Buch lesen: «Época de cerezos»
EN ALGÚN SITIO DE ESTA CASA
Pasé la mitad del año enfermo de los nervios. Cualquiera a quien le hayan enviado una decena de notificaciones bancarias con el argumento de una deuda que crece más que las plantas, más que los hijos o el colesterol, me comprenderá. Cuando llegó el aviso de desalojo me di por vencido. ¿A dónde iría? ¿Refugiarme en casa de mi exmujer, con los chicos, el marido de ella, los tres gatos y el Mustang 75? Pese a todo, me quedaba dignidad.
Estuve enfermo de los nervios, bajé de peso, luego recuperé los kilos, empeñé poco a poco y mes con mes los electrodomésticos, mi bicicleta, la medalla de mi primera comunión, las máquinas de la pequeña imprenta casera; me quedé con la cama, el refrigerador, la estufa, los libros que nadie compró.
La tarde de mi desalojo fui por una botella de vino corriente y me senté en el piso de la antigua sala a esperar a los que me sacarían con todo y cajas. Sonó el timbre. No llegaron los cargadores, en su lugar apareció un chico de unos veinte años, delgado, con gorra; saludó solo con un arqueo de cejas. Como quien entra a su casa después de la escuela, me ignoró y fue a instalarse en un rincón de la pieza, sacó de su bolsillo una revista de acertijos, la abrió y se entretuvo respondiéndolos. No supe cómo preguntarle por mi asunto, yo esperaba a los hombrones que me desalojarían después de hacer una rabieta por demás ensayada. El chico ni siquiera me veía de frente.
Sonó el timbre otra vez, supuse que ya eran los del
embargo. Apareció una chica regordeta mascando
una goma con olor a plátano; se acomodó cerca de la ventana, miraba al techo y hacía bombas para reventarlas inmediatamente. Tal vez alguno de los dos sabía a qué hora me embargarían. Me acerqué a la regordeta, en ese momento ya no sonó el timbre, sino nudillos sobre la puerta de madera. Abrí y entró un tipo como de mi edad, con las mejillas cacarizas. Me saludó con una mueca, tenía unos audífonos alrededor de la cabeza y tarareaba algo incomprensible; se sentó sobre una caja de libros. Era cuestión de tiempo para que llegara el jefe y los pusiera a cargar cajas, los pocos muebles, a arrastrarme por toda la pieza en tanto yo patalearía colérico. Para despojar de sus escasas pertenencias a un hombre sin suerte se necesita un preámbulo digno.
De nuevo se escuchó el timbre y entró una chiquilla como de la edad de mi hija, con dos caballitos de juguete. También encontró su sitio entre los cubos de cartón. Les pregunté por el desalojo y ninguno me respondió. La niña de los caballitos era la que parecía prestar más atención, a veces esbozaba una sonrisa que permitía ver las ventanas de su dentadura. A las nueve o diez de la noche ya eran más de quince o veinte personas en el apartamento, acomodados cada uno en lo suyo, en mi recámara, el baño, la cocina, lo que antes fue mi taller. Me resigné a tomar de la boca de la botella y mirarlos. Varios hablaban entre sí, se reían de chistes que yo ni siquiera oía completos, pero respecto a mí era como si no estuviese presente. Agradecí que no me quedaran muebles, así había más espacio para los que llegaran después.
Una de mis primeras impresiones fue que alguno de ellos grababa todo en secreto, serían los extras de un programa de televisión y yo la víctima. Tal vez un conocido o excompañero supo que esa noche me embargarían y una broma de ese tipo subiría el rating de un mal programa. Pensé en la pareja de mi exmujer, quien producía basura televisiva. Con el paso de las horas me deshice de la idea. Solo se trataba de un montón de desconocidos adueñándose del espacio que ya no me pertenecía, quizá un ritual bastante moderno y pasajero. De los del desalojo no había rastro.
