En busca del Papo

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No hay espécimen más fácil de sacar de quicio que aquel que explicita sus fobias. A pesar de la apariencia sencilla de esta nueva incursión, pronto fue evidente la tenacidad de la nueva pieza. Empezamos con una serie de ensayos densos, teóricamente basados en los escritos sagrados de la Torá, en los que un supuesto rabino llamado David Levy Cohen acusaba al antiguo maestro jubilado de antisemita. Este punto, manifiestamente llamativo, era negado por el interpelado con un considerable cabreo. Abierto un portillo en la muralla, durante semanas continuamos asediando por el mismo lugar. Transcurridos un par de meses, detuvimos los ataques abruptamente. No desistimos. Ejercitábamos una falsa calma, con la que confiar a nuestra víctima. Obedecía, este aparente sosiego, a un plan establecido en el que, acabado el silencio, volvíamos a la frenética actividad. Pasada esta artificiosa tregua, cambiamos de apodo. Ya no éramos un rabino. Nos transfigurábamos en La comunidad de la diáspora, asociación de rabinos de América del Sur a través de la que, como le contábamos después de haber leído detenidamente todos y cada uno de sus textos, se dictaminaba que los escritos no constituían ningún ataque a los de Sion. Además, no nos olvidábamos de recriminar la conducta del rabino Levy Cohen y le apercibíamos, en público, de serias amonestaciones, entre las que se encontraba la expulsión de la propia congregación si perseveraba en su conducta. Dejamos pasar dos semanas más y retomamos el acoso firmando de nuevo como el rabino y acusando nuevamente de enemigo hebreo a Mongoig. El aldabonazo dialéctico del peruano, refrendado por el dictamen de la asociación rabínica, no se hizo esperar. Esto generó unas buenas risas, algunas de las cuales, por intensidad y duración, provocó dificultad respiratoria e, incluso alguna emisión involuntaria de jugos digestivos, de los cuales, por consideración al lector, omitiré los detalles.

Habíamos terminado la primera batalla y comenzamos la segunda ofensiva. Cambiamos de apodos y actuamos al unísono, como Elena Nito del Bosque y Elsa Brosso Conejo. Los comentarios fueron diversos pero la respuesta invariable del docente siempre empezaba de la misma forma: «Querida Elena, querida Elsa». Esta retirada indulgencia en el trato nos obligó a ser un poco más agresivos. Así, cuando comentaba que, en el pasado, nuestra polifacética víctima había entrevistado al gran Yuri Gagarin le preguntábamos por qué no había hecho lo mismo con la perrita Laika, o, al saber que había conocido a Pol Pot, le contestábamos a todo de tipo de argumentos con un peyorativo y amonestador «claro, como usted fue amigo de Pol Pot». Desde el otro lado de la red respondía irritado. Sin embargo, nunca dejó de comenzar escritos con un «Querida Elena, querida Elsa». Decidimos entonces firmar con un nuevo nombre ficticio, presentándonos como un antiguo alumno suyo. Aunque enfatizábamos el suspenso en su asignatura, le decíamos que estábamos dolidos por que algún graciosillo se mofara de esa manera de un «intelectual de su talla» y le desvelábamos el juego de palabras oculto. No dijo ni mu y, a los pocos días, cuando volvíamos a la carga con los sobrenombres que comentaba antes, continuó con sus fórmulas de saludo habituales, situación que provocó nuevas carcajadas e incómodas regurgitaciones.

