Buch lesen: «La vida como el beísbol», Seite 2

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Todo apuntaba a que sería un atleta célebre y percibiría algún contrato deportivo que le permitiera ofrecerle una vida diferente a los suyos. Pero la mala fortuna tenía otras intenciones con él y volvió a torpedearle sus buenos pasos. Desgraciadamente, la época de ese mundo en el cual nació estaba llena de prejuicios en contra de las personas que tenían su color de piel, a tal punto que le estaba prohibido jugar a nivel profesional con otros deportistas que tuvieran un color de piel diferente al de él, pese a que contaba con capacidades atléticas superior a la media y en cualquier equipo profesional sería un aporte impresionante.

Desde el comienzo de su vida estuvo obligado a ir a contracorriente de las normas sociales de su tiempo. La segregación racial fue el pan de cada uno de sus días. A donde quiera que fuera recibía insultos racistas, ataques contra su familia y amenazas de muerte.

Aunque decía que el béisbol era el deporte en el que menos habilidades tenía, resulta que fue ese mismo el que le llevó a ser reconocido en el mundo entero por lo que más adelante les contaré.

Para el bien del béisbol, este hombre afroamericano recibiría una oportunidad que no desaprovechó. Esta oportunidad se la brindó un gerente general —adelantado de su época— de un equipo de béisbol profesional de las ligas mayores al extenderle un contrato formal, pese a que recibió de inmediato una oleada de rechazo por los fanáticos, la liga y casi el país entero.

Como también era de esperarse, si afuera de un estadio de béisbol sufría humillaciones y variadas ofensas, adentro de este no sería distinto. De hecho, aquí con más saña este hombre recibió burlas, escupitajos, menosprecio e intimidaciones. Y lo que es peor: sus compañeros de equipo y la fanaticada que debía apoyarlo igualmente lo rechazaban con dureza. A pesar de ello, él y su familia soportaron ese calvario con una fortaleza espiritual que difícilmente pueda ser comparada.

Sobrellevó desprecios horrorosos sin que le destrozaran su espíritu. Se mantuvo firme en sus convicciones y no permitió que las humillaciones desorientaran los fundamentos rectores de sus sueños. No cayó en tentaciones, porque estaba enfocado a dedicación exclusiva en sus más íntimos objetivos de vida y no tenía tiempo para responder con la misma moneda a quienes lo provocaban.

Es más que sabido que todo principio es penoso, pero él supo surfear los contratiempos y se mantuvo a flote, a pesar de las adversidades del contexto en general. No cayó en tentaciones. Su triunfo consistió precisamente en dejar pasar todas las ofensas, porque sabía que a la primera reacción en contra de alguna de esas personas que lo incitaban, injustamente quien sería acusado de violento y grosero sería él. A la luz de los hechos, nadie duda de que todos esos eventos abusivos fueron un martirio que contribuyó a que hoy por hoy este deporte tenga políticas de igualdad y respeto a los derechos humanos.

Ganó rotundamente los principales premios que se entregan a los beisbolistas más destacados en cada temporada. Al poco tiempo después de retirarse, fue incluido en el Salón de la Fama9 y la liga acordó —como homenaje especial— retirar para siempre el número de camiseta que utilizó en su carrera para todos los equipos asociados.

Lo intentaron todo para derrumbarlo, pero solo lograron que su legado hoy sea imborrable. Su sacrificio sirvió para superar la discriminación racial, de manera que ayudó abrir las puertas a otros beisbolistas, mánager y ejecutivos de su color de piel. Por ello, no fue difícil que pudiera decir convencido de que «una vida no es importante, excepto en el impacto que tiene en la vida de los otros». (Sí, ya sé que lo saben, pero debo continuar).

Tampoco sería difícil suponer que tal vez en ocasiones estuvo a punto de responder a los ataques, pero entendía que contratacar solo lo llevaría a una espiral de violencia interminable y, además, siempre creyó que «la posesión más lujosa, el tesoro más valioso que todos tenemos, es la dignidad personal», y debía mantenerse en esa línea de forma íntegra.

De él se hablará en este deporte eternamente por haber quebrado los prejuicios raciales existentes en aquella época; por conservar el temple ante tanto rechazo; por no detenerse a escuchar el discurso de odio, y, claramente, por sus extraordinarias credenciales deportivas.