Los visitantes dejaron de aparecer cuando terminé mi botella de vino. Aún era buena hora para bajar a la tienda y comprar una más. Tuve que esquivar gente, llegué a mi recámara y tomé las llaves. Ojalá encontrara vino barato, ojalá los próximos en tocar la puerta fueran los del embargo o un par de personas reales.
Regresé al edificio a ver si había novedades. Apenas puse un pie en la escalera para subir a mi apartamento, sentí una sacudida. Creí que era un temblor; dejé en el suelo la bolsa con el vino y me cubrí la cabeza, como lo había visto en la televisión. Esperé unos segundos que se me hicieron eternos; recé para que el edificio viejo se mantuviera en pie. Con la cabeza cubierta por mis antebrazos, me hice un ovillo cerca del marco de la puerta principal. No ocurrió nada. La sacudida fue momentánea pero no me incorporé en seguida, permanecí inmóvil, estaba nervioso y las piernas no me obedecían. Levanté la vista, el piso parecía en calma, aunque afuera una nube de polvo no me dejaba ver más allá de un par de metros. No hubo réplica. El cristal de la puerta principal estaba intacto. Poco a poco la nube se dispersó. Me asomé, un montón de gente dirigía la mirada hacia la parte sur, los límites de la colonia, no muy lejos de donde estábamos.
—Estalló el reactor —dijo una mujer que echaba un vistazo desde el balcón del edificio de enfrente—. El polvo viene de la central nuclear, parece que se desplomó algo.
Caminé hasta la cuadra siguiente y era lo mismo: curiosos asomados en sus balcones, otros en la acera, con el pretexto de averiguar si había víctimas ante ese extraño temblor.
—Ya lo están dando en el noticiero, interrumpieron la telenovela —gritó una mujer en la calle. Maldije por no tener un televisor. Recordé a los extraños visitantes de mi apartamento, me acordé de la niña de los caballos.
Volví al edificio. Hasta que estuve dentro revisé que la botella de vino no se hubiera dañado cuando estuvo en el suelo. Me causó risa mi instinto de supervivencia. Subí con cuidado por las escaleras y entré al apartamento, allí la escena seguía igual, cada uno de los visitantes continuaba en su sitio.
—¿Están todos bien? —pregunté—. ¿Sintieron el temblor? Pasó algo en la central nuclear, conserven la calma —les dije, en tanto que el único alterado era yo. Ninguno respondió.
El hombre de los audífonos levantó la voz, pero cuando me acerqué me di cuenta de que la canción de su disco había cambiado y ahora cantaba una más alegre. Con una llave redonda perforé el corcho y destapé la botella de vino, le di un trago largo y me senté en el suelo. El líquido me supo asqueroso.
Es probable que durante el tiempo que cerré los ojos haya dormitado sin darme cuenta. Era casi media noche, los del desalojo ya no llegarían, mis nuevos inquilinos tendrían que buscar un sitio para tumbarse y dormir, si es que se trataba de ocupas que se apoderarían del apartamento antes de que me fuera.
No quise seguir bebiendo de la botella, estaba lo suficientemente mareado, y en lugar de tranquilizarme, cada trago me alteraba más. Nadie se acercó a pedirme un poco. A punto de quedarme dormido, sentí otro temblor, muy breve pero intenso. Esperé un minuto hecho ovillo y tapándome la cabeza. Salí al pasillo para asomarme por la ventana pero no vi nube de humo o polvo que anunciara más caos en la central nuclear; la ciudad se veía en calma y pensé que solamente mi edificio había dado un salto. Un vecino de enfrente sacaba a su perro a orinar, otro fumaba en la banqueta, la calle estaba limpia de automóviles.
—¿Sintieron eso? —pregunté a la veintena de autómatas del apartamento—. Algo está sucediendo aquí, mantengan la calma.
