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EL TIEMPO DE BERGSON: FUERA DEL RELOJ

En su primer libro importante, publicado antes de cumplir los treinta, Bergson desarrolló una filosofía que abordaba el tiempo de forma explícitamente distinta a como este solía ser considerado. «El tiempo que usa el astrónomo en sus fórmulas», explicaba, «el tiempo que los relojes dividen en partes iguales, ese tiempo, digamos, es otra cosa»16. ¿Es posible que tuviera razón? ¿Ese joven podría haber descubierto un aspecto esencial del tiempo que difería de la medición de los relojes y del uso de los científicos? A medida que su trabajo siguió creciendo, Bergson amplió sus especulaciones iniciales para convertirse en una autoridad innegable en la cuestión. El tiempo, argumentaba, no era algo externo, ajeno a aquellos que lo percibían. No existía al margen de nosotros. Nos implicaba a todos los niveles.

A Bergson, la definición del tiempo de Einstein le pareció completamente aberrante. El filósofo no entendía cómo uno podía optar por describir el momento de un suceso significativo, como la llegada de un tren, según el modo en que se reflejaba ese hecho en un reloj. No entendía por qué Einstein intentaba crear este procedimiento particular como un método privilegiado para determinar la simultaneidad. Bergson buscaba una definición más básica de este término, una que no se contentara con los relojes, sino que explicara por qué se usaban. Si no existía esta concepción de la simultaneidad, mucho más básica, «los relojes no cumplirían ningún propósito». «Nadie los fabricaría, o al menos nadie los compraría», argumentaba. Sí, los relojes se compraban «para saber la hora que es», admitía Bergson. Pero «saber qué hora es» presuponía que la correspondencia entre el reloj y un «hecho que está sucediendo» era significativa para alguien y merecía su atención. El hecho de que ciertas correspondencias entre sucesos podían ser significativas para nosotros, mientras que tantas otras no lo eran, explicaba nuestro sentido básico de simultaneidad y el uso generalizado de los relojes. Los relojes en sí no podían explicar ni la simultaneidad ni el tiempo, sostenía.

Si no existía un sentido de la simultaneidad más básico que el que revelaba sincronizar un suceso con la aguja de un reloj, los dispositivos no tendrían un propósito relevante:

Serían pedacitos de maquinaria con los que nos distraeríamos comparándolos mutuamente; no se usarían para clasificar sucesos; en resumen, no existirían porque sí ni nos serían de utilidad. Perderían su raison d’être para el teórico de la relatividad y para todo individuo, pues él también hace uso de ellos con el solo fin de designar el tiempo de un suceso.

Toda la fuerza de la obra de Einstein, según Bergson, radicaba en que funcionaba como una «señal» que apelaba a un concepto natural e intuitivo de simultaneidad. «Solo es porque [la concepción de Einstein] nos ayuda a reconocer esta simultaneidad, porque es su señal, y porque se puede convertir en simultaneidad intuitiva, que la llamas simultaneidad», explicó17. La obra de Einstein solo fue muy revolucionaria e impactante porque nuestra noción natural e intuitiva de la simultaneidad permaneció sólida. Al negarla, no le quedó otra que volver a referirse a ella, al igual que una señal se refiere a su objeto.

Bergson llevaba años pensando en relojes. Coincidía en que ayudan a registrar coincidencias, pero no creía que nuestra comprensión del tiempo se pudiera basar únicamente en ellas. Ya había contemplado esta opción, allá en 1889, y la había descartado enseguida: «Cuando miro la superficie de un reloj, observando el movimiento de la aguja que se corresponde con las oscilaciones del péndulo, no mido la duración, como cabría pensar; simplemente cuento simultaneidades, que es bastante diferente»18. Había que incluir en nuestra comprensión del tiempo algo diferente, algo nuevo, algo importante, algo fuera del reloj en sí. Solo eso podía explicar por qué atribuíamos a los relojes tamaño poder: por qué los comprábamos, por qué los usábamos y por qué llegamos a inventarlos siquiera.