Ese hombre se ganó la distinción de ser el primer afroamericano que pudo jugar en el mismo estadio de béisbol con los blancos. Se llamó Jack Roosevelt Robinson, pero en el diamante lo llaman Jackie.

III. Hay que hacer las jugadas de rutina

El ABC del béisbol nos dice que debemos batear la pelota a lugares donde no haya defensores contrarios, o a donde se les imposibilite llegar con facilidad; que debemos correr bien las bases para lograr anotar el mayor número de carreras posibles que nos ayuden a fabricar el triunfo sobre el adversario; que debemos lanzar correctamente la pelota hacia el destino necesario que concrete los outs; que debemos ser cuidadosos con cada lanzamiento porque puede costar el partido; en fin, que debemos hilar al máximo un buen desempeño en el aspecto ofensivo y defensivo del juego.

Todas esas interacciones se resumen en la expresión: «jugadas de rutina». Por lo tanto, hacer las jugadas de rutina es un principio vital de este deporte. Entrelazar buenos lances ofensivos y defensivos contribuyen de modo significativo a la victoria. Correr, batear, atrapar y lanzar es el cuadrado amoroso al que los beisbolistas le dedican buena parte de su práctica y esmero.

La importancia alrededor de hacer las jugadas de rutina es que, en el fondo, es lo que terminará ayudando a cometer el menor número de errores y, en consecuencia, a reunir los granitos de arena tendientes a la construcción de la victoria al final del partido. Además, dicen los entendidos de este deporte que no se deben cometer errores, porque te podría castigar un proverbio beisbolístico que reza: «después del error, viene el hit»10.

El béisbol tiene nociones centrales que deben ejecutarse con delicada exactitud. Como en todos los deportes, este tampoco está exento de complejidades, y los errores son cobrados rápidamente por los adversarios, especialmente a nivel profesional. Efectuar cada jugada impecable supone un trabajo escrupuloso, mucho sudor en las prácticas y una seria prudencia en todos los aspectos del juego. La solvencia en cada lance es recompensada. Un equipo que cumple limpiamente con cada jugada, generalmente, se lleva la victoria a casa, y aquí radica su suprema relevancia.

Para terminar, podríamos concluir que, posiblemente, uno de los recordatorios que escuchan los jugadores de la boca de su mánager con más repetición antes de salir al terreno de juego sea este: «No se olviden de hacer las jugadas de rutina, por favor».

Así como en la vida

La frase de este capítulo nos induce a reflexionar acerca de la trascendencia que conlleva una vida apegada a los principios y valores, que son útiles para darle el mínimo orden a la sociedad, o si usted quiere, a las implicaciones que resultan de actuar a través de un conjunto de comportamientos y normas que hemos definido como válidas para el bien (en toda la amplitud del término).

En rigor, cada uno de nosotros se enfrenta a diversos dilemas a la hora de hacer lo correcto o incorrecto. A unos se les dificulta más que a otros en el intrincado momento de cumplir los deberes y exigir sus derechos. Pero este inconveniente no es tan solo a nivel personal, también nos interpela a nivel colectivo porque, por ejemplo, mi visión del mundo o mis ideas de modelo de sociedad puede chocar con la suya y, por tanto, debemos recurrir a algún instrumento que nos ayude a resolver nuestras diferencias, o que permita conciliar «sus ideas y las mías» sin que haya sangre de por medio.

La buena noticia es que para ambos dilemas existen vacunas (aunque las dosis muchas veces no son efectivas). En simple: para los dilemas personales, vacúnese con dosis suficientes de ética y moral; para los dilemas que comprometen las esferas colectivas, vacúnese con dosis suficientes del arte de la política (sí, aunque nos cueste admitirlo, está comprobado que vivir en un país en paz o en guerra, o en estabilidad o inestabilidad, es obra fundamentalmente de la política. Si no me cree, entonces échele un vistazo a los países que están llenos de conflictos y se dará cuenta de que viven de esa forma porque la clase política no es capaz de generar acuerdos de convivencia que todos respeten, mientras que si revisa a los países que gozan de estabilidad y bienestar, se percatará de que la línea que los une es la solidez de su democracia, el respeto de sus reglas y el máximo reconocimiento a los diferentes puntos de vistas).