Cambiamos de estrategia y de sobrenombres y trasladamos a su blog el habitual enfrentamiento hebreo-palestino. Cada noche le redactábamos un ficticio parte de actividades destructivas realizadas por los contrincantes. Ibrahim Ben Russafí Al Musafes, instructor de soldados para la yihad, le ofrecía en su nombre, en el de la Liga Cultural Antisemita de Jericó y en el de la Célula Comunista de Azerbaiyán, un número considerable de fusiles AK-47, misiles Katyusha y demás material bélico. Por otro lado, un tal Isaac Goldsmith Einsenstein le comentaba la conquista de algún collado en la Franja de Gaza y Cisjordania. Así estuvimos bastante tiempo, pasando hipotéticos partes de guerra y acusaciones mutuas entre los contendientes de haber destruido hospitales, escuelas y otros edificios públicos hasta sumar un largo etcétera de agravios y recriminaciones mutuas. Incluso en una ocasión, acusándolo de tomar partido por una de las partes le soltamos: «Profesor, le recuerdo que los Katyusha explotan, hacen pum y matan». Tampoco sirvió de mucho. Algunos amigos nuestros que entraban con divertida holganza a ver nuestros progresos fueron retirándose por aburrimiento. Las visitas bajaron, punto que el maestro de periodistas tenía muy presente, quejándose en público de este hecho, del que acusaba a la beligerancia latente que se había instaurado en su bitácora.

En ese momento lo vimos claro. Castigaríamos, bajo la apariencia de elogios, su vanidad, su búsqueda de las vanas honras, de las que hablaba Crisóstomo Martínez. Acabamos encontrando el modo de acercarnos a él. Primero fue bajo un sobrenombre con ínfulas literarias, Augusto Roa, nieto ficticio de Augusto Roa Bastos, quien, como delegado en el continente sudamericano de la Alianza de las Civilizaciones, le proponía ser el responsable en Perú de tan filantrópica iniciativa. No hace falta detallar el exceso de alegría de nuestro personaje, que favoreció nuevas risotadas. Con ese nuevo apodo aprovechábamos cualquier oportunidad para fustigarlo. Si veíamos un error sintáctico, allí estaba el bueno de Augusto Roa para, en medio de un discurso laudatorio, recordarle un desatino en la concordancia. Entonces, toda la fauna de hostiles sobrenombres habituales empezaba a comentar su entrada, a favor y en contra, acabando siempre con el recordatorio de la incorrección sintáctica advertida. Contrariado, replicaba extensamente reconduciendo algún desliz sintáctico cometido a propósito por el nieto del excelso escritor, pero sin llegar a dejar en mal lugar a quien le había convertido en comisario cultural. Esto hizo que incrementáramos la frecuencia y la intensidad de nuestra hilaridad.

Además, para disimular, los sobrenombres más hostiles espaciaban la publicación de sus comentarios. En medio de ellos, otros supuestos aliados intercalaban la información de que, tal y como él había avanzado, los aviones de LAN, la compañía aérea chilena, fotografiaban con intenciones de espionaje el territorio peruano. Se le detallaba cómo, gracias al acceso a las cabinas de los pilotos, habíamos podido presenciar toda la tecnología de captación de imagen instalada. También le hicimos saber que en un hotel de Tel Aviv se reunían en secreto altos mandatarios chilenos e israelitas para repartirse las tierras y riquezas peruanas. Eso reforzaba sus posiciones y, cuanto más eufórico estaba, con otro sobrenombre le decíamos que en la feria del libro antiguo de Trujillo habíamos comprado sus obras completas y que nos parecían caras para lo que eran. Indignado, se ofrecía a devolvernos el dinero, generando así nuevos estallidos en carcajadas.

Fue tan frenética la actividad y tan alto el grado de cabreo de nuestro amigo que, saturado de beligerancia, aplicó la moderación previa a los comentarios. En ese momento hicimos entrar en escena a un nuevo personaje: Vicente Westendorph, Alto Comisionado de la ONU por la Libertad de Expresión en Internet en los Países en Vías de Desarrollo. Recuerdo estar en la presentación del proyecto periodístico frustrado Valéncia hui3 y recibir una llamada de Homero quien, «cagado de risa», me preguntaba si el tal Westendorph era yo, trasladándome con la voz entrecortada por las carcajadas la visceral reacción del periodista.

