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TIERRA DE BÁRBAROS

Norberto Luis Romero

1ª Edición Digital. Octubre 2021

© Norberto Luis Romero, 2006

© de esta edición:

Literaturas Com Libros 2021

Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

Avenida de Menéndez Pelayo 85

28007 Madrid

http://literaturascomlibros.es

ISBN: 978-84-124540-0-0

Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

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Índice

Dedicatoria

Advertencia

Tierra de bárbaros

A la memoria de mis padres

Advertencia a lectores suspicaces: el capítulo del asesinato del caudillo Facundo Quiroga ha sido especialmente construido a partir de crónicas de la época tanto anónimas como de autores reconocidos, especialmente de Domingo Faustino Sarmiento; de ahí que cualquier parecido o intertextualidad no sea fruto de descuidos ni casual sino expresamente buscado. Asimismo, aunque en su mayoría los acontecimientos, lugares y personajes retratados pertenecen a la historia argentina de la primera mitad del siglo XIX, no se ciñen a la realidad formulada por unos u otros historiadores y han sido libremente reinterpretados de forma ficcional.

EN LA RECOVA

Fueron los estibadores los primeros en descubrirlo, cuando se dirigían al puerto a iniciar las faenas y en el trayecto pasaron bajo el gran arco de la Recova y los soportales del Cabildo. Se quedaron suspensos un instante antes de reaccionar, darse la vuelta y huir despavoridos.

Después llegaron en tropel las lavanderas negras, con los fardos en grácil equilibrio en la cabeza, al ritmo de las caderas abundosas, y al bajar la cuesta hacia el río tropezaron con él, y con el susto los atados de ropa fueron a parar al suelo y ellas, dando gritos, se esfumaron corriendo hacia el río. Enseguida comenzaron a aparecer los tenderos de ropa que ocupaban los puestos de la Recova y se encerraron en ellos, a los vendedores ambulantes les sucedió otro tanto: se aterraron y a punto estuvieron de perder el género en la estampida, hasta que al observar la desgana del animal, su aparente desidia, retrocedieron sosegados hacia los zaguanes de las casas más próximas, donde se resguardaron murmurando su arrobo y pavor. Rápidamente se corrió la voz, que llegó incluso a las elegantes alcobas de los barrios de Palermo, Barracas y Retiro, donde se desperezaban bajo tules mosquiteros las ociosas patricias y sus importantísimos maridos militares y estancieros. El rumor rebasó las calles y avanzó por los barrizales del sur hasta introducirse en los hacinados cuartuchos de los barrios de Carretas y la Inundación, donde chacuacos, mulatos, sirvientas, compadritos y orilleros se desprendían de los ojos las telarañas del sueño; reflejadas en trozos de espejo picoteado, las putas arrastraban con peine fino los piojos y las liendres anidados en las crenchas, resignadas a un día más de vida perra, mientras sus rufianes, apestando a vino Carlón y a caña, roncaban como fieras macerando la curda en el catre.

Según iban llegando los porteños a ambas plazas, merodeando muertos de miedo y curiosidad, se atrincheraban en el reverso de las columnas del Cabildo, en el atrio de la catedral, tras las puertas de la iglesia anexa, en los zaguanes, y desde sus guaridas hacían conjeturas:

¡Es un puma!

¡No, es un jaguar!

¡Es el tigre que mató Facundo Quiroga, que ha resucitado!, arguyó el más atrevido y fantasioso. Y algunos hasta se largaron a reír.

No faltaron los envalentonados que saltaron las rejas del obelisco y allí, cautivos en un redil, se sintieron a salvo; otros, acostumbrados a la hazaña de trepar al palo enjabonado, se subieron a lo alto del monumento, desde donde seguían los acontecimientos con vistas privilegiadas.

También en balcones y azoteas fueron aglutinándose las familias patricias, con la curiosidad teñida del decoro oportuno, columbrando a lo lejos, con suficiencia e incrédula alegría, la belleza del tigre. Tan absortas estaban que ignoraron la llegada de las primeras moscas verdes —las provenientes del lado del matadero y la Inundación— que aprovechando el descuido de ventanas abiertas se introdujeron alegremente en las viviendas.

