Buch lesen: «Ríos que cantan, árboles que lloran», Seite 5

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9Ortiz señala la ambigüedad que atraviesa La casa verde: «La visión crítica de la obra y sus aspectos novedosos son minados desde su interior por las descripciones del narrador omnisciente sobre los nativos, en las que se reiteran los paradigmas de civilización y barbarie al presentarlos como seres inferiores y salvajes, similares a animales» (2012: 120-121). El propio Vargas Llosa, refiriéndose a la génesis de la obra, dice que durante su primer viaje a la Amazonía descubrió «que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra» (1971: 25) y reconoce que «toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país» (46).

10También están los cuentos «La broma de un tigre» (1942) de César Lequerica, «La madre» (1965) y «La llamada» (1967) de Ciro Alegría, «Pelejo» y «El animal sobre sus patas traseras» (1969) de Arturo Hernández y «Shushupe» (1992) de Dante Castro, los cuales abordan desde distintos ángulos la cuestión de la persecución y la cacería de animales salvajes.

11Entre las novelas se destacan: La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría, Sangama (1942) de Arturo Hernández, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El país de la canela (2008) de William Ospina; entre los cuentos: «A la deriva» (1912) y «En la noche» (1919) de Horacio Quiroga y «Por el pongo de Aguirre» (1969) de Arturo Hernández.

Capítulo 2

Novelas históricas sobre los primeros viajes de los españoles al Amazonas

En contra de lo que quizá podría pensarse, el interés de una novela histórica depende menos de la fidelidad de su autor a los hechos que de la agudeza con que su visión (su revisión) del pasado arroja luz sobre los problemas del presente y da pistas para el porvenir. Aunque la reconstrucción detallada de los eventos y las costumbres de una época anterior es importante para afianzar la veracidad histórica de la narración e inducir en el lector el efecto de realidad, a la larga lo que define el alcance de una ficción basada en eventos históricos es la pertinencia de la confrontación que el autor plantea entre el pasado cumplido, el presente en marcha y el futuro en ciernes. Por eso, toda novela histórica es un producto de su tiempo que, tendiendo un puente entre el horizonte de la época a la que se remontan los hechos narrados y el horizonte de su propia época, enriquece el conocimiento de las posibilidades existenciales del ser humano y proporciona a sus lectores elementos de juicio para las encrucijadas del presente y el futuro.1 La revisión del pasado desde la óptica del presente y el análisis del presente y el futuro próximo a la luz del pasado no son un mero ejercicio académico o lúdico: son una brújula para la vida. El carácter histórico de la existencia humana implica afrontar el porvenir apoyados en la memoria de las experiencias vividas; la reflexión sobre los tiempos idos y la previsión de los tiempos venideros, al confluir en la plataforma del «aquí y ahora», impiden que nuestro sentido de la historicidad se marchite.

Consideradas desde este ángulo, las narrativas históricas ambientadas en la selva cobran especial interés, ya que tradicionalmente los entornos selváticos han sido vistos como escenarios situados al margen de la historia o como lugares que solo ingresan en los carriles de la historia gracias al arribo de los europeos. Estos prejuicios se apoyan en una distinción entre historia natural e historia humana que, sin embargo, está perdiendo vigencia debido a la crisis ecológica actual. Hechos como la contaminación de las fuentes de agua, la reducción de biodiversidad o el calentamiento global ilustran hasta qué punto la historia humana es indisociable de la historia de la naturaleza, y la conciencia agudizada de esta evidencia arroja una luz retrospectiva distinta sobre los eventos del pasado.2 Las selvas no se sustraen a tales cambios de percepción. Cuando advertimos que la historia natural y la historia humana son aspectos inseparables de una misma realidad, pierde sustento la visión de la selva como ámbito intemporal donde los ciclos eternos de la vida y la muerte prosiguen su curso al margen de las preocupaciones humanas. Por otra parte, a medida que naturaleza e historia dejan de ser pensadas como compartimentos estancos, las sociedades humanas aparecen como frutos de un proceso coevolutivo de larga duración en cuyo seno convergen múltiples tradiciones culturales, cada una adaptada a entornos ambientales concretos y con su herencia histórica particular a cuestas; con ello, pierde consistencia la imagen de los conquistadores y los misioneros europeos como agentes civilizadores sin cuya intervención las selvas habrían permanecido ancladas en un mundo primigenio, ajeno al tiempo histórico y habitado por grupos aborígenes que serían apenas un ingrediente más del entorno natural.