El Alto Comisionado le había instado a modificar su actitud, pues en la ONU, donde se seguía con particular interés su blog, no se había entendido que un periodista aplicara la censura previa. Enfadado, como nunca habíamos conseguido, reclamaba para sí el derecho a responder de sus acciones únicamente ante el Colegio de Periodistas de Perú y las Cortes de su país. No reconocía ninguna otra autoridad y no iba a modificar su actitud por mucha embajada de la ONU que le apercibiera.

Repitiendo una vieja argucia ya utilizada en el caso de los rabinos, Vicente Westendorph pedía disculpas por un análisis erróneo y le invitaba a participar como conferenciante en un programa de envejecimiento activo desarrollado por la ONU, institución que esperaba su participación como ponente en diferentes localizaciones, empezando por la que iba a ser la nueva sede peruana de la Alianza de las Civilizaciones. Mordió el anzuelo y aceptó. Así que le pedimos que nos enviara su currículum. Obligados a improvisar, entramos por primera y única vez en nuestra vida en la página web de esta institución, y apuntamos la primera dirección de correo electrónico que encontramos. Como empezaba por UN4, le rogamos que enviara la documentación requerida a la atención de la secretaría de Vicente Westendorph, Úrsula Navarro.

Apenas veinticuatro horas más tarde, un funcionario de la ONU, cuya cara de sorpresa nos hubiera gustado ver por un agujerito, recibía toda la información requerida. Semanas después aún nos partíamos de risa con la cabronada.

También nos picaba otra curiosidad. Queríamos saber qué había enviado el profesor peruano a esta institución internacional. No fue tan difícil de conseguir. Vicente Westendorph dejó un mensaje, de manera extraoficial, en la entrada más reciente del blog y le informaba que la ONU, por cuestiones éticas, no podía hacer pagos en paraísos fiscales, motivo por el que no se le podían abonar los honorarios en el número de cuenta de las Islas Caimán que había facilitado. Montó en cólera, negó nuestra acusación y se reafirmó en su deseo de no cobrar ningún estipendio por participar en este programa. Respondimos nuevamente con unas letras con las que le poníamos al corriente de los graves acontecimientos sufridos por la ONU. La página web había sido atacada por una conspiración de hackers chilenos y hebreos y ya no era segura. Para evitar que la información cayera en manos indebidas le dábamos una nueva dirección de correo electrónico, una cuenta de Hotmail, y le garantizábamos que era segura a prueba de atentados cibernéticos. De este modo, sí —y todavía me parece increíble—, conseguimos el correo enviado al funcionario. Y, por tanto, tuvimos acceso a su currículum.

 

Conocidos sus méritos personales, académicos y laborales por medio de esta estratagema, empezamos a crear nuevos falsos personajes, quienes habían convergido en algunos de los eventos que había cubierto como periodista. El primero fue un tópico. Su presencia en Sevilla, para la Exposición Universal, hizo que nos inventáramos a Juanito el pisha, quien le saludaba profusamente, recordándole su afición a tomar más de una cerveza en las calurosas tardes andaluzas. Respondía con indignación que este hecho era imposible, aparte de ser una calumnia, ya que, si bien había estado en Sevilla en aquellas fechas, su condición de abstemio le impedía el consumo de bebidas espirituosas. Más literarios fuimos con su cobertura de las Olimpiadas de Seúl. Un arquero polaco, de nombre Wilkiewicz, habiendo visitado el blog para saludarle, y comprobando el grado de agresividad manifiesta contra su amigo peruano, ponía a disposición del cronista sus méritos con «las flechas con arco» por si fuera necesario «usted decir, yo disparar», argumento que desconcertó al autor del dietario público, ya que se acompañaba de un comentario extemporáneo sobre la hazañas nocturnas en casa de madame Winona Horgasmil, de quien el peruano optó por el silencio indiferente. Siempre hemos creído que el insigne profesor prefirió no hacer caso, completamente sobrepasado delante de tales despropósitos.