El chico de la revista con acertijos levantó la vista del papel, se puso de pie, palmeó su trasero para quitarse la mugre que se le pudo haber pegado y salió del apartamento.
—¿A dónde vas? Quédate aquí con nosotros —le grité antes de que cruzara la puerta—. Afuera puede ser peligroso, ni siquiera sabemos qué ocurre.
Nervioso, me rasqué la cabeza; hubiera ido por él pero sentía terror de ser sorprendido por otra sacudida. Pensaba en mis opciones cuando la chica de la goma de mascar se tronó los dedos, hizo una bomba gigantesca que reventó de inmediato y la vi perderse detrás de la puerta.
—¡¿Pero qué demonios hacen?! —grité—. Estalló el reactor de la central nuclear, ¿qué no vieron el polvo? Si se van les tocará un temblor en la calle, es probable que colapse toda la construcción. Estamos lo suficientemente cerca como para ser los primeros en respirar cualquier cosa que salga de ahí.
Uno a uno, conforme llegaron, los visitantes se retiraron. Me tumbé a un costado de la puerta de entrada, vi cómo salían del baño, de la cocina, de mi recámara; cada uno perdía la concentración en su rutina de aquella noche para enfilarse con paso lento hacia la salida. No escuché más de dos o tres intercambios de palabras entre ellos. Avanzaron en calma y sin empujarse; irónicamente, como lo dictan las reglas de seguridad.
Derrotado, di otro trago a la botella de vino y el líquido me supo peor que nunca. Esperé la salida del último de ellos, los maldije por mi remordimiento en caso de que les sucediera algo fuera de mi edificio. La única a la que no vi salir fue a la niña de los caballos de juguete. La busqué por el apartamento vacío y no di con ella, pero uno de sus caballos seguía sobre una caja de libros. Quizá estaba escondida para acompañarme, en algún sitio de la casa; no se quería ir, como mi hija al visitarme los fines de semana.
BREVE HISTORIA DE UN NAUFRAGIO
Nuestra ciudad no tiene mar, sus contornos no dan hacia ninguna parte, la atraviesa un río no navegable repleto de sustancias tóxicas, basura y animales muertos. Tampoco la laguna es lo suficientemente grande, y está muy lejos de parecer parte del océano. Solo ha servido para alimentar una planta nuclear que en pocos años exterminará a quienes tienen la mala suerte de vivir cerca. El aire a veces da la sensación de ahogarnos.
Cuando el director de nuestra orquesta juvenil protagonizó un pleito muy sonado con el responsable del área de eventos culturales tuvo que irse de la ciudad o las consecuencias, según le advirtieron personas allegadas al funcionario, no lo favorecerían. Los músicos quedamos a la espera de una nueva batuta. Promesas por todos lados: la contratación de alguien con una trayectoria internacional, un director que subiría el nivel de nuestra incipiente y a veces malograda sinfónica, pero la espera de la nueva temporada se hacía eterna. Nos avisaron que reanudaríamos labores de un día para el otro. María Estrella llegó de una isla cercana a los Estados Unidos, en medio de un área famosa por sus desapariciones, presumía un amplísimo currículum de cuarenta años al servicio de la música en las cuatro cuadras de teatros, escuelas, albergues y casas donde transcurrió su celebrada carrera. Su trayectoria internacional comprendía un área de poco más de un kilómetro y medio.
Pensé en pedirle consejo, que me orientara sobre las cosas que podían suceder en mi audición para el conservatorio. Aún tenía un par de meses, ese tiempo valía muchísimo, cualquier observación era bien recibida. Le extendí la mano y dije mi nombre. María Estrella no contestó el saludo, se limitó a mirarme de arriba abajo.
—Tienes malos dedos, no creo que te seleccionen —dijo con ese acento entre español e inglés que todavía me produce escozor. Luego se dio vuelta.