La consecuencia de este giro es que las visiones de la selva como lugares sin historia pasan a ser ellas mismas un capítulo central de la historia de las selvas. Tales visiones son de hecho un resultado de la convergencia, con el arribo de Cristóbal Colón, de varias corrientes históricas distintas —una formada por miembros de diversas poblaciones asentadas en Europa occidental, otras formadas por múltiples poblaciones autóctonas repartidas a lo largo y ancho de América—, de las cuales la primera, apoyada en la palabra escrita, silencia poco a poco las segundas, basadas principalmente en la oralidad. Como veremos luego, los cambios de orientación que esto implica se reflejan en varias novelas históricas de la selva publicadas en América Latina desde mediados del siglo xx. No obstante, aunque la decisión de escribir novelas históricas ambientadas en la selva supone un rechazo de la visión de las zonas selváticas como pura naturaleza, la creación de una narrativa que supere las limitaciones de la historia tradicional enfrenta dificultades enormes. Por un lado, los prejuicios coloniales están hondamente arraigados y el potencial crítico de las novelas es insuficiente para compensar su reforzamiento constante en los medios masivos —baste recordar las boas devoradoras de hombres de películas como Anaconda (1997) de Luis Llosa, la profusión de especies animales exóticas y escenarios vegetales exuberantes en documentales como Amazonía (2013) de Thierry Ragobert o las fotografías de entornos edénicos e indígenas pintorescos y semidesnudos de los folletos usados por las agencias de viajes para promocionar sus paquetes turísticos a la Amazonía o la Orinoquía—. Por otro lado, existe un escollo adicional, casi insuperable, al menos en el terreno de la novela histórica: ¿cómo hacerle justicia a la historia de los pueblos amazónicos, perdida en su mayor parte a consecuencia del despoblamiento masivo causado por la llegada de los europeos y continuado en los siglos siguientes? Recordemos que entre los autores de novelas históricas no figura ningún indígena —y que la noción misma de «novela histórica» es ajena a las culturas aborígenes, cuyo pilar para la transmisión del saber y la preservación de la memoria colectiva no es la escritura alfabética sino la oralidad.

Para darle anclaje empírico a este escenario, retomaré ahora un grupo escogido de novelas históricas de la selva y analizaré la forma en que ellas ponen sobre el tapete, pese a los obstáculos citados, cuestiones relativas a la forma como nos imaginamos las zonas selváticas de América Latina y como entablamos relación con ellas y con sus pobladores. El ejercicio de revisión del pasado que tales obras efectúan se basa en la confrontación (y, en cierta medida, el ajuste de cuentas) con dos periodos importantes de la historia de América Latina, uno precolonial: el de la conquista, y otro poscolonial, o, si se quiere, neocolonial: el de las caucherías.