Aplicada la censura previa, cada vez era más difícil publicar comentarios. Por mucha imaginación que se pusiera —y puedo dar fe que se ponía—, la intuición aprendida por nuestra víctima captaba la chanza del interlineado y, probablemente, ante la duda, no solo no publicaba los comentarios del ocioso que narra esta historia, sino también los de alguna otra persona que con la mejor voluntad intentaba incluir otra visión al tema tratado. En poco tiempo, nuestra víctima expresaba un lamento obsesivo con la comunidad bloguera: el descenso de visitas en las estadísticas semanales. Lejos de hacer autocrítica, denunciaba los atropellos cometidos por las invasiones bárbaras que amenazaban su espacio y, sin las cuales estaba seguro de que tendría más impacto en sus textos. Poco a poco, su motivación intrínseca se vio mermada y, por tanto, la nuestra también. Al final, «como las lentas noches en el desierto de Gobi», declinó su actividad hasta el cierre casi definitivo, acompañado únicamente por la caja vacía en el espacio de los comentarios.

Certificada esta victoria de la Sociedad Pinkerton Internacional sobre nuestra segunda víctima, buscamos una nueva distracción y la encontramos en Corazón Vallranc.

5. Del nacimiento de Pinkerton y

la filosofía del corazón

A veces la víctima propiciatoria aparece de repente. Un comentario fuera de lugar en cualquier espacio cibernético suele ser suficiente. Esto fue lo que le ocurrió al tercer damnificado de nuestras pericias, Corazón Vallranc. Introducido Homero en la fecunda gastronomía hispana, comenzó a escribir un blog sobre sus excursiones peninsulares. En una de sus entradas, al final de una detallada receta, Corazón Vallranc manifestaba su opinión de forma lapidaria: fome5. Craso error del autor de este desafortunado comentario que, además, dejaba enlace a su blog, el que no tardamos en visitar.

Nos informamos de su oficio de publicista y de unos estudios apenas empezados en filosofía. Leímos atentamente un insólito decálogo para literatos neófitos. Empleamos apenas unos segundos en esa tarea. Nos llamó la atención la abnegada actitud con la que una famélica legión de adoradores mordisqueaba a este supuesto vate, convertido en gurú. Dada la cantidad de sandeces que allí se enzarzaban, nos vimos en la obligación de intervenir en nombre de nuestra dama: la literatura.

Contestamos con todo lujo de detalles a todas y cada una de las aseveraciones de ese autoproclamado decálogo. La primera réplica fue sencilla: «Estimado Vallranc. Si tenemos que escribir envueltos del más absoluto silencio los dictados de nuestro corazón, posiblemente no pasemos nunca del pum pum del retumbe sistólico y diastólico». No detallaré, por no aburrir al lector, todos los contraargumentos pero sí conviene destacar el último respecto a la eterna discusión sobre el uso de las figuras literarias versus el estilo llano y sencillo. Ahí optamos por la equidistancia y le reconocíamos que sobre ese asunto habíamos disfrutado de provechosas conversaciones con Augusto Monterroso, saboreando un daiquiri mientras contemplábamos el crepúsculo en la bahía de Helsinki. Poco experimentado en el noble arte de tamizar el rigor docente de lo sarcástico, optó por el diplomático agradecimiento, sin disimular unos celos hacia ese invitado incómodo que le robaba buena parte del protagonismo.

Continuamos visitando su crónica personal. Experto en lo que hoy se conoce como las peculiaridades del community management, publicaba sus textos en los momentos de mejor posicionamiento en la red. No contaba con que nos favorecía la diferencia horaria y el día de guardia, que extiende la jornada laboral del personal sanitario. Pronto lo bautizamos como el filósofo del corazón y le otorgamos el título de doctor en dicha disciplina humanística. Rápidamente fuimos catalogados como trolls, pero nunca intentó argumentar contra nuestros posicionamientos críticos.