Ese día le cambié dos cuerdas a mi violín. No pude estudiar porque hubo tanto calor que las clavijas se movían a cada rato, si seguía apretándolas terminaría sin cuerdas. Tomé su comentario como un mal presagio. Por algo llegó con fama de bruja.
Después de su observación, cualquier cosa que tocara me parecía desafinada. Tuve que cancelar mi clase con el maestro Gorki. No quería convertir esa tarde en una pérdida de tiempo y dinero, tampoco decepcionarlo a él. Desde que instalaron la planta, el aire se sentía más pesado, incluso la música tenía un timbre insoportable. Quizá la nueva directora tenía razón, y ser aspirante a la carrera musical era una pérdida de energía y un desgaste innecesario para mi instrumento.
Durante la primera semana de ensayos, María Estrella azotó la batuta, exigió a los violines tocar con más arco, insultó y amenazó a los metales, luego pidió disculpas, dijo que desconocía sus propias reacciones. Para ella, estar fuera de casa era algo difícil de llevar. Dicen que nunca había salido. Desde una de las butacas del teatro, un funcionario de apellido Videla se reía del espectáculo. Sus dientes amarillentos resaltaban entre las mejillas marchitas que temblaban con su risa tuberculosa. Él era el responsable de que tuviéramos a María Estrella al frente. No lo conocía, pero recuerdo que mis padres repitieron su apellido cuando salieron a la luz robos millonarios, trata de blancas y corrupción. Apenas alcancé a oír sus elogios por los insultos de María Estrella, cómo le decía a la mujer con cara de cuervo que lo acompañaba a todas partes, que una directora como esa era lo que a nuestro pueblo harapiento le hacía falta. Deseé más que nunca estar lejos de ellos y de la ciudad.
La segunda semana de ensayos fue aún más extraña. María Estrella apareció con doce discípulos, todos tenían las cabezas rapadas e iban completamente vestidos de blanco. Bajaron de dos camionetas blancas de lujo, y a su paso dejaron un fuerte olor a hierbas. Cargaban percusiones que jamás había visto, un par de sus instrumentos estaban hechos con caparazones de tortugas y armadillos. Me pareció que una maraca iba decorada con colmillos de animales. Nadie en la desdichada orquesta pudo concentrarse por el tufo. No sabíamos si tenía que ver con las temidas exhalaciones de la planta o los de blanco llevaban a todas partes ese olor a podredumbre. Una chelista se desmayó antes de finalizar el ensayo.
He pasado un par de años como violinista en la orquesta juvenil, entré siendo casi una niña, y durante ese tiempo jamás hubo algo que derrumbara lo construido durante años como lo hizo la estancia de María Estrella esos pocos meses. Horas antes de ensayar, la directora pedía que el teatro estuviera completamente vacío, solo ella y sus doce percusionistas vestidos de blanco permanecían dentro. Todos nosotros debíamos esperar sus indicaciones para entrar, pero a través de una hendidura de la puerta escuchábamos ruido de tambores, aplausos, más tambores, algunos gritos. Siempre había que dejar pasar media hora para que el olor a hierbas se dispersara. Luego de la primera ceremonia de María Estrella y sus doce discípulos, un trompetista perdió el conocimiento a media pieza.
Debido al accidente de los ductos en la central, no asistí a dos clases de violín con Gorki. Él vivía cerca de los dominios de la planta, casi en el límite de la población que desafiaba los posibles desastres ecológicos. Mis padres temían que en verdad hubiera habido una fuga de material dañino y el sur de la ciudad estuviese contaminado más que cualquier otro día. Gorki no tenía tiempo para moverse a otro sitio a darme clases. En la orquesta donde él era concertino no suspendieron actividades, su agenda seguía llena con ensayos y alumnos. Solo pude enviarle grabaciones y que me corrigiera un par de cosas. Para esas fechas la alarma creció aún más porque un edificio en el centro se había derrumbado, como si alguien le hubiera roto los cimientos igual que una casa de palillos para que el desplome fuera de película.