El filósofo decía que el cambio nos rodeaba por todas partes y que, aun así, paradójicamente la mayoría de los científicos quitaban hierro a este aspecto del mundo. Incluso la teoría de la evolución (en la interpretación estándar de Herbert Spencer) consideraba la producción de nuevas formas evolucionadas como una recombinación de viejo material. Así, ignoraba la aparición de lo nuevo en el escenario de la vida. Al hacer hincapié solo en el mundo real como algo eternamente fijo, se podían perder de vista nuevas posibilidades: «Digamos que en la duración, considerada como una evolución creadora, existe la creación perpetua de la posibilidad, no solo de la realidad»19. ¿Qué pasaría si los pensadores de todo el mundo abrazaran el cambio radical descrito por Bergson? Bergson era muy consciente de las consecuencias. Para empezar, los expertos tendrían que atenuar sus expectativas para conocer el mundo solo a través de su composición material. El materialismo, una doctrina muy relacionada con la filosofía de René Descartes, parecía en riesgo. Según el filósofo, Einstein estaba siguiendo a ciegas los pasos de Descartes. Bergson acababa su polémico libro con una frase lapidaria: «Einstein es el heredero de Descartes»20.

Bergson era plenamente consciente del irresistible atractivo de la metafísica cartesiana, que consideraba la base de la obra de Einstein, pero también pensaba que conllevaba una serie de paradojas y contradicciones técnicas y éticas. No era ni de lejos el primero (Bergson comparó su obra con las críticas vertidas por el teólogo Henry More en el siglo XVII) ni el último en señalar sus deficiencias. Descartes había inspirado a muchos a adoptar una cautivadora filosofía mecanicista que equiparaba nuestros cuerpos a meras máquinas. Su propia filosofía resolvía algunos de sus problemas, centrándose en la conexión entre los reinos material e inmaterial y detallando que las diferencias entre cuerpo y espíritu no eran absolutamente fijas, sino que fluctuaban a lo largo del tiempo y de la historia. Se le había ensalzado mucho por presentar una nueva solución. ¿Einstein estaba pasando por alto los éxitos de Bergson? ¿Acaso los conocía siquiera?

Puede pareceros, argumentó el hombre que plantaría cara a Einstein, que las palabras escritas en esta página son simples estímulos materiales para evocar ideas en vuestra mente. Bueno, pues os equivocáis: si cambiamos u omitimos la mayoría de las letras del texto, casi seguro que seguís siendo capaces de leerlo. Los lectores suelen reconocer solo ocho o diez letras de cada treinta o cuarenta y rellenan el resto de memoria, explicó. De hecho, no se podría leer esta frase misma sin una «exteriorización» de tu memoria, que se mezcla de alguna manera con las letras de esta página. La mente y la materia, explicaba, se juntan aquí y ahora, en esta página y en todas ellas. Se juntan cada vez que consultamos un reloj o reconocemos una imagen, por más simple que sea. Pero si no pudiera separarse la materia de la mente, ¿en base a qué podían distinguir los científicos su obra de la de los humanistas?

Las nociones de la individualidad surgidas en la Ilustración parecían igual de frágiles. «Nuestra personalidad cambia sin cesar», aducía. «Nos estamos creando a nosotros mismos continuamente» y eso generaba nuevas oportunidades21. El pasado —incluyendo nuestros recuerdos y la percepción histórica—, así como el futuro y nuestra percepción del mismo, cambiaban con el tiempo. Y la ética también. ¿Qué puede impedirnos revisar algunos de nuestros tabúes más arraigados en algún momento futuro? Bergson combatió la tendencia de pensar en el pasado y en nuestros recuerdos como algo que no puede cambiarse nunca invirtiendo su interpretación. Si nos replanteamos nuestra idea del pasado, viéndolo como aquello sobre lo que ya no podemos influir, y luego cambiamos nuestros actos, podemos remontarnos al pasado. «El pasado», recalcaba, «es en esencia lo que ya no surte efectos». A diferencia de lo que se solía creer, nuestra percepción del mundo no era meramente contemplativa y desinteresada, sino que ya estaba cincelada por nuestros recuerdos. Ambos están definidos por nuestra percepción de aquello en lo que podemos influir. Bergson advirtió a sus lectores que, a menos que reconocieran el papel activo de los recuerdos, estos volverían ineludiblemente para obsesionarlos: «Pero si se diluye la diferencia entre percepción y recuerdo, […] ya no podemos distinguir realmente el pasado del presente, es decir, de aquello que está surtiendo efectos»22. La distinción entre el pasado, el presente y el futuro estaba determinada física, fisiológica y psicológicamente. Tirando del concepto del tiempo como de un hilo que recorre la astronomía física y llega a la filosofía moral, Bergson cuestionó algunos de los dogmas más corrientes de su época. Ni siquiera se podía determinar con certeza cuánto estábamos envejeciendo, puesto que «el envejecimiento y la duración pertenecen a la categoría de la calidad. No hay ningún análisis que pueda transformarlos en pura cantidad»23.