Lo que peor le sentaba era la caricatura de su bienvenida, en la que atendía a todo aquel que pasaba por su espacio cibernético. «Pásate cuando quieras. Hay café, pastas y tecito» era la letanía perenne que estimulaba nuestro ánimo socarrón. Primero generamos irritación, posteriormente franca hostilidad y finalmente el deseo explícito de impedir nuestra presencia en aquel oasis vanidoso. Entonces empezaron las amenazas de expulsión a los sobrenombres que creábamos y que rápidamente identificaba. Tampoco se lo poníamos muy difícil. A menudo nos advertía de que un día haría click y nunca más podríamos volver a penetrar en su Walhalla. Nuestra respuesta no se hacía esperar. Le recomendábamos el uso de la forma correcta clic, evitando la utilización excesiva, en nuestra opinión, de anglicismos en sus escritos. Le interrogábamos sobre la sensación que le producía el poder omnímodo de su razón. Las exhortaciones a que hiciera efectivo su deseo de silenciarlo eran diarias, pero alguna extraña razón posponía la sentencia.

En una ocasión presumió de la mención de unos estudiantes de la Universidad de Harvard, en el apartado de blogs sudamericanos, a un escrito que acababa de publicar. Fuimos los primeros en llegar al lugar digital en cuestión y felicitar, en la lengua de Shakespeare, las grandes cualidades del insigne filósofo del corazón, ascendido al grado de doctor. Nombrábamos unos ensayos apócrifos que considerábamos el súmmum de su Ópera Omnia. No tardó ni diez minutos en conseguir que nuestro comentario fuera eliminado.

Se volvió más difícil conseguir nuevas proezas, pero perseveramos. Unificamos los sobrenombres alrededor de un homenaje de clara significación melómana: Benjamin Franklin Pinkerton, creador de la Sociedad Pinkerton Internacional, cuyo fin fundacional era difundir la obra del filósofo sexagenario. Realmente apenas superaba la quincuagena, pero el caso era joder. Intuíamos que no tardaríamos mucho en desaparecer de aquella bitácora, La tierra continúa aquí, e iniciamos nuestra aventura personal en el mundo de los blogs, El universo filosófico permanece allí. Eran los tiempos de la obsesión por el posicionamiento y los rankings y dimos de alta el blog en los principales motores de búsqueda.

Fue el 11 de septiembre, fecha triste en la historia chilena, cuando el estudioso de los aspectos más afectivos y aflictivos del corazón, se vio en la necesidad de explicar qué hacía él el día que Pinochet sitió la Casa de la Moneda. Nos enteramos de que nuestro sabio venerado estaba en aquella fatídica fecha en el archipiélago de Chiloé, disfrutando de las vacaciones en casa de un compañero del instituto, quien respondía al nombre del Papo.

El personaje del Papo, para nosotros entonces desconocido, pronto fue apadrinado para la causa. La pregunta abierta con la que acabó el maestro cordial aquel texto conmemorativo, «¿Dónde estará el Papo?», se desperdigó allá donde fuéramos. De hecho, imagino que los estudiantes de la Universidad de Harvard, anteriormente mencionados, se sorprendieron cuando, después de desgranarles los excelsos méritos académicos del autor del popular blog, les hicimos la retórica pregunta «By the way, where is the Papo?».

6. De la expulsión del blog, los peregrinajes continentales y la carrera por el posicionamiento en las clasificaciones

Como el lector habrá intuido, nuestras acciones, lejos de amainar, se prodigaron. La irritación del propietario de la bitácora se manifestaba explícitamente. Solicitó a las personas que visitaban su espacio y que le dejaban comentarios, que no contestaran a nuestros textos. Aplicó el universal principio de la indiferencia, con la esperanza de que abandonáramos su hogar.