2.1. A la conquista del río: los viajes de Francisco de Orellana

De las primeras expediciones españolas a la selva amazónica, dos han acaparado el interés de los novelistas, debido sin duda a su carácter pionero y al aura de leyenda que las rodea: la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541-1542 y la de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en 1560-1561. El hecho más llamativo al considerar la suerte corrida por estas expediciones es que, si bien fracasaron rotundamente —ninguna generó ganancias materiales ni dio lugar a una ocupación duradera de los territorios recorridos—, ellas produjeron una ocupación del imaginario que a la postre resultó más férrea que la dominación político-militar. En efecto, esas primeras incursiones en la Amazonía implantaron las semillas del discurso colonial que preside las representaciones de la región hasta nuestros días, con los mitos de las Amazonas y El Dorado a la cabeza. No se trata, por tanto, de conquistas equiparables a las de Cortés en México o Pizarro en el Perú; se trata de viajes azarosos, precarios, signados por la lucha con un entorno cuya hostilidad se concreta en dos aspectos: «el carácter extremado y excesivo de su naturaleza, y la profunda enajenación que resulta del desconocimiento que tiene de ese medio el hombre europeo que intenta dominarlo» (Pastor 2008: 236). Bajo tales condiciones, la lucha por la supervivencia es acuciante y el afán de riquezas cede su lugar a objetivos más inmediatos —la busca de alimentos, provisiones, reposo— que los europeos no sabían cómo realizar en la selva. Ello no es óbice para que las crónicas surgidas de esa experiencia les den vida a representaciones que, trascendiendo el marco de su formulación inicial, se repetirán luego una y otra vez en los discursos sobre la región.

Buena muestra de ello son las versiones novelescas de los primeros viajes al Amazonas, cuyos autores utilizan los imaginarios coloniales de la selva como un vocabulario casi inevitable a la hora de abordar el tema, pero en cuya estructura narrativa es posible rastrear los factores que moldearon el surgimiento de dicho vocabulario, subrayando así su entronque histórico. Enfocaré primero la atención en dos obras de mediados del siglo pasado en las que la figura de Francisco de Orellana ocupa el primer plano: Argonautas de la selva de Leopoldo Benites y El Quijote de El Dorado de Demetrio Aguilera Malta. Ambas novelas presentan la entrada de los españoles en la selva como una gesta heroica animada por una vocación descubridora, pero en ellas se nota a la vez la voluntad de contrapesar ciertos sesgos de la historia tradicional. Sus autores, de origen ecuatoriano, proyectan la figura de Orellana como un símbolo de la unidad territorial del Ecuador moderno, ya que las andanzas del conquistador incluyen la zona andina (la expedición de 1541 en busca de la canela sale de Quito), la costa del Pacífico (Orellana fue el fundador del puerto de Guayaquil) y la región amazónica. Para la reconstrucción de los hechos, los dos escritores se atienen en lo esencial a la información suministrada por los primeros cronistas, sobre todo fray Gaspar de Carvajal, de cuya relación transcriben casi literalmente varios pasajes.3

Existe un elemento común a ambas novelas que quiero resaltar, y es que no se limitan a contar el primer viaje de Orellana, al cual este le debe su fama, sino que cuentan también su segundo viaje, en que el conquistador muere. A tono con ello, Argonautas de la selva se divide en dos partes de igual longitud presentadas en orden cronológico, y mientras en la primera campea la emoción de la aventura y el encuentro de los españoles con el río ignoto, en la segunda asistimos al desmoronamiento de los sueños de Orellana, cuyo declive refleja en miniatura el destino de la España imperial, desgarrada entre sus «propósitos inmensos» y sus «medios pobres de realización» (Benites 1945: 177). En El Quijote de El Dorado el orden del relato varía: la novela se centra en los tropiezos de Orellana para organizar la segunda expedición, y reconstruye los incidentes de ese viaje hasta el extravío y la muerte del conquistador en el bajo Amazonas. Los hechos relativos al primer viaje aparecen solo como evocaciones intercaladas a lo largo del texto, y en ellas la realidad amazónica es magnificada por las ansias de Orellana de retornar en busca de las riquezas y maravillas que la selva guarda en su seno. Esta organización textual le permite a Aguilera Malta resaltar la oposición entre las brillantes perspectivas iniciales y la cruel desilusión final. Así, en 1543, cuando vuelve a España luego del primer viaje, Orellana empieza a sentir el mundo que ha recorrido «como propio», «como si ahora sus raíces se hundieran en ambas tierras», y sobre su vida gravita un sentimiento nuevo, difícil de definir: «¡Algo que lo obligaría a regresar a “sus tierras”, a “su Río”!» (1964: 33); con el paso de los días, este «algo» indefinible se precisa como un anhelo de recorrer otra vez «esas tierras hermosas situadas del otro lado del mar», para mostrarle a su esposa Ana, desde el puente de la nave capitana, «los detalles de ese mundo maravilloso», «las rutas de su amado Río» (170). A finales de 1546, cuando el descalabro de su segunda expedición es un hecho, la percepción de Orellana ha sufrido un viraje completo: «¿Y si los indios los asaltaban esa noche? ¿Si los acribillaban a flechazos? ¿Si alguna araña, escorpión o víbora, valiéndose de la oscuridad, se acercaba para picarlos? ¿Si algunos caimanes llegaban hasta allí, a devorarlos? ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?» (259).