La teoría del tiempo de Einstein, sostenía el filósofo, era particularmente peligrosa porque trataba «la duración como un defecto». No nos dejaba darnos cuenta de que «en realidad el futuro está abierto, es impredecible e indeterminado». Suprimía el tiempo real; es decir, «lo más positivo del mundo»24.

EL TIEMPO DE EINSTEIN: PSICOLOGÍA O FÍSICA

Unos meses después del debate, Einstein mandó una carta a lord Haldane, que había escrito un importante libro sobre la teoría de la relatividad. Había «recibido el libro de Bergson y leído una parte, pero aún no se había podido forjar una idea definitiva sobre él»25. Al final, en otoño encontró un hueco para estudiarlo con más atención.

Einstein se llevó consigo el libro de Bergson para su largo viaje de Marsella a Japón. El día que zarpó el barco del muelle, empezó a leer. A primera hora de la mañana siguiente le despertó un «gran bullicio»: la tripulación estaba limpiando la embarcación. Garabateó unos apuntes rápidos sobre ello en su cuaderno de viaje: «Los filósofos bailan constantemente en torno a la dicotomía de lo psicológicamente real y lo físicamente real, discrepando solo en sus dictámenes a este respecto». Le parecían cíclicamente atrapados en un debate eterno entre idealismo y materialismo. Reconoció que Bergson había «asimilado [del todo] la esencia de la teoría de la relatividad», pero no veía cómo sus opiniones sobre el tiempo podían trascender las mismas dos categorías en que clasificaba el oficio de los filósofos. La contribución de Bergson «objetivaba» aspectos psicológicos del tiempo, escribió26.

Para Bergson, Einstein no lo había entendido nunca. En una ocasión, confesó a otro amigo que Einstein no le podía entender porque «no está versado en filosofía; y especialmente en el idioma francés»27. Tal vez Einstein no había ni siquiera leído su libro y había tirado de relatos que le había contado: «[…] tal o cual físico francés que no me entendía y que, sin la formación filosófica necesaria para comprenderme, seguiría inmune a mis explicaciones»28.

Durante el debate, Einstein manifestó explícitamente el propósito que atribuía a la filosofía y explicó por qué no debía desempeñar ningún papel con respecto al tiempo. En presencia de su oponente, dio a la filosofía un rol muy limitado y, a continuación, se justificó. Mencionó dos métodos habituales de percibir el tiempo: el psicológico y el físico. El tiempo psicológico era el que percibía una persona, mientras que el físico era el que medía un instrumento científico, como un reloj. El tiempo medido por un instrumento solía ser diferente del que percibía una persona. Los factores como el aburrimiento, la impaciencia o los simples cambios fisiológicos afectaban a las percepciones psicológicas del tiempo. Con la expansión de los cronómetros, empezó a notarse cada vez más la diferencia entre el tiempo sentido y el medido. Sabemos, por ejemplo al leer el diario de Franz Kafka, que en los relatos íntimos de ese periodo había un «reloj interno» que parecía disentir del «externo»29.

Pero en la mayoría de los casos, las concepciones físicas y psicológicas del tiempo no tenían que divergir demasiado. La mayoría de la gente podía calcular el tiempo de un modo bastante acorde con el de un reloj, determinando con gran precisión la hora del desayuno, del almuerzo y de la cena. La mayoría de la gente también podía valorar si dos sucesos eran simultáneos de un modo bastante parecido a los instrumentos. Pero en los sucesos fugaces sucedía justo lo contrario. En esos casos, como al final de una carrera de caballos, saltaban a la vista las carencias a la hora de percibir la simultaneidad respecto de la simultaneidad determinada con algún dispositivo; las percepciones discrepaban significativamente de las mediciones hechas con la ayuda de un instrumento. En un universo marcado por hechos que suceden casi a la velocidad de la luz, la diferencia entre ambas era extrema.