De vez en cuando, colábamos un error voluntario en nuestros escritos, que él inmediatamente amonestaba. La situación, inicialmente satisfactoria para él, pronto se reconducía hacia el cabreo, al hacerlo sabedor de la intencionalidad de dicho error. La celada dejaba en evidencia su decisión de no responder a nuestros textos. Notar su cólera silenciosa contra nosotros y la de la claque incondicional que lo rodeaba y que fastuosa pedía nuestro exilio a diario, era una gran satisfacción. No dejábamos de ejercer una labor conocida como docencia inversa, a través de la cual eran los alumnos quienes mostraban el camino al maestro.

En una ocasión, un compañero que quería aprovechar algún momento ocioso, de los que en contadas ocasiones se tienen en las noches de guardia, llevó su portátil al hospital para rematar el resumen de un trabajo para un congreso, cuya fecha de entrega concluía a medianoche. Acabada su tarea científica, le pedí, al observar que captaba una señal wifi abierta, que me lo dejara un momento. Entonces me adentré de nuevo en el universo virtual de Corazón Vallranc.

No recuerdo qué le escribí en el blog, pero debió de sentarle bastante mal. Ya por la mañana, acabada la jornada, acostado, con los ojos medio cerrados y a punto de dormirme, Homero me llamó divertido diciéndome:

—Mira, Paco, mira, el maestro está emputecido. Le caga cómo lo hostilizamos. No puedo más.

Mi respuesta fue una larga carcajada, que me desveló como penitencia. Después de aquello, la polémica se hizo más virulenta. Incitó al debate un texto de nuestro reverenciado poeta sobre los límites de la provocación en la red de redes. ¿Dónde terminaba la argumentación y dónde comenzaba el hartazgo? Nuestro comportamiento estaba en el punto de mira. Estábamos despertando un buen número de animadversiones. Un nuevo personaje se sumó a la gesta y ejecutó una pregunta que descolocó a nuestros detractores: «¿Acaso la poesía no es provocación?».

Agradecimos la entrada al anónimo aliado, sin poder evitar la tentación de hacer efectiva dicha provocación y, siguiendo los preceptos de nuestro gurú, le invitamos a volver cuando quisiera, recordándole que siempre habría café, tecito y pastitas. Verse caricaturizado en su propio hogar fue el detonante. Agotada toda su beatífica paciencia, bloqueó nuestras IPs. Borró todas nuestras intervenciones y nos condenó a vagar por el mundo. En el futuro, deberíamos buscar nuevos ordenadores con acceso a Internet, desde los que continuar desarrollando nuestra mesiánica labor.

Reordenábamos nuestra actividad según un plano estratégico sostenido por tres grandes líneas maestras: la expansión internacional, convirtiendo en intercontinental la actividad de la Sociedad Pinkerton Internacional; la presencia en los blogs amigos de nuestro Zoroastro, presentándonos como embajadores del gran maestro cardiológico; y el crecimiento de textos y seguidores del contrablog El universo filosófico permanece allí.

El primer punto fue fuente de una intrépida imaginación. Bloqueados todas las cuentas de nuestro entorno laboral y personal, expandimos el radio de acción desde Toledo, donde nos encontrábamos trabajando, hasta Madrid, desde donde nuestro inspirador llegó a capar el acceso de la Biblioteca Nacional y la biblioteca del Instituto de Historia del CSIC, adonde fui una tarde lluviosa a documentarme sobre el médico valenciano Arnau de Vilanova. También fueron bloqueados unos cuantos accesos en distintos puntos de la ciudad de Valencia. El hecho de encontrar un cibercafé o un espacio público con conexión gratuita hacía que desviáramos nuestro camino, accedíamos al blog del insigne vate y dejábamos un breve texto, el cual solía concluir con la reconvención: «No, Vallranc, no. Así, no».

 

Clausuradas las posibilidades estatales, pronto aprovechamos nuestras asistencias a congresos internacionales para continuar propagando la labor de la Sociedad Pinkerton Internacional. Hoteles, sedes de reuniones científicas, cualquier ordenador que se nos pusiera a tiro se utilizaba como instrumento de nuestras fechorías. Tan pronto contactábamos, el ordenador perdía la capacidad de volver a publicar en el espacio del filósofo. Ese era el precio, pero valía la pena. Al fin y al cabo, la vida también es efímera y no dejábamos de vivirla.