Para ser un gato montés es muy grande, dijo una voz con marcado acento asturiano y el deje dulce característico de la cuenca minera, pero con un timbre grave y poderoso que a los apostados en los balcones les hizo pensar que se trataba de un hombre, si bien quienes estaban cerca vieron a una mujer alta, de unos cuarenta años, delgada y de figura recia, cuyo gesto severo transmitía resuelta autoridad. A pesar del aspecto varonil, era hermosa de figura y de rostro, belleza que acentuaba un inusual y carísimo atuendo de amazona, el cabello castaño recogido en un moño apretado a la nuca, y unos ojos enormes y vivaces cuya profunda dulzura desmentía la aparente hosquedad. Nadie conocía a esta mujer tan soberbia, no se la había visto nunca en los barrios elegantes, ni en los salones de moda, ni paseando por el Retiro o la Alameda. Igual que la del tigre, su presencia en la plaza era todo un misterio, pues era una de las contadísimas ocasiones en que Aurora de Fresneda se dejaba ver en público: cuando acudía a Buenos Aires se alojaba de incógnito y eran sus abogados y albaceas quienes mediaban en sus negocios, ya fuera con la capital o con España. No se deslumbraba fácilmente por la grandeza y oropeles de la ciudad, pero esto de toparse con un tigre excedía su indiferencia.

Tiene razón la señora, ese animal no puede ser un gato montés, dijo un caballero de levita y chaleco azul, un ilustre unitario de pobladas patillas y deje extranjero. Se descubrió tocando la galera con afectada etiqueta y la miró con descaro. Pero la enigmática mujer se marchó rápidamente de allí sin darse por aludida y ya no se la volvió a ver.

Es un puma amarillo, rayado..., le replicó una negra vendedora de escobas, cepillos y plumeros, poco convencida de su propia afirmación y temblando de miedo, a medias oculta tras las plumas de ñandú, desde donde espiaba al felino con ojos enormes y renegridos. Y el hombre refinado, con marcado desprecio, le espetó:

¿Y vos qué sabés?, negra catinga, si en tu vida viste un puma.

A lo mejor los vio en África, dijo un desaprensivo, y le festejaron la lindeza.

Ante la indiferencia del felino, que se echó adormecido a la sombra en el baldío vecino a la catedral, donde se dedicó a espantarse las moscas y los recién llegados tábanos con el rabo, a lamerse los genitales e ignorar a los humanos, no tardaron en llenarse ambas plazas —de la Victoria y 25 de Mayo— de intrépidos o imprudentes fisgones, apresuradamente vestidos, descalzos algunos, sin peinar otros, legañosos, atontados y por sobre todo incrédulos. La chiquillada, con ojos despavoridos, se agarraba como garrapatas a las polleras de sus madres, los más chicos se llevaban los mocos con la manga y lloraban atemorizados. Los perros de todas las casas llegaron olisqueando el aire y enseñando los dientes, pero los muy cobardes se cuidaron muy bien de acercarse al felino. Desde la azotea de la Recova, donde con improvisadas escalas subieron los más imprudentes y resueltos, comenzaron en vano a arrojarle piedras y papas con el fin de provocarlo para enfatizar la diversión, pero los proyectiles no le alcanzaban y el tigre ni siquiera se dignó concederles un vistazo de lástima.

¡Es un jaguar!, volvieron a oírse voces.

¡No es un jaguar, es un puma!, refutaron otros con mayor brío, queriendo imponerse. Y algunos argumentaron con sobrada razón:

Los trae el río, llegan montados en los camalotes que vienen flotando en las crecientes desde el Iguazú...

¡Es verdad; la creciente trae yaguaretés, pumas, anacondas y yacarés!, dijo un negro aguatero, exaltado y con tales aspavientos que de sus vasijas brincaron chorros al suelo.

Y chanchos unitarios, murmuró un gaucho con acento norteño, y estalló en carcajadas que muchos imitaron.

Sí, es un yaguareté, opinó otro negro, dándoselas de sabedor. Y un coro de voces aborregadas lo secundó, convencido, repitiendo:

Yaguareté, sí, yaguareté...

Hasta que un recién llegado aprovechó una breve tregua de silencio y recelo que se abrió cuando el animal volvió a ponerse en pie, para afirmar con aplomo y marcado fastidio:

¡Qué carajo, señores! No es puma ni jaguar ni yaguareté, es un tigre de Bengala con dos güevos.