El énfasis de ambas novelas en el fracaso del segundo viaje de Orellana ilumina una parte de la historia de la conquista que suele quedar sumida en el silencio. Usualmente se recuerda a Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).

El caso de Orellana no fue único: la mayoría de expediciones de conquista que zarparon de España durante el siglo xvii fueron costeadas con recursos privados, y muchas fracasaron lamentablemente. Como es sabido, en la misma época en que ríos de riqueza fluían desde México y Perú hacia la península ibérica, la Corona española estaba concentrada en el complejo ajedrez de la política europea y no tenía mucho interés en las tierras situadas al otro lado del océano; la urgencia de las luchas por la consolidación del catolicismo en una Europa sacudida por el avance de la reforma protestante y por la amenaza turca desplazó a un nivel secundario los asuntos de la conquista de América.4 Es difícil exagerar el impacto de esa asimetría en la formulación de las primeras imágenes de la selva. Por un lado, los conquistadores ponderan el esplendor de las tierras americanas, a fin de persuadir a la Corona española o a los posibles inversionistas de que vale la pena financiar nuevos viajes de exploración y conquista; por otro, si esos territorios son ricos y espléndidos, ¿cómo explicar el fracaso de las expediciones, si no es resaltando los obstáculos suscitados por una naturaleza adversa y unas poblaciones nativas hostiles?

Las experiencias de Orellana en sus viajes a la selva ilustran bien la disyuntiva. El Quijote de El Dorado de Aguilera Malta cuenta los apuros del conquistador para ajustar las expectativas a la realidad. A lo largo del río, Orellana tropieza con un entorno alarmante: «La selva de colmillos verdes. Los mil ruidos, los mil olores, las mil formas. La agresión visible del monstruo verde de millones de tentáculos y las tantas agresiones invisibles» (1964: 52); sin embargo, constata también que, en muchos tramos, el río fluye «entre una tierra tan fértil y tan buena para el ganado como la de nuestra España» (150), y le concede pleno crédito a las noticias que recibe sobre las riquezas de la región, facilitadas por indios cuyas palabras y gestos él mismo traduce. Uno de ellos le asegura, por ejemplo, que en la comarca de las amazonas «hay muy grandísima riqueza de oro» y que «la ciudad donde reside la señora Coroni tiene cinco casas del Sol, donde están sus ídolos de oro y plata» (152). Dado el exiguo conocimiento que Orellana tenía de las lenguas locales, cabe dudar si tales palabras traducen fielmente el pensamiento del indio o si reflejan más bien lo que Orellana desea escuchar —al menos desde la perspectiva de la recreación novelesca realizada por Aguilera Malta con base en las crónicas—. Incluso suponiendo que hayan hablado en quechua, utilizado a menudo como lengua franca en el alto Amazonas desde la época del Incanato, es probable que Orellana haya acomodado de buena fe la información recibida para hacerla encajar con sus propias expectativas. Lo cierto es que, en cada etapa del viaje, la imagen deslumbrante de una tierra fecunda y rebosante de tesoros se contrapone con el aura inquietante que emana desde el verdor silencioso de la masa vegetal y con los temibles obstáculos (sobre todo la escasez de víveres) que entorpecen el avance de la expedición. Esta ambigüedad marca asimismo las relaciones con los pobladores nativos. Como ya le había sucedido a Colón medio siglo antes las islas del Caribe, Orellana encuentra a su paso tribus pacíficas y hospitalarias que le proporcionan alimentos (así acontece en la región del jefe Aparia durante el primer viaje y en la entrada del delta durante el segundo), pero también otras belicosas e indómitas que atacan con furia los bergantines (tal es el caso en las regiones del jefe Machiparo y de las amazonas en el primer viaje y en diversas zonas del brazo principal del río en el segundo).5 ¿Cuál es, después de todo, la verdadera cara de la selva?