En el mismo tenor, podríamos agregar el mandato que nos exige hacer el bien, lo correcto y guardar especial consideración a lo que denominamos «el bien común» en cada acción personal concreta. Es decir, los seres humanos somos parte inseparable de una sociedad o forma de organización que debe respetar un conjunto de prácticas, normas y leyes básicas para que usted no esté con un puñal en mano peleando contra otro ser humano por un litro de leche, o tal vez para que su libertad no sea comprada por un hacendado, ni mucho menos reciba agua tóxica en su hogar, o para que no sea condenado por delitos inexistentes, entre tantas cosas más.

En resumidas cuentas, requerimos de una suma de rasgos, legislaciones y modos de comportamientos que hagan posible el desarrollo integral de cada trayectoria vital. Vale decir, para que su proyecto de vida, acompañado de sus sueños, expresiones, sentimientos, creencias, sensaciones y aspiraciones, se desarrollen y convivan en este planeta con los sueños, expresiones, sentimientos, creencias, sensaciones y aspiraciones de la de los demás. Esto se lee muy simple, pero ya sabemos lo que cuesta poder compatibilizar las ideas y todos los puntos de vistas acerca de la vida en común. ¡Son fuerzas naturales complejas!

Y para desmenuzar esta tediosa argumentación, menos mal que tenemos al filósofo Fernando Savater avisándonos de que «Se puede vivir de muchos modos, pero hay modos que no dejan vivir». Y yo agrego: he aquí el angustioso conflicto.

No obstante, en su médula, todo ello se sintetiza en cómo nos tratamos y, en paralelo, cómo ejecutamos cada uno de los fundamentos básicos civilizatorios, cómo obramos con el otro, cómo procedemos ante el sentido del deber, cómo comulgamos con la buena voluntad y cómo asumimos y practicamos la razón, los principios y valores en general.

El ABC de la vida —aunque no esté escrito en piedra— está muy cerca del obrar con respeto; de mantenerse en las delgadas líneas de la integridad ética y moral; de ir construyendo el camino hacia la excelencia; de actuar recurrentemente mediante la compasión, nobleza, empatía y solidaridad; de hacer lo correcto independientemente de las consecuencias, o de si le están viendo o no; de manifestar siempre la voluntad de diálogo y cooperación con quienes tienen pareceres distintos al suyo; de conjugar comedidamente el decir y el hacer; de desechar los absolutos y comprender el disenso; de no hacer argumentaciones ad hominem; de cerrar los espacios a las ofensas e insultos; en suma, hacer el bien el mayor número de veces posible. Por cierto, para los creyentes, el ABC de la vida podrían ser los diez mandamientos.

De nuevo, a menudo esto se dice con mucha facilidad, pero cuesta cinco mundos hacerlos realidad. Por diversas razones, digerir y ejercer la verdad, la justicia, la libertad, la solidaridad, el respeto y la responsabilidad arrastra un desafío enorme en la vida cotidiana que, indudablemente, exige firmeza en las convicciones y mucha fortaleza en relación con la búsqueda y concreción de los valores del bien.

No pocas veces somos presas de innumerables limitaciones o circunstancias para cumplir con el ABC de la vida que les mencioné, pero tal cumplimiento es lo único que nos brindará la certeza de que estamos enriqueciendo e impulsando a la vida misma. Esa es la mejor emulsión para reconocer el contorno de la frase de san Pío X cuando dijo: «Lo que está mal, está mal, aunque lo haga todo el mundo. Lo que está bien, está bien, aunque no lo haga nadie».

A todo esto, también debe remarcarse que se necesita sabiduría para navegar las fuertes olas pícaras que intentan voltearnos a jugar con el equipo del mal. Y para ello, es muy útil revisar a los pensadores clásicos que estuvieron entre nosotros hace miles de años atrás porque sus consejos, para lograr tejer la conciencia nuclear del buen vivir, no han perdido vigencia. Valga como ejemplo la recomendación del ilustre pensador griego Sócrates: «Que cada uno de tus actos, palabras y pensamientos sean los de un hombre que acaso, en ese instante, haya de abandonar la vida».