Una exclamación de asombro circuló por ambas plazas.

Es un tigre de Bengala auténtico. Volvió a decir el hombre, y hubo en su voz la firmeza y autoridad suficientes para que nadie osara dudarlo ni contradecirlo. Y para demostrar la lógica de su razonamiento agregó mientras señalaba hacia el lado del puerto:

Ni camalotes ni leches; se habrá escapado del circo.

Se hizo un silencio gélido, tras el cual se oyó un murmullo general de aprobación a la vez que de alivio.

El señor sí que sabe... dijo alguien tímidamente. Y nadie más se atrevió a hacer comentarios.

La afirmación de que se trataba de un tigre de Bengala la hizo el capitán de corbeta Bonifacio Soler, diestro en asuntos de mares y continentes, que en más de una ocasión había dado la vuelta al mundo. Su presencia destacaba por su porte ilustre, la elegancia y autoridad que irradiaban su figura de más de un metro ochenta. Bajo la gorra con insignia, sobresalían anchas y pobladas patillas que se unían a la barba gris y envolvían un rostro de criollo moreno, curtido por el sol, el yodo y el salitre.

Los he visto en La India. Son los animales más bellos que Dios haya creado, y además los más feroces. Pero este está atontado, murmuró antes de irse de allí. Calándose a fondo la gorra celeste de capitán de Marina, remarcó el gesto autoritario y abandonó la plaza por la calle de la Paz, con paso firme, altivo, ignorando a la chusma que lo observaba con respeto y solapado desdén. Antes de subir a su moderno carruaje de Bell se detuvo en la esquina del Fuerte, compró un ejemplar de El Grito Republicano y media docena de pasteles de batata. De allí se dirigió a solventar negocios a casa de un escribano.

INTERESES CONTRAPUESTOS

La mañana auguraba para el resto del día un calor sofocante, saturado de humedad y de las consabidas moscas y mosquitos, sobre todo a la hora de la siesta, cuando la escasa brisa matinal se esfumara y el sol, en el cenit, se transformase en una bola de fuego palpitando sobre la ciudad. Una vez acabadas sus diligencias en casa del escribano, deseoso de evitar el bochorno que se avecinaba, Bonifacio Soler subió a su carruaje, instigó al alazán y se internó bajo la arboleda del boulevard, de camino a su amplia casa en el barrio de Barracas. En la salida próxima al descampado se cruzó con un volantín de varas en cuyo pescante un moreno gobernaba una yegua retinta, lustrosa, de terciopelo. En su, interior distinguió claramente la figura corpulenta de Gonzalo Carballido, el Gallego, como le conocían aunque era asturiano, que según su costumbre llevaba prendida al pecho, sobre el traje negro, la cinta roja de los federales. Iba tan absorto en sus asuntos que no reparó ni en el carruaje con el que se cruzaba ni en su ilustre conductor. Soler tampoco hizo nada por llamar la atención del Gallego, y prefirió pasar inadvertido a tener que forzar un magro saludo solo por mantener el mínimo de urbanidad que en contadas ocasiones le imponía su rancia educación, por si algún otro carruaje conocido se cruzaba en aquel momento.

Si bien ambos hombres pertenecían a una misma clase social elevada, con análogos intereses y expectativas, no poseían negocios en común ni vinculantes, no frecuentaban los mismos salones o festejos sociales, pero por encima de todo no compartían ideales políticos, estos se les habían vuelto adversos de un tiempo a esta parte. Habían mantenido alguna camaradería en los primeros años de llegar los Carballido a la Argentina, pero esta acabó rompiéndose a la muerte del patriarca asturiano y durante un tiempo no fue más allá de la cordialidad y cortesía exigidas por la armonía social, pero, tal y como ahora se habían puesto las cosas en el país, su relación sobrepasaba la indiferencia o inquina para adentrase en la cruda y declarada enemistad.