En una vena similar, la obra de Benites muestra cómo la primera expedición, que sale de Quito encandilada por el espejismo de la canela, enfrenta desde el inicio todo tipo de peligros: «Es una lucha titánica la de estos hombres magros, que han pasado hambres y miserias, que casi no tienen fuerzas, contra una naturaleza demasiado grande y demasiado bárbara» (1945: 61); empero, los reportes sobre la abundancia de riquezas en la zona están frescos y la visión de la selva está aún preñada de promesas que compensan las adversidades: «Palpita en el paisaje una vida extraña. Un misterio que atrae con fuerza irresistible. Una especie de embrujo fascinador. Algo les llama, con voz atractiva, desde el fondo de la espesura» (84). Empujado por la corriente del río e imposibilitado de adentrarse en la selva debido al estado maltrecho de la expedición, Orellana se enfoca en buscar la salida al Atlántico, no porque renuncie a las riquezas sino porque ya acaricia la idea de regresar al río con una expedición mejor equipada. Ese proyecto se cumple solo en parte: Orellana obtiene en 1544 las capitulaciones para colonizar la «Nueva Andalucía» y al año siguiente emprende el viaje de vuelta al río, pero su equi­pamiento deja mucho que desear debido a la escasez de recursos y al regular estado de los navíos. La oposición de la naturaleza a los designios del conquistador se manifiesta de modo elocuente: al intentar entrar al río, la fuerza de la corriente que amenaza con arrastrar los barcos mar adentro revienta las cadenas de las anclas y Orellana se ve forzado a anclar los barcos con los pocos cañones y lombardas que llevan a bordo (los cuales no logran recuperar del fondo del río). Despojado de su principal herramienta para dominar a los indios, cuando al fin alcanzan tierra firme Orellana siente que «toda su energía voluntariosa se viene al suelo como un castillo de naipes» (264). Pocos meses después, al término de este segundo viaje iniciado con tantas ilusiones pese a las penalidades vividas en el primero, llega para los viajeros la hora de la derrota: «No quieren ver las cruces que abren sus brazos en la selva. No quieren saber nada. Solo huir… huir… Irse pronto. Se embarcan precipitadamente. Sueltan las amarras. Están pálidos, flacos, tristes. Con los ojos llorosos. Algunos rezan. Rezan… Lloran… ¿Es este el río maravilloso en donde los esperaba la riqueza?» (275).