Sin duda, enfrentaremos coyunturas que golpearán los escudos de la buena voluntad. A la hora nona tal vez dudemos de cuál es el bien o qué significa el mal. De rato en rato, quizás no meditemos suficientemente las consecuencias perjudiciales de cada gesto o acción. Pero todo ello se pudiera neutralizar si apelamos a la concepción profunda de la buena conducta en conjunto con la ética del deber. O, mejor descrito, con la ayuda de Kant otra vez: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal». En otras palabras, actúa de tal forma que tu conducta pueda ser usada como ejemplo para escribir una ley universal sobre el comportamiento humano. ¡Qué recomendación tan profundamente mágica!

En la misma línea, el escritor Miguel de Unamuno nos aconsejaba: «Obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir». ¡Glorioso desafío!

En conclusión, el denominador común que resalta de todo lo anteriormente descrito es que, a decir verdad, precisamos de mucha ayuda para conservar la compostura en el vidrioso terreno de hacer el bien, porque naturalmente no tenemos todas las respuestas a la gran cantidad de preguntas que reclaman todos los eventos de nuestra vida, sobre todo en aquello relacionado a los nudos gordianos del bien y el mal. No obstante, con la finalidad de que tengamos un farol encendido cuando se produzcan alternativas diferentes al bien y nos ponga en jaque un componente esencial del ABC de la vida, le sugiero —modestamente— que cante para sus adentros otro célebre proverbio de Sócrates: «No hagas nada que sea vergonzoso, ni en presencia de nadie ni en secreto. Sea tu primera ley… respetarte a ti mismo».

Vida que inspira

Nació en Boston en el comienzo del Siglo de las Luces, del cual sería un célebre protagonista debido a que aportó diferentes inventos que nos acompañan hasta el día de hoy. Su infancia estuvo marcada por la carencia de recursos, pues era el menor de 17 hijos de un fabricante de velas y una ama de casa que debía dedicarse a la extenuante empresa de la crianza y el cuidado de todos. Por esta razón, tempranamente tuvo que arremangarse para ayudar a su padre en el negocio familiar. Aunque no por mucho tiempo, porque a los 12 años su padre lo envió a trabajar como aprendiz de impresor en el negocio de su hermano (quien era dueño de una imprenta).

Como deseaba ser marinero, fue casi a regañadientes a trabajar con su hermano. Siendo aprendiz de impresor, solamente cobró un salario el último año (trabajó un poco más de ocho años sin percibir un salario), pero era muy feliz porque de pequeño cultivó el gusto por la lectura y la escritura, por lo tanto, trabajando en una imprenta tenía acceso a muchos libros y oportunidades para escribir. De hecho, al principio de su vida todo el dinero que podía obtener se lo gastaba en libros. Y, más adelante, por el hecho de saber leer y escribir con gran competencia, pudo alcanzar sus mejores éxitos.

Tuvo muchas diferencias con su hermano, por lo cual se marchó a la ciudad en donde logró sus mayores obras: Filadelfia (Estados Unidos). Viajar en aquellos tiempos no era ni de cerca lo que conocemos hoy, y si a eso le sumamos que no contaba con dinero para hacer la travesía medianamente decente ni tampoco contactos o referencias en la ciudad de destino, es fácil suponer que al llegar a puerto su apariencia era la de un criado de la época que se había fugado de sus dueños, como él mismo cuenta.

Desde muy joven le encantó el método socrático (método para indagar, conversar y buscar nuevas ideas) y expresar sus opiniones con modestia y sin dogmatismos, puesto que consideraba que era la mejor técnica para llegar a convenios fructíferos y, además, odiaba las disputas. Incluso más, decía que las disputas eran asuntos desagradables que debían esquivarse porque en algunas ocasiones puedes obtener la victoria, pero difícilmente lograrás cultivar buena voluntad, que acaso más adelante podría resultar más útil.