Sus diferencias se habían radicalizado desde el fusilamiento de Dorrego a manos de los unitarios, partido al que pertenecía el capitán Soler. Era bien conocida su gran amistad con el exgobernador de la provincia de Córdoba, el general José María Paz, a menudo invitado de honor en su estancia, a sus carreras cuadreras y de sortijas, a sus tertulias y cenas; y era incondicional su apego a la Liga de Unitarios y su lucha a favor del pacto con las provincias del noroeste, formado por Córdoba, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, San Juan, San Luis, Tucumán, Salta y Mendoza. El capitán era hombre culto, liberal, anticlerical. Y contrario a una constitución federalista; partidario de un poder central en manos de una aristocracia porteña formada por ciudadanos instruidos, industriales y ganaderos, militares, españoles, criollos o gringos; e interesado en volver a desterrar el poder de la iglesia, como ya lo había hecho pocos años atrás Bernardino Rivadavia durante su mandato, y de unificar la legislación y administración de todo el país bajo el gobierno de la capital.

Contrariamente, Gonzalo Carballido, a pesar de provenir de familia igualmente liberal y atea, cuyo padre una vez en la Argentina se había puesto al servicio del unitarismo, enarbolaba y defendía ideales e intereses de la federación, liderados, entre otros hombres ilustres, por ganaderos, terratenientes y caudillos de provincia, y con don Juan Manuel de Rosas a la cabeza. El joven Juan Manuel, proveniente de una rancia familia a la que abandonó llevándose consigo tan solo sus ideales de justicia, ese jovencito que con trece años había participado en la defensa de Buenos Aires de la invasión de los ingleses, gracias a su habilidad y tesón se convertiría rápidamente en uno de los mayores ganaderos exportadores de carne, dueño y señor de la estancia Los Cerrillos. Y en pocos años, secundado por sus disciplinados gauchos, en lo que sería un ejército personal formado por los Colorados del Monte y pasaría del anonimato a convertirse en referencia de la fuerza ganadera y agrícola. Mientras los caudillos del interior ejercían la resistencia al dominio económico, político y cultural de Buenos Aires, y se levantaban contra el gobierno unitario de Rivadavia, Rosas luchaba contra el dominio español e iba escalando posiciones, adquiriendo haciendas, aglutinando disconformes y rebeldes, hasta convertirse en uno de los personajes más importantes e influyentes de Buenos Aires. Con su autoridad consolidada, acabaría situando a Dorrego como gobernador y mantendría la unión de las provincias mediante un pacto federal con los caudillos. Toda la destreza política del joven estanciero se vio recompensada al cabo de los años de luchas con su entrada a Buenos Aires en un magnífico carruaje, en diciembre de 1829, bajo arcos triunfales, repique de campanas y envuelto por una multitud enfervorizada que lo arrastró hasta la plaza de la Victoria, donde fue proclamado Gobernador y Gran Restaurador de Leyes e Instituciones. Una vez en el poder, se reformaron los códigos de Comercio y Militar, se reglamentó la autoridad de los jueces de paz de los pueblos del interior y se firmaron tratados con los caciques, con lo que se obtuvo una cierta tranquilidad en la frontera, continuamente acosada. Poco después, Rosas prohibiría que la prensa continuara siendo monopolio en manos de editores ingleses y franceses, medida que puso de punta a los unitarios, porque vieron menoscabado su poder hegemónico en los periódicos de mayor tirada. Tras ese su primer mandato, en el que hubo enfrentarse a una dura resistencia aunque contara con el apoyo popular, y una vez retirado a su estancia, se sucedieron varios gobiernos débiles, faltos de coordinación, efímeros y acosados por beligerancias en las propias filas, de manera que el pueblo llano, los humildes, los gauchos y también sus caudillos, lo reclamaron a un segundo mandato en el que estaban dispuestos a otorgarle plenos poderes. Pero Rosas se negó siempre, acaso porque su estrategia era rehusar mientras se hacía cada día más imprescindible.

Gonzalo respaldaba ese segundo mandato de Rosas con plenos poderes, por considerar que no existía otra forma de encauzar el país y mantenerlo a salvo de las numerosas e intermitentes injerencias externas, del acoso de los gringos por hacerse con las tierras, la ganadería, las importaciones, todo. Rosas podría hacerlo, pues, tras haber formado su propio Partido Restaurador Apostólico, su poder, ya fuera público durante su mandato o desde las sombras una vez acabado este, era inmenso, y contaba además con el férreo apoyo de la Sociedad Popular Restauradora, conocida como la Mazorca, comandada por su propia mujer, doña Encarnación Ezcurra, que mantendría a raya a sus adversarios unitarios mediante intimidaciones y amenazas.