Las novelas de Benites y Aguilera Malta, por lo tanto, recrean una historia de sueños y ambiciones desmesuradas que poco a poco dan paso a la incertidumbre y a la postre se saldan con una amarga desilusión. Las diferentes facetas que asumen la selva y el río a los ojos de los conquistadores desempeñan un papel central en ese proceso de desmantelamiento. Para Orellana y sus hombres, la espesura selvática es en primera instancia un ámbito lleno de promesas, luego un mundo inculto sembrado de obstáculos imprevistos, al final una trampa funesta sobre la cual queda flotando un enorme signo de interrogación. He ahí los tres momentos a partir de los cuales se desarrollan las principales visiones coloniales de la selva: la naturaleza pródiga y fecunda, el territorio salvaje que es preciso domesticar, la potencia inclemente que anonada los esfuerzos humanos. La reconstrucción narrativa de los viajes de Orellana, al poner de relieve la base histórica concreta que apuntala la formulación de estos imaginarios, los despoja —al menos en parte— de su aparente obviedad e indica que su valor epistemológico se limita a experiencias precisas y fechadas. Así, por ejemplo, el fracaso de Orellana obedece no solo a la resistencia de un ambiente y un clima adversos, sino también a las dificultades suscitadas por la relación desigual que se estableció desde un comienzo entre los conquistadores y la Corona española. Y ¿qué duda cabe que la selva puede ser un entorno erizado de obstáculos —o incluso una trampa peligrosa— para un grupo de recién llegados radicalmente desconocedores del terreno, de las formas de vida que lo habitan y de las culturas que tienen allí su hogar?

Sin duda tanto Benites como Aguilera Malta replican en sus obras elementos centrales de la visión colonial de la selva. Los títulos de sus novelas presuponen de entrada una noción épica de la acción de los conquistadores en América: para Benites, los primeros europeos en navegar el Amazonas son «argonautas» que emulan las hazañas de los buscadores del mítico vellocino de oro, y Aguilera Malta narra las incursiones en el río con una óptica que subraya su dimensión quijotesca. Ambas obras exaltan la capacidad de Orellana para sobrellevar la adversidad y ambas revisten su fracaso final con tintes trágicos; en ambas, la selva (las fieras, los mosquitos, la fuerza del río, la vegetación espesa, la humedad, el calor) ocupa a menudo el rol actancial de oponente cuya hostilidad neutraliza los esfuerzos del conquistador; en ambas los indígenas (sean pacíficos o belicosos) desempeñan el mismo papel de comparsas que suelen desempeñar en las crónicas de Indias. No obstante, las reconstrucciones que estos dos autores hacen de las primeras entradas a la selva ofrecen un punto de partida para la revisión crítica de aquellos hechos. El fracaso de los españoles en la exploración del río solo en parte se debió a las dificultades suscitadas por el entorno ambiental: también fueron definitivos los escollos relativos a la financiación y el apresto de las expediciones, así como las expectativas desmesuradas e irreales de los conquistadores, que precisamente por ello dieron pie luego a decepciones tanto más dolorosas. En buena medida, las representaciones de la selva que conocemos hoy surgieron en esa época como una expresión de las ilusiones y frustraciones vividas por las expediciones pioneras. Esta constatación abre un camino que otros autores profundizan y amplían en distintas direcciones.

2.2. En busca de El Dorado: la expedición de Pedro de Ursúa

El terreno en que germinan los imaginarios de la selva no se nutre solamente de los factores propicios o adversos del camino, sino también de los prejuicios y anhelos de los exploradores. La curiosa mixtura de maravilla e incertidumbre reinante en las expediciones de conquista de esa época, suscitada por la alternancia de ilusiones y temores, expectativas y sufrimientos, sueños y decepciones, estimula la tendencia de los españoles a traducir lo que ven y oyen a lo largo del viaje en términos familiares para su mentalidad, apoyándose en referencias librescas de la época o en mitos famosos. Asediados por la perplejidad sobre la auténtica naturaleza de cuanto perciben sus sentidos, los recién llegados filtran la evidencia empírica en el tamiz de su propio trasfondo cultural. Así es como los aspectos más enigmáticos y misteriosos de su experiencia americana encuentran al cabo una explicación satisfactoria —o, al menos, tranquilizadora—. Con una actitud no muy distinta a la de Colón, que veía las islas del Caribe a la luz de su lectura de los viajes de Marco Polo, muchos conquistadores, aleccionados por las aventuras de personajes de novela como Amadís de Gaula o Palmerín de Oliva, llegaron a América con un espíritu abonado para darles crédito a leyendas sobre lugares míticos y riquezas prodigiosas.6