Por otra parte, su papá le repetía usualmente el siguiente proverbio del rey Salomón: «Si vieras a un hombre diligente en su vocación, él se detendrá entre los reyes, no entre los mezquinos». En pocas palabras, su padre quería decirle que el trabajo infatigable es lo que debía elegir para lograr la distinción que deseaba, y así lo hizo, sin titubear. Cumplió tanto con el referido proverbio que, por cierto, estuvo parado frente a cinco reyes y cenó con uno de ellos.

Se educó bajo los principios de la religión presbiteriana, pero respetaba a todas las religiones porque consideraba que tenían los mismos fundamentos esenciales y no hacía falta buscar diferencias para dividir la fe. Desde ahí entendió que el mejor reconocimiento y servicio a Dios era hacer el bien a los demás y actuar condicionado mediante las virtudes humanas. En efecto, en sus plegarias diarias se dedicaba a pedirle a Dios mucho conocimiento, virtud y sabiduría para no sucumbir a las vanidades y vicios.

Transcurrió su existencia formándose en el convencimiento de que las malas acciones están prohibidas por ser dañinas y no que las malas acciones sean dañinas por estar prohibidas. Igualmente, entendió —como pocos— que nada es útil si no es honesto. También en su historia de vida se nota que quería servir a los demás desprendidamente porque ninguna de sus patentes de invención las quiso registrar, sino que prefirió dejarlas libres para que cualquiera pudiera replicar sus inventos sin obstáculos, es decir, practicaba firmemente la generosidad porque entendía que la colaboración produce mejores frutos.

Pese a todas las precariedades que sufrió, él estableció como faros de su vida a la laboriosidad y la frugalidad, o lo que es lo mismo, cada decisión procuró que fuese razonada bajo las virtudes del trabajo, la honestidad, la moderación, el orden, la humildad, la honradez y la integridad. Gracias a ello, fue capaz de poner en funcionamiento bibliotecas públicas, cuerpo de bomberos, academias, hospitales y demás instituciones sociales; recibió muchos reconocimientos de prestigiosas universidades sin graduarse de ninguna; inventó la estufa abierta (o tipo salamandra), el pararrayos, los lentes bifocales, el catéter urinario flexible, entre otros; y, finalmente, contribuyó a escribir las bases declaratorias de la independencia de su país. Fue partícipe de muchas creaciones, buscó el saber con empeño, pero decía que «El que se enorgullece de sus conocimientos es como si estuviera ciego en plena luz».

La única diversión que se permitió a lo largo de sus 84 años fue la lectura. Esto quiere decir que el estudio y el trabajo provechoso fueron los pilares de sus días. Vivió sin pausa porque fue consciente de que el zorro que duerme no caza y que, más adelante, ya habría mucho tiempo para dormir en la tumba. Por algo preguntó, y de inmediato contestó con un sensible consejo: «¿Amas la vida? No desperdicies el tiempo porque es la sustancia de que está hecha».

Por último, en sus reflexiones finales nos dijo que la felicidad no se produce con grandes golpes de buena suerte que ocurren rara vez, sino a través de las pequeñas acciones o cosas que ocurren cada día. Así fue la vida de unos de los padres fundadores de los Estados Unidos: Benjamin Franklin.

IV. Confía en el bullpen

Como en todos los deportes colectivos, el triunfo o la derrota dependen de muchos factores que se gestionen en conjunto. En el caso particular del béisbol, existe una reciprocidad inseparable en su staff de lanzadores, dado que la actuación de uno favorece o perjudica el trabajo del otro. En cierto modo, los equipos que construyen una alianza efectiva entre el pitcher abridor del partido y los relevistas tienen muchas probabilidades de quedarse con la victoria.

Tiempo atrás, había lanzadores abridores que hacían el trabajo completo, es decir, lanzaban desde el inicio hasta el final del juego, y mirar hacia el bullpen11 no era un inconveniente para los mánager. De hecho, existieron lanzadores que trabajaban regularmente más allá del noveno inning (Walter Johnson, Bob Gibson, Sandy Koufax, Nolan Ryan, Juan Marichal y José «Carrao» Bracho, por mencionar algunos). En cambio, actualmente ya no se ve con frecuencia que un pitcher abridor lance un juego completo. Por este motivo, ahora los lanzadores relevistas cobran mayor protagonismo y los mánager se comen las uñas mientras eligen a uno de ellos entre esa borrasca de estrategias e infinidades de dudas que surgen en cada partido.