En el año 2007 por razones laborales viví tres meses en Estados Unidos. Los ordenadores de Nueva Orleans, Los Ángeles, Seattle y San Francisco, junto a varias poblaciones del valle de San Fernando, en California, vivieron en sus carnes la furia tenaz del bloguero. Nunca podré expresar justamente mi agradecimiento a la empresa FedEx. Los ordenadores de sus múltiples oficinas, repartidas por territorio norteamericano, fueron sistemáticamente bloqueados por la compulsiva ira de nuestro maestro, a mayor gloria de nuestra hilaridad.

Homero no se quedó atrás y desde Chile, Argentina y México desarrolló una labor parecida. Gracias a esta perseverancia, le recordábamos al aspirante a literato cibernético, para su mosqueo, que las acusaciones vertidas sobre la falsa intercontinentalidad de la Sociedad Pinkerton Internacional quedaban refutadas por el origen pluriestatal de los comentarios.

Toda cúspide coronada no es sino el inicio de un declive, el cual se hizo patente con la mayor actividad de otras ramas del plan estratégico y con la menor oportunidad de acceder a ordenadores libres de censura. El precio de la libertad de expresión fue caro, pero nunca nos rendimos. Disminuyó de ese modo nuestro acceso al espacio privativo del aspirante a vate, quien un día, según él mismo, dibujó con tiza un corazón —también son ganas de ensuciar— en la casa de Neruda en Isla Negra.

Decidimos emprender otra forma de sacar de quicio a nuestro querido y admirado diarista. Una particularidad común con todas las personas que dedican una parte de su tiempo a escribir blogs es la acucia por la visita. No hay obcecación más reiterada en este peculiar mundo que el hecho de ser leído y comentado. Una forma de captar nuevos visitantes es presentarse de forma amistosa en otro de estos espacios, dejar unas líneas y, como quien no quiere, publicitar el enlace hacia el espacio propio.

A menudo, hacíamos un recuento de estos enlaces colocados en la bitácora de nuestro objetivo. Con pausada paciencia franciscana nos dedicábamos a visitar estos lugares como emisarios del maestro espiritual. Excusábamos su falta de tiempo, debido a su ingente labor en favor de la alfabetización digital. Agradecimos la visita en su nombre y le recordábamos la presencia del café, tecito y pastitas que ya le habíamos mencionado. La beatífica inocencia de una parte importante de estos autores hacía que agradecieran personalmente al máximo hacedor de estos cuadernos de bitácora la acción de sus legados, nosotros, felicitación que no alegraba precisamente al pope de la galaxia cibernética.

El mayor de nuestros éxitos fue la ejecución del contrablog. Bajo la autoría de Pinkerton Malatesta, cada texto de nuestro lama inspirador era deconstruido en nuestro espacio. En el blog, creado en agosto del año 2006, y ubicado en Chiloé, nos presentábamos con una clara sátira de su saluda:

«Hola, me llamo Pinkerton. Hola, el gusto es mío. Nací en Omaha hace muchos años. Bonito papá, bonita mamá, bonitos tres hermanos: Sisebuta, Lamberto y Leocadia —bueno, no tan bonitos… Si vieran sus fotos de la playa, pero mejor dejémoslo pasar—. Leo las solapas de los libros para aparentar que sé mucho, vicio que practico compulsivamente. Entré en el colegio a los cuatro años por insistencia propia, mis padres encontraron la salvación y me internaron. Tengo dos hijos: el Fo y el Re —Fobiaberto y Restituto—, quienes siguen mis pasos y se dedican al elegante tunning. Ya no fumo, por recomendación de mi urólogo. Intereses: las primeras ediciones de los Ensayos de Corazón Vallranc. Películas: La pasión según Vallranc, El filósofo más grande del mundo, 300 filósofos del Corazón. Música favorita: Réquiem para un filósofo del Corazón. Libros favoritos: Corazón Vallranc, autobiografía no autorizada, Chiloé y yo, de Corazón Vallranc, El Papo, historia de un misterio, Tuneando con la familia, lecciones prácticas de mal gusto, Maridaje de vinos y comidas: Almaviva&Pizza».