La exploración de las selvas no fue una excepción a este respecto. El prestigio que tenía en aquella época la teoría cosmográfica, según la cual la franja equinoccial del globo terráqueo contenía la mayor cantidad de metales preciosos (Pastor 2008: 286-289), favoreció aún más en este caso la confianza de los europeos ante los relatos que empezaron a circular sobre las riquezas ocultas en la selva. Si a eso les sumamos la inmensidad de las cuencas del Amazonas y el Orinoco, su lejanía de los núcleos del naciente poder colonial y su relativa inaccesibilidad, es comprensible que esas regiones queden envueltas en un aura de misterio propicio para exacerbar las leyendas y para suscitar la perplejidad sobre la localización precisa de los sitios (el lago Parima, la ciudad de Manoa, el país de las amazonas, el cerro de Paititi) donde se hallaban esos fabulosos tesoros cuya sola mención encendía la codicia de los conquistadores. Como los pobladores nativos eran la principal fuente de información de las expediciones, la ansiedad de los españoles seguramente fue aprovechada a veces por indígenas astutos, que habrán aportado datos nebulosos o ficticios a fin de alejar de sus tierras a aquellos forasteros molestos, cuando no indeseables.7 La búsqueda de El Dorado, sin duda el prototipo de esta clase de aventuras, ocupa el primer plano en la expedición de Pedro de Ursúa, conocida como Jornada de Omagua y Dorado. Tal como les había ocurrido a Gonzalo Pizarro y a Francisco de Orellana veinte años atrás, Ursúa fracasó en su empeño, y los sobrevivientes, liderados por Lope de Aguirre, navegaron hacia la isla Margarita luego de salir al Atlántico por el delta del Amazonas. Las violencias causadas por la rebelión de Aguirre en la zona costera de la actual Venezuela explican en parte el interés suscitado por este viaje entre los novelistas de ese país, siendo Arturo Uslar Pietri con El camino de El Dorado y Miguel Otero Silva con Lope de Aguirre, príncipe de la libertad los ejemplos más notables.

Al igual que las obras de Benites y Aguilera Malta, la novela de Uslar Pietri se caracteriza por su estricto apego a la documentación histórica8 y por su énfasis en el contraste entre los sueños grandiosos que motivan la expedición y su resonante fracaso final. El título de su novela enfatiza la promesa inicial; la estructura del relato destaca las etapas a lo largo de las cuales se concreta el desmoronamiento de la empresa. La obra está dividida en tres partes correspondientes a los sucesivos escenarios de la aventura marañona: «El río», «La isla», «La sabana», lo que hace del relato una suerte de epopeya geográfica. La primera parte —también la más extensa, ya que abarca la mitad del texto— reconstruye el viaje por el Amazonas, las circunstancias de la muerte de Ursúa y el ciclo de hechos violentos mediante los cuales Lope de Aguirre se asegura el mando de la expedición, rubricando su ruptura con la Corona española; las otras dos partes narran el arribo de los marañones a las costas de Venezuela, el descalabro de la rebelión y la muerte de Aguirre, quien, en claro desafío a las Nuevas Leyes de Indias, reclamaba para los conquistadores el control sobre los territorios sometidos: «En estas Indias no deben quedar más que los soldados, porque ellos solos las ganaron y para ellos deben ser» (1985: 121). En suma, a diferencia de las expediciones de Orellana, la de Ursúa sucumbe a una degradación física y anímica cuya causa central son las disensiones intestinas que van minando a los propios españoles, aunque, como veremos enseguida, los entornos ambientales ejercen también una influencia poderosa. Así, un viaje emprendido en procura de El Dorado se transforma luego en el vagabundeo azaroso de un puñado de rebeldes, expuestos al acoso de las fuerzas naturales y de los indios, y al final, al de las autoridades coloniales de la isla Margarita y tierra firme.

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963 S. 22 Illustrationen
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9789587846492
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