A criterio de Einstein, se había usado la filosofía para explicar la relación entre la psicología y la física. En París explicó que: «El tiempo del filósofo, pienso, es un tiempo a la vez psicológico y físico»30. Pero la relatividad, que inspeccionaba fenómenos rapidísimos, había demostrado lo alejadas de la realidad que están las percepciones psicológicas del tiempo. Einstein destacaba que no eran un simple error, sino que no se correspondían con nada concreto. «No son más que constructos mentales, entidades lógicas»31. A causa de la inconmensurable velocidad de la luz, los humanos habían generalizado «instintivamente» su concepción de la simultaneidad y la habían extrapolado por error al resto del universo. La teoría de Einstein corregía esta generalización equivocada. En lugar de creer en un área superpuesta entre las concepciones psicológica y física del tiempo (donde ambas eran importantes, aunque era obvio que una era menos precisa que la otra), argumentaba que realmente eran dos conceptos distintos: una apreciación mental (la psicológica) que era totalmente distinta del concepto «objetivo», el tiempo físico.

Bergson y Einstein aceptaban que había una diferencia esencial entre las concepciones psicológica y física del tiempo, pero sus deducciones eran distintas. A Einstein, le llevó a concluir que «el tiempo de los filósofos no existe; solo queda un tiempo psicológico que difiere del físico»32. Para Bergson, en cambio, esta lección —que las apreciaciones psicológica y física del tiempo eran diferentes— hacía aún más interesante la tarea del filósofo, especialmente porque nadie, ni siquiera los físicos, podía esquivar el problema de relacionar el tiempo con los asuntos humanos.

CUESTIONANDO EL ESTATUS DE LA CIENCIA: FENOMENOLOGÍA Y «CRISIS DE LA RAZÓN»

«Opino que ya no hay ningún problema filosófico con el Tiempo», observó el filósofo y matemático Hilary Putnam en 196733. Casi seguro que los científicos todavía coincidirían con su afirmación; los filósofos no. A medida que fue apartándose a Bergson, la autoridad de la ciencia en las cuestiones del tiempo escaló hasta nuevas cotas.

Más de tres décadas después del debate, el filósofo Maurice Merleau-Ponty se preguntó si acaso debíamos «acudir únicamente a la ciencia en busca de la verdad sobre el tiempo y todo lo demás»34. El fundador de la fenomenología francesa tenía bien asegurada la cátedra de Bergson en el Collège de France. Siguiendo la tradición de rendir homenaje a sus predecesores, el nuevo profesor habló sobre Bergson en su discurso inaugural. Como íntimo amigo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y parte de un grupo de intelectuales que se reunía en la cafetería Les Deux Magots en Saint-Germain-des-Prés, coeditor de la influyente revista Les Temps modernes, siguió aludiendo al filósofo durante toda su vida.

Merleau-Ponty nos retrotrajo nuevamente a ese encuentro: «El 6 de abril de 1922, Einstein conoció a Bergson en la Société française de philosophie». Merleau-Ponty expuso que «Bergson había ido “a escuchar”, pero que, al llegar, la discusión decayó»35. Según él, vista a través de la filosofía de Bergson, la ciencia generaba una auténtica «crisis de la razón». Las lecciones que dio el filósofo en 1955 y 1956 pusieron el acento en la contestación de Bergson a la teoría de la relatividad de Einstein36.