Los dos últimos volúmenes apócrifos hacían referencia a su gusto por los coches redecorados y a una intervención en su espacio, con la que comentaba que había empezado una botella de vino Almaviva, uno de los mejores de Chile, para acompañar una pizza. El lector podrá intuir cómo, con este nuevo espacio de libertad, los argumentos del maestro ventricular eran desmenuzados sin límites ni restricciones. Pronto empezamos a recibir visitas que antes frecuentaban a nuestro inspirador, quienes comentaban las entradas, nos pedían la eliminación de nuestros textos o nos apercibían de la falta de originalidad de nuestra actuación, como George Harrison en un capítulo de The Simpsons recrimina a Los Solfamidas, que imiten el concierto en el tejado de Apple Corps. Uno de los razonamientos más reiterados era el alto posicionamiento del blog de nuestro apreciado mentor en las clasificaciones de estos espacios. En efecto, en blogalaxia, uno de los contadores más serios de este tipo de actividades, la página del egregio rapsoda oscilaba entre la quinta y décima posición.

Dimos de alta nuestro rincón literario en blogalaxia.com6. Nos situamos por encima del cuatrocientos cincuenta, de un máximo de quinientos que incluía la lista. La abismal diferencia entre nuestro lugar y la posición del venerado sofista nos obligó a tomar medidas rápidas y contundentes. Era vital dejar de salir malparados en cualquier conversación con la que se comentaran estas clasificaciones. Aunque parezca difícil, posicionar un blog es una tarea asequible con un poco de habilidad. En aquella época, antes de que el término spam comenzara a ser una molestia corriente, si uno tenía una cuenta de Hotmail, recibía diariamente miles de peregrinas cadenas solicitando todo tipo de ayuda y apoyo.

Un día decidimos pasar a la acción y utilizar todas las direcciones que aparecían en el correo cadena —hoy no sería posible por las restricciones contenidas en la Ley Orgánica de Protección de Datos—. Redactamos un texto. En él informábamos a cientos de desconocidos usuarios la generosidad del anónimo propietario de nuestro blog a favor de la mejora de las condiciones de vida de los niños bosnios, nuestro particular homenaje a las víctimas de la pasividad europea, en particular, y mundial, en general, en la guerra de los Balcanes. Hicimos saber que cada visita al mencionado blog, del que se adjuntaba convenientemente el enlace, supondría un incremento de cinco céntimos de euro para la colecta de la causa. El impacto de la medida fue necesario para nuestra finalidad pero no suficiente. La segunda oleada de visitantes la recibimos gracias al diario El Mundo, que incorporó una sección de blogs en su edición electrónica. La temática de uno de estos espacios era de contenido erótico y comprobamos cómo publicando un breve, tangencial y, la mayoría de las veces, desabrido comentario, junto al enlace a nuestro espacio y firmando con un nombre femenino, las visitas superaban los centenares y llegaban incluso a superar el millar, procedentes de todos los continentes. Estudiantes Erasmus y trabajadores en el extranjero constituían el almudín de las nuevas visitas, quienes señalaban más y más puntos en el mapamundi de nuestros contadores. Al mismo tiempo, visitábamos blogs de toda la faz de la tierra y, en diversos idiomas, escribíamos mensajes afectuosos, los cuales significaban un diplomático retorno a nuestro espacio. Todas aquellas sumas hicieron que, en pocas semanas, nos situáramos entre los quince blogs más leídos de Chile.