Era sabido que Gonzalo había cambiado sus ideas y actitudes políticas a partir de la muerte de su padre; muchos pensaron que lo hacía como revancha al férreo carácter de este, que le había impedido en vida desarrollar sus propias convicciones; otros argumentaban que era su genio rebelde por naturaleza, pero, fuera cual fuera el motivo para ese cambio radical, nadie se atrevía a contrariarlo dada su influencia y sobrada fortuna, además de sus sospechados vínculos con la Mazorca, de la que se rumoreaba como uno de sus financiadores. No era difícil comprender su simpatía con la causa federal, al margen de sus ideales tenía poderosas razones prácticas: su padre, tal vez vislumbrando el futuro cercano, antes de morir había aunado fortunas asociándose con la familia de los Torres Agüero-Ramallo, poderosos hacendados amigos de Rosas.

Tanto los Carballido como los Soler defendían sus propias convicciones y protegían sus intereses y, como es obvio, frecuentaban círculos afines a sus proclamas a la hora de concebir el alma y la organización de la joven Confederación, tanto de la capital como de las provincias; y aunque Gonzalo considerara sus inquietudes acordes a los principios de la revolución e independencia todavía recientes, a la defensa de los más desfavorecidos, de los luchadores cuyas heridas continuaban abiertas, tampoco olvidaba velar por sus propios intereses, como otros tantos patricios, fueran de uno u otro bando.

Pero Gonzalo no iba en su volantín abstraído únicamente en sus cábalas mercantiles y políticas y en su creciente fortuna: una preocupación de índole familiar e incluso existencial le quitaba el sueño desde hacía tiempo, y ese desvelo tenía nombre y apellidos, o al menos los tendría en un futuro. Deseaba vivamente descendencia, un hijo que prolongara su apellido, un hijo que continuara la enorme labor iniciada en la nueva tierra por don Álvaro, su difunto padre, y por él mismo.

Gonzalo Carballido atravesó el centro, los arrabales, y llegó hasta más allá del «Hueco de la Fidelidad», donde ordenó al cochero que se detuviera ante la fábrica de velas y lo esperase.

Vaya a dar una vuelta por ahí. Busque una pulpería, tómese unos vinos y estése aquí más o menos en unas dos horas. Acto seguido se bajó del coche, dirigió sus pasos hacia la puerta, golpeó con los nudillos tres veces, murmuró una especie de contraseña y entró con sigilo.

Aunque el cochero obedeció la orden, se demoró un momento en dar la vuelta con el volantín y alejarse de allí; tiempo suficiente para distinguir en la penumbra de la puerta entreabierta de la fábrica un rostro fiero bajo una enmarañada y retinta melena, que creyó reconocer al instante.

¡Juraría que es el gaucho Santos Pérez! ¿Pero no estaba en Santa Catalina, o en Córdoba con los hermanos Reinafé? ¿Qué hace aquí en Buenos Aires? ¿Y qué buscará este hombre tan refinado con semejante compañía? ¡Dios me ampare! Se persignó y se largó de allí al galope, deseoso de echarse unos tragos de caña para apaciguarse.

LOS CARBALLIDO

Gonzalo tenía treinta y cinco años cuando llegó con padre a Buenos Aires y se encontraron con un pueblo harto sacudido, inmerso en la anarquía, la arbitrariedad, la injusticia y con sangre derramada por doquier, un pueblo cuyas provincias rechazaban la debilidad de las propuestas de los gobiernos unitarios, de las iniciativas y leyes promulgadas por el ilustrado Rivadavia; un pueblo que no hablaba de otra cosa que no fueran las hazañas de don Juan Manuel de Rosas y su tropa de Colorados, defensores de los pobres y de la independencia; y de la valentía de un poderoso gaucho y hacendado de La Rioja llamado Juan Facundo Quiroga, el hombre más leal a Rosas.