Nunca imaginé que en la ciudad pudieran suceder tantas desgracias al mismo tiempo. Pensé en María Estrella y sus discípulos vestidos de blanco, que después de los dos accidentes comenzaron a usar collares de colores y cubrirse las cabezas rapadas con trapos olorosos a hierbas con alcohol. Constantemente decían que llegaron para hacer un trabajo, que María Estrella los necesitaba ahí.
Pude recuperar el tiempo con Gorki, una tarde de martes que no tenía ensayo con la sinfónica, llevé unas escalas y arpegios más que de memoria, hice todos los cambios de posición que me pidió, unificamos el vibrato en las notas largas y al finalizar me dijo que estaba bien. Empezaríamos a revisar el repertorio de la audición, que yo ya debería conocer de memoria. Salí feliz de ahí, pensé que María Estrella se había equivocado y mis dedos no eran el problema. Tomé la bici y comencé a pedalear con fuerza, rápido para dejar atrás el círculo tóxico en el sur de la ciudad.
Me sorprendió encontrar un fin de semana a María Estrella sentada en una banca a la orilla del río. No me vio, tampoco hice el esfuerzo de acercarme a saludarla, era la última persona con quien me interesaba hablar. No hallé a sus discípulos cerca. María Estrella veía el fondo podrido del río, discutía o balbuceaba sola, movía las manos sin tener interlocutor que la escuchara. Antes de subirme de nuevo a mi bicicleta, la vi remojar los pies en esa vena sucia que atraviesa la ciudad. Tuve el impulso de ir hacia ella y decirle que no lo hiciera, que a un par de horas manejando por la autopista podría encontrar una playa más o menos decente, no ese caudal de enfermedades. Si lo que la motivaba eran el recuerdo y la tristeza, debía ir al mar, porque en el río solo podía esperar un despellejamiento. No lo hice, al contrario, deseé que se zambullese ahí, que metiera la cabeza hasta el fondo y se embarrara de lodo, que nos dieran la noticia de ensayos cancelados porque hervía en calentura debido a una infección.
Mes y medio después de su llegada, por primera vez María Estrella se presentó feliz a uno de los ensayos. Leyó en voz alta un oficio: nos notificaban que el de por sí bajísimo salario se había reducido a la mitad, algunas de nuestras plazas serían utilizadas para más músicos invitados que ella cuidadosamente seleccionaría en próximos viajes a su país; quienes no estuvieran de acuerdo serían reemplazados a la brevedad. Pensé en lo difícil que sería pagar las clases con Gorki y mi boleto para ir a la audición, los cambios de cuerdas o el mantenimiento de mi violín. Sentado en una de las butacas, de nuevo el responsable de la presencia de María Estrella tenía una sonrisa enorme, y la mujer con cara de cuervo al lado suyo —luego supe que se llamaba Juliana Rodrigo— tomaba nota de la reacción de la orquesta.
María Estrella empezó su jornada hasta que se disipó el olor a hierbas, con el gusto de vernos a todos serios, desanimados. Sus doce discípulos se habían quitado los zapatos y los trapos de la cabeza, pero en el aire seguía flotando un olor parecido al amoniaco. Iniciamos con un tempo primo más furioso de lo normal, para el que la directora pedía incrementar velocidad y dejaba ver una risa perversa. El primer clarinete vomitó verde justo al terminar de tocar la obertura.
Había un extraño ritual después de cada ensayo: los doce discípulos se tomaban de las manos, María Estrella de pie en el centro del círculo que formaban, decían cosas que nadie entendía, intercambiaban collares, hacían una reverencia y se despedían. Anhelé pronto estar lejos de ellos y no volver a verlos nunca.
