulgaridad. Un don tan escaso como el que se les otorga a los místicos, gente como esas santas que han hecho del oxímoron virtud, que bebían de las cinco llagas y se extasiaban al besar el costado de Cristo.

 

Su respuesta, incrédula, dudaba de la veracidad de mis palabras, sospechando, en parte con razón, que yo no era más que uno de esos graciosillos, cuya principal labor era reventar los foros, poniendo a flor de piel los nervios de los intervinientes. Reconozco que un comentario sarcástico que hice sobre la foto de Magneto, de los X-Men, y que ella usó para describir a su amante, no contribuyó a hacer desaparecer las dudas. Tampoco fue especialmente diplomática otra intervención sobre el uso de la palabra «herramienta». Remitirla, por equiparación, a las joyas de la literatura erótica de venta en las tiendas de las gasolineras fue la última y desaprovechada ocasión de ganarme su simpatía.

Mis disculpas, estoy omitiendo información. Lo único que hacía Ninai en su blog era describir la relación que tenía con su novio. Eso sí, la autora no dejaba ningún detalle de sus encuentros a la imaginación del lector. Los textos, hiperrealistas, reproducían cada uno de sus actos, adornados de comentarios anticlimáticos evidentes, los cuales denunciaban la necesidad de lo que los italianos llaman condottieri. Usé el nickname «César Borja», sustituyendo a «Blanziflor», que era el que había usado en mis primeros comentarios. Inicié la nueva incursión haciendo mención a la «virgo generosa» que tantas voluntades había subyugado.

De aquella manera, amparándome en un nuevo eufemismo, «víbora ígnea», sugerí cómo podía cambiar no solo su estilo sino también la manera de abordar a su pareja en el siguiente encuentro. Le aconsejé sobre cómo ofrecer sus «majestuosas pagodas», de forma que extasiara a su novio con la sola idea de la contemplación del desnudo. Poco a poco, fui convirtiéndome en su mentor, y sus relatos se parecían cada vez más a las fantasías que yo ideaba. Aquellas expresiones carentes de elegancia que usaba al principio terminaron desapareciendo. Nunca volví a leer aquellas palabras de tinte vulgar, llenas de sal gorda, que tanto llamaban la atención en su primer relato. Nunca más se atrevió a usar la palabra «herramienta», «mi sexo ardiente», ni por supuesto la más ordinaria de todas las revelaciones que hacía, por muy fisiológica que fuera: «Mi coño chorreante de un sabroso fluido».

Paulatinamente, su lenguaje sufrió las transformaciones léxicas inducidas por mis críticas constructivas. Recordé a los antiguos sofistas griegos y su máxima «decimos lo que sabemos y lo que sabemos es lo que somos». Siguiendo esta discutible premisa, su ritmo narrativo reflejaba mis influencias, conduciéndola a una metamorfosis implícita que pasaba desapercibida al resto de los mortales. Un ejemplo gráfico que ratifica esta apreciación fue observar cómo en su último relato narraba explícitamente, con una prosa carente de obscenidades y aderezada de un nuevo tinte poético, el delirio furtivo con su novio en la sala del cine Carpe Diem. En medio de las más dulces escenas de Irreversible, Ninai notó una mano firme y segura en la entrepierna, al mismo tiempo que percibía la humedad acalorada de unos besos ardientes que lamían su cuello. Me resultó muy excitante el modo en que lo describió. No quedaba ni rastro de vulgaridad en sus construcciones sintácticas. Ella, siguiendo el relato, no era solo el objeto pasivo y deseado. Sus manos desabrochaban los botones de la camisa, acariciando el pecho depilado del amado, rozando con sus dedos una superficie suave y perfumada de metrosexual. Ninai dejó escapar un gemido. Sobresaltó a los atentos espectadores de la interesante historia de Gaspar Noé cuando su novio desembarcó en sus senos. En ese momento recordó que sus pagodas tenían la capacidad de ejercer un poderoso magnetismo. Para acentuar el influjo cegador, hizo un amago de huida, consiguiendo el efecto deseado, y se le escapó una pequeña sonrisa de satisfacción tras la victoria. De manera apresurada, él la buscó con sus labios. Ninai notó cómo su piel se erizaba a la altura del busto. Sin que se diera cuenta ni pudiera hacer nada al respecto, sus pechos quedaron liberados de la coraza del sujetador. No pudo evitar gemir intensamente de nuevo. En esta ocasión, los presentes en la sala manifestaron su disparidad de opiniones. El sector más cinéfilo mostraba irritada indignación, expresando en voz alta su malestar y usando otra de las acepciones de la locución valenciana a fer la mà2, en este caso con intención de movimiento centrífugo. La mayoría, conformada por una masa heterogénea de varones, anárquica e indefinida, miraba con determinación hacia la pareja.

Aquel interés les excitó. Esa pulsátil vibración engendradora hizo que perdiera el hilo argumental, dando lugar a un defecto que considero inaceptable: describió sus pechos como «ubres babeadas». Tuve que reprenderla. El resto del texto no estaba mal, pero aquello no se podía pasar por alto. No le sentó muy bien.

El relato continuaba describiendo cómo, yéndose anticipadamente hacia el garaje, unos dedos precisos se movían inquietos en esa entrepierna donde hacía poco los había dejado la narración, provocándole en sus propias palabras: «el clímax glorioso que me dejó exhausta». Agradecida, dirigió su mirada a lo que podríamos llamar conflicto de espacio que emergía debajo de los pantalones de él y, con destreza, liberó al «explorador de los orígenes», dándole un buen repaso de la superficie con sus labios y con su lengua. Después, vistieron su impaciencia y esperaron a estar en casa, para proseguir con aquello que habían empezado en la sala de proyección. Hechos que apenas ocuparon unas pocas líneas del relato.

Tuve que felicitarla, aunque creo que sonó a disculpa por el comentario que le había hecho. Me sorprendió muchísimo recibir un correo suyo lleno de ansiedad. Quería mi aprobación. Reconozco que mi ego literario se hinchó como un pavo real. Sus líneas plasmaban la necesidad de acallar sus dudas. Ansiaba conocer la forma de precisar los entresijos de las embestidas de la carne a través del verbo. El problema, y grave, era que le había sembrado la semilla de la disconformidad. Su intelecto había dejado de estar seguro sobre su capacidad complaciente. Experimenté dos tipos de celos: por un lado, literarios, hacia los grandes maestros del Arte; y, por otro lado, celos de tipo amatorio. Estos últimos parecidos a los que sentiría un padre hacia su yerno. Aquella nueva niña de mis ojos, a la que inconscientemente había adoptado, abría en mí una ventana afectiva. Los fundamentos de mi alma, insondable hasta entonces, se tambaleaban, trastocando lo que hasta no hacía mucho yo consideraba mi sentido común. No sabía explicar ese desasosiego y, lo que es peor, esa noche se hizo más real el distanciamiento de Pilar. No pude concentrarme en los momentos clave de nuestra intimidad. No podía dejar de darle vueltas al enrevesado correo de Ninai. Un literato parafrasearía a Thomas de Quincey y consideraría que un hombre entendido no tiene más remedio que, llegados a este punto, abandonar esta rocambolesca y ridícula historia para dar por concluida la pieza literaria. Pues bien, no actué exactamente como el inglés aconseja.