En el béisbol de estos días, una de las decisiones más trascendentales que tiene el mánager es definir cuándo debe salir al montículo a quitarle la pelota a su pitcher abridor para que lo ayuden sus compañeros relevistas. Es una decisión complicada, porque el estratega, por más que evalúe los números del bateador rival, considere la situación de juego, reflexione sobre las circunstancias mayores y menores, analice las estadísticas de sus lanzadores disponibles, y tantas otras variables, resulta que a veces no es suficiente para tomar la elección correcta. Siendo honesto, en esta parte del juego ocasionalmente se necesita arriesgarse con la intuición y suplicar poderes —aunque sean temporales— de adivino.

Según parece, este matiz del béisbol representa con mayor claridad el valor del trabajo en equipo, especialmente la sintonía y el cultivo del esfuerzo asociativo entre los lanzadores. Además, no puede omitirse el valor de la confianza que cada mánager le entrega a sus lanzadores utilizando cada escenario apropiado. Vale decir, este aspecto del juego simboliza a cabalidad lo que significa remar con todos los brazos abalanzados en un objetivo común, valiéndose —indiscutiblemente— de una fuerte alianza y responsabilidad colectiva.

En el mismo orden de ideas, en los últimos años se ha instalado con fuerza la figura del opener, quien sería un lanzador que normalmente pertenece al bullpen, pero es llamado a tener un rol de abridor para intentar sacar out a los primeros bateadores del partido y, posteriormente, ser sustituido por un lanzador abridor natural o simplemente otro relevista. Esta estrategia parte de la premisa de que algunas veces tienes que poner a tus mejores lanzadores en los primeros tramos del juego, porque después podría ser tarde y de nada valdría traer a tus lanzadores más efectivos con un marcador abultado en contra en la parte final del partido.

En definitiva, el cambio de lanzadores es otra de las decisiones que regularmente abrirá la «mesa redonda» de las controversias y pocos quedarán satisfechos de lo que ahí se acuerde. En descargo de los protagonistas del juego, honestamente se necesita un engranaje eficaz entre todo el grupo de lanzadores para sumar posibilidades de victoria. Diría más bien que se requiere una simbiosis sutil entre el mánager, el pitcher abridor y el bullpen para acercarse al triunfo. Y cómo no decirlo: también los rezos de los propios fanáticos.

Así como en la vida

Este enunciado nos trae a la vista la noción de la confianza y la delegación de tareas en el otro, así como también el trabajo en equipo y la valoración del compromiso. De buena manera realza que, independientemente de su posición, necesitamos la mano de aquel que tenemos al lado para avanzar.

Esto se percibe en situaciones que van desde la planificación familiar hasta en el ámbito laboral o social. Pues es sabido que no podemos avanzar en cualquier idea o proyecto si no tejemos confianzas con los cercanos, o difícilmente nos ocuparemos solos de las tareas del hogar, o algún emprendimiento, o financiar el colegio de los hijos o las vacaciones familiares con relativo éxito. En esencia, somos el quehacer de los otros, es decir, todas nuestras actividades diarias dependen del quehacer colectivo, y eso lo puede confirmar la silla donde está sentado, la ropa que tiene puesta o los lentes que usa para leer este libro: todo ello es el resultado del hacer de los otros. No estamos solos, es obvio que pertenecemos una comunidad de hacedores.

Ya no hace falta inventar la rueda, otros ya lo hicieron por nosotros. Llegamos a este mundo con millones de cosas hechas. Desde hace miles de años, otras personas consagraron sus vidas en pensar cómo podemos hacerlo mejor en determinado ámbito, cómo resolvemos tal límite, cómo creamos un objeto específico para cambiar el bienestar de millones o cómo nos asociamos para resolver determinada incógnita científica. Claramente, la historia del mundo que nos rodea no empezó con nosotros.

Sin duda, la colaboración es profundamente humana. Mejor dicho, la cooperación es el elemento central para explicar el modelo de sociedad y la mismísima supervivencia que nos acompaña hasta ahora. Piense en cualquier creación (v. gr. el alfabeto, los números, la biología, la arquitectura, la física, las leyes, las comunicaciones, la política, el dinero, el transporte, las artes, los deportes, etc.) y se percatará de que la interdependencia y las redes colaborativas han sido imprescindible para lograr todo lo que nos rodea hoy.