Cumplí dieciséis años un martes que debía ir a clase con Gorki. Me cantó completa una canción de cumpleaños, su español había mejorado considerablemente y casi no preguntó cómo conjugar ciertos verbos. Preparó unos jinkali que devoramos, me enseñó las fotografías de sus hijos que seguían en Tiflis y me contó de la urgencia de ir por ellos. Hablamos poco de María Estrella, pero Gorki me platicó que ya había visto esos rituales durante su carrera en orquestas de Múnich, Estocolmo y Toledo.
—Primerro son cinco, luego diez y al final es como un ejército, escucharrás sus tamborres por todas partes. En los lugarres donde he estado hacen que la gente se enferme y desaparrezca; una de ellas ya fue a mi orquesta a ofrecer sus servicios.
Luego de comer y brindar con jugo de uva, toqué completo el primer movimiento de un concierto de Mozart; Gorki modificó algunas digitaciones para facilitarme el trabajo, reescribió los cambios de arco, los matices y un par de apoyaturas. Al final me hizo algunas correcciones y escribió detrás de la partitura qué fragmentos orquestales debía estudiar para la audición.
—Por cierrto que vi a los de blanco bailando cerrca de la central —comentó Gorki—, tenían sus tamborres y collarres, así recuerdo a los que conocí en Múnich.
Se despidió de mí. No me cobró la clase, dijo que era un regalo de cumpleaños. Me deseó suerte para mi siguiente encuentro con María Estrella. Le dije adiós desde la bicicleta, y antes de comenzar a pedalear lo vi más triste que nunca.
María Estrella llegó muy tarde al siguiente ensayo. Tenía las pantorrillas cubiertas de lodo. Una de sus discípulas, la que usaba más collares y desprendía olor a plantas en descomposición, le lavó los pies delante de nosotros.
—Salve a la maestra —dijo, mientras los otros once se mantenían con la cabeza agachada.
A la mitad de una sinfonía, María Estrella detuvo el ensayo: habían llegado doce sillas acojinadas y con respaldo alto para sus discípulos, debían ocuparlas de inmediato. Las estrenaron en tanto María Estrella exponía una vez más su repertorio de insultos y amenazas. Retomamos, aunque sentí un fuerte mareo, la cabeza me daba vueltas y recordé las palabras de Gorki sobre que escucharía el ruido de los tambores todo el tiempo, solo que no mencionó que retumbarían en mi cerebro. La fuerza se me había ido, pero el que cayó desmayado fue uno de los fagotistas.
Antes de que termináramos ese ensayo, poco productivo porque el primer fagot fue llevado de inmediato a su casa para descansar y la sección de maderas quedó incompleta, la mujer con cara de cuervo entró al teatro y pidió la palabra. Creo que ni siquiera ahora he visto a alguien tan horrible como ella, una combinación de rasgos desagradables, repulsión y maldad. Juliana Rodrigo, en su calidad de sub-algo, anunció que la orquesta cerraría el concierto masivo a beneficio de las víctimas del accidente en la planta nuclear. El repertorio que había solicitado el tal Videla, como si de un Todopoderoso se tratara, incluía cumbias sinfónicas.
—No —interrumpió María Estrella—, irán mis percusionistas, no toda la orquesta, y luego negociaremos sus honorarios.
Juliana no se opuso, arqueó las cejas de esos rasgados y feos ojos diminutos, aceptó el cambio de último momento y salió, llevándose consigo también un desagradable olor a hierbas podridas, que la describía a la perfección. Quise que a María Estrella y los doce de blanco les reventara una bomba cerca. Aquel día no hubo ritual después del ensayo, cada uno de los tamboristas se fue por su lado.
Mis clases con Gorki iban bien. Habíamos terminado de ver una sonata de Händel y con eso cubríamos la parte barroca que pedían en la audición. A veces Gorki parecía no escuchar mis errores, las notas desafinadas o los cambios de posición incorrectos, pero siempre al final los remarcaba con rojo para que yo recordara hacerlo bien la siguiente vez. Gorki no subrayó nada, se tocó la calva con más frecuencia que antes, era su gesto nervioso involuntario, dijo que extrañaba hablar en su propia lengua.