Según Merleau-Ponty, la interpretación mayoritaria del debate daba a Einstein como vencedor respecto a Bergson, lo cual había producido un efecto peligroso. Había un cientificismo que lo impregnaba todo e invalidaba la experiencia: «La experiencia del mundo percibido con sus hechos obvios no es más que un titubeo que precede al discurso diáfano de la ciencia»37. Merleau-Ponty continuó escribiendo sobre Bergson. En 1959 dio una charla al final del «Congreso Bergson», que acogió presentaciones de autores como Gabriel Marcel, Jean Wahl y Vladimir Jankélévitch38. A lo largo de su trayectoria, trató de reintroducir la percepción corpórea a las teorías del conocimiento, inspirando a una generación de científicos, escritores y artistas del futuro. Aunque los científicos hablaban a menudo de líneas y círculos, en la vida real nunca encontrábamos estas formas en una expresión geométrica perfecta, sostenía. Lo mismo podía decirse de las mediciones del tiempo. Al excluir el entorno realmente percibido por nosotros, seguía diciendo, la ciencia moderna ha perdido el contacto con la realidad. ¿Cómo sería la ciencia si reintrodujera el mundo tal y como se ve, se oye y se siente? Durante décadas, se dedicó a responder a estas preguntas.

Mientras que muchos autores de preguerra consideraron peligrosa la filosofía de Bergson, en la posguerra Merleau-Ponty vio un potencial peligro en el racionalismo desenfrenado de su época: «Sin contar a los neuróticos, el mundo tiene a un buen número de “racionalistas” que son un peligro para la razón viva». Para Merleau-Ponty, recuperar la «razón viva» no significaba abandonar la ciencia, sino dar un papel renovado a la filosofía dentro de la ciencia: «Y en cambio, el vigor de la razón está ligado al renacimiento del sentido filosófico que, por supuesto, justificará la expresión científica del mundo, pero en su categoría y lugar adecuados en el conjunto del mundo humano»39. Aunque nunca fue un enemigo de la ciencia e inspiró a menudo a los científicos (sobre todo a los neurofenomenólogos), Merleau-Ponty intentó igualmente volver a colocar al racionalismo en el «lugar que le correspondía».

Merleau-Ponty se preguntó por qué todo el mundo buscaba respuestas en la física y en los físicos. ¿Por qué se les consultaba acerca de todo como si fueran intelectuales públicos, en cuestiones que iban desde la moda al gobierno? Se burlaba de:

Las extravagancias de los periodistas que consultan al genio sobre cuestiones alejadísimas de su campo. Al fin y al cabo, dado que la ciencia es taumaturgia, ¿por qué no debería llevar a cabo un milagro más? Y dado que fue precisamente Einstein quien demostró que, a una gran distancia, un presente es contemporáneo con el futuro, ¿por qué no hacerle a él las preguntas que se le formulaban al oráculo de Delfos?40

En los cincuenta y los sesenta, el debate entre Einstein y Bergson estaba tan en boga como siempre. «Hoy, como hace treinta y cinco años, los físicos recriminan a Bergson que introdujera al observador en la física relativista, que dicen que puede convertir el tiempo en relativo solo con los instrumentos de medición o un sistema de referencia», explicó Merleau-Ponty41. Pero el observador, según él, no debería ser nunca irrelevante; los instrumentos por sí mismos nunca desmitificarían por completo el tiempo.

En los sesenta, el péndulo se balanceaba a toda prisa. La «razón» pasó de estar estrechamente ligada a la ciencia a convertirse en una aliada íntima de la filosofía, pues muchos pensadores huyeron de una fascinación inicial por Einstein y se aproximaron a Bergson. En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty insistió en la importancia de nuestras apreciaciones individuales del tiempo. Para recalcar que el tiempo dependía de la conciencia corpórea y que no era una mera cantidad física de un universo incorpóreo, exclamó: «Yo mismo soy tiempo»42. A fin de cuentas, él había aprendido de Bergson que «no nos acercamos al tiempo exprimiéndolo dentro del punto de referencia de la medición, como si usáramos unas tenazas». Al contrario, «para hacernos una idea de él, debemos dejar que crezca libremente, acompañando el nacimiento continuado que lo hace siempre nuevo y, precisamente en este sentido, igual»43.

¿La filosofía se limitaba a estudiar el «titubeo que precede al discurso diáfano de la ciencia»?44 ¿Los filósofos deberían aceptar el nuevo papel de la ciencia de posguerra? Los simpatizantes de Einstein responderían masivamente que sí, pero en París, una nueva generación de jóvenes escritores no aceptó esta función subalterna. Los fenomenólogos no eran los únicos interesados en el rol de la filosofía en un siglo caracterizado por el auge de la ciencia.

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