Época convulsa en la que estaban organizándose los estados republicanos independientes y la política centralista de los numerosos, débiles y brevísimos gobiernos, favorecía a la capital en menosprecio del interior. Pero el federalismo cobraba auge y las provincias, cada día más ruinosas, exigían un reparto equitativo de los ingresos de aduana y que esta dejara de una vez de beneficiar exclusivamente a los terratenientes e industriales porteños y a sus adineradas familias. El clima político y social en esta tierra era poco propicio para comenzar una nueva vida, pero don Álvaro Carballido y su hijo venían dispuestos a todo, conscientes de que no podría irles peor que en España. Acusado, y con razones, de liberal, era perseguido por el Gobierno de Fernando y los Cien Mil Hijos de San Luis. El cabeza de familia llegaba escapando de la lacra absolutista, pero con sus arcas repletas y manteniendo activas sus minas en la lejana Asturias. Don Álvaro no ocultó la inmediata simpatía que le produjeron las importantísimas familias que enarbolaban la bandera del unitarismo, así como el sector más progresista del federalismo; sus nuevos intereses en las provincias jamás peligrarían con la aduana a su favor y arropado por los principales prohombres y políticos, pero no contó con que la fatalidad se interpondría en su camino y lo sorprendería la muerte por unas fiebres hemorrágicas al poco tiempo de llegar. Su hijo Gonzalo, el Gallego (como no tardó la gente en apodarlo), hubo de hacerse cargo de los jóvenes pero prósperos negocios que el hombre se había ocupado de afianzar a golpe de tejemanejes e influencias, sobre todo con las minas recientemente adquiridas en el interior y por las que tuvo que pujar a fondo compitiendo con la indomable misia Aurora de Fresneda, su paisana y enemiga, llegada al país apenas unos años antes. No tardó el Gallego en robustecer el contacto con otras importantes familias y acaudalados ganaderos con quienes formó sociedad adquiriendo propiedades en la misma Provincia de Buenos Aires, aliándose incluso con el sector más conservador y religiosos del federalismo hasta entonces excluidos del circulo de amistades de su padre.

Contaba Gonzalo con que sus negocios se beneficiaran rápidamente una vez instaurado un segundo mandato de Rosas, esperaba favorecerse del reparto de bienes aduaneros de las provincias, que hasta entonces habían sido relegadas. A su fortuna había que añadir el patrimonio en tierras y ganado que pasaba a sus manos con su boda reciente, heredad que si bien venía acompañada de cuantiosas deudas, él no tardaría en aumentar solventándolas rápidamente. La caída de Rivadavia y el resto de gobiernos unitarios no habían hecho sino menoscabar los intereses y negociados de Mr. Hendicott, el padre de su adorable mujercita, menoscabo al que contribuyeron de forma muy propia los caciques federales del norte, hartos de la prepotencia inglesa.

Fue por entonces, nada más vislumbrar a un Rosas nuevamente en el poder, cuando, en una acción impulsiva o poco meditada, decidió pintar de colorado, encima del azul celeste que había tenido siempre, la fachada de la casa que fuera de sus suegros donde se habían trasladado después de la boda con Dorothy. Con esta afrenta abofeteaba en plena cara a las familias de unitarios que tanto habían favorecido a su padre en sus comienzos, y daba a conocer orgullosamente sus ideales políticos, afines a la vertiente más recalcitrante de la Federación.

Pero la meridiana lucidez en sus proyectos y objetivos no impedía que padeciera cierta ambigüedad de sentimientos que, independientemente de su claridad política, acababan enturbiando la plenitud de su matrimonio y lo frenaban a la hora de manifestar emociones y afectos. Aunque el amor de Dorothy era firme, sus negocios exitosos, su fortuna cuantiosa, y ante si se abría un futuro prometedor, una sensación de mutilación lo acosaba a menudo con inusual violencia.

No era hombre dado a abrir su corazón, a dejar entrever sus sentimientos, a veces incluso resultaba duro en exceso autoritario. En ocasiones su mujer llegó a pensar que Gonzalo ocultaba algo de su pasado en España, alguna acción innoble de la que se arrepentía o avergonzaba, pero lo descartó convencida de la honorabilidad de Gonzalo y lo atribuyó a su pródiga imaginación, que nunca descansaba y tendía a hacer caso de habladurías. Y Buenos Aires era un nido de rumores malintencionados, de cuchillos entreverados, de sombras embozadas.