—Al menos Marría Estrella tiene a sus discípulos parra comunicarse —explicó con una voz tan triste que pensé que me hablaba otra persona.
Pasamos a revisar completo el segundo movimiento de Mozart y fue lo mismo, Gorki no me exigía corregir nada. Toqué varias notas mal a propósito y lo único que dijo fue que su hijo mayor, un muchacho mitad georgiano y mitad armenio que vivía con su mamá en Tiflis, había caído enfermo.
Dimos la clase por terminada. Mientras limpiaba la vara de mi arco y aflojaba las cerdas, Gorki decía que la vida de Mozart no fue fácil, su padre lo hacía tocar todo el tiempo para la corte, vivió su infancia y adolescencia de genio precoz yendo de un lugar a otro, fingiendo que tenía diez años cuando pasaba de los dieciséis.
—Yo no le harría eso a alguno de mis hijos —susurró Gorki.
Le pregunté si no sentía molestia al vivir tan cerca de la central, si no tenía miedo de que en la madrugada estallara otro de los ductos y entonces sí hubiera una explosión de verdad. Se rio, tocó su calva cabeza y dijo que había crecido muy cerca de una mina de cobre, ahí trabajó antes de entrar al conservatorio. Para él, el sur de la ciudad era el único sitio habitable, el que se le hacía familiar. Pensé en mi fortuna de haber nacido y crecido en una colonia del centro, no haberme mudado nunca de casa, porque no añoraba algo como Gorki: estar del otro lado del planeta.
De regreso encontré otra vez a María Estrella con los pies remojados en el río tóxico. Se veía más vieja que durante los ensayos, cuando desde mi lugar distinguía cómo la luz del escenario le acentuaba los duros rasgos. Me dio lástima que estuviera ahí, con las pantorrillas enlodadas y esa cara de casi muerta. Quizá ella y Gorki extrañaban lo mismo de diferente manera. Para María Estrella lo más cercano al mar era el caudal del río tóxico, aunque no desembocara en ningún océano. Interrumpí mi pensamiento porque escuché ruido de tambores y sonajas. Vi a los doce de blanco bailar cerca de nosotros, congregando a una multitud de gente con sus danzas y olor a hierbas podridas. Al final, una de ellas pasó un sombrero para recoger propinas.
María Estrella volvió a llegar al teatro con las pantorrillas enlodadas. Esta vez ninguno de sus discípulos se acercó a limpiarlas, por el contrario, algunos de ellos faltaron al ensayo, y los demás platicaban entre sí o se tomaban fotografías con teléfonos celulares que aún tenían la etiqueta pegada.
Esa tarde el olor a hierbas fue tan fuerte que a media sinfonía un violinista y el pianista cayeron al suelo y convulsionaron. La ambulancia tardó mucho en llegar, la sala de ensayos era un cajón pestilente a vómito y amoniaco. Por primera vez hubo una crisis, un estallido de violencia. Varios de mis compañeros destrozaron las doce sillas de los discípulos de blanco, les pisotearon los celulares y se encargaron de expulsar a golpes y empujones a los pocos que se quedaron. Entre los jaloneos se reventaron algunos collares, las cuentas rodaron por el escenario hasta perderse debajo de las butacas.
María Estrella se fue en una de las camionetas, dejando el rastro de lodo seco desde el podio hasta la puerta. Vimos cómo el vehículo se perdía rumbo al sur de la ciudad. Mis compañeros seguían coléricos y fueron a quejarse al área de Eventos Culturales. Luego supe que el violinista fue dado de alta esa misma noche, pero el pianista permaneció internado tres días más por intoxicación.