Desde luego, el dinamismo de las sociedades está constantemente sacudido por una fuerza tendencial hacia la cooperación y otra hacia el conflicto, de manera que el predominio de una sobre la otra determinará qué tipo de sociedad construimos y en qué medio nos desarrollamos.

Acto seguido, si nos detenemos en las consecuencias de la desunión, nos daremos cuenta de que es una pésima idea, dado que no conozco el primer país del mundo en el que la desunión la hayan transformado en prosperidad nacional, ni tampoco he visto a la primera familia que viva en permanente conflicto respirando bienestar o gozando de buena salud mental, ni mucho menos es asequible encontrar un emprendimiento floreciente si sus directores están desconectados o en constante desacuerdo.

También es verdad que la conformación de alianzas o acuerdos es un reto mayúsculo, porque cada uno tiene una visión del mundo diferente a la suya. Sin embargo, entraríamos a mundillo fabuloso si concebimos que esa persona que considera «distinta» enriquece su visión; si digerimos que aquel que considera «diferente» ayudará a potenciar su perspectiva; o si asumimos que el «otro» contribuye perfeccionar sus capacidades. El empresario Ray Kroc lo resumió así: «Ninguno de nosotros es tan bueno como todos nosotros juntos».

Una vida provechosa es posible si se baila con la diversidad de pareceres. Es cierto que no es sencillo, porque los seres humanos tendemos a aferrarnos a nuestras creencias (especialmente para sentirnos seguros y a buen resguardo) y rechazar deprisa lo ajeno a nuestros credos. Pero valdría el esfuerzo profundizar en otras formas de vidas o visiones del mundo, porque está demostrado que la homogeneidad —al menos en genética— no resulta beneficiosa, valiosa o productora de mejoras, por el contrario, lo que se crea son anormalidades, deletéreos o degeneraciones. Con ayuda de Isaac Newton lo podemos apreciar mejor: «La unidad es la variedad, y la variedad en la unidad es la ley suprema del universo».

Para todo orden de cosas necesitamos la mano de aquel que tenemos al lado o a unos cuantos kilómetros de distancia, porque la fatiga nos va a llegar. Además, la deshumanización no es saludable para nadie y verdaderamente agradecemos con mucha sensibilidad las palabras de ánimo (y a veces más cuando proviene de un desconocido). La cooperación entre las personas es una fuerza motriz sensacional. Así, cuando somos capaces de confeccionar una sociedad donde el otro tenga un espacio y sienta que puede construir y desarrollar sus ideas en conjunto con nosotros, se abren cientos de perspectivas diversas donde todos se sienten como un uno, es decir, se tiende hacia la constitución de un modelo de sociedad donde todos se sientan incluidos.

Todos embarcados en el mismo barco, robustecer el compromiso, respetar el esfuerzo ajeno, solidificar la confianza y ser generosos en la coexistencia, serían orientaciones básicas que moldearían notables virtudes en aras del progreso humano. Porque identificarse, conversar y empatizar con una persona parecida a nosotros es muy sencillo. No obstante, lo desafiante es aprender a tolerar los gustos y preferencias del otro, o mezclar mi propio interés con los intereses de los demás, a fin de construir un equipo de trabajo, una familia o una sociedad inclusiva, respetuosa, justa, pacífica, estable y desarrollada.

Para ir cerrando la lección, temo decirles que la capacidad de resolución de problemas es directamente proporcional a la cohesión del trabajo combinado de diferentes individuos. De forma que, aquel que aspire a materializar sus aspiraciones de vida en solitario, se encontrará con la acidez del desengaño. Inclusive más, sería particularmente grave si creyéramos que somos una isla y que solo es suficiente la voluntad personal para concretar nuestras aspiraciones, porque ahí —con más razones— nos tropezaremos con la amargura de la desesperanza o la avinagrada desilusión que nos gritará: «¡Hey, eres parte de un todo, representas un vínculo, eres un ser social y tu pedazo hace falta!».

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