Aunque no lo pareciera a simple vista por su corpulencia y aspecto campechano, Gonzalo era hombre culto, de carácter retraído, taciturno y obsesivo. Le llevaba a Dorothy veintiún años, y esta diferencia de edad, según pasaba el tiempo, le provocaba sentimiento de culpa y cierta propensión a ver menoscabadas su hombría de bien y su honor. Como consecuencia, su genio de por sí taciturno, se acentuaba volviéndose impetuoso. A escondidas de su mujer no había dejado pasar ocasión de probar cuanto método se pusiera a su alcance, que para eso estaba Prudencia con sus yuyos y su proverbial discreción. El último había sido la cantárida, en base a unos escarabajos verde brillante machacados, pócima de la que se decía aseguraba potentes y prolongadas erecciones. Al cabo de unos meses de administrarle Prudencia el afamado tratamiento, tuvo que abandonarlo por resultados adversos: vómitos y diarreas, porque la brillante cantárida es altamente venenosa.

Uzté perdone, se atrevió a opinar Prudencia. Pero me pareze que zería mejor que el zeñor ze olvidara del azunto...

Pero Gonzalo no dejó a la negra acabar su consejo, la cargó con la culpa y acto seguido la mandó a la cocina, de muy mala forma, a fregar marmitas. Prudencia bajó la cabeza y se fue de allí sin rezongar, pero maldiciendo en su interior, como invariablemente lo hacia.

Pero no acabaría aquí la desgracia de Gonzalo Carballido: Prudencia era indudablemente discreta, pero aun así los rumores comenzaron a circular entre las sirvientas, y al poco tiempo en la prensa sensacionalista, en particular en el diario El Loco Machaca Batatas, uno de los más encarnizados con los políticos y las señoras de alto copete, aparecerían publicados en la sección de sociedad unos satíricos y crueles pareados en los que se aludía a la impotencia de Gonzalo:

El tiempo pierde el Gallego

Machacando escarabajos,

La negra haciendo gualichos

y la inglesita en refajos.

Mejor cortar por lo sano,

Mandarlo todo al carajo,

Olvidarse del asunto

Que remediar lo de abajo.

No pasaron ni doce horas de la publicación cuando todo Buenos Aires estaba enterado de sus intimidades y fracasos maritales, y sus enemigos unitarios aprovecharon estos versos para ahondar en sus escarnios y constante desprestigio. Esto terminó de hundir a Gonzalo, quien del fracaso fue pasando a la apatía, al mal humor, y no vio mejor salida que culpar a su mujer de la impotencia y someterla a la humillación de padecer tratamientos similares a los que él había padecido; simultáneamente comenzó a apartarse más y más de ella evitando incluso el contacto íntimo. Por fortuna, algo de toda esta desgracia no había aún trascendido: de los tres años de matrimonio, llevaban más de año y medio durmiendo en habitaciones separadas y únicamente Prudencia conocía el secreto. Y la fiel nanny de Dorothy era una verdadera tumba.

EL DESENGAÑO DE DOROTHY

Dorothy acusaba día a día el progresivo distanciamiento afectivo de su consorte, aunque este continuara ejerciendo su habitual cordialidad y respeto hacia ella; empero, acalló sus emociones, su tristeza e inquietud y aparentó una vida matrimonial con innegable plenitud para ocultar el fracaso. Padecía en silencio esa desafección latente en Gonzalo, con el incesante recelo de que este letargo acabara en la ineludible pérdida del amor, amor que persistía contra todo contratiempo y los mantenía unidos. Únicamente abrió su corazón —y no del todo, pues mantuvo reservas y no fue explícita por decoro y respeto a su marido— a su íntima amiga Celeste, confiándole ingenuamente el secreto de su desdicha:

No me atrevía a decírtelo, pero creo que soy yo la estéril, le dijo con los ojos húmedos de llanto. Y Gonzalo desea tanto un hijo... Pero lo que más me afecta es que todo Buenos Aires conoce nuestra intimidad, nuestra alcoba parece abierta al público como un drama en el escenario de un teatro, y los diarios unitarios que nos habían tratado tan bien en vida de mis padres me han perdido el respeto y deshonrado mis apellidos.

Lo sé, querida. Por desgracia esos versos infundiosos llegaron hasta el último rincón... Pero levantá el ánimo, podrían tener razón y a lo mejor no sos vos la estéril. No tenemos por qué ser siempre las mujeres las responsables de no quedar encinta, le insinuó Celeste.

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320 S.
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9788412454000
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