Nos avisaron por correo electrónico que el concierto de fin de temporada se suspendía, las actividades de la orquesta estarían detenidas por tiempo indefinido. Tampoco tocaríamos en el evento que Videla y sus secuaces programaron a nombre del estallido. Compartí esa noticia con Gorki durante nuestra última clase antes de ir a presentar el examen de admisión para el conservatorio. Se le veía igual de desanimado, pero a diferencia de nuestros encuentros anteriores escuchó cada nota, me corrigió los errores de digitación, me dio consejos sobre los cambios de posición más sencillos en la cadenza, y los golpes de arco que debía utilizar en los pasajes orquestales. Me dio un abrazo y me deseó buena suerte, quiso decir un chiste sobre Mozart pero su español no era tan bueno como para que yo le entendiese la ironía al primer intento.
Dos días antes de viajar a la escuela donde seguramente otros violinistas más jóvenes y talentosos que yo pelearían por el mismo puesto, la administración de la orquesta envió un correo a todos los integrantes. María Estrella fue hallada flotando en el río, cerca de la laguna, del lado opuesto a la central nuclear. Encendí la televisión, en el noticiero ya discutían al respecto. A cuadro, la mujer con cara de cuervo habló en nombre del área de Eventos Culturales, dijo que eso los tomaba por sorpresa, pero el presentador del noticiero decía tener evidencias de que María Estrella y Videla habían desviado recursos y no se ponían de acuerdo sobre qué parte le tocaría a cada uno. Ella planeaba huir a la capital del estado vecino mientras conseguía volver a su isla, pero Videla le retuvo el pasaporte desde que llegó, y el pleito iba en función de eso. Se metieron en más problemas porque los discípulos exigían el pago por el dichoso trabajo, del que no daban detalles. En el noticiero comentaban que hasta el momento él no había dado declaraciones sobre la muerte de la extranjera. El conductor cerró la nota diciendo que en nuestra ciudad ese es el destino de los profetas.
Mi madre y yo salimos a mi esperado viaje un viernes por la mañana. Tardamos casi una hora en pasar los tres retenes para enfilar sobre la autopista. Las inmediaciones tenían alerta de búsqueda de un tipo relacionado con la muerte de otra mujer. Pensé que, con todo lo que empezaba a suceder, la ciudad iba a convertirse en un lugar mucho menos habitable. En el último retén subió un hombre con traje de militar. Me pidió abrir el estuche, quería ver qué llevaba en ese paralelogramo negro.
—Es un violín —contesté. Cambió la mala cara por un gesto de sorpresa, seguramente creyó que le mentía.
—Qué bonito —comentó el militar al ver mi instrumento, luego sonrió y siguió revisando al resto de los pasajeros.
Pensé en María Estrella, en su cuerpo en el río, lo difícil que debió ser dejar la isla para venir a internarse a este pedazo de selva donde inicia nuestra patria. Se quejó tanto de su miseria anterior, pero aquí vino a conocer otro pequeño infierno. Recordé la imagen de María Estrella en el noticiero: la mujer flotaba bocabajo, ya no podía insultar ni amenazar a nadie, tampoco sería vanagloriada por alguno de sus súbditos; en ese río tóxico solamente podía gritarle al lodo y a los demás animales muertos. No sentí lástima por ella. Nunca la sentiré.
Luego de varias horas, aún debíamos recorrer unos cientos de kilómetros para llegar a nuestro destino. El autobús hizo una interrupción de la ruta para los que transbordaban. De uno de los asientos de adelante bajó una chica a la que identifiqué, era la percusionista más cercana a María Estrella, la que le lavó los pies uno de los días que llegó enlodada. Iba vestida con una playera y pantalón de mezclilla, los tenis azules eran nuevos, sin collares ni nada que pudiera delatarla. Me costó reconocerla, se veía casi tan joven como yo. Tampoco cargaba los tambores de caparazón. Sacó una mochila del portaequipaje, bajó del autobús y por el vidrio panorámico la vi caminar de prisa hacia la puerta de la pequeña estación.
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